Aunque allí existía una fortaleza antañona cavaron hasta dar con la roca madre y sobre ella andaban levantando los muros con un aparejo de mampostería encintada, apoyada en grandes piedras y los intersticios cegados con argamasa. Tras el primer par de codos, lograda la horizontalidad, usaban el sistema de encofrado para agilizar los trabajos. Fijaban un largo tablón a cada banda del tapial y rellenaban este con piedras y puzolana, en cuanto fraguaba colocaban otro tablón sobre el primero y volvían a rellenar. Las filas de hombres, mujeres y niños acarreando espuertas de piedras, de todo tamaño, y argamasa asemejaba una hileras de afanadas hormigas. A lo largo de la obra estaba ocupado por amontonamientos de piedras, fruto de ese trabajo de acarreo. El tapial encofrado era rápido y barato de construir

En las esquinas, para dar consistencia a la traba de los muros, los maestros canteros colocaban sillares bien labrados, la obra lucía un aspecto pulido y bien acabado. En las partes en que el muro estaba acabado mostraba un aspecto sólido e imponente.

En el centro del recinto se hallaba el castillo, en su obra se daban vestigios de antiguos pobladores. De planta rectangular con cuatro torres en cada uno de sus vértices y otras mediando en los lados. Todas las torres eran cuadradas excepto las que vigilaban a Este y a Oeste que eran pentagonales y las más fuertes.

—Oíd, yo me quedo —afirmó Castrapuercos.

Cirilo, Bernardo y Dionisio alzaron la vista del cuenco de gachas que andaban engullendo ayudados por sendos trozos de pan para mirar a su amigo, que apenas probó bocado.

—¿Y eso? —preguntó Cirilo con la boca llena.

—¿Pero no os dais cuenta? Tan solo somos el cebo, nos abandonarán a la menor dificultad.

—No hagas caso de lo que te digan esos forajidos, son todo fachada —afirmó Cirilo.

—¡No sabemos usar la espada, por todos los santos!, ¿qué haremos si hemos de combatir? —dijo Castrapuercos francamente aterrado.

Los otros no respondieron. Continuaban comiendo meditabundos y ajenos a la cuestión. Cierto que ninguno de ellos había luchado jamás con una espada, pero no podía ser tan difícil. Era como pelearse con una navaja en la mano pero más grande, ¿no?, no. En el fondo todos llegaban a la misma conclusión, sobre todo porque ninguno de ellos había peleado nunca contra otro con una navaja en la mano.

—Tampoco es tan difícil, joder, si un moro se pone tonto le sacudes un tajo en el cuello, ¡zas! y sanseacabó —afirmó Cirilo enérgico y haciendo el gesto del tajo con la mano diestra.

—Eso, o le ensartas como un espetón —añadió Bernardo.

—Vosotros lo veis muy fácil. Yo no lo tengo tan claro —comentó pesaroso Castrapuercos.

—Pues yo tengo pensado usar la maza en vez de la espada. Creo que es más sencillo aporrear que acuchillar y eso si somos capaces de hacerlo. Si se te acerca un energúmeno lo suficiente como para hacerte daño le sacudes con la maza y a otra cosa. En cierta ocasión el matarife de los Aguado sacudió un porrazo a una ternera que la dejó seca, luego solo hubo que desollarla, yo ayudé a ello —afirmó Dionisio muy serio y con boceras de gachas.

—Ese es el problema que los moros no son terneras estúpidas que se dejan matar. Me he informado y son tan peleones o más que nosotros. No nos lo van a poner sencillo. Como dijo aquel, nadie se presta a que violes a su esposa, robes a su hija y pilles sus ganados, sin revolverse —sentenció Castrapuercos.

—Haz lo que quieras, nosotros tres participaremos en la razia, es una oportunidad única para salir de pobres —anunció Cirilo.

—Más vale ser pobre y respirar que ser el más rico del cementerio —sentenció Castrapuercos.

Los caballos e impedimenta quedaron fuera del recinto vigilados por algunos peones, ellos comentaban la cabalgada con cierto aire de envidia.

—¿Si pudierais iríais? —preguntó Castrapuercos.

Los peones le miraron como si fuese un enajenado y uno de ellos exclamó:

—¿Tienes idea de cuánto se puede ganar en un mes? ¡Más que en toda la vida trabajando!

—También puedes acabar cautivo —cortó Castrapuercos.

—Bah, eso no es tan grave. Si eres un caballero, piden rescate, tu familia lo abona y antes del invierno estás de vuelta en casa —respondió el peón.

—Ya, ¿y si no hay quién pague? —preguntó Castrapuercos.

—En ese caso lo mejor que puedes hacer es apostatar. Te haces mahometano, juras sobre su libro sagrado que no hay más dios que Alá y que Mahoma es su profeta y a vivir que son dos días y uno de ellos es muy jodido y el otro un asco.

—¡Pero eso es jurar en falso! —de nuevo Castrapuercos manifestando su inacabable candidez.

Los peones volvieron a lo suyo ignorando a aquel pazguato recién caído de un guindo.

—¡Eh, simple! —llamó una voz.

Castrapuercos se volvió y vio a los dos guías que le llamaban desde el rincón en que habían atado a sus caballos. Estaban sentados comiendo al pie de una encina añosa y le mostraron una bota. Acudió y se dejó caer en la misma sombra.

—Te veo pesaroso y hemos oído que andas manifestando ciertas dudas; no tengas miedo joder, que nada se ha escrito de los cobardes. Tú no te apartes de nuestra vera y nada malo te ha de suceder.

—Claro hombre, por un módico precio nosotros cuidaremos de ti —afirmó el otro.

—¿Qué precio es ese? —preguntó Castrapuercos.

—Dos sueldos diarios y nosotros cuidaremos de ti, ¿qué te parece? —dijo el primero.

—Me sale más a cuenta quedarme aquí —respondió Castrapuercos.

—Pero aquí tendrás que trabajar, ¿de qué sino te vas a mantener?, a menos que goces de una buena bolsa, ¿y no será el caso verdad? —un brillo codicioso alumbró los ojos del golfín.

—Porque en cuanto te pillen robando, te aseguro que te cortan las manos y eso será peor que si cayeses cautivo de la morisma. Porque ellos te azotarán, te cargaran de grilletes y cadenas pero…

—No, no tengo dinero —interrumpió Castrapuercos, que empezaba a temer por su integridad. ¿Qué hacer?, malo si me quedo, peor si marcho.

—¿Qué oficio tienes tú? —preguntó el primer tipo.

—Ninguno. Seguro que te has criado en una buena casa sin pegarle un palo al agua. Todo el día persiguiendo siervas, robando cuanto apetecías… Pues aquí te tocará trabajar y duro, acarrear piedras, amasar argamasa para la mampostería; acarrear más piedras, amasar más argamasa y así días tras día. Aquí no hacen otra cosa más que trabajar mucho, dormir poco, comer peor y cagar cuando pueden.

—Ni hembra catan, ya lo habrás visto, a las únicas que hay no te acercas por menos de cinco sueldos y eso es una fortuna para un ratito de gozo.

—El gozo debería ser gratis, joder ¿acaso no ordenó nuestro Señor: id y procread? —dijo uno.

—Claro que sí compañero, llevas más razón que un santo.

Castrapuercos aprovechó para alejarse de aquella pareja de locos.

Tras un almuerzo para reponer fuerzas partieron. El camino estaba tan claro como los objetivos, de modo que viajarían sin interrupción, tan solo descansarían atendiendo a las necesidades de los caballos, verdaderos “señores” de la cabalgada, si un animal sucumbía o enfermaba o caía herido en territorio enemigo su jinete podía darse por perdido.

Hicieron noche en un claro junto a la ribera del río Guadiana. Los centinelas ocultos en unas lomas cercanas vigilaban que no hubiese sorpresas y tras comprobar la ausencia de lumbres en las inmediaciones, don Francisco autorizó prender los fuegos, aunque habían cruzado la línea imaginaria de la frontera, la fortaleza de Calatrava estaba demasiado cerca como para temer un ataque. Al día siguiente entrarían en territorio de la taifa de Córdoba.

Aquella noche pocos durmieron, no tanto por temor como por la incertidumbre de lo que acontecería en las siguientes jornadas. Aunque muchos habían participado en otras algaras siempre permanecía la duda de si te estarían esperando o si toparías con una razia en sentido contrario.

Castrapuercos que finalmente decidió participar, aún a lomos de su fiel mula, le asustó más trabajar que pelear, se acercó al fuego de la milicia concejil de Ávila, unos veteranos en esas lides, a decir de todos.

—Todos somos caballeros pardos, ninguno pertenecemos a la nobleza pero los privilegios de los que gozamos son envidiados por nuestros iguales —comentó uno.

—Y por los señoritos también, ojo —añadió otro que devoraba una morcilla.

—De entrada estamos exentos de tributación alguna cuando ganamos o adquirimos heredades, a diferencia de burgueses y campesinos libres que deben pagar, por eso nos envidian —dijo el primero

—Y también somos la envidia de los nobles, pues mientras que ellos consiguen sus propiedades por cesión real…

—Y por consiguiente pueden perderlas de igual modo; nosotros podemos conseguir tierras por presura.

—¿Qué es eso? —Castrapuercos jamás se cansaba de mostrar su ignorancia.

—¿De dónde sales tú y tu simpleza?

—El primero que rotura un campo es el propietario del mismo y el rey está obligado por ley y tradición a otorgar escritura.

A Castrapuercos le incomodaba que le trataran de simple, de modo que se levantó y fue a ver qué estaban haciendo el capitán y el juglar, absortos en lo mismo. Parecían conocerse desde antes, estaban sentados en el fuego de la pareja de golfines, ahora envueltos en gruesas pieles de oveja, también estaban sus amigos.

Don Francisco Pacheco emborronaba una cartulina con un carboncillo.

—¿Puedo mirar? —preguntó el muchacho con timidez.

El capitán asintió. Dibujaba la escena del campamento a la luz de la luna y los juegos de luces y sombras causados por las llamas de los fuegos eran los protagonistas del dibujo más que las facciones y actitudes de los hombres.

Junto a él una carpeta de piel guardaba más dibujos, Castrapuercos la tomó con la aquiescencia del capitán, la abrió, contenía más dibujos. Uno de ellos llamó la atención de Cirilo.

—¡Una galera que vuela!

—¿Qué es una galera? —preguntó Dionisio.

—Un navío —y ante la expresión de ignorancia del muchacho añadió—: Un barco, para surcar la mar. Claro, tú, vosotros no habéis visto nunca el mar.

Don Francisco dejó lo que hacía, tomó la lámina y explicó:

—Ved, esto es un barco, los construyen de buena madera de roble en las atarazanas. En Almería hay muy buenos maestros navieros, aunque dicen que los mejores están en Mallorca una isla a dos días de navegación de Valencia. Flotan en las aguas procelosas y varios cientos de hombres las impulsan con unos largueros, que denominan remos, asomados en sus dos costados. En este dibujo la fuerza de la boga acciona un mecanismo que mueve unas gigantescas alas, capaces de permitir a la nave alzar el vuelo. Eso y un viento adecuado claro, para eso es la vela cuadrada del centro del barco.

—¿Y crees que una cosa tan pesada, como puede ser un barco, vaya a ser capaz de volar?

El capitán miró a Cirilo molesto por el tono en que se dirigió a él y la suspicacia que denotaba su cortedad de miras.

—Si una cosa tan pesada, como tú supones, es capaz de flotar en las aguas, ¿por qué no va a ser capaz de volar?, aire y agua son fluidos, todo es cuestión de técnica y de física.

—¿Física, es alguna suerte de magia? —preguntó Dionisio muy serio.

