CONTEXTO HISTÓRICO

A mediados del siglo XII se produce un cambio radical en la situación política de la península ibérica. Mientras los reinos cristianos reunidos bajo una misma corona se disgregan en cinco reinos diferentes y las más de las veces enfrentados entre sí por miopes límites fronterizos. Una nueva fuerza surgida del norte de África, los almohades, viene a unificar los reinos de taifas andaluces bajo un único mando, frenar el avance conquistador hacia el Sur y amenazar la propia existencia de los dichos reinos.

 

Alfonso VII de León el Emperador, continuando la idea imperial de sus antecesores Alfonso III y Alfonso VI, es coronado el 26 de mayo de 1135 imperator totius Hispaniae en la catedral de León. Y para ser emperador necesitaba de reyes vasallos, de ahí que aún reuniendo a todas las coronas bajo su mando mantuviese vigentes los títulos de reyes de Portugal, León, Castilla, Galicia, Aragón y Pamplona.

 

El Emperador leones reunió bajo su cetro, a lo largo de su prolífico reinado, el reino de Galicia, la corona de León, y de Castilla, a base de guerras, amenazas, casamientos, pactos, etcétera. Se aprovechó de la muerte sin descendencia de Alfonso I el Batallador, rey de Pamplona y Aragón, para reclamar esa corona alegando ser bisnieto de Sancho III el Mayor, lo cual no fue aceptado por los nobles navarros y aragoneses que eligieron a Ramiro II el Monje. No obstante El Emperador de León invadió La Rioja y ocupó Zaragoza, que entregó al recién nombrado rey navarro a cambio de su juramento de vasallaje.

Apoyado por los nobles del otro lado de los Pirineos, ocupó los territorios pertenecientes a la corona de Aragón y Pamplona, en Francia, alcanzando su dominio hasta el río Ródano.

Nombrado emperador recibió el vasallaje de su cuñado Ramón Berenguer IV, conde de Barcelona; de su primo García Ramírez, rey de Pamplona; del conde de Tolosa Alfonso Jordán; de los condes de Gascuña, y del Midi; de Armengol de Urgell; e incluso de las taifas musulmanas que le rendían parias.

No asistió Alfonso Enríquez, aspirante al trono de Portugal ni Ramiro II rey de Aragón, pero esas enemistades y ambiciones las solventó el emperador leones posteriormente con diversas concesiones. Por ejemplo arrebató el señorío de Zaragoza a Pamplona para entregárselo a Aragón y el condado de Barcelona fue incorporado a la soberanía aragonesa tras el matrimonio de la hija del rey aragonés Petronila con el conde Ramón Berenguer IV.

En el lecho de muerte, dicen que aconsejado por ciertos condes gallegos, malogró tanto esfuerzo dividiendo su imperio entre sus dos hijos, Fernando II fue proclamado rey de León y Sancho III rey de Castilla. Inmediatamente el rey de Portugal Alfonso I declaró su independencia, al igual que Aragón y su rey Alfonso II; Navarra con Sancho VI, el primero en abandonar el título de rey de Pamplona para adoptar el de rey de Navarra, un reino definitivamente escindido de Aragón.

 

Mientras los reinos cristianos se dividen e inician una incansable relación de guerras entre ellos, Al-Andalus se une, al sufrir la invasión de una fuerza integrista y feroz, los almohades, que en pocos años someterá a los reinos de taifas bajo un mismo califato.

Tan solo la taifa de Murcia resistirá el embate almohade durante casi treinta años, un reyezuelo musulmán, Ibn Mardanis, el rey Lobo, gracias al apoyo en hombres, armas y dineros de Castilla, León y Aragón, no solo ocupó todo el Levante, sino que osó asediar Córdoba y Sevilla.

Los reinos cristianos no vencerán a tan formidable fuerza unitaria hasta que no sumen esfuerzos.

 

 

 

 

 

NOMBRES GEOGRÁFICOS

Al-Basit: “El Llano” Albacete

Al-Dàniyya: Denia

al-Garb: Algarve

Al-Kassr: Alcacer do Sal

Al-Qasr as-Seghir: Alcazarseguir

Al-Qasr Kutama: Alcazarquivir

al-Yussana: Lucena

al-ʾIšbūnah: Lisboa

Barbaschter: Barbastro

Batalyaws: Badajoz

Batza: Baza

Bayyasa: Baeza

Bily: Vilches

Cazires: Cáceres

fidáwš: fideos

assúkkar: azúcar

Isbilia: Sevilla

Istiya: Écija

Jayyān: Jaén

Larida: Lérida

Madina Mursiya: Murcia

Magerit: Madrid

Marrakus: Marrakech

Mayurqa: Mallorca

Medina Afraga: Huesca

Miknasa: Mequinez

Qalat Chabir: Alcalá de Guadaira

Qarmuna: Carmona

Qūnka: Cuenca

Qurtuba: Córdoba

Ribat al-Fath: “Campamento de la Victoria” Rabat

Saraqusta: Zaragoza

Silb: Silves

Tulaytulah: Toledo

Ubbada: Úbeda

Wadi al-Abyad “río Blanco”: río Segura

Wadi Anae: río Guadiana

Wadi Ash: Guadix

Wat al-Kebir: río Guadalquivir

Xateba: Játiva

Xeris: Jerez de los Caballeros

Yabal Tāriq: Gibraltar

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

Capítulo 1

En Marrakus agosto de 1212

Me llamo Muhammad al-Nasir li-dín Allah Muhammad ben al-Mansur, aunque en los reinos de esos bárbaros cristianos, comedores de cerdo, me llaman Miramamolín; imagino que por una deformación fonética de mi título amir al-mu´minin, que significa “príncipe de los creyentes”. Y es que soy el cuarto califa de los al-muwahhidîn, los almohades para los cristianos; esto es “los que reconocen la unidad de Dios”. Pues yo afirmo que no hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta. Esa es la base de nuestra religión, la unicidad divina, expresado en las palabras de nuestro fundador Ibn Tûmart, el Mahdi: “alejar del Creador toda comparación o asociación, toda idea de imperfección, disminución, límite y dirección. Quien lo sitúa en una dirección, le da una forma corporal. Quien le da una forma corporal, hace de Él una criatura y quien lo convierte en criatura es como el adorador de un ídolo”.

Me he decidido a escribir esta crónica, con la ayuda de El Más Misericordioso, que Él me ilumine, desde mi exilio, desde este destierro, al que yo… No acierto a definir mi estado, yo que gobierno un imperio tan extenso como inestable o mejor sería decir perecedero, pues lo que El Dador de Todo nos da, Él mismo nos lo arrebata a su voluntad. Como decía debo dejar constancia de lo acaecido durante mi reinado, el tiempo que he estado a la cabeza de los creyentes. Y no porque necesite dar explicación alguna, todas mis acciones han sido inspiradas y guiadas por el Sumo Hacedor y Él es el único que nos exalta en la victoria o nos humilla en la más denigrante derrota. Y con esto no estoy culpando a

Pero la gloria de mi reinado califato no comenzó conmigo, yo hallé lo más duro del trabajo realizado por mi padre y el padre de mi padre, que juntos disfrutarán hoy a la diestra de La Fuente de Paz.

Sin llamar a la puerta entra un figura femenina, Al-Nasir alza la cabeza del escritorio, es Sombra trae una bandeja con una jarra de fino cristal llena de un vino color sangre y varias copas. Algunos hacen ostentación de su poder bebiendo en vasos de oro, pero es tan agradable sentir la suavidad del cristal en los labios, el vino sabe mejor y ella conoce sus preferencias. Al-Nasir prosigue escribiendo.

Con la ayuda de El Protector y Guardián mis antecesores se enfrentaron a los decadentes y corruptos almorávides, sus teólogos malikitas ejercieron una dictadura teológica tanto en Al-Andalus como en todo el norte de África, caracterizada por un interpretación formal e intransigente del libro sagrado. Esta escuela jurídica fundada por Mâlik ibn Anas, promovía recurrir a los hâdit, o dichos del Profeta y a la tradición, apartándose de la interpretación del texto sagrado. El resultado era una rígida ortodoxia, incapaz de transformar las costumbres populares poco acordes con el Corán. ¿De qué sirve proclamar la lucha contra los idólatras en las mezquitas sin hacer luego nada al respecto?

Ibn Tûmart, admitía que existen textos en el Corán “que se prestan a equívocos”, y criticaba a quienes “siguen lo que es equívoco en el Corán”, y esto por un deseo de desorden y por un deseo de interpretar a su antojo. Pero no ofrecía una alternativa hermenéutica (arte de interpretar los textos sagrados) concreta al creyente perplejo, salvo la ya citada de no dejarse llevar por un afán interpretativo y el consejo de no restringir a Dios dentro de las categorías mundanas de “antes y después, arriba y abajo, derecha e izquierda, delante y detrás, todo y parte”.

Al-Andalus estaba dividido en multitud de reinos taifas, la más de las veces enconados enemigos entre sí, sometidos al pago de parias de los poderosos reinos cristianos. En poco tiempo los Unitarios, recompensada nuestra fe por El Comandante, establecimos un poderoso imperio que se extendía desde Santarém, donde falleció mi abuelo en fiera batalla contra los politeístas, hasta Trípoli.

Un cronista Al-Marrâkushî, describió el deterioro de la situación moral en Al-Andalus en estos términos:

“La situación bajo el poder del Príncipe de los Creyentes se deterioró enormemente a lo largo del siglo quinto (este es el actual). Gran cantidad de cosas abominables surgieron en sus dominios debido a la apropiación de éstos por los jefes almorávides y al asolador despotismo al que se entregaban… Cada jefe era una imponente figura que pretendía ser mejor que el Príncipe de los Creyentes y más merecedor del mando que él. Las mujeres tomaron el control de las cosas y los asuntos de Estado dependían de ellas. La negligencia del Príncipe de los Creyentes y su debilidad aumentaron. Estaba satisfecho con el título oficial de gobierno de los musulmanes, y con recaudar impuestos. ¡Se entregó a la plegaria y a la castidad!, abandonó los asuntos de la comunidad hasta el extremo. Por esta razón muchas cosas se deterioraron en Al-Andalus, el cual casi volvió a su situación anterior”.

Ella descorre las gruesas cortinas que impedían hasta ese momento el paso de la luz de la esplendida mañana, Al-Nasir está a punto de reconvenir a la muchacha pues ordenó que nadie le molestara, pero una vaharada de jazmín le colma de ensoñación.

¡Ah, Sombra! La llamo de ese modo porque es fresca aunque carente de frialdad; acogedora con liberalidad; porque sus cabellos son oscuros sin artificios aunque su alma es clara. Me divierte y distrae, es mi sombra en lo más tórrido del estío, y la amo.

La muchacha se acerca hasta el escritorio, su sonrisa ilumina la estancia, se inclina para depositar un beso en una de sus orejas y para que él pueda, de reojo, echar un vistazo a la abertura de su escote. Él percibe que el aroma a jazmín emana de ella.

La muchacha alza la jarra y llena una de las copas, de la que él bebe un sorbo luego moja el cálamo en la tinta y vuelve a su crónica.

Dicen que yo juré plantar el estandarte de la media luna en Roma, me cuentan que ciertos trovadores recitan coplas con mis órdenes al Papa Inocencio para que transformara el pórtico de la iglesia de San Pedro en una cuadra para los caballos de mis tropas. Cabe en lo posible que tal afirmara, en cualquier caso no es un propósito baladí, y El Dominador sabe que en mi corta vida hice cuanto pude por lograrlo.

Los tres pilares en que se apoya la reforma de nuestro Fundador y que no debemos obviar son:

1) La necesidad de desarrollar la ciencia y el saber para consolidad la fe.

No es posible que los bárbaros cristianos se arroguen el progreso en materias tan diversas como la ciencia, la medicina o los viajes, merced a la interpretación de textos antiguos que nosotros hemos traducido de los paganos, desarrollado, perfeccionado y actualizado.

2) La existencia de Dios, algo indudable y que se percibe a través de la razón.

Sobran comentarios.

3) La absoluta unidad de Alá y su diferenciación de cualquiera de las otras criaturas por él creadas. Nada puede siquiera asemejarse al Único y por lo tanto carente de cualquier atributo antropomórfico.

De ahí que la comunidad islámica deba ser regida y dirigida por un imán, guía y modelo, a quien todos los buenos musulmanes deben obedecer e imitar en su comportamiento.

Fue el discípulo predilecto Al-Mumin quien recopiló los escritos dispersos del Fundador, Ibn Tûmart. Sobresale en esos escritos la Aqîda o Profesión de Fe. Comienza recordando los cinco pilares del Islam: la creencia en la unidad divina, la oración, la limosna legal, el ayuno en el Ramadán y la peregrinación. Más adelante se afirma la existencia del Creador como una necesidad de la razón. Es gracias al Creador como el hombre pasa de la no-existencia a la existencia, según queda escrito en el Libro Santo: “hemos creado al hombre de la quintaesencia de la arcilla; después, hemos hecho de ella una gota de esperma en un receptáculo sólido; después hemos hecho de la gota un grumo de sangre; luego, hicimos del grumo de sangre un trozo de carne; luego, cambiamos este trozo de carne en hueso; vestimos de carne los huesos; y después, lo hemos producido como otra creación. Bendito sea Alá, el mejor de los creadores”.

Los cielos, la tierra y todas las criaturas existen gracias a la existencia del Creador, pues la contingencia del primer movimiento exige un agente que lo haga posible. “Todo aquello de lo que se reconoce que existe después de no haber existido, es forzosamente creado”.

Un leve sonido le lleva a alzar la vista, Sombra está tendida en un diván y se ha descalzado, mira hacia el jardín con aire descuidado. La luz matinal realza la extraordinaria belleza con que el Creador ha dotado a esa criatura nacida para proporcionar placer.

Afirma el Fundador, que existen tres categorías de criaturas: los seres vivos dotados de razón, los seres vivos privados de razón y los seres inanimados privados de percepción. Los primeros son impotentes para crear, los segundos más todavía y los seres inanimados se encuentran en una escala más baja aún. Y de nuevo se remite al Libro Santo: “Alá es el creador de todas las cosas, Él cuida de todo”.

Pero es menester rechazar cualquier analogía, parecido o parentesco entre la criatura y el Creador: El Creador no tiene comienzo; ahora bien, quien tiene necesariamente un comienzo, tiene algo antes de él; quien tiene algo antes de él, tiene algo después de él; quien tiene algo después de él, tiene un límite; quien tiene un límite, es creado; y quien es creado tiene necesidad de un Creador. Y el Creador es el alfa y el omega, lo evidente y lo oculto, todo lo sabe, es el primero sin comienzo y el último sin fin; lo evidente sin delimitación y lo oculto sin particularización, el que existe de una manera absoluta, sin comparación ni modalidad”. De lo que se desprende la imposibilidad para el hombre de penetrar mediante la razón la esencia divina. Como dijo el Fundador: “Hay un límite para la razón humana en el cual ella se detiene sin sobrepasarlo”. Y que a mí me recuerda al mandato de los curas politeístas, de creer porque sí, por cuestión de fe, sin abundar en razonamientos.

El cronista dirá: “Al acabar el quinto siglo de la Hégira, el imperio almorávide se hallaba sólidamente establecido en el noroeste africano y en el Al-Andalus… La dura fiereza y el rigorismo religioso de los rapaces saharianos se estaba disolviendo rápidamente en la molicie de la civilización andaluza, y los alfaquíes que con sus dictámenes —fatwas— proporcionaron a su líder Yusuf Tasufin la base jurídica para apoderarse de los reinos de Taifas, se adueñaron a su vez, en su calidad de abogados y literatos, de todos los resortes y puestos lucrativos del Estado”.

Hace cuarenta años el fundador del movimiento de los Unitarios Muhammad Ibn Tûmart, fue proclamado Mahdi, esto es Mesías, por sus seguidores, y llamó a todos los musulmanes a retornar a las fuentes primeras de su fe, es decir el Corán y abjurar de la herejía antropomorfa en que los acomodados ulemas almorávides les hacían caer.

Eso me lleva a considerar si todos sus descendientes gozamos de semejante devoción entre los creyentes; es algo inaudito que el título de Mahdi, “el guía venidero”, se transmita de padres a hijos y menos probable será que alcance a los bisnietos. Deberé consultarlo con los faquíes

La perversión de las costumbres corroía a las gentes; la idolatría falseaba las oraciones y mermaba la fe en el Único; los falsos profetas corrompidos por el lujo y la depravación escupían en el Libro Santo. Se hacía necesario cortar tanta garganta blasfema, arrumbar tanto oropel; someter a los herejes que no cesaban en su adoctrinamiento; contener el ímpetu de los reinos cristianos en Al-Andalus, y en fin corregir las costumbres populares y, por qué no decirlo, las palaciegas, poco o nada acordes con las sobrias enseñanzas del Corán.

Afirma nuestro fundador y es la base del tawhid, nuestra doctrina que todos los creyentes seguimos al pie de la letra: “No hay más Dios que el que señalan todos los seres y a quien atestiguan todas las criaturas, que su existencia es absolutamente necesaria sin limitación ni determinación de tiempo ni de lugar, ni de dirección, límite, clase, forma o figura, ni de volumen, aspecto o estado. Es el primero, no limitado por ninguna prioridad, y el último, no limitado por una posterioridad; es el único, no limitado por el dónde; es el eterno, no limitado por el cómo; es el glorioso, no limitado por la semejanza. No lo pueden definir los pensamientos ni imaginarlo las opiniones; no lo alcanzan las ideas ni lo califica la razón. No son cualidades suyas el cambio, la mudanza, ni la variación, ni el acabamiento, ni la ignorancia, ni la necesidad, ni la impotencia, ni la pobreza. Tiene el poder y la exaltación, la gloria y la perfección, la ciencia y la elección, la realeza y el poder; suya es la vida y la supervivencia, tiene los nombres hermosos. Es único en su eternidad; no hay nada con Él más que Él, ni se encuentra más que Él, ni tierra, ni cielo, ni agua, ni aire, ni vacío ni lleno, ni luz ni tinieblas, ni noche ni día, ni perceptible ni audible, ni sonido ni ruido, sino el único, el omnipotente. No tiene igual en su eternidad, en su poder y en su divinidad: no hay con Él administrador de lo creado, ni tiene socio en el reino, suyo es el juzgar y el sentenciar, la alabanza y el elogio; no hay quien rechace lo que Él ha decretado, ni se oponga a lo que ha dado; hace en su reino lo que quiere y juzga a sus criaturas como le parece; no espera premio ni teme castigo; no hay sobre Él mandante poderoso ni resistente que se oponga; no hay derecho contra Él; toda donación es un favor suyo y todo castigo de Él es justo; no se le pide cuentas de lo que hace, y Él se las pide a todos”.

Una nueva levedad llama su atención, Sombra ha abierto la bata de lino que suele llevar en casa y se desprende de ella con un par de movimientos felinos. Continúa mirando hacia el jardín. Viste una tenue camisa de seda verde claro que contrasta con su piel tan morena y transparenta su agradable anatomía.