—Poco menos. Desde antiguo existen leyes que los hombres han ido discerniendo merced a su entendimiento y a la observación del entorno, de los sucesos que acaecen en el mundo que nos rodea. Yo os digo que algún día el hombre volará en artefactos como este o parecidos.

—Una galera con alas de halcón, ya, y yo seré papa —sentenció Cirilo que devolvió el dibujo antes de arrebujarse en su manto para dormir.

—Cosas más raras se han visto en este mundo, santidad —y el capitán acompañó su comentario con una reverencia. Recogió sus dibujos y los guardó en la carpeta.

—¿Atacaremos Córdoba? —preguntó Bernardo.

—Aunque su milicia es menos bizarra que la de Sevilla, no debemos atacar. Cuentan que allí está el hijo de la Desdichada y no queremos enfrentarnos a los nuestros aunque sean unos leoneses renegados.

—Ojo, don Jorge, que a don Pedro le apodan El Castellano —replicó don Francisco Pacheco.

—Eso será en León, porque en Castilla es El Leones.

—¿Quién es ese? —preguntó Castrapuercos que no tenía sueño.

—Don Pedro Fernández de Castro, primogénito de don Fernando Rodríguez de Castro, el Castellano y de doña Estefanía Alfonso la Desdichada.

—¿A qué viene eso de la Desdicha? —preguntó el mismo de antes.

Jorge tomó por cuenta relatar el suceso.

—Cuentan que una de las criadas de la doña mantenía una relación amorosa clandestina, el tipo debía estar casado pues de lo contrario no habría razón para el furtivismo. La criada que no debía ser de muchas luces, acudía a las citas embozada con un manto de su señora. Alguien descubrió a la pareja y sospechando que el cornudo era don Fernando, le dio cuenta de lo acaecido.

—¡Joder, qué jugarreta! —exclamó Dionisio.

—Ni que decir tiene que el esposo montó en cólera, no es tan ofensivo que te engañe tu mujer como que terceros se enteren. Decidió espiar a los amantes y en cuanto estuvieron juntos y metidos en faena, los atacó daga en mano. Él, más embarazado a lo que se vio, cayó herido pero ella escapó hacia los aposentos de la desdichada Estefanía, la cual dormía inocentemente en su lecho. El bruto ultrajado, encendido de rabia y ansia criminal, es sabido que una vez que te salpica la sangre cuesta contener el instinto asesino, eso muy pronto lo comprobaréis, la emprendió a puñaladas con la durmiente sin encomendarse sino a su ofuscación. Al griterío algunos criados acudieron con luces, percatándose entonces el afligido bruto que su esposa yacía en la cama con el camisón puesto, y que no tuvo tiempo de mudarse de ropa pues él la estuvo persiguiendo de cerca. Registraron la habitación y descubrieron a la criada oculta bajo la cama donde yacía muerta su señora.

—¿Y qué fue de los amantes? —preguntó Bernardo.

—Ella fue expulsada de la casa completamente desnuda, en castigo por haber usurpado la ropa de su ama y haber causado tan trágico desenlace. Él, efectivamente resultó un hombre casado, un segundón de medio pelo, debió partir a Tierra Santa para expiar su pecado y evitar el divorcio al que le enfrentó la familia de su esposa.

—¿Y qué castigo le impusieron al de Castro? —preguntó Cirilo desde donde estaba acostado.

—Él mismo acudió en persona, vestido de saco, descalzo, la daga ensangrentada en la mano y una soga al cuello ante el rey de León, don Fernando II. Apenas concedida audiencia se postró e imploró perdón achacando a la ira el tremendo error cometido. Con toda gallardía solicitó el castigo merecido, pero el rey le perdonó, a pesar que la fallecida era su hermanastra.

—Los nobles siempre se escapan de la justicia, hagan lo que hagan —comentó con pesar Cirilo.

—¿Y por eso su hijo vive con los moros? —preguntó Dionisio.

—No, eso es más complicado. Al morir súbitamente el rey de Castilla Sancho III, su hijo el actual rey don Alfonso el VIII, era menor de edad y la Casa de Lara y la Casa de Castro se enzarzaron en una guerra por la custodia del futuro rey. Enemistado con León y dominando en Castilla los Lara, el de Castro se exilió a tierra de moros, donde recibió acogida. Con el tiempo y ya reinando don Alfonso, regresó a sus dominios, fue nombrado mayordomo real y recibió muchos otros cargos y prebendas. Pero su hijo, también tuvo sus más y sus menos con los dominios heredados del padre, se enemistó con don Alfonso y pasó a León a servir a su primo carnal don Alfonso el IX rey de León y de resultas acabó desnaturalizado en Córdoba, donde sirve al califa almohade.

 

 

 

 

 

Capítulo 9

En Marrakus, noviembre de 1212

Relataré ahora otro suceso intrascendente pero revelador del carácter tornadizo de los árabes y beduinos que habitan en la región de Ifriqiya. Esas gentes consumen caudales con la voracidad de un pozo ciego. Tan pronto los han sojuzgado y anegando sus cabilas en sangre como ya vuelven a rebelarse, a depredar ganados, robar mujeres ajenas, o asaltar caravanas.

Está en su naturaleza de ganaderos nómadas, no lo pueden evitar, lo suyo es el pillaje por el placer del pillaje, apropiarse de los bienes de los sedentarios siempre fue su forma de vida.

El tribalismo hundirá este imperio, no es posible lograr un Estado fuerte cuando un individualismo tan feroz y excluyente mina sus cimientos. Mis antecesores fueron incapaces de diluir el sentido tribal de las gentes tan variopintas que componen nuestro imperio, ni los almorávides antes que ellos lo consiguieron. El único nexo en común es la creencia religiosa en un único Dios y si El Originador de la Creación, nos hizo diferentes, ¿acaso es lícito intentar la uniformidad de las gentes? Deberé consultar la cuestión con los ulemas pero me temo que aunque la respuesta fuese afirmativa la tarea resulta tan ingente como ingrata. Un conglomerado de individualidades, las más de las veces enfrentados por viejos agravios, no nos lleva a ninguna parte y preveo el final del imperio, un trágico final.

Sucedió en el Zab, un iluminado a quien llamaban Al-Asall, Mano Seca, movido por la ambición que genera en el alma humana la carencia más absoluta y la apetencia de todo, comenzó a predicar en los mercados una presunta misión encomendada por la providencia. Las risas de los transeúntes e insultos de las mujeres, derivaron en la atenta atención de ociosos y vagos que no tardaron en formar un nutrido grupo de partidarios. Tras los primeros asaltos, las primeras comilonas, algunas borracheras, varias mujeres forzadas, el grupo aumentó al igual que sus depredaciones. El clamor por los daños causados a las caravanas de ciertos comerciantes establecidos en la capital alcanzó los venerables oídos del califa y de inmediato envió órdenes al gobernador de Bujía para que diese con el paradero y capturase al revoltoso y su pandilla de canallas. Resulta vergonzoso que un gobernador deba aguardar las órdenes de un superior para solventar un asunto de simple orden público, pero así son los funcionarios.

Movilizó el gobernador a sus tropas y salió en busca del bandolero, que para entonces portaba tras él una nutrida banda de malhechores, a los que llamaba sus fieles misioneros, pues además de robar, matar y violar, tenían la misión de difundir su extraña y herética doctrina.

A los pocos días de marcha, los espías averiguaron el paradero de Al-Asall y sus señas personales. El gobernador encargó a los árabes de su hueste que apresaran al individuo, pero estos planeaban asaltar el campamento del jefe y apoderarse de los bagajes movilizados para aquella campaña, más interesados en obtener un rápido beneficio que en apresar a un paisano. Y aunque el gobernador, que se olía el peligro, (aunque lo más probable es que uno de aquellos beduinos le pusiera al corriente de las intrigas de los suyos, así son esos…) prometió una recompensa por la captura del forajido, los árabes le entretenían dando largas, aguardando la ocasión propicia para su traición.

El gobernador, hombre prudente o bien enterado, fingió dar la búsqueda por terminada y ordenó levantar el campamento para regresar a Bujía, convocó a los jeques de aquellos árabes y beduinos y les prometió escribir a la corte dando elogiosas recomendaciones por sus servicios, por los que cabría esperar generosas gratificaciones, y convinieron en iniciar el regreso al día siguiente. Pero en cuanto cerró la noche aprovechó el gobernador para marchar en secreto y entrar en una fortaleza amiga con toda su gente, sus bagajes y el dinero de la campaña. El amanecer sorprendió a unos árabes pesarosos por la presa perdida y con todo acudieron zalameros al señor para que por lo menos cumpliera sus promesas de recomendar sus servicios al califa.

A los pocos días, ya bien asentado el gobernador en aquella fortaleza, dominadas las atalayas, puertas y bastiones por su gente, convocó a los jeques felones para que acudieran con sus familias a cobrar las recompensas prometidas. Acudieron todos y les fue ofrecido un opíparo banquete; entre plato y plato el taimado gobernador ordenó cerrar las puertas del castillo y prender a los hijos de esos jeques.

Imagino lo deprisa que se les pasó la borrachera a aquellos indeseables cuando supieron a sus hijos huéspedes de las mazmorras. Cuando más arreciaba el vocerío acudió el gobernador para exigir que le entregasen a Mano Seca, so pena de perder a sus hijos, si no podía enviar la cabeza de Al-Asall a Marrakus, enviaría las de sus hijos presos.

Pero los árabes se negaron a traicionar a un paisano, ¡en cambio los muy hideputas estaban dispuestos a traicionar a su legítimo gobernador, nombrado por el mismo dedo del califa, su Príncipe de los Creyentes! Ved si no es menester una purga y cuanto más sangrienta mejor.

Pero aquellos hombres no contaban con sus mujeres, por lo general nunca contamos con las mujeres sin pararnos a considerar, como en este caso por ejemplo, que son madres amantísimas y esposas leales.

Aquellas mujeres tan enfadadas eran las madres de los muchachos encarcelados y de ningún modo iban a consentir que sus hijos sufrieran menoscabo alguno, ¡y mucho menos que fuesen ejecutados!, por guardar a un hipócrita, artero y ladrón, por muy paisano que fuese. Arrojaron a sus maridos de casa y no los admitieron en tanto no liberaran a sus hijos presos. Varias de ellas fueron en busca de Al-Asall, que apresurado recogía un hato para huir, y maniatado y amordazado le entregaron en la fortaleza del gobernador a cambio de sus hijos.

La cabeza del falsario y la de varios de sus compinches estuvieron colgadas de las puertas de Bujía largo tiempo.

 

 

 

 

 

Capítulo 10

La cabalgada del arzobispo, julio de 1194

Antes que la aurora anunciara el nuevo día la partida estaba en marcha. Don Martín quería una razia rápida y productiva, con mucho ganado y cantidad de esclavos. Galoparían día y noche internándose en la taifa de Córdoba todo lo que fuese menester y permitiese la cobardía del moro. En diez días llegarían a la antigua capital del califato y en otra semana hostigarían los arrabales de la propia Sevilla, si fuese menester.

Después de la tercera noche prohibieron los fuegos nocturnos, no convenía alertar al moro de la presencia de la cabalgada, el primer objetivo sería una casa fuerte, según el trabajo de los espías vivía en ella una familia de renombre en Córdoba; si lograban apresar a uno de los hijos pagarían un buen rescate. En la hacienda había mucho ganado, caballos, vacas y ovejas y no menos de un centenar de hombres y mujeres entre parientes, siervos y esclavos, sin duda un buen botín.

El mes de junio andaba finalizando y los trabajos de cosecha avanzaban tal y como el estío maduraba los trigos. Los campos estaban llenos de segadores afanados en recoger la cosecha y el trajín en las eras no cesaba hasta muy tarde.

—Nos están esperando —susurró Bernardo.

Don Francisco observaba a una cuadrilla de segadores, serían una veintena, hoz en mano, abatían los altivos trigos con eficiencia, avanzaban a tajo parejo y tras ellos una docena de mujeres formaba gavillas que los muchachos acarreaban hasta los carros. Más allá en la era otro grupo trillaba.

—Nos están esperando, saben que hemos venido —insistió Bernardo.

—Calla —ordenó secamente el capitán.

El muchacho venía a referirse a la media docena de hombres a caballo que custodiaban las labores. Todos estaban armados, algunos con lanzas largas.

Recularon y fueron a dar cuenta al arzobispo. Otros fueron a inspeccionar la casa, también informaron de guardias acompañados de grandes mastines. El arzobispo escuchó los informes y ordenó:

—Están muy cerca de la frontera, es normal, no quieren llevarse una mala sorpresa. Pero tened una cosa clara, tan solo se custodia aquello que tiene valor, a mayor número de guardias más precioso botín. A estos los tenemos a mano, proseguiremos la incursión y a la vuelta les haremos una visita. En marcha antes que suelten los perros y nos descubran, si dan la voz de alarma ya no podremos avanzar más.

Fueron diez días de cabalgar sin cesar, los días eran tórridos, por lo que descansaban durante las horas más calurosas, aprovechaban el frescor de la noche para avanzar, al Sur, siempre hacia el Sur.

Ya con los arrabales de Córdoba a la vista Jorge y Abdallah se despidieron del arzobispo, ellos se quedaban en la antigua capital.

Jorge montó en su fiel Frontón y el moro en una mula torda que le servía y partieron al alba, don Martín ordenó que una cuadrilla los escoltara para evitar sorpresas, eran tiempos de algara y si los cordobeses los tomaban por exploradores o la avanzadilla de una podían ser apresados o abatidos.

—Bueno don Francisco, aquí nos despedimos —manifestó Jorge, al tiempo que tiraba del ronzal

El capitán acercó su caballo hasta ponerse a la altura del otro, momento que aprovechó Frontón para olisquear al animal e intentar morder al macho castrado que le ignoró.

—Tenéis que darme vuestra palabra de que no delataréis nuestra cabalgada —pidió muy serio el capitán.

El alférez Ruiz, Bernardo y Cirilo rodeaban a la pareja, Dionisio se alejó para explorar el amplio camino, aquellas horas tan tempranas poco trajín soportaba, aunque en cuanto los primeros rayos de sol anunciaran el nuevo día no tardaría en llenarse de labriegos, mercaderes y arrieros marchando a lo suyo.

Jorge sonrió, miró al capitán, Abdallah aparentaba tranquilidad, pero la mano derecha permanecía oculta entre sus ropas, hacía fresco a esas horas y la capa no estorbaba.

—Don Francisco, hombre, que somos amigos.

—Por eso mismo me va a doler a mi más que a vosotros —y desenvainó su espada con tanta celeridad, que cuando Jorge quiso reaccionar tenía la punta en su garganta.

—Señores, señores, vamos a llevarnos como caballeros —dijo Abdallah a quien amenazaban las armas del alférez y Cirilo.

Poco a poco la mano escondida apareció con una bolsa de cuero en la mano que fue ofrecida al capitán.

—Es un presente de buena voluntad capitán.

—Tomadla don Francisco, sabéis muy bien que nada diremos —dijo Jorge.

—Sabéis muy bien que si don Martín llegara a enterarse que os dejé ir me despellejará.

En ese momento Frontón tuvo a boca la oreja del caballo que montaba el capitán y la mordió con tal fiereza que el animal dio un respingo que derribó a su desapercibido jinete. Espoleado por Jorge el asno arrancó al galope, justo cuando Abdallah era ensartado. Bernardo y el capitán salieron en su persecución pero el asno debió percibir el peligro pues ganaba terreno, desde luego no era la primera vez que se sabía perseguido, total por un bocado de nada.

Recostado sobre el cuello de su montura Jorge se volvió a ver a sus perseguidores en ese momento un tremendo porrazo le cayó en la espalda. Dionisio regresaba de su exploración le vio venir solo y al galope y adivinó lo sucedido y le agredió, pero el golpe con la maza no fue suficiente para descabalgarle y antes que lograra maniobrar con el caballo, ahí demostró Dionisio su patente torpeza como caballista, Frontón había ganado suficiente ventaja para huir campo a través.

 

Un mediodía los exploradores trajeron a un grupo de niños. La partida se detuvo en la ribera de un río a descansar y abrevar a los animales y los críos se estaban bañando; con ellos traían a tres mujeres que andaban lavando ropa y probablemente los vigilaban. Los llevaron a presencia de don Martín.

Los ocho niños miraban con los ojos desorbitados a aquellos hombres de aspecto tan fiero, cubiertos de hierro, sudorosos y sucios de polvo del camino, lo que era causa de algunos chorretones oscuros en las caras mal afeitadas. Ellas no paraban de gimotear y suplicar alargando las manos implorantes hacia todo el que se acercaba a ellas. Uno de los calatravos las mandó callar, pero ellas seguían con su algarabía, hasta que propinó un fuerte bofetón a una de ellas al tiempo que gritaba:

—¡Callaos! —dos de los niños más chicos comenzaron a llorar y una de las mujeres se agachó a consolarlos.

Don Martín que estaba siendo despojado de la cota de malla por sus escuderos, llegó hasta allí, observó el grupo de cautivos, miró a sus capitanes y comentó:

—Magra presa para el gasto que llevamos hecho, pero por algo se empieza. ¿De dónde sois vosotras?

Ellas reanudaron su algarabía de ruegos.

—No habléis todas a la vez —ordenó don Martín.

Pero ellas proseguían incansables, los capitanes nerviosos, sabían que si los suyos las echaban de menos organizarían una partida armada que las buscara, gritaban silencio, para colmo el llanto de los niños arreció, por lo que el escándalo en la tienda de lona era mayúsculo. Ni los golpes ni las amenazas acallaban a aquellas locas. Al fin el arzobispo señaló a uno de los niños medianos, el capitán Pacheco fue a un rincón cogió una cuerda, hizo un nudo corredizo mientras se acercaba al crío señalado y se la pasó por el cuello, se dio la vuelta con la cuerda sobre el hombro derecho y estiró de ella; el chico ascendió dos palmos y quedó colgando del cuello sobre la espalda del hombretón que lo mantuvo allí ahorcado hasta que amainaron las voces de espanto de las mujeres, aunque los llantos de horror de los niños fueron imposibles de acallar.

—¡Callaos u os colgaré a todos! —ordenó don Martín.

El niño ahorcado pataleaba débilmente y la expresión hosca del capitán denotaba que le importaba una mierda la vida del chaval, una de las mujeres cayó de rodillas a los pies del arzobispo implorando por la vida del crío.

—Esto es una algarabía. Lleváoslas, las interrogaremos una a una. Tú ponte en pie —ordenó el obispo empujando con la bota a la implorante que estaba agarrada a sus pies.

El capitán soltó al ahorcado que cayó como un fardo. Ella se abalanzó sobre el chico tratando de aflojar la cuerda clavada en el cuello morado que de puro tierno amenazaba…

—¡Bastardo le has quebrado el cuello! —chilló henchida de rencor y se abalanzó sobre Pacheco, que la contuvo con una mano y la derribó con la otra de un soberbio sopapo.

—¿Eres cristiana? —preguntó el obispo.

—¡Idos a la mierda, hijos de Satanás!

Uno de los calatravos la golpeó con un garrote, pero ni así callaban sus improperios, hasta que don Martín ordenó:

—¡Traed a otro niño!

—¡No, no, está bien!, no hagáis daño a los niños. Son hijos de buena gente, no os han causado ningún mal —entonces el ahorcado rebulló y ella se abalanzó sobre él para ayudarlo a revivir.

Trajeron una silla plegable, el arzobispo tomó asiento y aguardó a que ella librara al mocoso de la cuerda que le asfixiaba.

—Boquea como una trucha recién pescada, ja, ja, ja —bromeó el arzobispo, todos rieron la gracia, ella le miró con aversión.

—¿Es hijo tuyo?

Ella negó con la cabeza y afirmó:

—No le matéis, no matéis a ninguno, sus familias pagarán rescate.

—Bien, eso está muy bien. Si no eres su madre, ¿quién eres tú?

—Yo cuido de ellos, bueno de él, es el hijo menor de Abu Bakra, un rico hacendado de la comarca.

—¿Y dónde está ahora el tal Abú? —preguntó el arzobispo.

—De viaje, trafica con acémilas y caballos. Partió con una recua la semana pasada.

—¿A qué distancia queda vuestro pueblo? —aquella pregunta era innecesaria, pues si ellas y los niños habían venido caminando hasta el río, sus casas debían estar en las proximidades.

La mujer señaló en dirección Oeste y dijo que muy cerca.

El arzobispo hizo un gesto para que se llevaran a la mujer, todavía agarrada al chiquillo que ya había abierto los ojos y permanecía mudo de espanto. Entre dos hombres los sacaron fuera y al rato regresaron con otra, que no tardó en arrojarse a los pies del único de aquellos bárbaros que permanecía sentado mientras que los otros estaban de pie. Don Martín bebía vino y también pidió de comer.

—¿Dónde está Abú? —preguntó el obispo.

—No sé, yo no entiendo lengua cristianos —excusó ella.

—¡Joder en Dios, qué ganas de hacerme perder el tiempo! —y sacudió tal puntapié en el rostro de la mujer que a poco no le rompe la nariz.

Ella comenzó a llorar arrebujada en el suelo, hasta que sorpresivamente dio un salto y se abalanzó sobre el arzobispo con una navaja abierta en la mano.

Bernardo observaba a la mujer atada por un pie al tronco del acebuche atendía a uno de los chiquillos, y los más pequeños la rodeaban. Los dos golfines se acercaron a él.

—Uy, esa pajarita está muy, pero que muy rica, vamos a tener que visitarla esta noche —dijo uno de ellos.

Bernardo los miró con reprobación y el otro aclaró:

—Eh, sólo estamos pensando en su seguridad.

—Ni más ni menos —e hizo un gesto obsceno a la mujer que ella respondió escupiendo.

Aunque cubierta con un manto de verano, parecía muy joven y aunque sucia de polvo y tierra…

Entonces un vocerío atrajo su atención hasta la tienda de lona del arzobispo, varios hombres sacaban a rastras a una mujer y la emprendían a garrotazos con ella, al principio se revolvió y gritó, pero enseguida calló y dejó de moverse sin embargo la lluvia de golpes no cesó hasta que ellos estuvieron cansados.

—¿Qué ha pasado? —preguntó Bernardo.

—Esta guarra a osado atacar a don Martín.

—Ya nos ocupamos nosotros de ella —dijo uno de los golfines.

El capitán, uno de los calatravos, ignoró el ofrecimiento pero tampoco denegó. Los dos golfines agarraron a la apaleada y se la llevaron, Bernardo fue con ellos.

—Tranquilos, tranquilos, la sangre no es mía —afirmó el arzobispo para aquietar a sus capitanes.

La mujer le atacó pero no llegó a herirle con la navaja pues trastabilló, al caer golpeó en el rostro al clérigo con su nariz ensangrentada y le manchó de sangre.

Los hombres llevaron a la mujer al río, la desnudaron, estaba hecha un asco de golpes, moratones, manaba sangre por la nariz y la boca, y los oídos, tenía una ceja rota, la cabeza abierta y varias costillas rotas a juzgar por la atenta exploración que uno de ellos realizó.

Bernardo, los ojos como platos, observaba, mejor dicho admiraba la desnudez de aquel cuerpo femenino tan a su merced, la piel era tan blanca y sedosa como…

—Es la primera vez que ves a una mujer desnuda, ¿verdad? —opinó uno de los golfines.