La escuela malikí, dominante en el Magreb y en Al-Andalus vivía de espaldas a los movimientos de la dogmática que provocaban los teólogos del Oriente musulmán. Los alfaquíes eran abogados más que religiosos, dedicados a las consultas jurídicas, y para los cuales los pleitos y diferencias civiles y comerciales eran el terreno en que se movían a sus anchas. Más interesados por la administración de los fondos dedicados a las obras pías, legados de fieles, orfelinatos, tesoros de las mezquitas, así como por los cargos públicos que por el estudio de la religión.

Los sabios de la corte almorávide no sentían la menor inclinación por el estudio directo del sagrado Alcorán y de las tradiciones del Profeta, que son las fuentes donde beben los creyentes. Se dedicaban a seguir con un respeto fanático los tratados de jurisprudencia, o sea las consecuencias y deducciones de carácter práctico que los maestros de la escuela malikí habían extraído de las fuentes alcoránicas y esos manuales circulaban entre los fieles y gozaban de mayor autoridad que el propio Libro Sagrado.

Si estos alfaquíes no se interesaban en absoluto por las sutilezas de la teología y permanecían ajenos a las enconadas disputas de las escuelas orientales, no es de extrañar que su grey en el Magreb y en Al-Andalus se limitaran a creer y recitar las palabras textuales del Corán con la fe del carbonero, sin plantearse siquiera en la forma como habrían de interpretarlas. Por ejemplo, está escrito que no existe semejanza alguna entre el Creador y sus criaturas creadas, y al mismo tiempo, en otros versículos, reconoce a Dios los atributos del ser humano: Dios está sentado en su silla; Dios ve las acciones de los hombres y las pesa en su balanza, etcétera.

Los alfaquíes maliquíes enseñaban al pueblo que había de repetir maquinalmente esas verdades y creerlas con fe humilde, sin aventurarse a resolver sus aparentes contradicciones. ¿Qué los diferenciaba pues de la Iglesia cristiana?

Ibn Tûmart era un estudioso, como yo. Criado en un ambiente austero, “un campesino berebere de las montañas del Atlas”, así lo describen los que tratan de denigrarle; en cambio cronistas y biógrafos bienintencionados se han empeñado en crear alambicadas genealogías al objeto de hacer a nuestro Mahdi descendiente del Profeta, loada sea su causa, pero es bien sabido que solo la piedad, las buenas obras y la gracia de Alá y no las genealogías, son las que abren las puertas del Paraíso.

A los dieciocho años Ibn Tûmart emprendió un viaje de quince años por todo el mundo árabe, visitó Qurtuba, La Meca, Damasco, Bagdad, Egipto; no puedo por menos que sentir una loable envidia. Así se forma un gobernante, un ideólogo; así es posible pensar en positivo, cuando has visto el mundo en todos sus aspectos; cuando has compartido la vida con una multitud de seres humanos y has estado a punto de ser atraído al lado oscuro, sólo así puedes regresar a los orígenes y proclamar la unidad de El Supremo Soberano. Es en la vida y en el trato con las gentes de toda condición y pensamiento donde nace la experiencia que hace ecuánime a un príncipe, a un gobernante.

—Esta noche no has venido a mi alcoba —musita ella como si fuese la cantinela de una copla.

“Pierdo la concentración, cualquier alumno de una madraza que hiciera tantos tachones en un escrito sería azotado por patán”.

—Tenía que atender a mi esposa —responde Al-Nasir, sin alzar la vista, mientras relee lo ya escrito buscando centrarse en la historia.

Los estudiosos de la novedosa reforma Unitaria, apreciamos la influencia del zahirismo, aprendido por el Mahdi durante su estancia en Qurtuba, probablemente de un alumno avanzado de Ibn Hazm, del que tomó la defensa del estudio de las fuentes y el consiguiente alejamiento del principio de autoridad y del rechazo de la analogía como criterio jurídico. Hay influencias de la escuela asarí, de la que aprovechó buena parte de sus teorías teológicas y en especial su pretensión de racionalizar la fe y su abandono de todo antropomorfismo religioso; de los mutazilíes, de quienes continuó el racionalismo y la defensa a ultranza de la simplicidad y unicidad de Dios, con la consiguiente negación de los atributos divinos. Incluso permitió cierta influencia del chiísmo, del que adoptó su doctrina del imanato y su creencia en el Mahdi.

A su vuelta al Magreb se encontró con Abd Al-Mumin, un guerrero, quien desde entonces se convirtió en su discípulo predilecto y sucesor. Él fue el primer califa de los al-muwahhidîn y de él desciendo, loada sea su memoria.

Inició el Mahdi su predicación en una gruta de la región de Tinmallal, a su sombra predicaba la buena nueva, censuraba el libertinaje de las costumbres y recitaba suras como esta: “sois el mejor pueblo que se ha hecho surgir entre los hombres; ordenáis lo conocido como bueno y prohibís lo reprochable y creéis en Alá”. Hoy en día acuden las buenas gentes a llevarse puñados de tierra del suelo de la cueva con los que dicen que sanan a los enfermos, pura superstición que deberíamos erradicar.

Debió ser en esta época de penurias espoleado por la tremenda ilusión de ver crecer día a día el número de seguidores cuando nuestro fundador dictó nuestro credo: “Aprender el tawhid; la primera sura del Corán y otra más; practicar la oración en las horas prescritas y frecuentar las mezquitas; ser morigerados, evitar las disensiones, no dilapidar los bienes, no robar, no traicionar, no ser envidiosos, no engañar al prójimo, no castigar con la mutilación, no volver la cara al enemigo, ser justos en el reparto del botín, dando una parte al infante, tres al jinete y reservando la quinta para la Hacienda y, finalmente, evitando y proscribiendo el uso y la venta del vino, y las prácticas paganas de la música, las plañideras y las imprecaciones”. Debo decir que aunque todos los unitarios admitimos con fe este credo, muy pocos somos los que lo practicamos y he visto a los mejores talaba ebrios en las horas en que el muecín llama a la oración o hacen befa de la dicha obligación; algunos son unos degenerados y presumen de ello, otros roban, dilapidan los bienes del Estado; muchos disfrutan aplicando tormento a sus enemigos; ciertos actos de cobardía que expondré nos han llevado a la derrota frente a los adoradores de la cruz; y la música y las plañideras están a todas horas en las calles y casas principales.

Al-Nasir levanta la vista del papel, Sombra ha ido soltando uno a uno los nudos de su camisa, empezando por abajo y las dos partes de la prenda han acabado por deslizarse libre de ataduras; encoge el par de hermosas piernas que se frotan una con otra escondiendo la gruta de un dulce tesoro. Los ojos de él acarician el terso vientre, las manos sueltan el cálamo, y percibe una ligera humedad en su labio inferior cuando la vista se fija en el soberbio pecho que corona aquel cuerpo tendido rodeado de cojines. Ella mira al descuido el jardín y al respirar hondo asoma el otro pecho, redondo, pleno y cálido; semejante en tersura a su pareja, igual de apetecible.

La tentación está ahí a dos pasos, le llama, le cautiva, pero Al-Nasir decide resistir, se limpia el hilillo de baba y retoma la escritura. La crónica que lleva en mente es importante para él.

También fue entonces cuando los habitantes de Tinmallal se rebelaron; era una región extremadamente pobre, árida, de clima extremo, pero su quebrada orografía se prestaba a la defensa. Tal y como aumentaba el número de los seguidores del Mahdi, aumentaba el consumo de los escasos recursos de la zona, todo el que llegaba y juraba lealtad al Imán Impecable, título que solían darle ya en aquella época los suyos, recibía una casa y una parcela, las protestas de los lugareños acabaron con el asesinato en masa de todos ellos. No dudo que fue algo reprobable pero un mal menor que facilitó el triunfo de la luz sobre la oscuridad.

Cuentan las crónicas hostiles al movimiento que un alfaquí de Ifriqiya, que seguía al Mahdi desde su primera predicación, y por ello estaba incluido entre los Diez, reprobó la matanza de los tinmallalíes y negó la impecabilidad de Ibn Tûmart en pública asamblea. A los pocos días fue excluido de la yamaa, muerto y crucificado.

Con ayuda de El Forjador, Al-Mumin tuvo la inteligencia de transformar aquel movimiento religioso en una marea imparable, en una poderosa fuerza militar a la que condujo de victoria en victoria.

En algún sitio he leído la crónica de su primera victoria, fue a la defensiva, pues su ejército quedó cercado en un llano cerca de Tremecén, por una aplastante mayoría del enemigo. Con admirable destreza y envidiable disciplina, sus hombres formaron el cuadro y colocaron en cada uno de sus lados una línea de infantería armada de largas picas y protegida por escudos; detrás de ellos la segunda línea llevaba adargas y jabalinas; detrás de esta figuraban los honderos; en cuarto lugar estaban los arqueros y en el centro del cuadro la caballería. Al atacar la caballería almorávide chocaban con las afiladas lanzas y recibían una lluvia de jabalinas, piedras y flechas. Cuando cedían en el ataque y retrocedían, se lanzaba la caballería almohade tras ellos, saliendo por los huecos dejados en los costados del cuadro, abatía a los que alcanzaban y, si los jinetes enemigos se rehacían y emprendían un nuevo ataque, los nuestros se acogían de nuevo al cuadro protegidos por el bosque de lanzas.

En poco más de quince años de luchas incesantes, desde las montañas del Atlas, sus bereberes extendieron el movimiento por todo el Magreb. En la conquista de Orán consiguieron dar muerte al último de los califas almorávides, el perro Tasufin; cuentan que hallaron su cadáver sobre la yegua en la que huía, pretendía alcanzar las galeras del puerto para llegar a Al-Andalus. Su cabeza fue enviada a Al-Mumin quien ordenó embalsamarla y enviarla a Tinmallal, donde todavía permanece colgada de un sauce como símbolo de victoria.

Cuando se conoció en Tremecén la tragedia acaecida en Orán, todos los jeques de las cabilas, que habían llegado para socorrer al perro Tasufin, huyeron presos del pánico hacia Fez, abandonando a sus tributarios y a los habitantes cuyo número se había engrosado notablemente con una multitud de refugiados de la guerra. En aquellos días Tremecén era dos ciudades en una, compuesta por Agadir, la urbe primitiva, y por Tagrart un arrabal fundado por los almorávides, donde residían la guarnición y los servicios burocráticos de la provincia.

Ante la defección de los jefes militares, los vecinos de Agadir eligieron una delegación de sesenta notables que debían implorar el amán de Abd Al-Mumin, que por entones andaba asediando Fez, pero en el camino tropezaron, junto al río Tafna, con un destacamento de fogosos almohades que los acuchilló hasta el último.

Tras un largo asedio, conquistaron los dos barrios de Tremecén, (una importante capital que tengo ganas de visitar con tranquilidad cuyo nombre viene referido a la abundancia de manantiales en su enclavamiento), fue tomada en un sorpresivo asalto nocturno, que conllevó la masacre de todos sus pobladores, algo que no debe preocuparnos pues los inocentes de corazón estarán regocijándose en el Paraíso y los culpables ardiendo en el infierno. La población fue reconstruida posteriormente y circundada por una poderosa muralla.

Al año siguiente el objetivo fue Fez, una ciudad cosmopolita habitada por musulmanes de todo el norte de África y de Oriente, que ha acogido a emigrantes de Al-Andalus, judíos e incluso cristianos habitan barrios enteros de la ciudad; muchos vienen a estudiar a la universidad de Qarawyyin, una escuela asociada a la mezquita del mismo nombre, una de las más antiguas y grandes de África.

Abd Al-Mumin estableció su campamento en el Yabal al-Ard, un monte a tiro de flecha de la ciudad y que la domina por entero, lo fortificó con una elevada empalizada, tras la cual levantó un muro. Luego obstruyó el río con una ingente cantidad de madera, árboles y piedras y consiguió desviar su curso hacia las murallas de Fez. Cuando rompieron el dique la fuerza de las aguas embistió contra la puerta que se derrumbó y el agua penetró en la ciudad. Aquella es la puerta llamada Bab al-Silsila, sita al borde de un brazo del río de Fez y expuesta a las riadas pues tres años atrás una crecida del río se la llevó por delante, alabado sea El Fundador Sin Necesidades.

Y con todo, los defensores lograron contener el ataque y reponer la puerta, por lo que Abd Al-Mumin envió a parte del ejército a tomar Miknasa, sin duda agobiado por la falta de provisiones. Iniciaron un riguroso asedio y devastaron sus arrabales.

Con la ayuda de El Creador de lo que hace Daño no tardaron en conquistar Fez, Miknasa y Salé y obtener el sometimiento de todas las cabilas y tribus del norte del Magreb.

Y finalmente cayó la capital del podrido imperio almorávide, Marrakus. Situada en el estratégico paso de las rutas comerciales que traían el oro desde las minas del lejano Sudán, cuentan que era una gran capital amurallada, adornada con exuberantes jardines; dotada de magníficos palacios y mezquitas, nada de aquel esplendor perdura hoy. Sometida a un cruel asedio por el ejército de Al-Mumin, en que el hambre consumió a gran parte de sus habitantes, fue tomada y arrasada pero para reconstruirla después. Pues esa es la directiva del Fundador, destruir el pecado para que renazca la verdad y de aquel no quede memoria alguna.

Durante tres días se prohibió la entrada o la salida de persona alguna de Marrakus, tres días de sanguinaria matanza, tres días de concienzudo saqueo, tres días con sus noches en que la violencia cayó sin mesura sobre una población hambrienta, vencida. Todos los varones fueron pasados por el filo de la espada, todas las mujeres fueron violentadas; sus bienes pillados, sus hijos esclavizados.

Hoy Marrakus es un faro de la cultura islámica, celebres pensadores y literarios de todo el mundo árabe acuden a sus madrazas y los más bellos jardines deleitan a las gentes que la habitan.

La noticia de la caída de la capital conmocionó a todo el orbe y no tardaron en acudir los jefes, jeques y gobernadores de Al-Andalus a ofrecer vasallaje e implorar ayuda contra los feroces ataques de los comedores de cerdo. A causa de la guerra, las guarniciones almorávides fueron vaciándose de efectivos lo que fue aprovechado por los puercos cristianos para atacar sin vergüenza alguna. Sin la sujeción de las fuerzas almorávides Al-Andalus se disgregó en multitud de taifas independientes altamente vulnerables al rudo ataque de los norteños cristianos.

La política unificadora y expansionista de la palabra de El Más Grande, condujo a Al-Mumin a desembarcar en Al-Andalus al objeto de unir a las débiles taifas en un poderoso adversario contra los adoradores de la cruz. Siguiendo las enseñanzas del Fundador proclamó el Yihad contra los cristianos pero también y sobre todo contra los malos musulmanes. Es peor el fraude de un creyente, que la ignorancia en que vive un cristiano o un judío; en definitiva ellos siguen sus libros, y como mucho se les puede acusar de errar, pero a un musulmán que incumple los preceptos conocidos se hace acreedor al correctivo más severo. Él proclamó y yo lo subrayo que nuestros seguidores son “gentes del paraíso” y nuestros enemigos “gentes del infierno”.

En sus dominios no toleró ni una iglesia ni una sinagoga, ofreció a judíos y cristianos la opción de la conversión, el exilio o la muerte, sin ninguna imposición.

Ha comenzado a acariciarse, no hace el menor ruido apenas la oigo respirar. Su piel es tan suave carente de mácula alguna, Al-Nasir sigue el recorrido de las pequeñas manos deseando que sean sus labios los que exploran aquel cuerpo tan goloso.

Pero las “gentes del infierno” no cesaban en su intento de profanar la paz. Los cristianos cabalgando a su libre albedrío por la vega del Wat al-Kebir; los normandos de Sicilia conquistando las ciudades costeras de Ifriqiya, por ejemplo Trípoli, Al-Mahdiya y otras; el rey Lobo soberano del Levante de Al-Andalus desafiando nuestro credo sin vergüenza alguna; los Banu Hammad dueños de Bugía.

Al-Mumin eligió un antiguo ribat en el estuario del Buragrag, un punto en que convergían las rutas de Fez y Marrakus, para fundar una nueva ciudad a la que llamará Ribat al-Fath y que domina las llanuras del Garb y las de Tamasna, una región abundante de víveres y por lo tanto idónea para la concentración de los grandes ejércitos que serán menester en el futuro. En tal emplazamiento ordenó construir una alcazaba y mandó traer el agua desde la fuente de Gabula, mediante una conducción subterránea. Luego construyó una acequia para que bebiese la gente y sus caballos, se regase la tierra de los alrededores y pudiesen sus moradores disfrutar de huertas que alimentaran a sus familias y jardines donde hallaran solaz. Luego dio la orden de poblar el lugar y autorizó a construir casas y mercados. Desde entonces todas las expediciones tienen en Ribat al-Fath su punto de reunión.

A principios del año 549 de la hégira, tenía Al-Mumin la edad de cincuenta y cuatro años, una edad que dudo mucho que yo alcance, cuando nombró sucesor a su primogénito Muhammad.

Por entonces emprendió la campaña contra las ciudades costeras de Ifriqiya en manos de los normandos de Sicilia. El ejército estaba apoyado por una escuadra de sesenta galeras de guerra que seguía la costa en paralelo al avance del ejército. De poco sirvieron la denodada defensa de los cristianos, y de poco valió la llegada de la escuadra siciliana, ¡más de ciento cincuenta naves! Ifriqiya fue recuperada y los normandos expulsados, ganado un sustancioso botín y loada por siempre la gloria de El Siempre Eterno.

 

 

 

 

 

Capítulo 2

En Nueva Villa, mayo de 1194

La noticia corrió de boca en boca en la era, también en los huertos lo comentaban las mujeres, aunque ellas más comedidas ponían en duda las exageraciones vertidas por los hombres. Según los rumores el patrimonio familiar de la casa Aguado, que a todos empleaba, había sido hipotecado por los judíos de la aljama local, con el fin de armar caballeros a los tres hijos varones.

El cabeza de la familia Aguado, don Lucio Aguado, pretendía ocultar la pobre cuna de la que procedía, no ya él, si no sus vástagos, con un adecuado oropel. En la cuadra media docena de magníficos caballos de guerra consumieron los beneficios de cinco años de inmejorables trigos, ¡veinte maravedíes costó cada ejemplar!

Con el equipo hubo sus más y sus menos, predominando los menos. Dado que había que equipar a tres, los precios exigidos por el herrero, reputado maestro armero del pueblo vecino, y lo escaso del presupuesto disponible una vez apartada la correspondiente dote que cada nuevo caballero entregaría al conde que los armaría; don Lucio juzgó que la grandeza de un caballero radicaba en su valor más que en su equipo y qué mejor forma de demostrar lo primero que ganando lo segundo al enemigo.