Él negó con la cabeza sin conseguir apartar la vista de aquellas redondeces.

—Pero sí la primera vez que tienes a una tan a mano, ¿eh? —afirmó el otro.

Entonces agarró la mano del muchacho y la puso sobre uno de los pechos de la mujer.

—Te gusta ¿eh? Está suave y cálido, ¿te gustaría poseerla? Coge el otro —y puso la mano del chico en el otro pecho.

Bernardo, libre ya su mano, no podía dejar de sobar aquel pecho, sentía crecer su ego hasta nublar su juicio.

—Y que calladita está, eso es que le gusta, a las muy zorras les encanta que las follen, ¡mírala si lo está pidiendo a gritos! —animaba el otro.

Lo cierto es que la mujer permanecía inconsciente, ni un gemido ni un lamento y eso que uno de los hombres le estaba mojando la cara con puñados de agua que cogía del río.

—Cinco sueldos y es tuya, vamos puedes gozarla ahora mismo —ofreció el primero.

Las manos de Bernardo no conseguían abandonar el sobo de aquellos pechos tan muelles, los estrujaba con una fruición tan gozosa que un hilillo de baba apareció en la comisura de sus labios.

—Mira que pezones tan rojos, ¿no te gustaría morderlos, chupetearlos?, a ellas les encanta, vamos hombre, si lo estás deseando, los dos lo estáis queriendo —susurró el primero.

—Cinco sueldos, vamos hombre, anímate, mira que sumisa. Nada hay más conmovedor que ser la causa del gozo mujeril —sugirió el otro en el mismo tono de complicidad, al mismo tiempo separó cuanto le fue posible las piernas de la mujer.

—¡Venga a por ella, machote! —exclamó uno mientras le alzaba los faldones y bajaba los pantalones.

—Trae acá —dijo el otro haciéndose con la bolsa del muchacho, que ya no atendía a otra cosa que a sí mismo y sus ansias.

Bernardo montó a la mujer con más premura que manejo, pero la naturaleza y el instinto suplieron su falta de destreza. Ellos jalearon el acto, sin abusar del escándalo, uno llegó a acariciar el blanco culo desnudo de Bernardo, si aquello fue o no del agrado del chico quedó en un difuso mal recuerdo. Enseguida un coro de jadeos seguido de un chorro cálido de aspavientos anunció el disfrute. Bernardo permaneció no poco rato agarrado a aquel cuerpo besuqueando los pechos.

—¡Muy bien hecho machote, te has portado! —jaleó el primero.

—Venga, ahora hay que repetir —sugirió el segundo, al tiempo que escudriñaba el interior de la bolsa y contaba las monedas habidas.

La mujer no manifestó sensación alguna, ni placer ni desagrado. Bernardo evitaba mirar su rostro congestionado por los golpes, ya dejó de sangrar y algunas moscas rondaban la sangre y las heridas. Ellos se apartaron contra el tronco de un olmo y sacaron algo de comer de sus zurrones, Bernardo reanudó su copula y por segunda vez obtuvo aquello que tanto le agradó.

Los hombres acabaron de comer y el muchacho seguía recostado sobre el cuerpo femenino cubriéndolo de caricias y besos. Iniciaba un nuevo coito cuando ellos se levantaron.

—Esperad, ¿es qué vosotros no vais a folgar?

Los hombres se miraron uno al otro y al tiempo que se colgaban el zurrón, el primero dijo muy serio:

—Chaval es una guarrería hacerlo con una muerta, ¡es cosa de enfermos! —y se tocó la sien con un dedo.

—¡Ja, ja, ja…! —los dos rompieron a reír escandalosamente.

Bernardo dio un respingo, miró a la mujer, los ojos llenos de moscas, el cuerpo frío, inmóvil; tuvo una arcada, iba a insultar a los dos que ya se alejaban dejando tras de sí un reguero de risas y burlas, pero el vómito fue tan incontrolable como el llanto y un tremendo asco le invadió tan súbitamente que no tuvo otra que arrojarse al río.

La sensación de frescor aliviaba pero estuvo chapoteando un buen rato para liberar la tensión que le atenazaba la garganta. Sumergió varias veces la cabeza bajo el agua, estaba fresca y poco a poco se fue tranquilizando, intentó rememorar los sucesos recientes aunque su estómago no era partidario de ello, salvo el pequeño detalle macabro, no estuvo tan mal, ¿o fue precisamente por eso?, ¿supo o sospechó en algún momento que la mujer estuviera muerta? Eludió responder a preguntas cuyas respuestas fueran desagradables y salió del agua. Allí estaba la mujer cubierto su apetecible cuerpo, ahora una carroña, por un enjambre de moscas verdes y negras. Bernardo buscó una rama con la que empujar el cadáver hasta el río, que lentamente marchó flotando en la corriente.

La entrada en la comarca de Écija fue impresionante, apenas la aurora alumbraba el entorno con su luz sonrosada, todo era verde hasta donde alcanzaba la vista, huertas, campos, arboledas; la fertilidad del entorno resultaba lujuriante para unos ojos acostumbrados al páramo. Frente a ellos una alquería intentaba despertar, algunos hombres atendían a sus bestias en los establos y las mujeres trajinaban baldes de agua al interior de las casas.

Los capitanes conscientes del efecto que la visión de aquel vergel causaba en las mentes de sus hombres ordenaron el ataque.

Atacaron desde todos los lados posibles, la consigna era que ninguno escapara a dar la alarma. Los primeros en caer fueron los que a hora temprana acudieron a las huertas, los que iban de camino a los campos, los más madrugadores. Las primeras en gritar y alertar fueron las mujeres, algunas con pequeños en los brazos, otras aterradas corriendo de aquí para allá, las más encerradas en sus casas, como si valiera de algo. Los atacantes a caballo abatían a los que intentaban huir, las mazas machacaban cabezas, destrozaban espaldas. Rápidamente desmontaron, Castrapuercos comenzó a reunir en sus manos riendas de caballos, tal y como le indicó uno de los veteranos de la milicia concejil, los iba atando a una cuerda ligada a la silla de su mula, de ese modo sería fácil soltarlos si debían responder a un ataque de las milicias moras.

Dionisio y Bernardo, siguiendo a los dos golfines corrieron hacia una de las casas, de una patada derribaron la puerta y entraron en tromba, una mujer los recibió con gritos e insultos, portaba un niño en brazos que no paraba de berrear, la derribaron de un manotazo, ella calló pero el bebe prosiguió aullando. Un muchacho apareció blandiendo un enorme cuchillo de cocina, atacó e hirió a uno de los guías, pero Dionisio le empujó y aquel perdió el equilibrio, al intentar levantarse recibió un tremendo mazazo en la cabeza que le derribó inconsciente, el herido le puso la rodilla en la espalda, con una mano le agarró por los cabellos mientras le degollaba lentamente con la otra al tiempo que preguntaba a voces a la mujer:

—¿Hay alguien más en casa?

Los ojos de ella destilaban tal odio, que todos evitaron su mirada. De la habitación vecina salió una anciana que comenzó a maldecirlos, hasta que la espada de Bernardo la atravesó, él mismo se maravilló de la facilidad con que el hierro había traspasado aquel cuerpo tan enjuto. La mujer desde el suelo, apretando a su hijito contra el pecho, lanzó un grito de muerte al ver a su madre asesinada.

Registraron los escasos muebles sin hallar nada de valor, algunas ropas y enseres de cocina. El golfín herido ordenó, mientras se liaba un trozo de paño en la herida sangrante:

—¡Coged a esa y vámonos de aquí! —y arrojó contra una mesa un candil encendido y esta contra un baúl que prendió enseguida.

Todos andaban saqueando las casas, cuyos bienes más preciados eran sus habitantes, pues aquello era un alquería de labriegos pobres. No tardaron en reunir en la plaza del pueblo a un centenar de supervivientes entre hombres y mujeres, todos eran bastante jóvenes, los mayores fueron asesinados, y los enfermos o impedidos morirían abrasados en las casas incendiadas.

—¿El humo no alertara a los pueblos vecinos? —preguntó Dionisio al capitán que se acercó a ver.

—No les vamos a dar tiempo para que se alarmen. Vosotros dos conducid a estos hasta donde los peones y luego seguidnos, iremos en esa dirección, vosotros acompañadles por si las moscas.

El capitán señaló a Castrapuercos y Bernardo y les puso como escolta a los dos golfines. La partida de peones acababa de llegar y aguardaban en el vado del río, allí organizaron un campamento capaz de defenderse y acoger el botín que los caballeros iban pillando en la comarca.

Ataron por los cuellos a los cautivos, uno con otro, algunas mujeres lloraban, pocos imploraban, y tan solo los niños más pequeños guardaban silencio en brazos de sus madres o hermanas mayores. Los hombres miraban ceñudos a aquellos salvajes que habían venido a derruir sus vidas deseando tener un hierro en las manos. El presente era tan horroroso, sus familias cautivas, algunos asesinados, sus casas, todos sus bienes, todo cuanto tenían en esta vida ardiendo ante sus ojos, que poco importaba el mañana.

Les advirtieron que si uno escapaba sus compañeros de cuerda serían ejecutados al instante y así se pusieron en marcha, junto con el grupo de personas iban un centenar largo de cabezas de ganado entre bueyes, mulas, asnos, ovejas y cabras. Hallaron varios caballos y aunque eran animales de tiro, serían muy útiles para transportar el botín de vuelta, los peones ya se las ingeniarían para conseguir carros y carretas, siempre lo hacían.

La partida de peones constituía un variopinto conjunto de tiparracos de tan ruda apariencia como la pareja de golfines. Se dirían paridos bajo una peña oscura en alguna agreste serranía de la que a buen seguro espantaría a lobos y otras alimañas con sus berridos.

Bastante antes de llegar a la empalizada que protegía el campamento, incluso cavaron un foso en las zonas más expuestas, un grupo de centinelas fuertemente armados les salió al encuentro, vigilaban ocultos a ambos lados del camino y tan en silencio que cayeron sobre ellos sin que llegaran a percibir su presencia.

Los muchachos dudaron de si eran asaltados por bandoleros o si eran de los suyos, pues aquellos gañanes no dejaban de encararlos con sus azconas y les ordenaban desmontar. Al fin se presentó el que estaba al mando que resultó un capellán, portaba al cinto una espada y dijo llamarse don Julián, de la orden de Calatrava, que les preguntó:

—¿Sois de la partida de don Martín?

—¿Por qué no mandas a estos que aparten sus azconas de mi cara antes que nos enfademos? —sugirió con una sonrisa uno de los guías.

El capellán miró a los suyos y un gesto fue suficiente para que aquellos brutos mudaran su actitud. Con una autoridad digna de un general, señaló a varios para que se hicieran cargo del surtido rebaño y al resto para que controlaran a los cautivos.

—Venid a ver donde nos hemos instalado, os refrescáis y enseguida podréis volver con vuestra partida, ¿con quién estáis?

—Somos de la compañía de don Francisco Pacheco —respondió Castrapuercos con un deje de orgullo.

—Entonces estáis a salvo, volveréis con bien por la gracia de Dios —respondió el capellán.

—Mejor que esos, seguro —dijo el golfín señalando a los cautivos.

Algunos de los peones ya andaban sobando a las mujeres cautivadas y ellas los apartaban a codazos y patadas como podían, impedidas como iban por las ligaduras, la que no con críos en brazos o con fardos del fruto del pillaje que las obligaban a acarrear.

Antes de una hora arribaron ante la empalizada, tan alta como dos hombres, coronada por una multitud de hombres armados que saludó su llegada con vítores, todos estaban allí por una parte del botín y comenzaban a llegar los beneficios, ¡aquella iba a ser una buena cabalgada, vive Dios!

El amplísimo recinto albergaba un pequeño espacio para los chamizos que algunos hombres andaban levantando para cobijarse del relente, la mayoría prefería dormir al raso, era pleno estío y cruzado el Guadalquivir las noches eran más agradables que los días ¡y ya comenzaban a llegar hembras de piel cálida en las que hallar abrigo y consuelo! Todos estaban exultantes. El resto estaba dispuesto para acoger el fruto del pillaje, al fondo, junto a las letrinas, unos amplios establos para el ganado; allí habían dispuesto un enorme portón por el que saldrían las recuas sin necesidad de tener que desandar el camino ya hecho. Dos centenares de hombres ya trajinaban con los animales separándolos por especies y revisando su estado, los heridos en la refriega o enfermos serían abandonados o sacrificados.

A la izquierda una empalizada, tan elevada y robusta como la exterior, cercaba un extenso recinto que tan solo contenía un profundo agujero cubierto con tablas, era la letrina de los cautivos. Los hicieron entrar uno por uno después de ser sometidos a un riguroso registro, varones y hembras acabaron desnudos, privados de todo y una vez encerrados les arrojaron algunas camisas y calzones para que cubrieran sus vergüenzas.

En el horizonte unas columnas de humo anunciaban la prosecución de la cabalgada.

—Deberíais volver, informad de nuestra posición a don Martín y por todos los santos causad el mayor estrago posible a esos infieles —ordenó don Julián al tiempo que ofrecía una bota de vino.

Aunque los ojos de los cuatro no se apartaban de las mujeres que estaban siendo despojadas, en jocosa algarabía, con la escusa del registro; agarraron la bota y le dieron un buen tiento, montaron y partieron. Colgado de la silla cada uno llevaba un fardo de cuerdas para atar cautivos.

El pueblo atacado no era ya más que un humeante brasero, tan solo algunos perros deambulaban ladrando al aire su abandono y perplejidad. Continuaron galopando siguiendo el curso de una acequia grande, el agua clara corría en dirección al sol, ahora ya sobre sus cabezas y calentando con ganas, uno de los golfines señaló una columna de humo, hacía ella dirigieron a los caballos, iban con los ánimos exaltados.

El pueblo era más grande que el anterior, una gran fuente coronaba la plaza mayor alrededor de la cual las casas de mampuesto denotaban el nivel de vida medio alto de sus habitantes. El humo salía de un punto en los arrabales, la compañía de don Francisco intentaba expugnar una de las casas más grandes, al parecer en ella vivía el alcalde del municipio y junto con hijos y siervos se habían hecho fuertes tras sus muros.

—Salid o prendemos fuego a la casa —ordenó el capitán.

—¡Que Alá os maldiga, puercos! —respondieron desde dentro.

En ese momento cayeron unas tejas que hirieron a los hombres que arremetían contra la puerta, Cazarratas fue uno de los heridos. Subidos a la azotea, varias mujeres y algún muchacho arrojaban cuanto tenían a mano contra los asaltantes.

—¡Juro por Dios que os he de empalar a todos los que ahí estáis! —bramó don Francisco fuera de sí.

—¿Avisamos a don Martín?

—No alférez, no quiero que toda la partida se ría de nosotros. Hemos asaltados villas y castillos más fuertes que esta casa. Seguro que por detrás es más fácil de acometer. ¡Vosotros vigilad la puerta que no entre ni salga nadie! ¡¡Por mis cojones que estos me las pagan!! —ordenó a la veintena de hombres que estaban allí, el resto continuaba la razia.

Los recién llegados dudaban entre seguir a su capitán o unirse a los que andaban saqueando y ante la duda decidieron que era más gratificante perseguir a individuos aterrados que romperse los hocicos contra tercos encastillados y probablemente armados. Por las calles adyacentes pequeños grupos de jinetes empujaban a grupos de cautivos de toda edad, pelaje y condición; unos fueron apresados en los huertos, otros en sus casas, las mujeres lloraban, los hombres suplicaban, algunos alzaban las manos al cielo implorando ayuda divina, pero todos caminaban aterrados.

—¡Rápido, id hacia allí, un grupo ha escapado acequia adelante! —gritó uno de los veteranos a los cuatro.

Ellos azuzaron los caballos, enseguida arribaron junto a uno de los calatravos, estaba ordenando la estrategia a seguir a los suyos, una veintena de hombres montados.

—Deben ser siervos, estaban trabajando en los campos, hay que atraparlos antes que den la voz de alarma. Sevilla está muy cerca y cuenta con una poderosa milicia, ¿estamos? Se han internado en esa arboleda, id en grupos de cuatro, dos buscan y los otros dos vigilan, que no os sorprendan, recordad que si alguno cae herido se queda aquí, no podemos acarrear a muertos ni heridos, ¡venga espabilad!

Los jinetes se internaron en la arboleda, ni Bernardo ni Castrapuercos nunca habían visto árboles como aquellos, aunque de gruesos troncos, eran bajos de copa, sin duda para que los recolectores de lo que sea que dieran tuviesen los frutos a mano, alineados en largas filas, en medio de las cuales corría un reguero de agua cristalina. ¿Qué son estos…?

—¡Ah! —gritó alguien a su derecha.

Corrieron hacia allí y alcanzaron a ver a cuatro individuos golpeando al caído con sus azadones. Huyeron en cuanto ellos llegaron, no hacía falta descabalgar, la cabeza destrozada y el charco de sangre que ya corría por el reguero tiñendo el agua indicaban que estaba muerto.

Aquello ya no resultaba tan bonito como asaltar casas y perseguir riendo a mujeres aterrorizadas con niños en brazos.

Uno de los golfines agarró las riendas del caballo del muerto y la ató a su silla, entonces llegó al trote uno que dijo:

—¡Vamos, parece que los ha acorralado en un claro allí en los huertos!

—Si, salgamos de esta ratonera, ellos nos ven y nosotros estamos ciegos —sugirió el otro guía.

En un huerto muy amplio, en medio de los caballones de verduras y hortalizas de toda clase, una docena de hombres, jóvenes, fuertes y decididos, reunidos en un círculo apiñado y blandiendo sus herramientas aguardaban, por la forma en que derivaban, estaban intentado acercarse a otra arboleda más espesa en la que sin duda conseguirían escapar.

—Ojo, que esos tienen experiencia militar —advirtió uno de los golfines.

—¿Cómo sabes eso? —preguntó Castrapuercos.

—Tú fíjate en cómo se mueven, cómo se organizan, ojo con ellos —respondió aquel.

—Entregaos y salvaréis las vidas —ofreció uno de los calatravos.

Uno de los hombres escupió al suelo y amenazó con su azadón manchado de sangre. En ese momento los dos golfines arrearon sus caballos y a trote moderado, pues el terreno tan blando y trabajado impedía la velocidad corrieron hasta el grupo y arrojaron un par de azconas, que hirieron a sendos hombres. Caídos gritaban heridos, pero cuando sus compañeros se las arrancaron para usarlas, entonces sí que los alaridos fueron de espanto. Los jinetes atacaron, uno se acercó demasiado y una azada alcanzó las patas del caballo que cayó derribando a su jinete, rodó por tierra hasta que una sañuda lluvia de golpes le mató.

Ambos grupos se recompusieron, el de moros cada vez más cerca de la arboleda salvadora, sin duda por ella discurría el camino real a Sevilla.

—Esto ya empieza a cansarme, ¡me cagüen to! —gritó el golfín blandiendo su segunda azcona.

Los caballos estaban nerviosos, no estaban cómodos en el terreno que pisaban, Bernardo y Castrapuercos sudaban y temían sin saber qué hacer; a ninguno se le ocurriría meterse con una rata acorralada y aquellos moros resultaban mortíferos si te ponían la mano encima.

Los jinetes optaron por acercarse al paso y los otros por acelerar la deriva hacia los árboles, ya estaban muy cerca a escasos veinte pasos y entonces cometieron el error de sus vidas, arrancaron a correr, en un estúpido sálvese quien pueda, respondido por los gritos de muerte de la jauría. Uno tropezó en un caballón y una espada le partió el hombro. Bernardo llegó a la altura de uno, sería de su misma edad, que le alcanzó a ver de reojo, pues arrojó la herramienta que le impedía para correr más deprisa, Bernardo le siguió indeciso, sentía el corazón desbocado en su pecho, y era tanta la excitación que no sabía muy bien cómo reaccionar, al fin alzó la maza y la dejó caer con fuerza, le acertó en la coronilla, el hombre rodó por tierra y Bernardo se sintió invadido por tan tremendo gozó que su grito apagó el alarido del herido. Aquello quedó resuelto en poco rato. Los jinetes descabalgaron, era demasiada la excitación de la caza para seguir inactivos, Bernardo imitó a Castrapuercos que seguía embobado a los golfines entretenidos en registrar y rematar a los abatidos. Fue hasta el joven que él abatió, manaba mucha sangre de la cabeza abierta, Bernardo respiraba con fatiga.

—Está muerto, lo he cazado yo —afirmó cuando se acercó el calatravo, aún a caballo.

—Asegúrate. ¡Montad, esto no se ha acabado todavía! —ordenó.

Bernardo le dio la vuelta, el moro tenía el rostro desencajado, los ojos en blanco y…

—Vamos hombre, ¿o es que era tu novio? —dijo uno de los golfines mientras le rebanaba el pescuezo al caído, ante los ojos desorbitados de Bernardo.

Aquel montó y Bernardo no pudo reprimir un sollozo sin saber a ciencia cierta por qué.

Mientras en el pueblo, los hombres del capitán, cada vez más furioso pues vio caer a tres de los suyos, consiguió expugnar el portón del patio y entrar en él. Por detrás la casa estaba tan bien protegida como por delante, pero allí hallaron, sin duda recién recolectado, un carro repleto de algodón.

—¿Qué mejor que el fuego para hacer salir a las ratas? ¡Venga vamos a llevarlo contra la puerta, tú avisa a los de la plaza que se preparen para una salida!

Estamparon el carro contra la gran puerta que cerraba el paso a la casa e incendiaron el algodón. La llamarada fue impresionante, no tardó en prender la puerta y las vigas que asomaban, y el aire metía una considerable cantidad de humo en la casa por el amplio ventanal que habían roto. No pudieron entrar en ella a causa del enrejado existente.

El griterío en la casa era atronador, sin duda se preparaban a salir, en esos momentos llegaron los grupos dispersos, pero la cantidad de cautivos amontonados en la plaza era superior al número de atacantes y don Francisco temió que la situación se fuera de madre.

—¡¡Atad a todos esos, vamos cabrones, bien firmes!! ¡¡Van a salir, van a salir, estad atentos!!

Los suyos se apartaron de la puerta, ya se oían los cerrojos por dentro.

—Alférez, corre en busca de refuerzos, hemos perdido muchos hombres —ordenó el capitán.

Los de dentro salieron en tromba, armados, y cuatro de ellos, el dueño y sus hijos, vestían brillantes cotas de malla y blandían buenas espadas, los demás luchaban con picas, cuchillos, mazas y horcas. Abatieron a los que alcanzaron más cerca de la entrada y derribaron a los decididos que les hicieron frente; unos y otros no paraban de dar voces, desafiar, insultar; los lamentos de los heridos y los llantos de los cautivos, el griterío en la plaza era ensordecedor, no había manera de que nadie atendiera órdenes, tácticas o estrategia alguna. Don Francisco temía que el asunto se le fuera de las manos, un numeroso grupo de cautivos a sus espaldas y aquellos bravos al frente, sus hombres podían verse atrapados si los cautivos vieran su oportunidad de unirse a los de la casa y esta parecía la intención de estos, pues con las espaldas contra una casa en llamas la única escapatoria era atacar.