Los dineros y el crédito alcanzaron para una más que lustrosa cota de malla sobre un bonito jubón acolchado, debiendo prescindir de peto rígido; un yelmo de bronce a la moda, con pluma y todo para regocijo de doña Florinda, la orgullosa madre de los futuros caballeros; debido al coste de la pluma, genuina avestruz, (aunque en aquel villorrio nadie había visto nunca semejante bicho ni sería capaz de describir si se trataba de bestia de mar o tierra, pero era evidente la prestancia que conferían sus plumas), el yelmo pues, hubo de prescindir de visera, barbera y gola, pero la irisada pluma negra lucía bizarra a más no poder. Hombreras, guardabrazos, sobaqueras, codales, brazales, cangrejos, manoplas y guanteletes, protecciones que si bien no cabía dudar de su utilidad, don Lucio juzgó conveniente prescindir de ellas aduciendo la bondad de estimular en los muchachos la necesidad de proteger su integridad, conquistando no solo fama y riquezas, sino comenzando su exitosa carrera arrebatando dichos trofeos al enemigo e igual razonamiento valió para las musleras, rodilleras, grebas y escarpes.

Fueron las armas las que consumieron la mayor parte del presupuesto restante, una espada bastarda para cada uno, de fino acero, bien templada, mejor equilibrada y afilada. Una maza de guerra, también para cada uno, aunque el hijo menor se negó categóricamente a blandir un arma de villano, obsequio del tío de los muchachos, el conocido obispo Aguado, que ya se había comprometido a incluir a sus bravos sobrinos en alguna milicia concejil una vez armados caballeros por el señor conde, y como no, una lanza de buen astil del mejor fresno de la comarca y la correspondiente adarga.

Quedaba por fijar el número de escuderos que cada uno llevaría consigo, lo ideal, opinó el señor obispo, serían cuatro por cabeza a lomos de buenas mulas, mansas y sufridoras: uno cuidaría de los caballos; otro para cocinar, lavar la ropa y proveer y el tercero y cuarto para dar empaque al futuro caballero.

Pero desprenderse de doce hombres en edad militar, y por tanto de trabajar en la hacienda familiar, y equiparlos de montura, resultó prohibitivo y escandaloso para el carácter avaro del padre de familia, y vuelta al primitivo pensamiento de don Lucio: “que se ganen a los sirvientes”.

Fijaron el día de la partida para el lunes siguiente a Pentecostés, que aquel año caía a primeros de mayo; corría el año de nuestro Señor de 1194.

La mañana amaneció fresca y húmeda, pero ahora que el Sol iniciaba su perezoso ascenso calentaba a placer. Los ocasionales balidos saludaban la paz reinante en aquel nuevo día.

Dionisio sentado con la espalda apoyada en la enorme encina que coronaba el altozano desde el que controlaba aquella nava en la que pastaba el rebaño a su cuidado de la casa Aguado.

—Muy pensativo te veo Dionisio —dijo una voz que subía hasta él.

—Eh, ¿qué haces? Bernardo, ¿te has vuelto a escapar? —preguntó Dionisio a su amigo.

—¿No te habrás traído una pizca de ese vino de misa tan rico que alegra a tu padre? —preguntó otra voz.

Los dos se volvieron hacia Ambrosio que venía jadeando con un saco a la espalda. Todos le conocían por Castrapuercos, y no porque jamás hubiese capado a un cerdo, era demasiado cobarde para sostener a un animal berreando, cortar su carne, enfrentarse a la sangre y manipular la herida; el apodo se debía al silbato que debió robar al último capador que visitó la casa y que éste usaba para anunciarse; como el afilador o el ropavejero.

En la casa Aguado, Castrapuercos hacía un poco de todo, cuando le obligaban y estaban encima de él, y cuando no robaba todo aquello que cayera al alcance de sus manos. Por ello solía recibir brutales castigos de los que él se vengaba tan pronto la ocasión le venía al pelo.

—¿Qué traes ahí Castrapuercos? —pregunto Dionisio.

—Ya veréis, ya veréis —respondió con una fruición casi babeante.

Dejó el saco en el suelo con cuidado y extrajo una ristra de morcillas de cebolla y una bota de vino que mostró cual astilla de la Vera Cruz. Al momento Dionisio sacó un enorme mendrugo de su morral y Bernardo una pequeña vasija con tapón de corcho.

—Estas morcillas estarían de vicio si las pudiésemos asar —opinó Bernardo.

—Da igual, por esta vez valdrán así, vaya a ser que vean el humo y acuda algún capataz. Oye, ¿dónde está Cirilo? —preguntó Ambrosio.

Dionisio señaló con el pulgar unos matorrales mas allá de la nava y dijo:

—Está cagando.

Al cabo de un rato una voz los increpaba festivamente.

—Vaya reunión de facinerosos.

Era Cirilo que venía atando la cuerda que le sujetaba los calzones, era el mayor aunque la diferencia fuese de tan solo un par de años, había algo en su pasado que le llevaba a ser el líder de la cuadrilla. La edad, lo vivido, y que era el único que sabía leer, escribir y hacer cuentas, y aunque contaba con cualidades y méritos que le hacían acreedor a un cargo de responsabilidad en la casa Aguado, los capataces le mantenían al frente de las ovejas para evitar que les pudiese apartar de tan lucrativo puesto.

—Mira lo que nos ha traído Castrapuercos —anunció Dionisio con alegría y la boca llena, alzando la ristra de morcillas ya menguada.

—¡Os cuidáis como obispos, cabrones! A ver esa bota de vino que no tengo yo las tripas muy cristianas hoy —y le pegó tal tiento que enseguida un suave rubor coloreó sus mejillas.

—¡Por el santo prepucio que rico está! ¿Este tinto es del año pasado? —preguntó.

Castrapuercos sonrió feliz de sentirse el protagonista de la reunión y anunció con chulería:

—Es de la bota del rincón, la que don Lucio reserva para las visitas de su primo el obispo, je, je, je… ¿A que está bueno? Pues he llenado dos jarras más y las tengo a buen recaudo, je, je, je…

—Si te pillan te van a desollar a palos —anunció con pesar Bernardo.

—¿Os habéis enterado de la marcha de los hijos del amo?

—Dionisio, joder macho, no se habla de otra cosa. A ver si se marchan de una puta vez y nos dejan tranquilos —manifestó Cirilo que volvía a tantear el culo de la bota.

—Espero que los moros los maten a los tres.

La malevolencia del comentario susurrado por Bernardo los hizo callar. Al cabo de un rato Cirilo rompió el silencio con un tremendo eructo, palmeó la espalda de su joven amigo y observó:

—Eso no es muy cristiano de tu parte.

Bernardo cabeceó, todos ellos conocían los motivos de la tirria que el lego tenía contra los señoritos. Ester era la hija mayor de la familia de judíos que vivían junto a la iglesia, y por su condición de judía había sido violentada por los tres, en cierta ocasión funesta en que la pillaron sola y en descampado. Bernardo sentía cierta inclinación amorosa hacia ella y de no estar condenado a tomar los hábitos que le valdría heredar la parroquia de su padre…

—Bueno, tienes razón Cirilo, que no los maten, que tan solo los cautiven ¡y esos demonios de piel negra que sirven a sus amos moros les den por culo hasta el fin de los días!

—¡Bien dicho, sí señor! —jaleó Cirilo, y la bota corrió de mano en mano.

El sol alto calentaba la buena siesta que los cuatro disfrutaban a la sombra de la encina, cuando unos ladridos los despertaron, uno de los capataces subía la loma. Castrapuercos rodó por tierra hasta esconderse tras unas peñas y desde allí corrió hasta los matorrales.

—¿Habéis visto al Castrapuercos? Ayer le encargué que hoy limpiara los establos sin falta, y el muy zángano no se ha presentado, verás cuando le pille, le va a caer la del pulpo.

El capataz blandía un grueso cayado con el que señaló a los pastores en tono amenazante cuando dijo:

—¿Así es como guardáis el ganado?, inútiles. Venga en pie y movedlo, no veis que ahí no queda pasto. Todo el día las ovejas en el campo y vuelven con mas hambre que cuando salieron, no me extraña que luego acaben la paja en el aprisco, ¡venga, meneo, cojones! —y golpeó las piernas de los pastores.

—¿Y tú, no tienes faena? Tu padre te andará buscando para que le saques brillo a la peana, o no, que de eso ya se ocupa la Bernarda, ja, ja, ja… —se burló de Bernardo.

—Valiente cabrón —musitó Cirilo mientras se alejaba.

—¿Qué has dicho tú?, al tanto que cualquier día las vamos a tener —amenazó el capataz. Llamó a su perro y marchó.

Llevaron las ovejas a la siguiente nava y al rato acudió Castrapuercos que dijo:

—Ese mastín ha estado a punto de descubrirme, suerte que he pisado la cagada que has dejado y el tufo le habrá despistado.

—Pisar mierda trae buena suerte —anunció Bernardo.

—Y nacer en casa rica también, esa es la mejor suerte —añadió Castrapuercos.

—No creo Castrapuercos, tú naciste en la mejor casa de la comarca y mira como te tienes que ver.

—No te confundas Cirilo, que mi padre sea el obispo no significa que haya nacido en su casa.

—Pues de buena gana yo me cambiaría por uno de esos tres —dijo de repente Dionisio sin apartar la vista del rebaño.

Los otros no respondieron pero miraban en la misma dirección de su amigo tratando de averiguar qué.

—Buenos caballos, ¿tenéis idea del precio que podrían alcanzar cada uno en el mercado de la villa? ¿Y las armas? Estoy seguro que solo con el precio de una espada podríamos pagar un mes de posada a pan y cuchillo.

—Tú estás tonto, los alguaciles del mercado alertados por los Aguado del robo te ahorcarían en cuanto asomaras con los…

—Pues no acudamos al mercado —interrumpió Castrapuercos a Cirilo y añadió—: Ocupemos su lugar y marchemos a pelear a tierra de moros —y miró a sus amigos con ojos de iluminado.

—A lo visto tú no sabes cómo se las gastan los moros con los que capturan —apuntó Cirilo.

—No, no he dicho a pelear “contra los moros”, he dicho a pelear “en tierra de moros” —subrayó el otro.

—¿Serías capaz de luchar a favor de los infieles?

—Los fieles no me procuran sino trabajo, palos y no poca hambre; por no hablar del frío que pasamos.

—Oye no es mala idea, no —dijo Cirilo.

—Bah, estáis locos, yo me largo —y Bernardo dio media vuelta y marchó.

Con la aurora partieron los tres futuros caballeros de la casa Aguado. Besaron a su madre, abrazaron a su padre que les entregó a cada uno una bolsa de cuero con los dineros para la dote. Aunque primos, don Lucio desconfió de entregar el dinero al obispo, cada muchacho efectuaría el pago al señor conde una vez obtenida la confirmación de caballero.

Con ellos portaban una mula con las provisiones para el camino. El caballo de repuesto que debía cargaba con el equipaje y las armas quedó en el establo; la excelsa tacañería de don Lucio obligó a sus hijos a cargar con armas y equipajes, pues los veía incapaces de evitar la perdida de tan caros animales.

Doña Florinda, la orgullosa madre, lloraba no tanto por la pena de la despedida, como por la emoción de ver a sus hijos, ya tan crecidos, armados nobles caballeros. Aquella jornada, sin duda, era el principio de la fortuna de la casa Aguado. Sus hijos combatirían al moro; llamarían la atención del rey y treparían en la corte, una corte a la que ellos tendrían que acudir antes de un año requeridos por la gratitud real.

Sus hijos fueron bien criados, mejor alimentados y ejercitados en la lucha, ¿y qué si no sabían leer?, para descabezar moros no era menester conocer letras ni saber de cuentas; un brazo fuerte, diestro en el manejo de la espada y un corazón colmado de valor, ¿poca cosa más contaban los jóvenes caballeros con los que iban a hermanarse en la batalla?

Sus hijos tomarían Sevilla, cautivarían bellas moras de mucho precio en los mercados; traerían a casa riquezas inimaginables; esclavos por docenas… ¡Allá van! Con un airoso trote, los tres muchachos traspasaron la entrada de la casa solariega de los Aguado en pos de la fortuna.

Poco después amaneció un día radiante de mayo y el menor de los tres hubo de regresar pues la mula con las provisiones se le escapó y el sabio animal al verse solo en el camino optó por regresar al pesebre de su establo. El chico un tanto confuso aseguró la rienda de la bestia en la silla de montar de su caballo y partió nuevamente en medio de una repetición de la calurosa despedida.

Ya salía cuando se cruzó con el hermano mayor, también debió regresar pues olvidó encargar a su hermana que alimentara y cuidara de su gato y deseaba hacerlo encarecidamente. Amaba a su gato aunque sabía que su madre detestaba al felino y a la primera ocasión lo expulsaría de casa.

A mediodía pararon a comer. Según el plan de viaje previsto etapa por etapa por su padre a esas horas deberían haber llegado a la venta de las Palomas, pero no tenían ni idea de a qué distancia estaban del citado lugar. En él, su padre les había reservado plaza para comer, descansar y alimentar a los caballos. El mayor, en teoría el jefe de la partida en tanto no hubiesen sido armados, luego cada uno marcharía a su fortuna, tuvo un apretón de tripas y ordenó el alto. Entregó las riendas de su caballo al segundo y partió a todo correr a acuclillarse tras un arbusto. Ya no volvería. Invadido por la tremenda satisfacción de la cagada no percibió los pasos furtivos que se acercaban por su espalda, el dueño de los cuales se llevó la mano a la nariz asqueado, pero así y todo persistió en su intención, con rapidez asesina puso un filo en la garganta del muchacho y la rajó de oreja a oreja. En cuanto sintió el torrente rojo y pringoso de cálida vida empapando su mano soltó al desgraciado que cayó sobre su espalda, y marchó de allí.

—Hola viajeros —saludó Castrapuercos puesto en jarras en medio del camino.

—¿Qué quieres tú, bastardo? —respondió el mediano, que había reconocido al siervo.

En su casa todos le conocían y cuando llegaba el momento de aplicarle un correctivo, lo cual sucedía continuamente, don Lucio solía llamar a sus hijos, para que se fueran acostumbrando a la aplicación de la justicia, pues más pronto que tarde, pensaba el padre, serían señores de horca y cuchillo.

—Todo, lo quiero todo, cretino —respondió Castrapuercos con una sonrisa malévola en los labios.

El hermano menor desenvainó, era el más decidido de los tres, el más consentido, y el menos paciente; dio unos pasos hacia aquel insolente dispuesto a ensartarle. Su hermano mediano ya había comenzado a temblar, era el más pusilánime de los tres, el único que a escondidas de su madre aprendió a leer y escribir y a esconder los encendidos poemas que dedicaba a cierto arriero de hermosa estampa.

A escasos cinco pasos de Castrapuercos el menor alzó la espada, le tajaría el rostro antes de ensartarle, o mejor primero le cortaría las manos, ¡no, no!, le cortaría la lengua, las orejas y la nariz y le enviaría de vuelta a casa y cuando le preguntaran por lo sucedido, explicaría que él…

Una piedra que no vio venir ni frenó su yelmo, por ir guardado en su funda de cuero sobre la grupa de su caballo, le abrió la frente y le derribó. Su hermano acudió a socorrerle, pero la brecha manaba sangre con tanta efusión que no supo qué hacer y gritó:

—¡Ayudadle, vamos, está perdiendo mucha sangre!

Bernardo asomó enrollando la honda en torno a su cintura, a pesar de su juventud estaba engordando ostensiblemente, fue hasta el caído y sentenció:

—Está perdido, no te preocupes por él —e hizo la señal de la cruz en el aire.

—¿Cómo qué está perdido? Es mi hermano, ¿cómo no voy a preocuparme por él? —y comenzó a llorar.

Llegaron Dionisio y Cirilo y aseguraron las ataduras de los caballos de repente inquietos por la súbita aparición de los extraños. Castrapuercos andaba rebuscando en las alforjas de la mula y sus ojos desorbitados hablaban de la magnitud del botín logrado.

—¡Somos ricos compañeros! —gritó al fin.

Entre Dionisio y Cirilo apartaron al hermano mediano del menor, que ya agonizaba, y le ataron las manos a la espalda, no sin oír sus protestas.

—¿Pero qué estáis haciendo, a qué viene esto? Sois siervos de mi casa, me debéis un respeto.

—No te debemos nada cabrón, hemos trabajado toda la vida para vosotros, ¿y qué hemos recibido a cambio, eh?

—Os hemos alimentado, os hemos vestido, os hemos procurado un techo. Cuando estáis enfermos pagamos vuestras curas; cuando os casáis os procuramos una vivienda; cuidamos de vuestros padres cuando son ancianos y no pueden trabajar, y os otorgamos una dote para que caséis a vuestra hijas.

—No tenemos hijas —exclamó Castrapuercos mientras amordazaba al muchacho con un trozo de soga.

El menor intentaba recobrar la consciencia, Bernardo se arrodilló le tomó la cabeza que ya había dejado de manar sangre, pues el golpe amoratado se inflamó y contuvo la hemorragia. Le golpeó las mejillas y el muchacho abrió los ojos, de momento le miró fijamente como si no le reconociera. Bernardo le habló.

—¿Recuerdas el verano pasado, la charca de la Trucha, recuerdas a Ester?

—¿Dónde estoy, quién eres tú?

—Dime, ¿recuerdas a Ester?, una moza guapa y morena, de tu edad, con un cuerpazo de hipo.

—¿Ester?, no te pareces a Ester.

Bernardo abofeteó de nuevo al herido, los otros andaban registrando equipajes y alforjas. Dionisio se había vestido el jubón y la loriga de malla de uno de ellos e incluso había desenfundado el yelmo y lo lucía calado.

—La forzasteis cabrones, recuerdas eso, forzasteis a una muchacha maravillosa, a la muchacha de mis sueños —Bernardo volvió la mirada llorosa hacia el segundo Aguado que negaba fervorosamente con la cabeza.

Dejó caer la cabeza que con el golpe regresó a la inconsciencia y bajó la mordaza del segundo.

—¿Qué tienes que decir tú?

—No hubo tal, estás confundido, te equivocas, ella consintió y no solo eso, nos cobró…

No consiguió concluir la frase, Bernardo volvió a amordazarle, le golpeó con todas sus fuerzas y regresó junto al herido, antes arrancó una pequeña rama de una encina. Volvió a despertarle y en cuanto abrió los ojos le clavó la ramita en el ojo izquierdo. Fue como morder un grano de uva maduro. El muchacho gritó como un cerdo en la mesa de la matanza, pero mucho más cuando el palito se clavó en el otro ojo. Aquello causó el desmayo del hermano amordazado y las exclamaciones de horror de los otros.

—¡Pero, ¿qué estás haciendo Bernardo?, te has vuelto loco! —gritó Dionisio.

Castrapuercos no pudo contener una arcada y vomitó sobre el desmayado que despertó aturdido, húmedo y asqueado en cuanto supo el origen del charco que le empapaba.

Bernardo hundió la rama en el ojo hasta que el muchacho dejó de moverse. Luego escupió en su cara, se puso en pie y se alejó unos pasos. El amordazado estalló en un llanto desolador.

—¿Qué hacemos ahora?, la que habéis liado cabrones —manifestó Dionisio muy serio.

—Somos carne de horca —susurró Castrapuercos temblando al borde de un ataque de pánico.

Cirilo fue hasta él, le hizo volverse y le soltó tan tremendo bofetón que le tiró al suelo. El joven reaccionó de inmediato, se puso en pie de un salto con el puño derecho cerrado y la mano izquierda en la mejilla roja por el golpe, pero no abrió la boca, por cuya comisura apareció un hilillo de sangre.

Todos callaron y atendieron en la certeza que Cirilo los sacaría con bien de aquel lío en que su mala cabeza los había metido.

—Escuchadme, somos de la misma edad que esos maricones, semejante apostura, adoptaremos sus identidades y cabalgaremos en pos de la fortuna, que ahora será nuestra.

Aquella revelación los dejó patidifusos, Dionisio sonreía dispuesto a la aventura, ya se veía descabezando moros, incluso dibujo en el aire un par de torpes tajos que por poco no hieren al indignado Bernardo, que fue el primero en alzar la voz.

—Estás loco Cirilo, en donde sea que aparezcamos de esa guisa —y señaló a Dionisio —nos van a reconocer como impostores, nos encerrarán, nos someterán a tortura hasta que confesemos y luego nos ahorcarán.

—Escuchadme y razonad, nadie conoce a esos tres, jamás salieron de la villa, daremos el pego.

—¿Y qué me dices del obispo?, sí, su tío, el que los tiene que presentar al conde para que sean armados caballeros, él sí los conoce, ¿no?

—Ya pensaremos algo, eso no tiene mayor relevancia en estos momentos.

Bernardo hizo un gesto de abatimiento y fue a sentarse en una roca, no tardó en acercársele la mula a restregar su hocico en el áspero sayal que le vestía. Él alargó la mano y rascó el cuello de la bestia.

—No pusiste tantas pegas cuando te cargaste a ese bastardo, joder —protestó Cirilo.

—¿Qué hacemos con este? —preguntó Castrapuercos.

—Nos lo cargamos y volvemos a casa. Pasará por un asalto de los bandidos, o el ataque de una partida de moros. En este tiempo comienzan las aceifas del andaluz —manifestó Bernardo con calma.

—Menos mal que tú vas para hombre de Iglesia, ¡joder con el jifero!

—Sabes perfectamente que…

—Sé lo que vas a decir Bernardo, ahórrate las palabras —exclamó Cirilo y añadió—: Por de pronto ocupémonos de los difuntos, venga, todos a cavar.

De la carga de la mula sacaron palas y picos, ¿qué a saber para que demonios habían incluido eso en el equipo de los futuros caballeros?, y a un lado del camino, tras unas peñas descubrieron un espacio donde el terreno parecía mollar. Cavaron con ahínco y los picos, no sin que alguno renegara.

—¿Por qué no nos limitamos a tirarlos al río?, joder —gruñó Dionisio rebufando.

—O los dejamos por ahí tirados para las alimañas; ni los moros ni los bandoleros acostumbran a enterrar a sus víctimas —añadió Castrapuercos con mucho sentido.

—¡Por la muy sencilla razón, que lo que ahora necesitamos es tiempo, so cenutrios! No os entra en esas molleras que lo que más va a llamar la atención será nuestra desaparición y no la de estos tres, que se han marchado entre vítores y abrazos. Y que es muy probable que salgan a buscarnos.

—¿Entonces, no vamos a volver?

Cirilo miró a Castrapuercos y vio tanta inocencia en su mirada, aguardaba una respuesta a su pregunta con el mismo candor que un bebe la teta. De no haber sido por la rabia que le inundó se hubiese conmovido. Tiro la pala fuera del hoyo, se puso en jarras, respiró hondo, los miró y preguntó:

—¿Alguno, a parte de este zoquete, está pensando en regresar a la casa de los Aguado, después de lo que hemos hecho?

—¿Y adónde iremos? —preguntó Dionisio, que en su vida no vio más allá del rebaño y el pastizal que ocupaba.

—Adónde nos lleve la vida, ¡adónde nos lleve la vida, joder en Dios! Abrid los ojos, hemos escapado por nuestra voluntad; hemos tomado decisiones por nosotros mismos; hemos actuado libremente, bien o mal pero hemos usado el libre albedrío que Dios nos inculcó al nacer y que los Aguado nos habían encadenado. Hasta ahora os han dicho qué hacer, cómo vivir, adónde ir, cuándo comer.

—Entonces, ¿vas a ocupar tú la posición de los Aguado en nuestras vidas?

—Mira Bernardo, y atended los demás, en cuanto hayamos concluido con este asunto —y señaló el hoyo —yo montaré en uno de esos caballos y marcharé en pos de la fortuna, los que quieran venir que vengan y los que prefieran regresar, ya sabéis el camino de vuelta.

En silencio trajeron a los hermanos muertos y los arrojaron al hoyo, entre los cuatro cavaron una fosa suficientemente amplia para acogerlos, aunque no demasiado profunda. Los cuatro se miraron, sin hablar comprendieron la idea dominante en aquel silencio, Castrapuercos negó con la cabeza y Dionisio aprobó mientras decía:

—Eso no está bien, eso no está bien, va contra la ley de Dios, no somos…

—¡Cállate! —gritó Bernardo.

Entre él y Cirilo trajeron medio arrastras al amordazado, lloraba y berreaba. Cirilo fue a quitarle la cuerda de la boca para que pudiera exclamar una última voluntad pero estaba tan llena de babas y mocos que desistió. Le iba a empujar al interior del hoyo pero Bernardo le detuvo.

Con esmero y paciencia le despojó de botines y calzones, y como bregara en extremo agarró una piedra y le golpeó con tremenda saña en la cabeza. El amordazado cayó desmayado, quizás muerto.

—¿Pero para qué quieres esas ropas? —preguntó Castrapuercos asombrado, por una vez no era él quien robaba.

—¿A ti qué te parece? Si voy a ir en su lugar, bien tendré que vestir como él, ¿no?

Debieron pensar que tenía razón pues Cirilo saltó al hoyo para desvestir al hermano degollado y Dionisio hizo lo propio con el cegado.

La tarde avanzaba mientras miraban los tres cuerpos desnudos en el interior de la fosa, y el contraste entre la piel tan extremadamente blanca y la tierra negra que caía sobre ellos. Resultó más fácil llenar el hoyo que no excavarlo, e incluso sobró bastante tierra que repartieron por aquí por allá a fin de disimular. Acarrearon algunas piedras gruesas para evitar que las alimañas desenterraran los cadáveres, pero también se cansaron enseguida.

Fueron al río cercano a lavarse de la tierra y el sudor y aunque alguno propuso comer, en cuanto hubieron vestido las nuevas ropas montaron a caballo y partieron raudos como si los persiguiera la misma Venganza.

 

 

 

 

Capítulo 3

En Marrakus, agosto de 1212

El flamante sucesor Muhammad, el primogénito de Al-Mumin, apenas gobernó cuarenta y cinco días. Acusado de embriaguez habitual, falto de juicio, frivolidad y dicen que aquejado de elefantiasis, una especie de lepra, fue depuesto por su propio hermano Abu Hafs Umar y confinado. ¿Si no te apuñalan tus parientes, quién lo hará? El atento estudio de la Historia nos demuestra que es en la familia donde anida la traición y la ruina. Son los allegados, los ambiciosos que te deponen y matan.

En aquellos días otro de los hijos del finado Al-Mumin, Yusuf que desempeñaba los cargos de gobernador de Isbilia y Córdoba, estaba en Ribat al-Fath preparando una expedición contra los politeístas de Al-Andalus cuando derrocaron a su hermano Muhammad. Él fue designado para suceder a su padre, cargo que aceptó sin dudar y Umar fue nombrado visir omnipotente. Ya durante los últimos años de gobierno de su padre Umar se había hecho con todos los resortes de poder de la corte, él era quien de hecho gobernaba, pues es bien sabido que quien controla el Tesoro, manda.

Años después, ya confirmado en el poder Yusuf, un jeque bienintencionado liberó de su encierro al borracho Muhammad que acabó sus días como un miembro más del séquito del califa, aunque sin cargo alguno, un mantenido más del inacabable cortejo de parientes y parásitos que suelen acompañar al mandante y consumir una ingente cuantía de recursos.

Fueron varios los hermanos que se opusieron al nombramiento de Yusuf como califa, no en vano Al-Mumin dejó catorce hijos reconocidos, y otros tantos bastardos, cada cual con su correspondiente séquito de interesados cortesanos, aduladores, parientes y partidarios mientras existiese la menor probabilidad de trepar en la corte. Pero Yusuf tenía veinticinco años de edad y una experiencia de siete años en el gobierno de Isbilia y nada resulta más educativo que tratar con los tornadizos andaluces. Yusuf aprovechó ese tiempo para adquirir una considerable cultura y eso le valió para imponerse a sus hermanos, algunos de ellos completamente iletrados.

La llegada de ella le obliga a alzar la vista, es Membrillo, la llama así porque cuando la conoció su olor corporal le recordó a esa fruta tan dulce y agria a un tiempo. Trae un cuenco de dátiles, sólo ella es capaz de conseguir los más grandes, los más dulces, ¿de dónde los conseguirá? Ha dejado el cuenco de fruta sobre el escritorio y ha cogido uno.

Tiene una edad similar a la de Sombra, aunque muestra un cierto ascendente sobre la morena que no es causa de rivalidad entre ellas. En cuanto ha percibido la llegada de alguien, Sombra ha cubierto su desnudez con un pudor que me ha conmovido.

Membrillo es rubia y su piel es tan blanca como morena la de Sombra. Tan dispares de carácter como de fisonomía. La rubia es tan bulliciosa como callada la morena; de una curiosidad insaciable la una como amante de lo sabido la otra; si una es festiva en extremo la otra tiende a la ponderación. Y aunque la belleza de ambas es delicada y la morena es más opulenta que la rubia sin desmerecer en absoluto por ello. Ambas me tienen el corazón robado, las amo a las dos.

Hablo de mi abuelo Abu Yaqub Yusuf, hijo del memorable Al-Mumin, conocido en las crónicas como Yusuf I, y en absoluto acreedor a la fama de sanguinario que acongoja su memoria, pues a él debemos el proyecto de construcción de la magnífica mezquita de Isbilia, nuestra capital en Al-Andalus. Él fue quien ordenó la construcción de puentes y muelles en el Wad al-Kebir; el acueducto para el suministro de agua potable a la población. Las dos alcazabas que defienden la capital de las continuas razias cristianas y también reconstruyó la fortaleza de Qalat Chabir en tan estratégico cruce de caminos, que permanecía arrasada desde incontables años. Dicen que desde los tiempos del emir Abd Allah, ¡y eso son casi tres siglos!

Fue un califa culto y tolerante, un mecenas amante de los filósofos. Quien nos acusa de ser bárbaros bereberes sepa que mi abuelo se interesó por la medicina, la filosofía de Aristóteles; la geografía y toda la cultura en general. Mi abuelo apreciaba tanto los libros que dedicó tiempo, esfuerzos e incontables recursos a atesorarlos. Juntó una biblioteca tan grande como la del legendario califa Al-Hakam II. Financió la traducción de toda clase de textos e invitó a su corte a grandes pensadores, poetas e intelectuales de toda materia, y no puedo dejar de citar a quien fue su médico particular el sabio Ibn Tufail, magno autor de una novela titulada: El filósofo autodidacta.

En su libro Ibn Tufail cuenta la historia de un niño asilvestrado en una isla desierta de otros seres humanos, donde es criado por una gacela. Después que su madre gacela muere, el niño la disecciona y realiza una autopsia para hallar la causa del fallecimiento. Descubre que su muerte se debió a la perdida del calor innato a los seres vivos. Este hecho le encamina hacia la ciencia islámica y el autodescubrimiento. Sin contacto con otros seres humanos, el niño descubre la última verdad por sí mismo, a través de un proceso sistemático razonado, y sin la ayuda del aparato sacerdotal, que las más de las veces asfixia todo razonamiento.

Debo reconocer que cuando leí el libro siendo un niño no comprendí su significado, deberé comprar una copia pues la que tenía ardió en una de las muchas piras que ordenó mi padre.

El niño, no recuerdo su nombre, llega a contactar con la civilización y la religión a través de un náufrago que alcanza la isla, éste le explica cómo es la sociedad en la que vive y juntos determinan que ciertos símbolos de la religión y la civilización, la imaginería y la dependencia de cosas materiales son necesarias no ya para el culto, sino para que la multitud goce de una vida decente; es una forma refinada de afirmar que no es igual la fe del intelectual, capaz de discernir entre lo fundamental y lo superfluo, que la del carbonero. Con todo las califica de distracciones de la verdad que deberían ser abandonadas.

Mi noble padre fue contrario a esa reconciliación entre la Filosofía y la Revelación, lo que le llevó a quemar miles de libros, algo absolutamente contrario a la razón.

Fue tanto el cariño de mi abuelo por Ibn Tufail, que honró con su presencia los funerales del filósofo. Mala señal cuando sobrevives a tu propio médico.

De algún modo la mente preclara del finado cirujano previó su final y colocó en la corte a otro gran pensador, filosofo y médico, maestro en leyes islámicas, matemáticas, astronomía y sabio en muchas otras materias de nombre Ibn Rushd, al que muchos conocen como Averroes. Más adelante tendré ocasión de hablar de este gran pensador y su obra pues mi médico particular Ibn Tulmus fue su discípulo predilecto.

Hay quien acusa a mi abuelo de intransigente y opresor a causa de la orden de islamización forzosa de las minorías cristianas y judías residentes en Al-Andalus. No fue tanto intolerancia como búsqueda de una uniformidad social que facilitara la cohesión frente a la amenaza de los belicosos politeístas. No obstante fueron numerosas las comunidades, sobre todo judías, que emigraron a Castilla. Algunas juderías como la de Granada se rebelaron y conjuraron con el rebelde Ibn Mardanis, uno al que los cristianos apelaban Rey Lobo, para entregarle Granada si decidía ayudarlos. Los felones abrieron las puertas de la ciudad al citado rebelde y ello costó la vida a la brava guarnición almohade. Por ello mismo se hizo necesario trasladar la capital de Isbilia a Qurtuba de forma provisional, hasta haber liberado Granada y su alfoz de la rebeldía.

Al-Nasir alza la vista con disimulo, Membrillo ha ido a sentarse en el mismo diván que la otra y la ha acogido en su regazo, le ha dicho algo al oído y ambas ríen picaronas. Tras el vistazo censurador de él, retoman el fingido silencio, pero cuando él vuelve a mirar Membrillo anda chupeteando el dátil, que ha cogido, de una forma harto evocadora.

Y fue él, mi abuelo Yusuf, quien acabó con la obstinada resistencia del llamado Rey Lobo por los cristianos, Ibn Mardanis, a quien El Paciente condene y tenga donde merezca por infiel, déspota y libertino. Ese rey Perro no dudó en firmar treguas con los reinos politeístas, Castilla y Aragón, que le permitieron emplear toda la fuerza de sus ejércitos en el Levante de Al-Andalus.

De origen muladí, según recogen los informes que he podido consultar, el tal Mardanis fue el último gobernador de Medina Afraga, que él convirtió en una taifa independiente aprovechando las disputas familiares entre los gobernantes de la taifa de Saraqusta y la taifa de Larida, dicha división condujo al debilitamiento de las fuerzas musulmanas y la consiguiente pérdida de las tres taifas, por lo que afirmo sin llamarme a engaño que tan solo su provecho particular movía las ambiciones de ese descerebrado codicioso. Perdidas las taifas citadas viajó hasta Madina Mursiya, donde un tío suyo ejercía de gobernador y se autonombró rey de la taifa de Mursiya. Diremos a favor del citado Rey Lobo, y que yo califico de Rey Perro, que su taifa alcanzó tal esplendor que su moneda fue un referente en toda la Europa infiel. Basó la prosperidad en una floreciente agricultura, aprovechó el curso del Wadi al-Abiad para crear una compleja red de acequias, tuberías, azudes, norias y acueductos. La cerámica creada en la taifa de Mursiya se exportaba y exporta con notable éxito a las refinadas repúblicas italianas. Iniciaron el cultivo de la seda, para no depender de las importaciones del lejano Oriente; la fabricación de papel e inventaron un alimento que una vez probado me ha gustado, ellos lo llaman aletría y son unos finos cordeles confeccionados con cierta pasta de harina, hay quien los denomina fidáws.

Proclamo con notable estupor que Mursiya fue la capital de Al-Andalus, sin duda alguna, durante el gobierno de Ibn Mardanis, el Rey Lobo. Para ello incurrió en la mezquindad de comprar paz a los reyezuelos cristianos, que no tienen otra cosa que hacer ni que pensar salvo la guerra, de la cual obtienen todo cuanto El Poseedor de Todo, les niega por infieles.

¿Y a propósito de qué menciono a este individuo, si gobernó hace más de treinta años?

Membrillo no se ha comido el dátil y ahora acaricia con él uno de los pequeños pezones de Sombra que parece ganar en excitación y dureza. La muchacha, ojos entornados, boca entreabierta, respiración jadeante, se ha ruborizado cuando la otra ha descubierto su desnudez.

La mirada sibilina de Membrillo es una invitación, desde detrás de la excitante Sombra me ofrece la golosina, mi vista no consigue apartarse de ese dátil que gira entorno a la carnosa presa y me preguntó qué será más dulce la fruta o el pezón.

Ibn Mardanis empleó la pujanza de su taifa en contratar mercenarios cristianos, para así extender sus dominios ocupando Al-Basit, Xateba, Al-Dàniyya, Jayyan, Batza, Ubbada, Wadi Ash, Qarmuna, Istiya y Granada. Amenazó Qurtuba e intentó cercar la propia Isbilia. Y fue esa osadía, pues todo se puede consentir menos que alcen la mano contra tu sacra morada, lo que movió a mi noble abuelo a reunir un formidable ejército con el que aplastar al dicho Rey Perro y a sus aliados cristianos. Es causa de vergüenza ajena, de quien se tiene por buen musulmán, emplear mercenarios cristianos y judíos para obtener privilegios y mantener posesiones terrenales a costa de los creyentes.

Fue una campaña en extremo costosa y sanguinaria pero victoriosa al fin. Clama al cielo el lujo que deslumbraba los ojos extasiados de nuestros hombres cuando tomaron la rica huerta murciana. He leído descripciones de las suntuosas mansiones de recreo, en que los nobles murcianos ocupaban su ocio que semejan una pobre descripción del paraíso que nos es prometido. Lujos vanos, viciosos oropeles; sedas y damascos; telas bordadas en oro; vajillas de la más delicada porcelana; finos cristales. Las mujeres que guardaban en sus dependencias diríase huríes, a cual más hermosa, todas fueron entregadas a la lujuria de nuestros rudos bereberes. Jardines cuidados de un verde lujurioso, poblado de gratas fragancias, frescas fuentes. Todo pensado para el deleite y no para la oración.

Deberé encargar a uno de los escribanos que revise esta crónica antes de entregarla a los del archivo. Tantas tachaduras son impropias y es culpa de esas dos que alteran mi concentración. Sombra a medio vuelto la cabeza hacia la otra y sus bocas se han alcanzado. El dátil continúa recorriendo aquellos puntos de la anatomía femenina en los que la lengua suele deleitarse; ahora ha alcanzado el sotobosque del pubis y ayudado por la mano de Membrillo inicia una cadenciosa exploración de la cálida gruta sin decidirse a entrar o salir. Los suaves sofocos de Sombra comienzan a traspasar el umbral de la invitación para alcanzar los de la exigencia.