El detonante fue un mazazo innecesario, uno de sus hombres, Bernardo, incapaz de aguantar la presión, sacudió un mazazo y reventó a una niña que pretendía abandonar el grupo de cautivos, portaba un perrito en las manos y se le escapó; la madre de la niña arremetió contra el agresor que rodó, lo que aprovecharon varios hombres para despojarle de sus armas y atacar abatiendo a dos más.

Aquello hubiera sido un desastre, pues los de la casa atacaron y no había bastantes espadas para contener tanto enfado, en ese momento llegó el alférez David al galope, con él venían doscientos peones que andaban de correría y refuerzo. Para no tenerlos ociosos en el campamento don Julián los envió a recoger botín y ayudar a los caballeros. Su llegada fue providencial, entraron en la plaza cuchillo en mano y convirtieron el lugar en un matadero. Acuchillaban y degollaban sin miramiento alguno. Los hombres de don Francisco se despreocuparon del grupo de cautivos para centrarse en los combatientes de la casa hasta conseguir reducirlos, lo que costó seis bajas más.

Cuando la lucha cesó, los hombres de armas del capitán se volvieron a ver, extrañados por el repentino silencio, a sus espaldas no quedaba nadie con vida salvo los peones del alférez ahora afanados en despojar a los muertos y rematar a los heridos. Un afilado cuchillo estuvo a punto de segar la garganta de Bernardo, aún caído en un charco de sangre ajena y rodeado de cuerpos mutilados.

—¡Quieto, ese es de los nuestros —gritó uno de los golfines que también andaba registrando a los civiles asesinados.

—Le gusta folgar con muertas, pero eso no es para matarle, je, je, je… —añadió su compañero.

—¡Eh, ayudadme!, ésta está viva —pidió uno de los peones.

Los dos golfines y Bernardo acudieron en su ayuda, una mujer yacía cubierta por varios cuerpos. La sacaron y la revisaron, no parecía tener ninguna herida aunque estaba aturdida. La llevaron fuera de la carnicería, nadie reparó en ellos, uno de los golfines señaló una de las casas con la puerta abierta.

—¡Alférez, que vengan seis hombres a registrar la casa antes que se abrase del todo!, o si no, déjalo, esos tienen las manos muy largas, nosotros mismos lo haremos —ordenó el capitán.

Entraron en la casa, pusieron a la mujer sobre una gruesa mesa, a tirones la despojaron de la ropa, ella comenzaba a tomar conciencia de su situación y a resistirse.

—Taparle la boca, esta no tardará en chillar en cuanto cate la carne castellana, je, je, je —dijo el peón, que ya andaba bajándose los calzones encima de la mujer.

Bernardo, desgarró una tira de tela de los bajos de la camisa de la mujer y la amordazó, y como ella comenzaba a pelear para evitar la violación ayudó a uno de los golfines que estiraba hacia él de la pierna izquierda e hizo lo mismo con la derecha; el otro sujetaba ambos brazos de la mujer.

En cuanto el peón la hubo penetrado fue innecesario sujetar las piernas y Bernardo fascinado y dolorido cortó más tiras de tela con las que ataron las manos de la mujer a las patas de la mesa, de ese modo libres de tener que sujetarla los hombres se dedicaron a jalear al fornicador y sobar a la mujer, que había comenzado a llorar, mientras aguardaban su turno.

—Corta unas tiras más largas que le ataremos los pies, cuando éste cabrón se apee no quiero tener que bregar otra vez con esta zorra —ordenó uno de los golfines mientras pellizcaba con saña un pezón.

—¿Por qué no, si la doma es lo que más agrada a estas perras? —respondió el otro, al tiempo que propinaba un fuerte bofetón a la mujer que parecía querer fulminarle con la mirada.

El peón le ponía afición y no poca destreza, todos supieron que logró aquello que buscaba y a empujones le apearon, subió a la mesa uno de los golfines e inició la monta, pegó su nariz a la de la mujer y le susurró:

—Te gusta, ¿eh, zorra?

Ella le sostenía la mirada, y en sus ojos había de todo menos gozo. Aquella situación removió en la cabeza dolorida de Bernardo viejas heridas, traumas de infancia. Fue hasta la cocina, metió la cabeza en un barreño lleno de agua y al sacarla vio el agua teñida de rojo se palpó la cabeza, tenía la frente herida, agarró un paño, lo mojó y se lo puso sobre el tajo, dolía pero no tanto como el alma. Sin desearlo volvió a revivir aquellas noches de infancia en que su padre visitaba el lecho que compartía con sus hermanas pequeñas; apenas tendrían ocho y diez años cuando él comenzó a venir. Al principio las niñas estaban tan asustadas que apenas ofrecían resistencia, el padre las amenazó con el fuego del infierno si contaban algo y al chico le ofreció gozar de ellas a cambió de su silencio. Aunque todo el mundo lo hacía, aseguró, estaba feo que el cura abusara de sus hijas, ¡cabrón de mierda! Las niñas crecieron y comenzaron a resistirse a las pretensiones paternas y Bernardo fue obligado a colaborar en la tarea, sujetando a las rebeldes.

—¡¡Eh, Follamuertas, ven te toca a ti!! —gritó uno de los golfines.

Bernardo salió los tres andaban componiendo sus ropas con sendas sonrisas de oreja a oreja.

—Venga, te toca, apura el asunto que tenemos que irnos —dijo uno de ellos.

Bernardo negó con un gesto, aún sujetaba el paño húmedo, contra la frente.

—Si lo tuyo es folgar con muertas, eso tiene fácil arreglo —dijo el primer golfín, desenvainó su cuchillo y lo clavó hasta el empuñadura en el costado de la mujer.

Amordazada como estaba, y atada de pies y manos, el alarido se quedó en la garganta, un chorro de sangre siguió al ancho hierro cuando este abandonó el corte.

—Dala por muerta, ahora ya puedes gozarla, je, je, je —anunció mientras limpiaba el filo ensangrentado en la ropa hecha jirones de la mujer.

Aproximó su rostro a la cara contraída y blanca de la mujer y le susurró al oído:

—¿Y esto, te gusta más zorra?

Los tres marcharon. Bernardo no podía apartar la mirada del constante gotear de sangre, en el suelo comenzaba a formarse un charco, la mujer respiraba con dificultad, apenas se movía, con esfuerzo giró la cabeza hacia el y le clavó su mirada. Bernardo, preso de un ataque de pánico, por lo que vio en aquellos ojos, arrojó el paño al suelo y marchó corriendo.

Fuera en la calle todos los hombres andaban entrando y saliendo de las casas rebuscando objetos de valor. De los patios salían otros portando caballos, mulos, asnos, gallinas a pares, pequeñas jaulas con conejos, algunas ovejas. La mayoría portaban muy abultados los zurrones, otros hicieron fardos con alguna sabana y cargaron cuanta ropa hallaron. Si algo sabían hacer bien los moros era trabajar el algodón, el lino y la lana. En aquellas casas además de mucha ropa de cama de buena calidad, hallaron algunos baúles bien provistos de vestidos que en Castilla alcanzarían buenos precios. No dudaron en cargarlos sobre el lomo de algunas de las bestias que estaban reuniendo.

Puesto que nadie se preocupó de extinguir el fuego de la casa principal, no tardó en extenderse al resto de las casas. Cuando la partida abandonó el lugar la población estaba en llamas, peones y caballeros emprendieron el camino hacia el campamento, el día tocaba a su fin y era menester poner a buen recaudo el valioso botín aprehendido en aquella jornada. A pesar de las bajas habidas los hombres estaban contentos y satisfechos, cuantos menos regresaran a más tocarían.

Y llegó el momento de regresar, el botín era cuantioso y los exploradores advirtieron de la salida de una nutrida tropa de caballeros muslimes por las puertas de Sevilla.

Aun costó dos días advertir y recoger a todas las cuadrillas desperdigadas por la vega afanadas en saquear casas, incendiar cosechas y villas, talar frutales, cegar pozos y arrasar acequias, derruir norias y silos y abatir molinos.

Los peones pusieron en marcha la enorme recua de bestias cargadas con toda suerte de enseres y tras ellos una inacabable caravana de cautivos, atados de manos y por los cuellos unos a otros en grupos de veinte. Si uno caía agotado era asesinado sin más, en los mercados tan solo los fuertes y sanos tenían salida, no valía la pena alimentar a los que no fueran a llegar a la subasta.

Un grupo de caballeros abría camino para asegurar la ruta, en previsión que desde Córdoba saliera la milicia a interceptarlos, y el resto vigilaba la retaguardia por si los de Sevilla caían sobre ellos. Las tropas almohades eran de temer, y no porque los andaluces les fueran a la zaga, pero aquellos no acostumbraban a hacer prisioneros.

Cruzarían el río por el vado de Balyaras al norte de Córdoba junto a Alcocer y allí era el lugar idóneo para que los estuvieran esperando.

El grupo de cabeza se adelantó para ocupar el vado, la mesnada de don Pedro Fernández de Castro, el hijo de la Desdichada, acantonada en Córdoba, no salió a su encuentro. En su contrato de vasallaje al califa no incluía reprimir algaradas cristianas y si era así eludía su obligación acusando falta de información. Una cosa era estar desnaturado de Castilla y otra atacar y matar cristianos.

Cruzaron el vado, desde aquí la cosa pintaba bien, pero a los pocos días lo que estaba siendo un agradable retorno de una provechosa cabalgada se tornó en grave agobio. Los exploradores informaron que eran perseguidos por una bizarra hueste a caballo, por los pendones identificaron a la milicia de Sevilla.

Don Martín se reunió con sus capitanes, también acudió algún alférez libre de servicio. La situación era de extremo peligro, y se hacía menester conjurar la amenaza pues el riesgo de perder el fruto de la cabalgada estaba a tan solo dos días de camino.

El plan del arzobispo era detenerse en un sitio adecuado y presentar batalla para después marchar tranquilos con las ganancias, entre peones y caballeros formaban un pequeño ejército. La idea de la batalla campal no agradó a nadie, si podían evitar el choque en campo abierto mejor, esos moros contaban con excelentes arqueros montados, capaces de disparar sus flechas en plena galopada y acertar.

Alguno propuso que los caballeros se hicieran cargo de la conducción del botín y que los peones aguardaran a los perseguidores formados en cuadro, tan pronto como los caballeros se hubiesen librado de la carga regresarían a por ellos. Por supuesto esta solución fue contestada agriamente por el representante de los peones, don Julián de Calatrava, de sobras conocía que las vidas de los peones importaban un ardite a aquellos caballeros tan remisos a enfrentarse a sus iguales muslimes y los sabía capaces de abandonarlos a su suerte tan solo por salvar el botín.

Decidieron ir todos juntos y eludir el combate pero si era llegado el caso, pelearían.

Forzaron las marchas, era pleno estío y las noches de luna invitaban a ello, era menester aumentar la distancia con respecto a los perseguidores. Contaban con alimentos de sobra y descansarían a mediodía, cuando el Sol más apretaba.

 

—Oye, ¿qué es eso de que te has folgado a una muerta?

Los tres alzaron la cabeza hacia Cirilo, para saber a quién preguntaba, él miraba a Bernardo. Era la primera ocasión en que los cuatro podían reunirse a solas desde que iniciaron el retorno.

—Bah, no hagas caso de lo que digan esos —respondió el interpelado tratando de afectar indiferencia, pero los otros captaron su pavor y no abundaron en el tema.

—¿Qué pensáis hacer vosotros cuando lleguemos? —preguntó Cirilo.

Ellos intercambiaron miradas de suspicacia sin saber a qué venía aquello.

—Somos los hermanos Aguado, ¿recuerdas?, cobraremos nuestra parte y a otra cosa.

—Hasta ahí estamos de acuerdo Castrapuercos, pregunto por esa “otra cosa”. Creo que lo mejor es que cada uno vaya a lo suyo. Yo tengo pensado unirme a los calatravos.