A los cinco años de gobierno mi abuelo estimó oportuno adoptar el título de Imán, Amir al-Muminin, o Príncipe de los Creyentes, que ya había usado su padre. Contando con la conformidad de los grandes jeques, de sus hermanos, todos los disidentes habían sido muertos o sometidos, y del consejo de los Diez y el de los Cincuenta, escribió a su hermano Ismail, gobernador de Isbilia, para que todos los creyentes de Al-Andalus le renovaran el reconocimiento y en el rezo de las mezquitas le otorgaran el título de Imán. Aquello sucedió en el año 563 de la hégira, esto es el 1168 de la era cristiana.

Mi abuelo Yusuf celebró su exaltación con una amplia amnistía que vació las cárceles; generosos donativos a las madrazas; una paga extraordinaria al ejército y grandes festejos donde la población gozó de comida y bebida hasta el hartazgo. Él recibió una espada de honor de doble filo con una dedicatoria en verso alusiva a su nuevo título. No gran cosa después del tremendo gasto que el Tesoro hizo para festejar el acontecimiento, ¿una espada?, y desde luego mucho menos de lo que yo mismo recibí en similar ocasión, y me tachan de avaro, ellos son los que me tratan con despego y …

Al fin cayó el Rey Perro, murió solo, enfermo de ira y abandonado como corresponde a un perro rabioso el último día de rayab del año 567, eso es a finales de marzo de 1172, y sus hijos se apresuraron a jurar fidelidad al califa, mi noble abuelo, y a adherirse a la nueva fe, abrazaron el tawhid y renunciaron a la obstinada rebeldía de Ibn Mardanis. Expulsaron de sus dominios a militares, civiles y comerciantes cristianos, desmantelaron o abandonaron sus fincas de recreo y el exceso de placentero ocio para centrarse en la oración y la adoración al Supremo Soberano. Menos palacios y más mezquitas.

Mi abuelo se hallaba por aquel entonces en Isbilia y recibió el homenaje de tan tercos luchadores, yo en su lugar habría cercenado tanta cabeza loca y acabado con tanto disparate rebelde. En vez de eso mi abuelo los perdonó y colocó al frente de sus antiguos dominios, a buen seguro el perro Mardanis se revuelve en su tumba, viendo a sus hijos gobernar los territorios, que tan acaloradamente él defendió, bajo la doctrina unitaria, je, je, je…

Así lo cuenta un cronista de aquella época: “Llegó Hilal, el hijo de Ibn Mardanis, con todos sus hermanos y con los partidarios de su padre, los caídes, y los grandes de la gente militar de la frontera, los jefes de los soldados, prestaron homenaje al califa, uno tras otro, precedidos por sus jeques, se comprometieron a la obediencia y entraron en la comunidad de los al-muwahhidîn, jurando el tawhid y poniendo a disposición del califa, sus cargos, las tropas y los recursos que fueron del rebelde”.

Ese invierno mi abuelo emprendió la construcción de los palacios, el parque y los jardines de la Buhayra en la explanada de Bab Yahwar en Isbilia, era llegado el momento de embellecer la capital de Al-Andalus y qué mejor ocasión que celebrar la definitiva caída del perro Mardanis. La conducción de agua concluyó en apenas unos meses. Fuera de la puerta de Qarmuna hallaron los restos del antiguo acueducto romano, y aunque obra de paganos nadie dudaba de su utilidad, partía de Qalat Chabir y siguiendo su rastro y nivelando el terreno condujeron el agua a la Buhayra; construyeron una derivación que penetró en la ciudad hasta el mismo Alcazar y excavaron un gran estanque en la calle mayor para el servicio de la población. Y si cuento esto no es tanto por el interés que suponga la realización de una obra pública, ni una prueba de refinamiento, ¿qué obras de interés público realizan los monarcas cristianos, más allá de un templo, un convento o el adobo de un castillo? Ya no sé ni lo que escribo.

Creo que llamaré a un escribano para que copie al dictado, quizás de ese modo me ahorre la tinta de tantos tachones y el tener que repetir los escritos.

Un grito mal reprimido de Sombra anuncia que el dátil ha decidido penetrar en la gruta que halló en el monte de Venus y ha topetado con cierto bastión en el que se recrea, unas gotas de sudor perlan la frente de la muchacha y Al-Nasir considera firmemente, muy firmemente, llegado el momento de abandonar el cálamo y defender a la muchacha del incordio de dátil. Pero sabe que si abandona el escritorio ya no retomará la escritura en lo que queda de día.

Como ya dije la sumisión de los sucesores del Rey Perro, la afortunada incorporación del reino de Murcia y el cúmulo de riquezas halladas en el tesoro del rebelde y el crecimiento constante de la población de Isbilia, causada en gran medida por las constantes cabalgadas de los perros cristianos, deberíamos poner fin a la intranquilidad rural que conlleva el despoblamiento de las vegas y el consiguiente menoscabo en los ingresos fiscales. Como decía todo ello fue acicate para que mi noble abuelo emprendiese a inicios del mes de ramadán del año 567 las obras de la mezquita mayor, que había de substituir a la de Adabas, de un aforo insuficiente para una capital del apogeo de Isbilia.

Durante los cuatro años siguientes el mismo califa supervisó la obra, dicen que la visitaba a diario y mantenía discretas charlas con el arquitecto Ahmad ben Baso, acerca del progreso de la misma. Hubo que expropiar miles de viviendas, se desvió la acequia que cruzaba el emplazamiento de la nueva mezquita, se hicieron los aljibes y bóvedas del patio, así como el mihrab y el pasadizo hasta el palacio y el almimbar. Todo ello en un tiempo inusualmente corto cabe decirlo.

Claro que podía acudir un momento, liberar a Sombra del acoso de ese dátil, y regresar para concluir por lo menos este capítulo ¿no?, no.

Los hijos de Ibn Mardanis, unos felones murcianos ansiosos por demostrar su fidelidad al califa le convencieron para lanzar una campaña contra Castilla. Le persuadieron que la ciudad de Huete era fácil de tomar por ser de nueva construcción, estar cercada y no ofrecer dificultad al ejército para aprovisionarse desde las fértiles comarcas levantinas. Como le aseguraron que sus muros no estaban bien defendidos y que no tenía puertas ni guardas de entrada, el califa aceptó su plan y les ordenó que al finalizar el mes de ramadán de aquel año estuviesen aprestados con su gente para la campaña.

Amparado en El Creador de la Guía, el califa salió de Isbilia a primeros de junio del año 567, esto es 1172; llegó a Qurtuba en una semana y acampó en la colina que dominaba la explanada del Suradiq y la llanura de Al-Zahira, aquí es donde tradicionalmente tenían lugar las concentraciones de tropas en la época omeya. Pernoctó en el campamento para no alterar la vida de la ciudad y al día siguiente entró en ella. Se hospedó en el alcázar viejo y dedicó toda la semana siguiente para rematar los preparativos de la campaña, suministros, acumulación de pertrechos, pago a las tropas, etc.

El 20 de junio salió de Qurtuba, arropado por los vítores de las gentes y siguió la ribera del Wat al-Kebir por Alcocer y Andújar hasta las cercanías de Bayyasa, donde salió a su encuentro Ibn Hamusk, un bravo general que andaba sitiando el castillo de Bily, que el Rey Perro había entregado a los cristianos.

Tan pronto la guarnición del castillo vio la magnitud del ejército que se le venía encima capituló, lo mismo sucedió a la semana siguiente con el castillo de Alcaraz. En ambos casos la guarnición cristiana evacuó las fortalezas que al momento fueron guarnecidas por nuestras tropas, reparadas y avitualladas.

A primeros de julio continuó la marcha del ejército hacia Balazote, contiguo al valle de Chinchilla ya en la frontera del país de los cristianos. Pernoctaron en Algodor, en las mismas fuentes del Wadi Anae, donde se aprovisionaron de agua para cruzar la llanura de Al-Basit, hasta llegar al Júcar. En los días sucesivos remontaron el curso del río para no carecer de agua.

Desde aquí ordenó el califa a su hermano el sayyid Utman que se adelantase al frente de una columna de doce mil jinetes y que saquearan la zona de Huete. Al amanecer entraron en las primeras tierras cultivadas por los cerdos cristianos y a mediodía las columnas de mujeres y niños camino del cautiverio alegraban la vista de los creyentes y enardecían a nuestros bravos infantes. Cuentan que Utman obligó a esas mujeres a llevar en sus manos las cabezas de los hombres que debían guardarlas y por lo visto no hubo bastantes portadoras de tan macabros trofeos.

El sábado 8 de julio llegó el califa ante los muros de Huete y desplegó a las tropas en derredor convencido que a la vista de su elevado número bastaría para intimidar a la guarnición y rendirla, pero lejos de eso los adoradores de la cruz hicieron una valiente salida que causó un sinnúmero de bajas entre las filas de los sorprendidos musulmanes. Aleccionados por esta lección de humildad los nuestros acamparon en la colina que dominaba la ciudad, un cerro que por el oeste forma una gran valla con los altozanos de la Sierrezuela; a sus pies se extendía la vega, ahora arrasada, regada por el río Borbotón y el Mayor.

Al día siguiente lanzados al combate, al son de cien tambores, nuestros fieros guerreros iniciaron un feroz asalto y tomaron los arrabales y huertas extramuros de la ciudad. La matanza de cristianos fue soberbia. En la iglesia del arrabal se tomaron siete campanas.

Huete fue asaltado por los cuatro puntos cardinales por las cabilas; en una torre del ángulo oeste a punto estuvieron de entrar, a pesar de la enconada resistencia; cuentan las crónicas que el jefe que atacaba esa torre, Ibn Azzun, acudió en persona al califa en demanda de refuerzos que hubiesen permitido tomar esa torre, que era la base de la resistencia, y poner un pie en el recinto fortificado de la ciudad, pero por hallarse el califa enfrascado en esos momentos en una discusión teológica con sus talaba ignoró la demanda, no solo no hizo caso del bravo soldado, ni siquiera accedió a montar a caballo para dejarse ver por sus tropas, necesitadas en esos momentos de un estímulo que los empujara a un esfuerzo final, lo mismo puede decirse del general Utman, tampoco atendió a su subordinado, cosa deleznable en un general en campaña, antes son las cuestiones bélicas que las discusiones del tipo que sean. Sin duda El Testigo, castigó semejante desatino.

En un ejército de la magnitud de aquel resultaba extraño la ausencia de máquinas de asedio, no llevaron ni un almajaneque ni torres movibles ni siquiera escalas para asaltar las murallas, a la vista de la situación, que la ciudad no capitulaba y que sería necesario un largo asedio para tomarla, el califa ordenó construirlas sobre el terreno. También ordenó que se impidiese a los sitiados el acceso al agua del río y que los peones saliesen a forrajear por la comarca limítrofe al objeto de acaparar víveres y forrajes.

A los pocos días un mensajero de la ciudad ofreció la capitulación a cambio del amán para todos sus habitantes, pero puesto que se daba por segura la rendición de la plaza en cuanto las máquinas iniciaran su acción no se atendió la demanda. No es del agrado de El Dador de Poder sobre las Cosas, manifestar tal arrogancia.

Quince días después una horrible tormenta de verano, con vientos huracanados arrancó las tiendas del campamento musulmán y fue causa de no poca confusión. Los asediados aprovecharon para hacer una salida que mató a muchos de los nuestros, incendiaron las máquinas y algunos almacenes de víveres.

Por fortuna en los días siguientes llegaron los murcianos con abundantes vituallas y ante el incremento de las tropas de asedio, los puercos volvieron a ofrecer la capitulación a cambio del amán. De nuevo les fue negado pues los espías comunicaron que la ciudad sufría una tremenda escasez de agua que de no remediarse les obligaría a rendirse en cuestión de pocos días. Era finales de un julio especialmente caluroso y las bestias comenzaban a desfallecer. Algunos ancianos ya habían muerto de sed en el interior de la ciudad.

Pero fue voluntad de El Que Tiene Cargo sobre Todo, que un lunes cayera una tremenda tormenta de lluvia, granizo y viento que malogró el asalto ordenado por el califa contra los muros de Huete y de paso llenó de agua todos los aljibes de la ciudad. La vega quedó inundada, las máquinas atascadas en el lodo, las tropas flaquearon y antes del anochecer hubieron de retirarse tan desmoralizadas como entusiasmados loaban a sus falsos dioses los cristianos.

Durante todo el martes siguiente nadie vio al califa, que permaneció orando en su tienda roja, sin duda preocupado por la falta de acometividad de su ejército. Aquella noche los sitiados hicieron una nueva salida extremadamente sangrienta.

El jueves el califa recibió a los generales pero no ordenó un nuevo asalto contra los muros, pues era primordial obtener víveres y forrajes y ordenó recorrer las campiñas vecinas en busca de los mismos. Estaban teniendo más problemas de suministros los sitiadores que los sitiados y todo por la mala cabeza de atender las consejas de los murcianos.

Regresaron de vacío los forrajeadores y ello causó tanta preocupación a los jeques que instaron al califa a ofrecer el amán, tantas veces denegado, a los sitiados. Pero estos tuvieron aviso que el rey de Castilla Alfonso VIII reunía hueste para venir en su socorro y despreciaron el ofrecimiento con altanería.

La noche del sábado 23 de julio vio arder las torres de asalto y las demás máquinas construidas, cargaron las campanas apresadas en acémilas y al amanecer del domingo los tambores ordenaron levantar el campamento. Aquello se hizo con tal precipitación y desorden que invitó a que los asediados efectuaran una salida tan vigorosa que cruzaron el río, vadearon el foso que defendía el campamento musulmán, derribaron parte de la empalizada y tras un breve enfrentamiento con la guardia que debía proteger a los enfermos, heridos y agotados allí dejados, hasta que pudiesen emprender el camino, los mataron a todos. También cayeron una multitud de rezagados y aún pillaron parte de los bagajes dejados a retaguardia. El desastre pudo ser mayor de no haber sido por la prudencia del califa que ordenó el envío a retaguardia de un fuerte destacamento de caballería reforzada con tropas andaluzas, que mantuvo a raya a los envalentonados defensores de Huete.

El ejército en ordenada retirada tomó el camino hacia Qūnka, que ya llevaba sitiada por los castellanos más de cinco meses.

El lunes 25 de julio saquearon una aldea que proporcionó mucho trigo, forraje y un respiro para la delicada situación de abastecimiento que la felonía de los levantinos estaba creando a la gente del califa, el incumplimiento del aprovisionamiento costaría alguna cabeza.

Al martes siguiente alcanzaron el río Júcar y acamparon a dos millas de la ciudad sitiada, la noticia de la llegada del ejército de mi noble abuelo Yusuf fue suficiente para que los sitiadores levantaran el asedio y se dieran a la fuga precipitadamente, abandonando en el campo todos su bagajes, las máquinas, heridos, enfermos e infinidad de pertrechos. Tan seguros estaban los perros cristianos que todas las alquerías de los contornos tenían los campos cultivados, los establos colmados de ganados y los silos llenos de grano. El califa ordenó saquear los campos a fin de acaparar vituallas, recuperar todo el material abandonado por los agresores, y después de la oración de la tarde hizo su entrada solemne en Qūnka. Los habitantes y defensores, dicen que eran apenas setecientos, agotados por el largo asedio salieron dichosos a recibir y vitorear al Príncipe de los Creyentes que acudía en su ayuda, a buen seguro en unos pocos días más todos ellos habrían perecido por la espada de los politeístas.

Conmovido el buen califa por el desamparo y el hambre sufrido por aquellos desdichados ordenó recompensarles con doce meticales a cada jinete, ocho a cada infante y cuatro a cada mujer y a cada niño pues los responsables de la ciudad le hicieron saber que todos habían contribuido en la medida de sus fuerzas a la defensa de la plaza. Además el califa les regaló las sesenta vacas que traía en su ejército y ordenó que cada soldado diese de su aprovisionamiento personal un almud de grano. También ocupó a gran parte de los peones, al mando de los ingenieros militares, en reparar los daños causados en los muros y defensas.

Tres días después unos forrajeadores advirtieron de la llegada de un fuerte ejército cristiano y según los primeros rumores venía al mando el rey Alfonso de Castilla y el conde Nuño de Lara. Cundió el pánico en el ejército y aunque los caballeros almohades y andaluces se mostraron dispuestos a la batalla, la prudencia y la escasez de bastimentos aconsejó fortificar el campamento, disponiendo el río entre ambos ejércitos y aguardar. Y eso hicieron las siguientes tres jornadas observarse, aguardar y poco más.

Al cuarto día el califa ordenó el despliegue en orden de batalla y mientras formaban las tropas los adalides informaron que el campo cristiano estaba vacío, ausente el enemigo, tan solo quedaban los restos habituales abandonados, se habían marchado.

El ejército musulmán levantó el campamento e inicio el regreso a Levante. La marcha fue dura por la escasez de alimentos, perecieron de hambre y sed muchos hombres y bestias ya debilitados por tantos meses de marcha y la vida a la intemperie, la mayoría de enfermos y heridos perecieron. En ocasiones los adalides erraron el camino, en otra ocasión la impedimenta se extravió y durante muchas jornadas hubieron de pernoctar al raso. Finalmente el domingo 6 de agosto cerca ya de Buñol les alcanzó un gran convoy de suministros desde Valencia cargado de harina, cebada y fruta, que fue un alivio para el hambre tan espantosa que venía atormentado a los hombres.

El 10 de agosto el califa entraba en la alcazaba de Xateba, donde dio descanso a sus tropas. Estuvo varios meses hospedado en Madina Mursiya, ordenando y reforzando las fronteras del imperio hasta que regresó a Granada y a Isbilia.

¡Ya está bien!, harto de la osadía del condenado dátil que tanta congoja causa en…

—Creía que habías ordenado que no te molestarán —afirma una severa voz femenina desde la puerta.

La esposa de Al-Nasir entra con decisión en la estancia, mira con desprecio a las muchachas, Membrillo ha cubierto la desnudez de Sombra cruzando la camisa sobre su cuerpo, y ordena con un gesto a la criada que la sigue que deje la bandeja con la comida en una mesita auxiliar junto al escritorio. Pero la criada no puede sacar la mesita del mueble en que se halla encajada pues tiene ambas manos ocupadas por la pesada bandeja, no puede dejar la bandeja sobre el escritorio lleno de papeles y el peligro de derramar el tintero, tampoco puede dejarla en el suelo, sería ofensivo, en el suelo sólo comen los perros… Sombra acude en su ayuda, extrae la mesita y la coloca a la derecha del escritorio donde la agobiada criada la deposita y agradece con una mirada.

Al-Nasir anda repasando lo escrito. Desde que falleció su hijo la relación con su esposa se ha deteriorado más si cabe, pero eso es otra historia.

—¿Necesitas algo más o tienes suficiente con tus juguetes? —pregunta la esposa afectando dignidad ultrajada.

Es de las que piensa que si un hombre está debidamente atendido en su casa no tiene porque mantener concubinas y rameras bajo el mismo techo que a sus esposas legales que nada le niegan.

Al-Nasir hace un gesto de “estoy ocupado”, pero la esposa no marcha, mira desafiante a aquel par, una se arregla disimuladamente la ropa, mientras la otra observa el jardín desde el diván. Al fin se rinde y marcha, no soporta tanta desvergüenza.

Debió ser por esas fechas cuando mi padre conoció, adquirió o le fue regalada, no lo acabo de tener claro, a la esclava cristiana que dos o tres años más tarde sería mi madre. Dicen que mi padre la llamó Zahar, que significa Flor, por su belleza propia de una hurí. Yo añadiré que no he conocido a ninguna hembra que iguale en bondad y saber estar a la mujer que me dio el ser. Lamentablemente era cristiana de origen, lo que sin duda contradice el celo de mi padre en el seguimiento del Libro Sagrado, aunque, (eso también deberé consultarlo con los faquíes), no recuerdo ninguna prohibición respecto a servirnos de la hijas de los sometidos para nuestros fines. Sin duda lo correcto estriba en engendrar a los futuros califas con mujeres creyentes, ¡pero son tan hermosas, frescas y vivarachas, las condenadas hijas de los idólatras cristianos! Y de todas formas ella se convirtió a la fe verdadera, como no podía ser menos.

Cuando el califa regresó a Marrakus en el año 571, esto es a primeros de 1176, despidió a los obreros, artesanos y arquitectos empleados en la obra de la mezquita y ya hacía lo menos un año que la jutba, ya se predicaba desde el púlpito de la nueva aljama.

Y cuando la volvió a visitar en mayo del año 580, esto es el 1184, yo debía tener tres años de edad, de paso para la campaña contra Santarem, ordenó construir una fuerte muralla que partiendo del extremo de la alcazaba interior y pasando por la plaza de Ibn Jaldun, llegase hasta la mezquita, y en esa conjunción se alzase el alminar, al mismo tiempo que se construían las atarazanas en la muralla que daba al río en la Puerta de las Naves y hasta la Puerta del Alcohol.

El dicho alminar, años más tarde denominado Giralda, fue acabado de construir por mi muy noble padre y la mezquita embellecida con parte del botín capturado en la batalla de Alarcos. En algún sitio leí que para poder cimentar el alminar hubieron de cegar un manantial que fluía en el emplazamiento elegido para los cimientos y adecuar el acceso a las obras con una serie de rampas que permitiesen el paso de cabalgaduras, algo que sin duda encareció la obra.

Y hablando de obras fue en aquel año el 579 de la hégira, el 1183 de los cristianos, cuando mi abuelo Yusuf ordenó derribar parte de la muralla vieja que circundaba Marrakus, para levantar otra de un perímetro más amplio que incluyera a los populosos arrabales. Era tal el esplendor de la corte y las riquezas que afluían a la capital desde todos los puntos del extenso imperio, que el comercio estallaba de puro beneficio. Apuntaré que fue mi noble padre Yusuf el encargado de las obras de ampliación de la capital, que años más tarde concluyó como califa.

—¡Pollo asado! —exclama Sombra, dirigida a su compañera, tras levantar la tapa de plata que cubre una fuente humeante.

Pero a pesar de las treguas, no son los reyes cristianos muy fiables a la hora de respetar los acuerdos, como yo mismo he podido comprobar, no cejaban en sus razias, por ejemplo tomaron Valderrobles, cerca de Utiel y pasaron a cuchillo no solo a la guarnición sino a todos sus habitantes. No tardaron en acudir a Marrakus los jeques de la zona en petición de auxilio. El califa ordenó el envió de una expedición de socorro a la zona, pero la preocupación que ya albergaba por la desvergüenza de los adoradores de la cruz y el daño que ocasionaban sus incursiones aumentó hasta decidir una acción más severa. Para colmo los espías informaron del acuerdo secreto firmado por los reyes de León y Castilla, en un lugar llamado Fresno-Lavandera, que los comprometía a hacer la guerra al Islam y no firmar treguas por separado. Aquella amenaza no podía eludirse, tamaña fuerza podía ser muy perjudicial para los creyentes.

Abu Yaqub Yusuf, comenzó a reunir efectivos en Marrakus a finales de septiembre de aquel año, que para los cristianos fue 1183. A mediados de diciembre él mismo se puso en marcha a la cabeza de sus tropas. Casi en las mismas fechas en que el perro Fernando de León reunía a su hueste.

A finales de año nombró gobernadores para Isbilia, Qurtuba, Granada y Mursiya a sus hijos a los que envió con buenas y bizarras tropas como vanguardia de su gran ofensiva.

A finales de febrero llegó el califa a Salé, que es el puerto natural de Ribat al-Fath. Pasó el mes de marzo entre Fez y Miknasa y a mediados de mayo cruzó el Estrecho y a finales estaba en Isbilia. Allí le informaron que el rey leones había roto treguas, lo que no le causó la menor sorpresa. Supo también que cuando él comenzó a reunir fuerzas en diciembre, el rey de León hizo lo propio en Ciudad Rodrigo para marchar en cuanto el tiempo lo permitió contra Cazires, ciudad asediada hasta la fecha y que resistía bien merced a las obras de fortificación emprendidas años atrás, especialmente las torres de la muralla.

El califa salió de Isbilia la primera semana de junio, una vez reunido todo el ejército y llegaron a Batalyaws, donde acamparon a la vista de la ciudad. Allí se revistó el ejército, descansaron y avituallaron para proseguir la marcha. Aquella demostración fue suficiente para que el rey leones, a la vista de la magnitud de la ofensiva, levantara el asedio a Cazires, que pudo al fin respirar aliviada. La ciudad fue avituallada, reparada y guarnecida con numerosas tropas.

El califa informó a sus jeques, jefes de cabila y generales que aquella ofensiva iba dirigida contra el perro Ibn al-Rink, Alfonso Enríquez de Portugal, por la crueldad y osadía de sus cabalgadas que estaban arruinando y despoblando las fértiles vegas del entorno de Isbilia.

El objetivo era la plaza fortificada de Santarém, donde según los informes de los espías, que luego resultaron erróneos, se hallaba refugiado el citado perro.

Una semana después, el 28 de junio, la vanguardia del ejército llegó a las puertas Santarém, los cristianos se encerraron a cal y canto y dispusieron a la defensa. El ejército musulmán contaba con abundancia de víveres, pues a su paso hizo acopio de reservas. Durante los primeros días no hubo hostilidades pues antes los capitanes del ejército debían examinar las murallas y conocer las defensas del enemigo.

Se hallaba la plaza en lo alto de una elevada montaña, en la orilla derecha del Tajo, y en su falda había un arrabal muy amplio sin fortificar a lo largo del río, compuesto por numerosas viviendas y huertos y es donde vivían la mayor parte de sus habitantes. Era evidente que la guarnición había formado apresuradamente unas barreras en los límites de ese arrabal, con cubas llenas de tierra, arrancaron las puertas de las casas, escudos, vigas y cuanto hallaron. También levantaron un palenque desde el que poder defenderse y destruyeron todas las casas fuera del recinto así fortificado.

Para su asedio levantaron los nuestros, muros, antemural y torres por la parte del oeste, que se llama al-plan, porque en comparación con el precipicio de todo el contorno parecía llano, pues antiguamente la tierra llevada a hombros de cautivos la había llenado hasta la cumbre, a modo de promontorio. Por el lado de Oriente el terreno descendía verticalmente, tanto que en lengua árabe se llamaba al-hafa, el precipicio, porque por él eran arrojados los condenados a muerte de modo que, desnucándose, rodaban los cuerpos hasta el Tajo. Por el lado sur, a causa del precipicio formado por la naturaleza del terreno, que se abría y formaba un abismo, se llamaba al-hansa, la culebra, porque no era accesible sino por las fraguras y por ciertas revueltas. Por el norte la defendía la misma naturaleza del terreno rocoso y áspero

El califa acampó en una altura que dominaba la ciudad y enseguida ordenó el asalto, muchas eran las máquinas que batían los muros, día y noche los almajaneques arrojaban piedras y objetos incendiarios con tanta eficacia que mantenía a los defensores ocupados, incapaces de efectuar salida alguna. En aquellas primeras jornadas fueron tomados los arrabales, muertos sus defensores y habitantes y arrasadas todas las casas, así como dos iglesias.

Tras cinco días de asedio en que se sucedieron sangrientos asaltos, en una clase de lucha traidora a la que los nuestros no estaban habituados, pues lo suyo era la pelea en campo abierto y en Santarém los perros acorralados aprovechaban los tapiales de los huertos y el mucho arbolado para emboscar a nuestros asaltantes, que apenas lograban avanzar sino a fuerza de número, el califa ordenó cambiar el emplazamiento de su campamento pues los exploradores anunciaron la llegada de refuerzos cristianos. En efecto desde Ciudad Rodrigo venía el monarca leones, a marchas forzadas, con su ejército, el mismo incapaz de tomar Cazires, no obstante el califa agobiado por el trágico recuerdo de la campaña de Huete, dio la orden de levantar el campamento para evitar tener que luchar de espaldas al río.

Lamentablemente la orden de mover el campamento fue mal interpretada por los jeques y durante la noche algunos levantaron sus tiendas y cruzaron el Tajo temiendo rezagarse, aquello fue causa de desorden y la confusión desató el pánico y en su afán por ser los primeros en cruzar el río abandonaron a su señor, algo reprobable e inexcusable.

Con las primeras luces y a la vista de movimiento en el campo musulmán los sitiados aventuraron una salida con tan mala fortuna que alcanzaron la tienda roja del califa, que hubo de luchar personalmente por su vida, y con todo recibió un lanzazo en el vientre que le dejó malherido. Y allí hubiese caído el bravo califa de no haber sido por su hijo, mi noble padre Yusuf, que con notable energía reunió tropas para cubrir la retirada y obligó a retroceder a los asaltantes que sufrieron amargo descalabro.

Herido y consternado por el desastre el califa inició el retorno, considerando que la operación de represalia había sido suficiente. Una vez que el ejército dejó el Tajo a sus espaldas cesó el peligro para los musulmanes que pudieron hacer un alto para curar al regio herido, mientras las fuerzas de caballería saqueaban los alrededores para procurar alimentos al ejército que ya comenzaban a escasear.

En su vuelta arrasó sin piedad aquella comarca más allá del Tajo por la que sus tropas atravesaban y llegó al castillo de Torres, donde el ejército se detuvo unos días pues el califa cayó enfermo. Aunque pareció curado y recuperado y así emprendió la marcha, falleció pocos días después.

Tomó el mando del ejército mi noble padre Abu Yaqub Yusuf, que entró en Isbilia la primera semana de agosto. Organizó las exequias de mi abuelo y al poco emprendió viaje a Marrakus.

Los tres comen con fruición el exquisito pollo asado con generosa guarnición de peras y ciruelas, pero los sofocos de Sombra lejos de menguar se acrecientan:

—¿Qué te pasa, corazón? —pregunta preocupado Al-Nasir mientras se limpia los dedos en una servilleta.

—Creo que he enfermado, noto un extraño cosquilleo aquí —dice la muchacha suspirando y con las manos en el bajo vientre.

—¿Qué puede ser? —pregunta Al-Nasir a la sonriente Membrillo que afirma:

—Va a ser el condenado dátil que se ha quedado escondido donde no debía.

—Veamos pues, yo no he tomado postre —afirma él tomando en alzas a Sombra y llevándola al diván.

 

 

 

 

 

Capítulo 4

Camino a Toledo, mayo de 1194

—Oí, que harían noche en la venta de las Palomas —comentó Dionisio.

—Pues allá vamos, tengo ganas de comer algo caliente y dormir bajo techado.

—Muy tranquilo te veo Cirilo, “comer caliente, dormir bajo techo”, ya hablas como un conde.

—Castrapuercos, nunca en tu pobre vida has temido nada y ahora te veo acojonado. ¡Tranquilo hombre, tranquilo!, que nada malo nos ha de pasar —increpó Cirilo.

Detuvo su caballo para captar la atención del grupo, todos le miraron muy serios cuando afirmó:

—De nosotros depende lo que suceda de aquí en adelante. O somos los hijos de la casa Aguado o carne de horca, de nosotros depende. Ni una palabra de lo sucedido, a nadie.

—¿Y si alguien nos reconoce? —preguntó Castrapuercos.

—¿Tú has salido alguna vez de la villa, más allá del mercado de los domingos? —preguntó Cirilo.

—Ni nosotros ni esos memos, que en paz descansen, tampoco. Estoy seguro que su tío el obispo no los ve desde que los bautizó. Uno es lo que representa, ¡joder cabrones!, ¿a qué tanto canguelo?

—Bernardo tiene razón. Tras esa loma se halla la venta, llegamos, cenamos, dormimos y por la mañana cada uno por su lado. Juntamos el dinero que tengamos y lo repartimos a partes iguales —propuso Cirilo.

Echaron a andar de nuevo, subieron la loma, los animales avivaron el paso sin necesidad de arrearlos, sin duda habían olisqueado establo y pienso y tenían tantas ganas de descansar como sus jinetes.

—Yo soy partidario de seguir juntos —apuntó Bernardo.

—¿Y eso? —preguntó Castrapuercos jadeando, seguía al grupo a pie tirando del ronzal de la mula y al iniciar el trote los animales a ninguno se le ocurrió contenerlos.

—Juntos nos irá bien, tendremos suerte, nos defenderemos mejor. En cambio solos, sí, disfrutaremos unos días de vino y mujeres hasta que el dinero se agote, ¿y luego?, hambre, abandono, algún delito, prisión y horca —sentenció Bernardo.

—Vaya panorama —comentó Castrapuercos.

Pero ya las luces de la venta los atraía como la mierda a las moscas, los animales avivaron el trote, la mula tiraba de Castrapuercos que ya corría tras ella incapaz de refrenarla.

La venta era una casa fuerte a la derecha del camino real, un edificio sólido de gruesas paredes de piedra. Sin duda en tiempos debió ser un puesto avanzado en la frontera y ahora el torreón de buena piedra albergaba a la familia. Una elevada tapia de mampuesto rodeaba todo el recinto.

Era noche cerrada y nadie de la venta respondía a los golpes de la aldaba en la puerta de aspecto macizo.

—¡Queréis parar de hacer ruido, leñe! —gritó una voz al otro lado de la puerta.

—Abrid entonces, cojones —respondió Cirilo.

—Una vez se cierran las puertas, no se abren y menos de noche —replicó el de antes.

—¡Somos los Aguado y tenemos que hacer noche en la venta!

—¡Como si sois los Castro, haber venido antes!

Cirilo volvió a golpear la puerta con énfasis y otra voz agriada reclamó silencio.

—¡A ver si la vamos a tener, me caguen en el copón!

Al otro lado de la puerta se produjo un pequeño altercado, unos a otros se mandaban callar y al fin el sonido de unos cerrojos en movimiento dibujó un gesto de alivio en los rostros de los muchachos.

Asomó una mujer sujetando un candil, los miró pero no dijo nada ni franqueó el paso.

—Buenas noches señora, somos los Aguado y deseamos pasar la noche en vuestra casa —dijo Cirilo en un tono tan galano que los otros intercambiaron miradas de pasmo.

Ella se apartó sin soltar el portón que ellos cruzaron. Al otro lado un patio enorme abarrotado de bestias, carros y hombres. Algunos entoldados, muchos tumbados en el suelo bajo ellos, una veintena de fuegos repartidos y varias personas alrededor de cada uno. La noche no era fría, pero tampoco estorbaba el calor de las llamas para dormir al raso.

Los que les increparon les ignoraron en cuanto cruzaron, parecían una cuadrilla de arrieros con más ganas de dormir que de gresca.

La mujer los llevó hasta un edificio de madera adosado a la torre, abrió una de las enormes puertas, entró, miró en derredor, era un establo a juzgar por los moradores, los montones de paja en los comederos y el hedor a bosta fresca. Alguno que dormía a los pies de su caballo alzó la cabeza, pero enseguida volvió a recuperar el sueño. La mujer los condujo hasta un rincón, empujó a un enorme asno que se había tumbado, el hombre acostado a su vera protestó, pero ella le propinó una patada en la espalda y renegando el hombre se apartó; ella se volvió y señaló el rincón a los muchachos, luego señaló un montón de paja al fondo, fue hasta allí y le dio una patada a un costal lleno de grano, era cebada para los caballos. Y sin abrir la boca marchó.

Acomodaron a los caballos y la mula y los despojaron de las sillas, las alforjas, armas, equipajes.

—Vais a reuniros con la mesnada del arzobispo —afirmó el acostado junto al burro.

Ellos le ignoraron y mientras dos amontonaban las cosas de forma que fuese difícil robarles algo, otro acarreaba buenas brazadas de paja y el otro llenó un cubo de cebada y lo vació en los pesebres.

—Si no te importa, ya que estás con la cebada, échale un puñado a Frontón, anda —pidió el acostado señalando a su burro.

Dionisio que era quién andaba llenando los pesebres acarició el lomo del borrico y le vació medio cubo de grano que el animal olisqueó y enseguida comió.

—Animalito, es como su dueño, nunca desdeña bocado ni monta, je, je… —afirmó el tipo.

—¿Dónde consigo agua? —preguntó Dionisio al hombre.

Junto a la puerta hay un barril, pero yo saldría a la alberca que hay en la parte de atrás, esos animales son demasiado valiosos para darles ese agua podrida.

—Vamos, yo te ayudo —dijo Cirilo.

Cuando tuvieron arreglados a los animales, se tendieron en las mantas que habían extendido sobre la paja, sacaron unos mendrugos y una ristra de chorizos. El dueño de Frontón acudió en cuanto el olor del embutido alcanzó su nariz, tomó asiento junto a Castrapuercos que le preguntó:

—¿No tienes sueño?

—Me he desvelado. Y es que tengo un dolor de tripas… Será que la cena me ha sentado mal —dijo sin apartar los ojos de la ristra.

—Bebe un poco de agua —ofreció Cirilo que en esos momentos tentaba una bota llena de tinto manchego.

—El agua es mala compañera para los males de tripa, es menester algo con más cuerpo, más…

Cirilo le interrumpió entregándole la bota de vino, que el otro agarró, encaró y tentó con avaricia.

—¡Ah, qué bueno! No me cabe duda que triunfaréis en la vida, a pesar de los jóvenes que vuestras madres os han arrojado al mundo, triunfaréis porque sabéis estar.

—¿Acaso eres adivino, lees el futuro, echas las cartas? —preguntó Bernardo con cierto desdén y la boca llena de pan y chorizo.

—Amigos, permitidme el trato confianzudo pues hemos compartido vino y eso hermana a los hombres, amigos soy Jorge Ruiz, juglar de oficio; trotamundos por condena; enfermo de amores por una bella ingrata, cuyo nombre no me es permitido revelar…

—Es decir, un truhán —cortó Cirilo.