—Pues yo creo que deberíamos seguir juntos, somos hermanos. Si tú crees que nos tenemos que hacer fratres, por mí vale, Cirilo —respondió Dionisio.

—Pues conmigo no contéis, yo le tengo echado el ojo a una moza y no pienso pasarme la vida rezando y descabezando moros —aseveró Bernardo.

—¿Y está viva?, ja, ja, ja… —se burló Castrapuercos.

—¡No arméis tanto escándalo, joder! —protestó uno que dormía a la sombra de la encina próxima.

Era la hora de la siesta y todos trataban de recuperar fuerzas para la marcha que les esperaba aquella noche.

Bernardo propinó un pescozón a su amigo que continuó riendo con las manos en la boca para no molestar a los demás, no convenía la bronca pues aquellos tipos tiraban de navaja a la mínima.

 

La persecución duró seis días, el volumen de personas, animales y el bagaje que arrastraban impedía aumentar la distancia. No era difícil seguirles el rastro, a ambos lados del camino iban quedando los cadáveres de los más débiles, algunos muebles de preciosa madera pero de peso excesivo y que la premura hacía perder todo su atractivo. Una cuadrilla con caballos de refresco partió al galope a Alarcos para pedir refuerzos, los peones siguieron camino y la partida de caballeros aguardó a los perseguidores, les harían frente en una amplia llanada a las puertas del paso de El Muradal.

De nuevo se entabló la discusión, los caballeros pretendían seguir ellos con el bagaje y dejar atrás a los peones que podrían emboscar en el paso a los perseguidores, pero luego cayeron en la cuenta que si los infantes fracasaban en la celada, o lo que es peor dejaban pasar a los muslimes para arrebatarles el botín a la vuelta, ellos se hallarían impedidos, privados de su capacidad de lucha. Optaron por ser ellos los que resolvieran, con la ayuda de Dios, tan fea situación. No era la primera vez que eran perseguidos y en definitiva unas veces se gana y otras se pierde.

 

 

 

 

 

Capítulo 11

En Marrakus, diciembre de 1212

Yo estaba presente cuando aquellos dignatarios andaluces obtuvieron audiencia ante mi muy noble padre. Venían demudados los rostros, inquietos los ánimos, indignados por las sevicias sufridas y la merma habidas en sus haciendas. Resulta curioso que a la hora de abonar los impuestos, todos esos notables andaluces la maña que gastan para convencer a mis recaudadores de las escasas ganancias habidas en el año fiscal; en cambio pierden millones por la acción de una cabalgada, (deberé advertir a la jefatura de la inspección de Hacienda para que esmeren sus actuaciones recaudatorias en Al-Andalus)

Al-Andalus tiene una población equivalente a la de sus enemigos cristianos, una mayor riqueza y sin embargo sucumben ante el poderío militar de aquellos, ¿cuál es la causa? Opino que con el paso de los años se han venido acostumbrando a que la salvación provenga del Magreb, eludiendo toda responsabilidad relacionada con su propia defensa. Quizás deberíamos permitir que los adoradores de la cruz degollaran a todos estos pusilánimes, ahorrarían trabajo a nuestros verdugos, y posteriormente colonizar estas tierras, un remedo del Paraíso prometido por El Que Da Abundantemente, con buenos bereberes capaces de defenderse a sí mismos, sus familias y haciendas.

Recuerdo haber leído a cierto autor, creo que era Al-Turtusi que apuntaba: “que la razón por la que se perdió buena parte de Al-Andalus en el siglo anterior fue porque los reyes cristianos repartían lo poco que tenían entre sus guerreros, mientras que los reyes musulmanes se guardaban los dineros y perdían soldados. De donde resultaba que los cristianos tenían reservas de soldados y los musulmanes reservas de dinero, y a esta circunstancia se debe que nos sojuzgaran y triunfaran de nosotros”.

Otros cronistas achacaban al gran hayib Al-Mansur de la época Omeya la culpa de aquella situación:“…los súbditos de las tierras de Al-Andalus se declararon, sin embargo, incapaces de participar en las campañas haciendo valer ante Ibn Abi Amir que no se hallaban preparados para combatir, y por otra parte, que su participación en las campañas les impediría cultivar la tierra. No eran, en efecto, gente de guerra, y, en vista de ello, Ibn Abi Amir los dejó emplearse en la explotación del suelo, a cambio de que todos los años, previo acuerdo y a satisfacción de todos ellos, les entregasen de sus bienes los subsidios necesarios para equipar tropas mercenarias que les sustituyesen”.

La relación de villas incendiadas, cosechas abrasadas, regadíos arruinados, los miles de cautivos entre los que citaron algunos nombres de gentes principales, el monto de cuyos rescates, ascendía a varias fortunas, inasumibles para las familias afectadas, según aquellos zalameros llorones. Y con todo consiguieron conmover a mi buen padre; lo cierto es que era menester recordar a los puercos politeístas que una mosca no debe incordiar en el culo de un león pues puede acabar chafada por su rabo.

Aquel año mi padre proclamó el Yihad, la Guerra Santa, contra los cristianos, pues como leemos en el Sagrado Corán: “Combatid en el camino de Dios a quienes os combaten, pero no seáis los agresores. Dios no ama a los agresores. Matadlos donde los encontréis, expulsadlos de donde os expulsaron. La persecución de los creyentes es peor que el homicidio: no los combatáis junto a la mezquita sagrada hasta que os hayan combatido en ella. Si os combaten, matadlos: ésa es la recompensa de los infieles. Si dejan de atacaros, Dios será indulgente, misericordioso”.

Y el mismo año mi padre tenía no pocos problemas que resolver en casa, y con ello no quiero decir que Al-Andalus no forme parte del imperio doméstico unitario. Pero los magrebíes son especialmente revoltosos y tan mudable su lealtad como vanos cuantos juramentos de fidelidad pronuncian sus bocas infames. Tan pronto has sojuzgado la rebelión en una comarca, la vecina se rebela impía. Es el cuento de nunca acabar.

Los comunicados urgentes advertían que en Ifriqiya el enemigo chiíta avanzaba y sus crueles depredaciones clamaban justicia. Urgía el envío de tropas a todas partes, pero el califa no perdió el sentido de lo prioritario, envío dineros y tropas escogidas a contener el avance de los árabes herejes en las fronteras del Magreb y anunció a los gobernadores andaluces de su próxima llegada al frente de un aguerrido ejército, para el que debían proveer de todo lo necesario.

Y con todo mi noble padre hizo el llamamiento a la Guerra Santa, era menester asegurar la frontera en Al-Andalus con los puercos cristianos, contener sus incursiones y escarmentar tanta osadía. Todo aquel otoño e invierno fueron llegando hombres y pertrechos desde todos los rincones de África. Las afueras de la capital, Marrakus, eran una fiesta, miles de hombres entusiasmados acampaban aguardando a sus camaradas. Tal y como llegaban los contingentes enviados por las diferentes cabilas eran integrados en unidades de similar arma, todo a favor de la cohesión del ejército. Iba a ser mi primera campaña y yo estaba exultante de poder participar en el Yihad junto a mi noble padre.

En abril, cuando ya se aventuraba que no llegarían más soldados, el ejército se puso en marcha, pendones al viento, marchando al son de añafiles y tambores. Una muchedumbre entusiasmada seguía a su califa y el recorrido de tamaña fuerza por las principales ciudades del imperio fue una demostración de poder y magnificencia. Los gobernadores locales salían al encuentro de su señor para agasajarle y hacerle entrega de los tributos, la guerra es un entretenimiento harto oneroso. En cada etapa el ejército se nutría con nuevas aportaciones de hombres, provisiones y dinero. Los jeques de las tribus bereberes y los caudillos de las tropas mercenarias celebraban banquetes en honor al califa y renovaban sus juramentos de fidelidad.

Llegados a orillas del mar y mientras aguardábamos a las galeras de protección guerra, las de carga ya estaban en puerto, se pasó revista al ejército, aquí aún se unieron los miles de voluntarios ansiosos por conseguir el martirio que les abriría de par en par las puertas del Paraíso prometido por El Generoso.

En aquellos cinco días acampados a orillas del mar el califa repartió armas, bendiciones y dinero con cargo al erario público. Todos recibieron su parte, desde los más notables caballeros que aportaban a varios escuderos y peones, hasta el humilde infante berebere que tan solo traía su arco y una aljaba vacía o con apenas tres flechas, pero revestido por una fe inamovible, El Resurrector sea loado.

A primeros de junio el califa pasó el Estrecho, se alojó en Yabal Tāriq, una amplia fortaleza creada por el primer califa Al-Mumin, como lugar de seguro desembarco, y allí se detuvo unos días para aguardar el desembarque de su tropas, pertrechos, máquinas de guerra, y vituallas reunidas, y luego prosiguió hasta Sevilla donde fue aclamado. Ahora las gentes estaban seguras que la amenaza de los adoradores de la cruz sería aniquilada por siempre jamás a la vista del enorme despliegue de fuerzas que su amado califa traía consigo.

Aquel enorme ejército acampó a las afueras de la capital, las gentes acudían a bendecir a los soldados de El Poseedor de toda Fuerza, les llevaban comida, frutas, golosinas, les agradecían su esfuerzo.

En Sevilla hubo que requisar viviendas para los jeques de las tribus y los caudillos de las tropas, acordes a su categoría y al esfuerzo que de ellos esperábamos.

A finales de junio partió el ejército en dirección a Qurtuba, a donde llegó a la semana siguiente. Allí descansamos tres días, pues nos anunciaron la llegada de las fuerzas reclutadas en Al-Andalus y era menester concentrar a los efectivos dispersos por los caminos.

En Qurtuba conocí a Pedro Fernández de Castro, el primogénito de los Castro originarios de Castrogeriz, celebre villa burgalesa pues en ella cierto conde otorgó fueros tales que conferían a un labriego la categoría de infanzón por la simple posesión y capacidad de mantenimiento de un caballo.

De trato arisco e iracundo, Fernández y su mesnada de castellanos desnaturados son un claro ejemplo de cómo la ambición mueve a los adoradores de la cruz, por encima de sus creencias. No les importa marchar en son de guerra contra los suyos porque su señor natural, el rey Alfonso de Castilla, haya otorgado privilegios a un rival en vez de a ellos, en su caso a los Lara.

Los Castro alcanzaron notoriedad en las cortes de Castilla y León merced a su vinculación con los Banu Ansúrez, que los introdujo en la camarilla de magnates que dominan los destinos de esos reinos de cabreros. Su rivalidad con los Lara viene de antiguo, cada vez que Satanás se lleva a uno de esos reyes cabreros, aparece una caterva de hijos legítimos y bastardos a cual más codicioso dispuestos a disputar el derecho a la corona a sus hermanos en largas y sangrientas guerras civiles. Probablemente las simpatías de los Castro tienden a decantarse hacia los pretendientes originarios de las comarcas castellanas fronteras con León y Galicia y las de los Lara hacia los limítrofes con Aragón. Aunque esta afirmación suponga una generalización un tanto simplista.

De ahí que ambas familias hayan disfrutado de momentos de encumbramiento y caída, pero siempre enfrentadas, dependiendo de la suerte en el campo de batalla y en las intrigas palaciegas instigadas por los reinos rivales.

En una marcha tan lenta y a causa de la multitud en movimiento y el lastre de los bagajes, menudean los conflictos entre los hombres, que obligaban al propio califa a dilucidar y poner orden, muchas de las veces abonando las deudas de sangre de su propio bolsillo, todo ello en bien de la concordia y la cohesión de fuerzas tan dispares en un único puño de hierro. Había que evitar las frecuentes y dañinas rencillas entre tribus primando la integridad del ejército. Con demasiada frecuencia, añejas disputas son zanjadas lejos de casa aprovechando el llamamiento del califa a la guerra.