Los demás ya estaban embelesados por la labia del tipo. Desde los diversos rincones del establo se alzaban poderosos ronquidos que denotaban la presencia de más durmientes de los imaginados dada la cabida del local.

—Háblanos de la “bella ingrata”, ¿es maja? —quiso saber Bernardo.

—Ya os he dicho, amigos míos, que no me es posible…

—Haz una excepción —pidió Dionisio y mostró un par de chorizos que sujetaba por el cordel.

Jorge se relamió alargó la mano y en cuanto los hubo agarrado de un bocado partió uno por la mitad.

—¡Um, esto es gloria bendita, lo que se pierden los moros!

Devoraba el embutido con verdadera fruición y auténtico deleite.

—¿Cuántos días llevas sin comer? —preguntó Cirilo.

—¿Has estado en tierra de moros? —preguntó Dionisio.

—De allí vengo, de la misma Sevilla, allí sí que saben apreciar el verdadero arte, la música, la declamación. ¿Te vas a comer ese trozo de pan? —Jorge obvió la pregunta de Cirilo, que tampoco insistió.

—Háblanos de las andaluzas, ¿son guapas? —preguntó Bernardo.

—¡Más que tú, hideputa! —gritó uno desde el fondo.

—¿Por qué coño no os calláis? —reclamó otro.

Jorge respondió con un sonoro eructo a las imprecaciones e hizo gestos de “durmamos y mañana ya hablaremos”. Todos se recostaron bajo sus mantas, Cirilo agarró el candil para apagarlo, pero cuando iba a soplar a la llamita vio los ojos entornados del truhán espiando su acción y desistió.

—Si prende el fuego mientras dormimos no escaparemos ni uno —dijo Jorge.

—Tú vigilarás, por si acaso —respondió Cirilo.

Tan pronto comenzaron a cantar los gallos se alzaron los dueños de la casa y la mayoría de los que pernoctaban en el patio. Abrieron las puertas de la venta de par en par para que la gente saliera a aliviarse al exterior. Ya habían meado y cagado suficiente durante toda la noche en el interior del patio.

La aurora vino húmeda, algunos hombres se afanaban en avivar las brasas de los fuegos nocturnos, otros recogían sus pertenencias, prestos a partir, y enjaezaban a las bestias de tiro. En el interior del establo todos andaban desperezándose, maldiciendo su suerte o meando en cualquier rincón o comprobando si habían sido robados mientras dormían.

Castrapuercos fue el primero en abrir el ojo, vio que los demás dormían bajo sus mantas y se acercó a Jorge, que dormía junto a él, con la intención de explorar en sus bolsillos. Alzó la manta y se metió debajo, lentamente su mano rebuscó las aberturas entre las ropas revueltas de…

—O eres muy cariñoso o un torpe ladrón —expresó Jorge con suavidad.

Giró la cabeza y estampó un sonoro beso en los labios de Castrapuercos, que le llevó a alzarse de un salto maldiciendo, escupiendo y limpiándose los morros asqueado con el dorso de la mano.

—Vamos hombre, si te ha gustado —dijo el juglar son sorna mientras se erguía.

—¿Qué pasa, qué sucede? —preguntó Bernardo desperezándose bajo la manta.

—Este maricón… —comenzó a exclamar Castrapuercos, pero enseguida calló y salió a lavarse la cara.

—Buenos días nos de Dios a todos, hermanos; amanece un nuevo día lleno de oportunidades para todo aquel capaz de aprovecharlas —saludó Jorge con optimismo y una sonrisa iluminando el establo.

Su asno respondió con un sonoro rebuzno y alargó el pescuezo hacia los caballos de los muchachos, pues dos eran machos castrados, pero la yegua estaba de muy buen ver.

Los siervos de la casa abrieron las puertas del establo de par en par y fueron sacando a los animales de la casa a abrevar a la alberca y de paso ventilar el local y echar a los dormilones, fuera todavía no había amanecido.

—¡Vamos, vamos, todos fuera, que quiere llover! —gritó uno de los siervos.

Castrapuercos regresó junto a los suyos y anunció que un negro nublado presagiaba tormenta, Dionisio, legañoso y a medio vestir asomó, observó, olisqueó y anunció lluvia; y no solía errar.

—Oye, ¿cuánto cuesta comer en la casa? —preguntó Cirilo a uno de los siervos.

—Si necesitas preguntarlo es que no puedes pagarlo —fue la ingeniosa respuesta.

—¿Es eso un dicho de venteros? —preguntó Bernardo, ya vestido, al criado.

—No, es una verdad como esta casa de grande.

—Nosotros tenemos la manutención pagada por adelantado, somos los Aguado —manifestó Bernardo.

El siervo alzó la vista, miró al grupo formado por los cuatro muchachos y el juglar y en tono displicente quiso saber:

—¿En ese caso, a qué preguntar el precio de algo que ya fue pagado?

—Estamos considerando pasar unos días más, aquí hospedados, hasta que deje de llover —respondió Cirilo.

—Y no tenemos porque dar explicaciones a un esclavo, llévanos a la casa ante tus amos —exigió Jorge.

El criado se encogió de hombros, hizo un gesto despectivo y otro de “seguidme”. Los introdujo en la casa por la puerta que daba a la cocina y los hizo aguardar allí.

—Buenos días nos de Dios, hermana —saludó Jorge con la mejor de sus sonrisas a una escuálida cocinera que andaba trajinando en los fogones.

Ella los miró con prevención y una enorme cuchara de madera en la mano con la que andaba removiendo una olla de gachas. Sin decir nada todos tomaron asiento en un largo banco de madera que había contra la pared del fondo a un lado de una mesa. No tardó en presentarse un hombre de mediana edad, barba cuidada y un costoso anillo de oro en la mano derecha.

—Vosotros sois los Aguado —afirmó más que preguntar y añadió—: Sed bienvenidos a mi casa, podéis desayunar y almorzar, pero la cena no está pagada. Vuestro padre dijo que a mediodía os pondríais en camino, sí partís antes os prepararemos provisiones para el camino, a vuestro entender.

—Si llueve haremos noche en vuestra casa —aseguró Cirilo.

—Sí, yo creo que va a ser lo mejor, quizás un par de días —confirmó Jorge que no apartaba los ojos de la cocinera y sus actividades.

Sus pensamientos e intenciones quedaron subrayados por un lejano trueno y el vaciar de una considerable porción de gachas en una palangana de cerámica por la cocinera.

—Si hacéis noche, antes de la cena deberéis abonarme diez sueldos, es por vuestra manutención y la de vuestros caballos. O cinco por el pienso de los caballos, en cuyo caso dormiréis en el patio o nada y pasáis la noche al abrigo de la tapia en el exterior, vosotros mismos —dijo el dueño.

Al mismo tiempo la cocinera puso la palangana de puches frente a ellos, junto con un buen pedazo de pan tierno, un plato hondo lleno de aceitunas negras aliñadas con ajo y otro conteniendo torreznos recién fritos con manteca.

Jorge sacó una navaja, sus ojos babeaban ante el festín humeante, cortó sendos trozos de pan para todos y sin aguardar a nadie hundió su rebanada en el humeante tazón de gachas y aunque quemaban las probó.

—Para mi gusto les falta una pizca de sal —dijo resoplando.

—Pues para el mío, hay que ver como te has colado, ladrón —manifestó Cirilo.

Jorge arrojó el trozo de pan que sostenía entre los dedos afectando grave ofensa, se llenó la boca de torreznos y dijo con la boca llena:

—Es de buenos cristianos alimentar al hambriento.

—Es de buenos cristianos apartarse del pecado, y tú lo llevas escrito en la cara juglar —respondió Bernardo.

—Venga comamos, ya discutiremos luego cómo nos lo paga. Quizás nos entretenga la espera —dijo Dionisio señalando al exterior, a través de la ventana tan solo se divisaba el aguacero que estaba cayendo en esos momentos.

—Está bien, trato hecho, os contaré una historia a cambio de esta comida —asintió Jorge con una sonrisa, recuperó el mendrugo y reanudó su fiero ataque a las gachas y los torreznos.

Bebió un buen trago de vino, eructo como hombre satisfecho y contó:

—Sucedió no lejos de aquí en Peña Negra, una comarca tranquila, habitada por gentes sencillas, labriegos puros de corazón, señores abusones y clérigos contemporizadores con los poderosos. Ocasionalmente sufrían los embates de la morisma, pero tan solo muy de tarde en tarde. Cuando se atrasaban en el pago de la parte del señor, éste permitía que la aceifa del moro les alcanzara para de ese modo someter las ansias de los villanos de independizarse de su abrigo. Un verano, ya con los trigos en la era y la trilla muy avanzada, apareció un cadáver, era un buen muchacho conocido en la comarca y fue muy llorado por su familia.

—¿Cómo murió? —preguntó Dionisio con la boca llena.

—Fue descubierto en descampado y llamó la atención de todos su extremada palidez y la garganta desgarrada como única lesión.

—Un perro rabioso —aseveró Dionisio.

—Calla —exigió Bernardo.

—Examinado por el médico que mandó llamar el alguacil de la villa, advirtió la absoluta y total ausencia de gota de sangre en todo su cuerpo.

—Extraño, muy extraño, ¿te lo estás inventado? —manifestó Cirilo.

—Callaos —volvió a pedir Bernardo.

—La cosa no habría pasado de ahí, efectivamente todos atribuyeron el crimen a un perro asilvestrado, si dos días después una moza que llegó medio desnuda y enloquecida a su casa y advirtiendo a voces de un nuevo ataque. Estaba en la era con su novio, cuando una fuerza extraña, le arrebató…

—¿Cómo que le arrebató? —preguntó Cirilo.

—Se lo llevó de encima de ella.

—¿Y no vio quién fue? —quiso saber Bernardo.

—Cuando consiguieron calmarla, a base de infusiones y mimos, explicó con no poco empacho que estaban en plena faena amorosa, al parecer ella estaba a cuatro patas y el mozo la montaba como un chucho, por lo que no pudo ver al culpable de la agresión. Tan solo percibió un tirón y al volver la cabeza vio con horror a su querido novio salir en volandas entre las garras de la noche.

—Extraño, muy extraño, ¿te lo estás inventado? —manifestó Cirilo.

—Eso ya lo has preguntado antes, amigo. No, no me invento nada, no lo necesito. Me basta con relatar lo sucedido para que se me hiele la sangre en las venas —manifestó Jorge antes de apurar otro vaso de vino.

—¿Fue encontrado ese muchacho? —preguntó Dionisio.

—Hallaron su cadáver en similares condiciones a las del primero. El rostro marcado por una expresión de hondo horror, la garganta desgarrada y el cuerpo seco de sangre. La comunidad nombró a tres hombres de reconocida ecuanimidad para que dirigieran una investigación conducente a aclarar aquel suceso.

—¿Qué es ecuami…, eso, lo que sea? —preguntó Castrapuercos.

—Ecuanimidad, imparcialidad de juicio, cualidad de juez honrado —respondió Jorge.

—Ah, por eso desconocemos palabras y cualidades como esa, jamás las hemos visto en juez o autoridad alguna —afirmó Cirilo.

—Los tres hombres buenos hablaron con el cura, que apuntó a cosa del Diablo, aconsejó una donación a la iglesia local para oficiar misas, a mayor generosidad mayor eficacia, que ahuyentaría el mal de la comarca. Mientras, aparecieron tres cadáveres más.

Los tres hombres eran buenos pero desconfiados, de modo que acudieron a la judería a tratar con sus responsables, estos también hablaron del mal, pero en forma de un espíritu vengador por las sevicias cometidas por los cristianos contra los hebreos, de esa religión eran las víctimas. Y más prácticos sugirieron un toque de queda, de modo que al caer el Sol todos los jóvenes estuviesen a buen recaudo en sus hogares.

—Los judíos nunca colaboran. No me extrañaría que fueran ellos los culpables, siempre están realizando extraños ritos y en ocasiones he oído…

—Calla Castrapuercos —ordenó Cirilo.

—Cuando la cifra de muertos ascendió a nueve, todos en similares circunstancias, los encargados de esclarecer aquello fueron a consultar con los responsables de la comunidad mozárabe. Los ulemas, aceptaron con suspicacia la propuesta de los judíos, por ser de ellos, pero advirtieron que puesto que las víctimas siempre eran varones, deberían organizar una patrulla armada compuesta exclusivamente por mujeres para dar caza a la bestia; si alguna o todas caían en el intento no pasaba nada, ¡solo eran mujeras! Los tres hombres buenos convocaron en la casa del consistorio a toda la población una mañana y el escándalo fue de órdago cuando propusieron armar una partida ¡de mujeres!

—¿Qué es órgado? —preguntó Dionisio.

—Órdago quiere decir en este caso, extraordinario. Pero finalmente dos mujeres subieron al estrado, las dos eran madres de sendas víctimas y se ofrecieron para capitanear tan extraña partida. Las dos eran mujeres de empuje, corajudas, y pronto contaron con una docena de faldas tras ellas. Si una bestia, demonio o espíritu o lo que fuese, había osado instalarse en su comarca y asesinar a sus hijos, ellas darían con ello y lo matarían.

El cura, asistente mudo a la reunión, se apresuró a condenar aquella inusual iniciativa, ¡unas mujeres! Tan solo conseguirían acrecentar el castigo divino, pues a buen seguro de eso se trataba, harto de tanto pecado el Altísimo les había enviado una plaga, ¡como las del antiguo Egipto! Lo que debían hacer era practicar la abstinencia de todo vicio, la gula, la lujuria; entregarse a la penitencia y financiar una campana nueva para la iglesia, reparar su tejado y entregar una sustancioso donativo por las ánimas de los difuntos. Tan solo un acercamiento a la Iglesia y a su representante les libraría de la maldición.

La comunidad judía sancionó con oraciones de apoyo a las valientes y las equiparó con ciertas heroínas de sus libros santos: Ester, Judit, Débora, etcétera. Los mozárabes rieron la chanza de enviar a unas mujeres a realizar una tarea en la que habían fracasado los hombres, ¡bah mujeras!

Los tres hombres buenos, con la ayuda del cura, el alcalde de la población y el médico judío que atendió a los muertos, trazaron un tosco mapa de la región en el que señalaron los principales accidentes geográficos, para que el grupo de mujeres tuviera un referente y un punto de partida para sus pesquisas. Así marcaron los contornos del pueblo; al Norte el torrente y en su orilla el castillo abandonado; al Sur los huertos en el meandro del río; al Oeste las eras y al Este el camino a la villa grande. Luego de forma minuciosa y concisa marcaron en el mapa los lugares en que fueron hallados los cadáveres, todo parecía indicar que la Bestia podía tener su cubil entre las ruinas del castillo abandonado, o en alguna cueva de la serranía inmediata, o entre la zona de matojos y retamas que lindaba con el río.

Con provisiones para cinco días en dos mulas y armadas con herramientas: hoces, azadas, horcas y alguna clava, una partida de casi una veintena de mujeres inició la persecución de “la Bestia”, como dieron en denominar a su objetivo.

Todo el pueblo las acompañó hasta la misma salida de la población, los hombres insistieron en ofrecer instrucciones precisas de aquello que debían hacer y lo que deberían evitar para dar con “la Bestia” y el modo correcto de producirse frente a ella. Alguno con experiencia reconocida como furtivo aconsejaba como dar con el rastro adecuado; otro opinaba sobre el mejor modo de atacar la madriguera por si hubiese criado; aquel les instruía acerca de cómo acampar, pues él estuvo en una milicia concejil; éste de cómo racionar las provisiones para que no tuvieran que regresar antes del plazo fijado, cinco días. Los niños mayores acompañaban expectantes a la comitiva y los pequeños lloriqueaban.

Los hombres insistieron por última vez en la necesidad de atenerse al plan fijado, seguir las indicaciones del mapa y sobre todo, sobre todo ceñirse a las instrucciones impartidas por ellos.

Ya en la linde del pueblo, las mujeres siguieron solas y en cuanto se vieron libres del acoso masculino, guardaron el mapa en el fondo de un zurrón, tomaron asiento bajo la sombra de una higuera, sacaron de comer, y platicaron acerca de los pasos a seguir.

La primera conclusión a la que llegaron con unanimidad es que estaban perdidas, ¿por dónde comenzar? La comarca era extensa y a pie jamás la recorrerían a tiempo de evitar otra muerte.

La segunda fue que carecían de experiencia y fuerza para enfrentarse a “la Bestia”.

La tercera, necesitaban ayuda.

Decidieron visitar a la Viuda, ella sabría qué hacer. Encaminaron sus pasos al pueblo de al lado, cruzaron el río por el vado del olmo y siguieron en silenciosa caminata. Casi todas ellas habían perdido a un pariente, hijo o hermano, en las garras o fauces de “la Bestia”. Si conseguían echarle la vista encima no les temblaría la mano. Tomaron un sendero de cabras que trepaba monte arriba y cerca ya del mediodía llegaron a la casa de la Viuda, una mujer sabida en hierbas y remedios. Solía actuar como partera por lo que conocía a casi todas las víctimas.

Ocupaba un antiguo oratorio, cuya propiedad disputaba con el cura, puesto que ambos carecían de medios para gastar en pleitos, el litigio venía de antiguo. El cura deseaba convertir el sitio en una ermita, con reliquia y todo, capaz de atraer peregrinos e ingresos y ella alegaba haber heredado de sus mayores la parcela en cuestión, por ello el cura había jurado abrasarla en una pira por hechicera. El valor del terreno venía dado pues a pesar de su altura contaba con un pozo de mucha y buena agua.

El día era luminoso y la anfitriona las recibió bajo un manzano que sombreaba la entrada de su vivienda. Tomaron asiento y, dándola por enterada de la cuita que allí las llevó, aguardaron su opinión: “El asunto que os aleja de vuestras casas es peliagudo y por tanto el consejo harto difícil”. Dijo, mientras iban pasando de mano en mano una bota repleta de buen vino tinto…

—Por cierto se me está quedando la boca reseca con el cuento, ¿no sería posible…?

Antes de concluir Jorge la frase tenía frente a él una jarra de vino. Fue entonces cuando miró en derredor para verse rodeado por más de una veintena de personas. Todos pendientes de sus palabras, todos anhelantes por conocer el final de la historia, y la cocinera en primera fila fue la que le acercó el vino. Jorge bebió un buen trago y prosiguió:

—“Yo de vosotras delegaría el asunto”. Dijo la Viuda. Ellas la miraron expectantes. “Necesitáis de gentes armadas, hombres a caballo. Yo avisaría al obispo, él vendrá con su hueste y en pocos días batirán la comarca, lo que a vosotras os costará semanas, ellos lo harán en días”. ¿Y cómo pagaremos al obispo?, carecemos de dinero. Preguntó una de ellas. “Muy sencillo, en especie. Sois un variado grupo de hembras a cual más lozana, a buen seguro que el señor obispo hallará entre vosotras a una o a varias que le complazca tomar”.

La respuesta de la Viuda lejos de escandalizar a la partida de féminas las interesó.

Rojas de contento y curiosidad se pusieron las orejas del obispo cuando oyeron semejante proposición, el clérigo conocía la comarca y tenía noticias de las frescas hembras que en ella se criaban y puesto que era un tanto rijoso, aceptó.

—Debe ser condición indispensable para ocupar el cargo de obispo —afirmó Cirilo.

—¿El qué, aceptar extrañas proposiciones? —preguntó Bernardo.

—No, ser un rijoso de mierda —respondió su amigo.

—Callaros, vosotros dos, y dejad que siga el cuento —exigió uno desde atrás.

—La espera no les llevó muchos días. El señor obispo, acompañado de su hueste, medio centenar de hombres armados a caballo y casi un centenar de peones llegó precedido por los heraldos que anunciaron sus condiciones al grupo de mujeres. El obispo y sus caballeros de mayor confianza, una docena, yacerían con cualquier mujer de su elección mientras durara la cacería. En ellas recaería la manutención de toda la hueste y las cabalgaduras, y con todo el obispo procuró traer provisiones para dos semanas, y como cuestión primordial, el obispo se reservaba un último negocio personal, que ellas deberían satisfacer a su plena conveniencia y que llegado el caso su eminencia ya se lo haría saber.

De mutuo acuerdo instalaron el campamento en una llanada entre el oratorio y el río. Desde allí sería fácil batir la comarca, abastecerse de agua y estaba sobre el camino por si hubiese que salir con prisa o recibir refuerzos o vituallas.

Pasaban los días sin que al pueblo llegaran noticias de los progresos habidos por la partida de mujeres, y a los días siguieron las semanas. Al principio la confusión y el temor prendió en los corazones masculinos, algunos propusieron salir en busca de ellas, pero la preocupación de dejar desamparados a los muchachos que aún quedaban con vida, les hizo desistir. Al cabo de un mes dieron a las mujeres por muertas, o por lo menos por perdidas, y tras unos fugaces llantos el ambiente se relajó en la villa. Las verduras languidecían en los huertos abandonados; las tareas en los campos no se hacían; los ganados enflaquecían, nadie los sacaba a pastar. En cambio tabernas y burdeles engrosaban sus arcas. Los hombres tiraron de ahorros y se arrojaron en brazos del más libidinoso recreo.

—¿Qué quiere decir eso? —preguntó Dionisio.

—Que se lo gastaron en vino y mancebías —respondió Cirilo.

El único que clamaba contra tan anómala situación era el cura, que veía arruinar haciendas y como honrados labriegos quedaban endeudados en una locura de ocio, fornicio y borrachera. El clérigo achacaba la desaparición de las mujeres a un castigo divino y abogaba por el restablecimiento inmediato del orden. Pero daba la casualidad que ninguno de sus tres hijos contaba entre las víctimas de “la Bestia”, por lo que su credibilidad como agorero era vilipendiada. No obstante el cura, hombre receloso y artero, convocó a sus dos hijas y les encomendó salir en busca de la femenina partida y averiguar lo sucedido.

—¿Y no tuvo temor a perderlas? —preguntó Castrapuercos.

—No —respondió Jorge. Apuró de un trago su vaso y pidió otra jarra.

—Aquellas muchachas, valientes y decididas, afectadas por la muerte de los muchachos que les agradaban partieron animosas. Su padre las recomendó acudir a la villa vecina a pedir razón, las mujeres de la partida marcharon con provisiones para una semana y en algún sitio tenían que haberse provisto de alimento para tan prolongada ausencia. Pero su madre les aconsejó que visitaran a la Viuda, lavando ropa sintió ciertos comentarios en ese sentido entre las abuelas que habían quedado en el pueblo.

Las dos chicas no tardaron en dar con el campamento, era algo que llamaba la atención a tan solo un par de días de camino del pueblo, ¡si los hombres hubiesen salido a los campos o a pastar los rebaños a buen seguro que habrían tropezado con él!

Allí descubrieron instaladas cual harén de concubinas a la partida de mujeres, felices y contentas, o cuando menos ninguna manifestó pena, atendían a los caballeros y por turnos visitaban el lecho del señor obispo. Éste se hallaba de correría por los contornos; colgados de perchas los cadáveres de media docena de jabalíes, algunos corzos, docenas de conejos, varios zorros, un par de lobeznos y algunos perros asilvestrados, pero a ninguna de esas alimañas cabía atribuir el asesinato de tantos hombres jóvenes, sanos y fuertes, por lo que continuaba la búsqueda.

Una de las mujeres más jóvenes de la partida las enteró del asunto y condiciones que allí las retenía así como de la existencia de una cláusula secreta, a desvelar en su momento por el señor obispo. Una de las hijas del cura propuso a su hermana regresar, pero la otra afirmó con razón que nada habían descubierto y que el meollo de la cuestión radicaba precisamente en averiguar aquella secreta condición.

Aquella misma noche dieron con el secreto.

—¿Y qué era ello? —preguntó Bernardo.

—Todo a su debido tiempo amigo, más vino —pidió Jorge.

—Te va a quitar las ganas de comer —afirmó el dueño de la venta que también aguardaba expectante el final del cuento.

—Tranquilo buen hombre, que no está reñida el hambre con la sed.

Le arrimaron una jarra, bebió un buen trago y prosiguió su historia:

—Como decía, aquella jornada el obispo no regresó al campamento, seguían un rastro cuando cayó el día y decidieron acampar, tan solo regresaron sus dos hijos a dar noticias y en busca de algunas provisiones. Su carácter lascivo era parejo al del padre que los engendró pues apenas vislumbraron a las dos mozas quedaron prendados de ellas y cada uno eligió a una para pasar la noche. Ellas se mostraron reticentes al principio pero a fuerza de ceder encantos poco a poco sonsacaron el secreto a los ardientes mozos: las mujeres deberían asesinar al cura de Peña Negra en cuanto regresaran.

—¡Coño! —exclamó uno.

—¡Joder! —clamó otro.

—¿Y eso a cuento de qué? —preguntó Bernardo.

—A lo que parece el obispo deseaba situar al frente de la parroquia de Peña Negra a uno de sus hijos. Una vez tomara posesión, con la ayuda de su gente armada, cobraría los diezmos atrasados a los labriegos y lograría una posición desahogada. En poco tiempo tendría colocados a sus hijos al frente de sendas parroquias y con el respaldo de las feligresías, y disponiendo de una mesnada con la que algarear al moro, les sería fácil trepar en la jerarquía eclesiástica.

Por supuesto las chicas regresaron de inmediato para advertir a su amado padre de lo averiguado.

—¿Qué hizo el cura entonces? —preguntó Bernardo muy interesado.

—Todo se sabrá a su debido tiempo —respondió Jorge en un tono alegre a causa del vino ingerido.

—Aquella noche un suave tañer desveló al obispo, sus hombres llevaban rato sintiendo la suave melodía originada entre las ruinas del castillo de la Peña Negra, sin osar ir a ver qué era. Los centinelas alertados y alterados blandían sus armas temerosos. La noche era oscura y la melodía pavorosa. El obispo salió de su tienda, nadie abría la boca para decir una palabra. Todos recordaban las palabras de algún testigo afirmando que antes del ataque de “la Bestia” habían escuchado cierto sonsonete, ¿sería aquella musiquilla? El obispo contó en cierta ocasión a sus hombres acerca de unos monstruos homicidas que hechizaban a los marineros con sus cantos para luego devorarlos, ¿sería el caso? El obispo avanzó hacia las ruinas, la música era acompañada de un resplandor, alguien afirmó que procedía de la antigua cripta, otro aseguró que quizás estaría abierta la puerta del infierno y por ahí salía “la Bestia” a cometer sus fechorías.

Dos de los escuderos corrieron en pos de su señor, uno le puso la coraza, espantado por la fascinación que iluminaba su mirada; el otro introdujo el pomo de la espada entre los dedos agarrotados de su mano derecha e incluso trató que alzara el brazo para mejor defenderse, pero el brazo volvió a caer como si el codo hubiese perdido toda la fuerza. A voces instaron los escuderos a varios caballeros para que no desampararan a su señor y, pues aunque no eran pocos los peones que allí estaban presentes con sus alabardas, ninguno osaba dar un paso más allá de donde los escombros denotaban la existencia de los gruesos muros.

—¿Qué provocó la ruina de ese castillo? —preguntó el dueño de la venta.

Alguno hizo amago de abuchearle por la interrupción pero era el amo y fuera llovía a cántaros de modo que nadie abrió la boca.

—Fue un suceso de la larga guerra entre los Castro y los Lara por la custodia del rey de Castilla durante su minoría de edad. Luego si lo deseáis podemos comentarlo.

—Esas envidias entre nobles castellanos y gallegos devastó las fronteras entre Castilla y León —comentó uno desde atrás.

Algunos se volvieron y otro escudado entre el grupo manifestó con cierto desprecio:

—Ya decía yo que apestaba aquí, si han dejado entrar a leoneses.

—Leonés sería uno de tus muchos padres —respondió el anterior alzando la cabeza con aire retador.

Jorge prosiguió con su relato para acallar la bronca que ya comenzaba a tomar impulso y que a buen seguro acabaría con todos ellos en la calle peleando bajo la lluvia y no le apetecía acabar chorreando y enfangado por culpa de aquellos idiotas.

—Aquel resplandor resultó provenir de la cripta del castillo y emanaba de una figura de apariencia humana que se manifestó en la oscura abertura que a ella conducía.

—La puerta del infierno —dijo el de antes al tiempo que se santiguaba con pavor.

—El obispo caminó hacia la luz seguido por dos caballeros, dos hombres arrogantes y valerosos espada en mano. Ahora distinguían con claridad la melodía que los atraía, una popular balada acerca de amores mal correspondidos, y veían que la figura era femenina. Según relataron días más tarde aquellos caballeros ante los justicias del rey, la mujer estaba desnuda y era bellísima, su piel tan sin mácula que dirías de nácar.

—¿Qué es nácar? —preguntó Dionisio.

—Blanca, que no ha conocido el Sol —apuntó Cirilo molesto por las continuas interrupciones.

—Ah, así entonces como mi culo —añadió Dionisio con expresión reflexiva.

Algunos rieron pero la mayoría atendió a las palabras de Jorge.

—Sus formas redondas y apetecibles brillaban en la oscuridad y destacaban unos labios rojos entreabiertos que pedían ser besados, mordidos. Tenía los ojos cerrados, pero la postura de sus manos invitaba a ser poseída. Su cuello era largo y estaba arropado por unos cabellos rubios de apariencia sedosa.

—¿Cómo será la seda? —masculló Dionisio para sí mismo.

Jorge aprovechó para guiñar un ojo a la cocinera, que al momento se sonrojó. Él continuó su relato mirándola de hito en hito.

—Su busto generoso, redondo, abundante, bien formado, con un par de pezones rojos y tiesos que miraban al frente descarados y frescos, incitaba a la caricia y el chupetón. Tenía el vientre redondo y liso de una muchacha púber coronado en su final por un cuidado montecillo de Venus, tan aterciopelado que daban ganas de arrodillarse ante él y besarlo. Aquella maravilla estaba guardada entre dos piernas tan bien torneadas que dirías de puro mármol. El obispo estaba parado ante semejante beldad, hechizado por su belleza, los dos caballeros le asieron cada uno por un brazo para hacerle regresar, desde atrás los peones les llamaban e increpaban para que se apartaran de la entrada a la cripta. Nadie, ni a plena luz del día, osaba bajar a ese lugar. Cuentan que era tan profunda que alcanzaba las propias entrañas de la montaña sobre la que se alzaba el castillo y que ya los antiguos idólatras enterraban a sus muertos allí. También era un lugar de horror, pues en el mismo subterráneo se sabía de mazmorras donde se torturó y confinó a muchos inocentes y a algún culpable, pero eso es otra historia.

La cuestión es que el obispo ya iba a ceder a los ruegos y tirones de los suyos, cuando la moza, o quizás debería decir “la aparecida”, dio media vuelta. Su espalda carecía de manchas, verrugas o mácula alguna, su culito era tan redondo y blanco… como el de Dionisio —alguno rió la comparación. Jorge guiñó al interpelado que se sonrojó.

—Ella dio unos pasos hacia la luz, volvió el rostro y abrió los ojos, aunque tal y como estaba envuelta en luz, los hombres tan solo percibieron el movimiento de sus párpados, pero no cabía duda alguna, era una invitación, y dicho gesto fue patente cuando alzó su mano para decir con toda claridad: “ven a mí”.

Fue entones cuando llegaron al lugar los dos hijos del obispo, desplazaron a los caballeros y estiraron de su padre con decisión, entonces ella abrió la otra mano y en ella brilló una dobla de oro. No todos los relatos referidos a aquella cripta eran de horror, también se contaba acerca de los ricos tesoros que todos sus moradores, desde los más antiguos, habían escondido allí, precisamente porque nadie osaría enfrentarse a los espíritus custodios. El hijo mayor dio un paso al frente pero entonces ella cerró la mano sobre la dorada prenda con decisión. El muchacho retrocedió y la mano femenina se abrió de nuevo; entonces fue el otro chico el que avanzó, pero la mano volvió a cerrarse sobre la gruesa moneda. Todos tenían los ojos colmados de codicia y el obispo apartó a sus hijos, dio unos pasos al frente y ella abrió la mano que refulgió y sus labios dijeron suavemente: “ven a mí”. Y ya no hubo quien fuese capaz de detener el paso del obispo, incluso sus hijos le incitaron a ir: “ve padre”, dijo el menor.

El obispo empuñó su espada con decisión y avanzó tras el oro, siguió los pasos de la aparecida. Después de todo quizás aquella correría en la Peña Negra iba a ser más beneficiosa que razia de moro.

Los hijos aguardaron expectantes viendo como su padre era engullido por aquella luz, se miraron y sin hablar ambos pensaron lo mismo, que aquel brillo era el reflejo de la luz en el oro de la cripta, iban a ser ricos, ¡más ricos que un conde de frontera! Fundarían un monasterio, atraerían a los fratres soldados de alguna orden militar prestigiosa para defender sus dominios, que no tardarían en colonizar y serían reconocidos por el rey con prebendas, privilegios, exacciones y buenos matrimonios que ensancharían más si cabe sus dominios.

Jorge hace una pausa, todos los ojos fijos en él. Sopesa la jarra vacía, pero el dueño niega con la cabeza, “no más vino”. La deja sobre la mesa con un gesto hosco y prosigue:

—El obispo no regresó, jamás nadie volvió a saber de él. Toda la noche aguardaron en vano su vuelta. En cuanto cruzó el umbral de la cripta, tal y como bajaba los escalones uno a uno la luz brillante que le envolvió descendía con él, la entrada quedó tan oscura como una amenaza. Los hijos ordenaron traer hachas y teas, pero las opiniones eran divergentes, mientras el mayor quería bajar a la cripta en busca del padre, el menor prefería aguardar, todos conocían el carácter irascible del obispo y si interrumpían su ayuntamiento con la moza, el cabreo sería monumental. El hijo mayor insistía en bajar, ¿y si le había pasado algo? ¿Y si le interrumpimos y molestamos?, aducía el otro, el hombre estaría yaciendo con aquella beldad y luego acabaría dormido entre sus blancos senos. Decidieron guardar máximo silencio y apostarse en la misma entrada por si el obispo gritaba pidiendo ayuda. Los peones se retiraron a descansar, la mayoría tenían aquella situación por un mal fario que recaería en todos ellos. Los caballeros, espoleados por la visión de aquel oro que a todos hechizó, montaron guardia junto a los hijos; entre ellos también hubo diferencias de opinión, unos querían entrar a saco en la cripta, ¡ya habría tiempo para folgar con cuantas doncellas fuese menester!; y los otros preferían aguardar a la salida del señor obispo con noticias y órdenes. Llegó el amanecer, unos y otros fueron vencidos por el sueño pues despertaron asustados, temblorosos, malcarados, ojerosos y con el corazón encogido. Tan solo los hijos permanecían en vela asomados a la negra boca que engulló a su padre. Acudieron multitud de peones, los hijos se asearon y armaron decididos a entrar, empuñaron luces y espadas y cruzaron el umbral, bajaron los primeros escalones, al fondo no se veía nada ni se percibía movimiento alguno, el mayor gritó: ¡padre! No hubo respuesta. Con gestos indicaron a los caballeros que no se movieran de la entrada, bajarían ellos solos. Así lo hicieron, el hueco de la escalera se estrechaba tal y como descendía, no se veía el final. El mayor iba delante, el menor se volvió y la entrada ya no era más que un punto de luz allá arriba, siguieron bajando, el mayor volvió a gritar: ¡padre! Nada.

—¡A los buenos días! —gritó alguien.

Todos dieron un respingo y se volvieron airados contra el recién llegado, que miró a la concurrencia como si todos estuviesen locos por haberse asustado de aquel modo y pidió con cierta prevención:

—¿Hay posada para un peregrino y sus dineros? —y comenzó a sacudirse el agua de las ropas.

—Haz el favor de sacudirte en la entrada hombre de Dios, que vas a poner esto perdido y la cocinera te va a sacudir con el badil, hombre —reprendió el dueño de la venta que acudió a la llamada de servicio.

Tras el susto y la interrupción todos se volvieron hacia Jorge anhelantes, pero aquel hombre preguntó a que se debía tanta expectación.

—Un Cuentacuentos anda relatando los sucesos de la Peña Negra —dijo el dueño de la venta.

—Esas cosas no deberían contarse en público, fue una desgracia —subrayó el peregrino.

—¿Tú conoces el final de la historia? —preguntó anhelante el ventero, después de todo quizás no se perdería el final del cuento.

—Yo conozco lo acaecido, porque yo estuve allí. Eso motiva mi peregrinación —susurró con aire misterioso el hombre.

—Cuenta, cuenta —pidió el ventero.

—Hay cosas que es mejor no conocerlas, por el bien de tu alma y la entereza de tu cordura

—Pero hombre, así por encima, ¿qué fue del obispo?

El hombre echó mano a su bolsa y preguntó muy serio:

—¿Qué cuesta comer y dormir en tu casa?

—Si me cuentas el final de la historia hoy comes y duermes gratis —ofreció el dueño.

El hombre negó con la cabeza al tiempo que volvía a ligar su bolsa al cinto, al fin dijo:

—Es que tenía pensado pasar tres noches para reponer fuerzas. Voy en peregrinación a Santiago, necesito abrir mi alma al señor apóstol para que interceda por mí pues estoy condenado y temo que si te cuento aquello… No puede ser, temo por tu alma hermano —y subrayó sus palabras con una palmada en el hombro del ventero.

El dueño de la venta miró hacia el grupo que rodeaba a Jorge pendientes de cada palabra que salía de sus labios, absorbiendo cada sílaba, empapándose con cada suceso. Miró al viajero que ya se volvía hacia la calle y fue hasta él.

—¿Pero adónde vas peregrino? —preguntó al tiempo que le agarraba por un brazo.

—No me puedo detener bajo tu techo si el precio a pagar es tu alma o tu cordura.

—¿Y si tuvieses cama, pan y cuchillo gratis hasta que estés repuesto del camino? Si colaboro en tu esfuerzo peregrino quizás el manto del señor apóstol me proteja, ¿no?