Sombra anda ocupada en regar unas macetas de geranios que se empeñó en poner en el balcón. Lo cierto es que adornan y privan la austeridad de la estancia. Me gusta la fragancia que…

—¡Mirad lo que traigo! —grita Membrillo cruzando la puerta como una centella.

Trae algo abrazado contra sí que corre a mostrar a su compañera y juntas vienen hacia mí. Es un gatito.

El animalejo es agobiado por una profusión de mimos, caricias y besos, ambas quieren tenerlo, ambas desean acurrucarlo y acariciarlo, se disputan el bicho que maúlla desconcertado.

Para poner orden, Al-Nasir toma al gatito, ambos se observan, el hombre le dice algo con mucha suavidad respondido por la indiferencia del felino desbordada su curiosidad por tanta novedad.

—Le hallé en un puesto del mercado, sin duda estaba abandonado —dice Membrillo con ilusión.

—A buen seguro que su madre le andará buscando —alega Al-Nasir.

—¿Podemos quedárnoslo?, por favor, por favor —suplica mimosa Sombra.

—Sí, por favor —añade Membrillo.

—Está bien, pero no alborotéis y deberéis preocuparos… —pero ya no le prestan atención, han arrebatado al animal de las manos de Al-Nasir y andan jugando con él.

El gato es mimoso, rubio con las puntas de las orejas y los pies blancos, ojos azul intenso, de pelo tan suave como armiño y en cuanto se ha visto en el suelo rodeado de miradas y objeto de la atención de cuantos estamos en la habitación se ha sabido el dueño.

La primera semana de julio el ejército se puso en marcha hacia el puerto de El Muradal. El califa envió exploradores para descubrir la posición del enemigo, cosa fundamental para decidir el camino a seguir.

El ejército cruzó tranquilo el paso, a mi escuadrón de caballería le fue encomendada la delicada misión de la exploración en vanguardia. Era menester avanzar con cautela para evitar la celada.

Al otro lado del paso, en una amplia llanada que llaman de Salvatierra, topamos con una fuerza de caballería enemiga. Por su aspecto uniformado pronto supimos que se trataba de una partida de esos monjes guerreros y por las señas de su indumentaria supe de su pertenencia a la Orden de Calatrava. Esos monjes soldados son peligrosos y extremadamente dañinos. Imponen su errada fe con la espada y por lo general prefieren usar de ésta antes que la cruz. No admiten conversiones o tras ellas degüellan.

Nos superaban en tres a uno, pero eso no nos arredró. Ellos vestían pesadas cotas de malla y nosotros ligeros jubones de cuero, pero eso no nos importó. Ellos iban armados con largas lanzas de acometida y nosotros tan solo nuestros alfanjes y sin embargo fuimos a por ellos sin dudarlo. Ellos montaban enormes caballos de diecisiete palmos, cubiertos de hierro, y contra ellos tan solo podíamos enfrentar nuestra pericia en la monta de nuestros ligeros alazanes, y eso no nos impresionó, cargamos contra ellos. En el primer choque, cayeron seis de los nuestros, pero nuestras ágiles monturas se revolvieron antes que ellos consiguieran refrenar su carga y para cuando quisieron maniobrar sus percherones nuestros sables ya golpeaban sus cabezotas. Una graciosa cabriola nos alejó de sus acometidas. El jefe les gritó que se agruparan, nosotros nos dispersamos en el llano y empuñamos los arcos. Ellos aguardaban un tanto atónitos por nuestra táctica, sin un objetivo contra el que cargar toda su fortaleza quedaba en nada, de modo que ordené a los míos reunirnos en una leve elevación frente al enemigo y aguardar su ataque. Acerté, en cuanto nos vieron agrupados cargaron ciegamente, nosotros galopamos contra ellos, pero antes del choque nos dispersamos a derecha a izquierda y disparamos nuestros arcos colmando la tremenda polvareda de su carga con una lluvia de saetas.

Más allá intentaban reagruparse, en el camino habían quedado la mitad de sus efectivos, ahora las fuerzas estaban igualadas y ellos comenzaron a temer por sus vidas. Para entonces sus caballos echaban espumarajos por los hocicos, una carga más y caerían derrengados. Ordené a los míos provocar el ataque, pero los enemigos lo eludieron, en vez de eso desmontaron y espada en mano, espalda contra espalda hicieron un círculo en medio del cual metieron a sus caballos, sin duda aguardaban a que las bestias recuperaran el resuello para montar y huir.

Seguros ya que la jornada era nuestra nos lanzamos a por el grupo de cobardes caballeros, arco en mano disparando saeta tras saeta en las veloces pasadas que nuestros buenos corceles nos permitían, uno a uno fueron cayendo los calatravos, a los que llaman la élite de la caballería cristiana. Tendríais que verlos llorar de miedo, suplicar por sus vidas, rabiar de impotencia mientras eran asaeteados.

Ni uno solo escapó con vida a mayor gloria de El Supremo en Orgullo y Grandeza, todos fueron decapitados; les despojamos de armas y armaduras que cargamos sobre los lomos de sus monturas, como prueba de nuestra victoria y como trofeo atamos sus cabezas a las colas de sus caballos. Y así regresamos triunfantes y satisfechos a informar al califa de lo acaecido. El camino estaba libre de enemigos.

Al-Nasir alza la vista obligado por la escandalera de risas de las muchachas, el gatito persigue todo aquello que hacen rodar frente a él con una contumacia digna de encomio. Se ha metido bajo el diván persiguiendo algo, Membrillo tumbada boca abajo intenta que salga moviendo una cinta de color frente a su hociquillo mientras Sombra hace girar una canica de vidrio, el gatito mira con ojos inteligentes ora la cinta ora la canica y aguarda agazapado.

Al-Nasir va hasta el diván alza el vestido de Membrillo y descubre un culito blanco, sin mácula, sobre el que abalanza su boca. Aprieta las nalgas carnosas con avaricia y las muerde ante las protesta de la muchacha. Las manos el Al-Nasir recorren ávidamente el cuerpo femenino. Ella se vuelve para evitar los bocados y él avanza en la zona explorando, besando y chupeteando el estilizado cuerpo que tiene entre manos. Sombra continua incitando al gatito con la canica.

—Vaya, que ocupados estáis —afirma una voz femenina.

Es la esposa de Al-Nasir, la única a quien los guardias no impiden el paso; bueno, la única aparte de las dos muchachas.

—Has permitido un animal en la casa, otro juguete. Pareces un crío y esto pronto parecerá una cuadra.

El gatito finalmente se ha lanzado contra la canica y ahora la hace rodar frente a él, hasta que Sombra agarra al animalillo, hace una reverencia y corre hacia la puerta. No le gusta como aquella mujer ha mirado al felino.

Membrillo recompone sus vestidos y también marcha en cuanto los ojos de la señora se posan en ella. Al-Nasir regresa al escritorio y adopta una postura de seriedad.

—¿Qué qui-qui-quieres?

—Nada en particular, ver a mi esposo, saber de él.

—Pu-pu-pues ya me has vi-vi-visto.

Ella toma una de las hojas escritas y la lee.

—¿Qué escribes?

—La campaña de ma'rakat al-Arak.

—¿Vendrás esta noche a mi lecho?

Al-Nasir asiente con la cabeza, su esposa es una mujer preciosa, apetecible, pero fría en extremo. Le cohíbe, le desinhibe de toda apetencia. Le amedrenta la imperiosa necesidad de la mujer de cumplir con su obligación, tras la muerte de su hijo mayor ella desea volver a engendrar. Tener un hijo no debería ser una obligación, ni siquiera por el bien del linaje.

Ella marcha y en el pasillo topa con el secretario de Al-Nasir.

—¿Estuvo el califa en la campaña de ma'rakat al-Arak, con su padre?

—No mi señora, no se movió de la capital.

—No quiero animales en mi casa.

El secretario asiente helado por la severidad de la mujer. Las esposas no suelen abandonar la parte de la casa destinada a ellas, pero con aquel califa aquello es un ir y venir de féminas, ¡intolerable!

 

 

 

 

 

Capítulo 12

En Toledo, agosto de 1194

La noticia dejó petrificado a Jorge, don Sancho el VI rey de Navarra, falleció a finales del pasado mes de junio. Su hijo, heredero y sucesor, don Sancho el VII a quien apodan El Fuerte, por su desmesurada estatura y corpulencia, ha paralizado las hostilidades con Castilla mientras dure el duelo por su padre y pretende mejorar las relaciones de Navarra con Aragón, ambos tienen intereses que defender al otro lado de los Pirineos y tierras que conquistar a los musulmanes.

Resultaba imperioso retornar a Navarra a recibir nuevas instrucciones.

—Muy callado os habéis quedado don Jorge.

—Malas nuevas don Pedro, yo apreciaba al difunto, dudo que su hijo de la talla.

—Hombre dicen que los platos se suelen parecer a las ollas.

—Eso es un dicho de alfarero que en nada vale para definir a las personas, más bien creo que Sancho sea más conciliador con los vecinos.

—Pues yo estoy seguro que Sancho continuará por la senda que marcó su padre. No es un imberbe que tropiece con el trono, ya tiene cuarenta años de edad y lleva media vida en las tareas de gobierno con su padre. Peleará para que su reino tenga una salida al mar y frontera con los musulmanes.

—Para eso tendrá que abrirse paso entre Castilla y Aragón a codazos.

—Os veo muy pesimista Jorge, ¿no mejoráis de vuestra dolencia?

—Suerte de Frontón, ese animal me salvó la vida y con todo el porrazo de poco no me deja imposibilitado para los restos. Suerte de contar con vuestra ayuda que me proporcionáis esos médicos tan caros. Gracias don Pedro.

—Para eso estamos los cristianos, amigo Jorge.

—Sí, tenéis razón, pero a un cristiano le debo el estar aquí en Córdoba, paralizado de cuello abajo.

—En una cosa acertáis, es imperioso vuestro regreso a Navarra, debéis hacer saber al nuevo rey la necesidad de establecer una paz prolongada con el califa, solo así conseguirá hacer frente a Castilla y Aragón.

—Navarra tiene que recuperar la frontera con Al-Andalus y la única manera es a través de Aragón, debemos recuperar el señorío de Albarracín de manos de los Azagra desde los tiempos del rey Lobo.

—Amigo Jorge, eso es mucho pretender.

—¿Qué noticias tenéis del nuevo rey don Sancho?

El de Castro tomó asiento junto al lecho que acogía a Jorge, le entregó un vaso de cristal lleno del excelente vino que sabían hacer en Al-Andalus y comentó:

—Como bien sabéis, amigo mío, la situación en Aquitania y en particular en la Gascuña es harto compleja. El poder está repartido en multitud de vizcondados tan interesados en conservar su independencia, única forma de mantener sus privilegios oligárquicos, que en formar parte de la uniformidad de un reino en la que su poder quedaría diluido.

—Da la impresión que estéis hablando de la nobleza leonesa.

—La nobleza es nobleza sea de donde sea amigo Jorge y sus intereses suelen ser comunes. Los vizcondados gascones apetecen ser vasallos de Castilla, de Inglaterra, Francia o Navarra en absoluto y para evitarlos a todos es por lo que andan jurando lealtad al primero que arriba con numerosa hueste para desdecirse en cuanto se desvanece la polvareda alzada por las monturas de sus caballeros.

—¿Cómo estáis al corriente de lo que sucede allende los Pirineos, don Pedro? No, no pongáis esa cara, yo mismo me avergüenzo de la candidez de mi pregunta.

—La información vale dinero y no son pocos los que acuden a mi como intermediario con el califa con las nuevas de toda Europa. Y referidos a la Aquitania y la Gascuña os diré que los intentos centralizadores de Enrique de Inglaterra han provocado el descontento de la nobleza local, harto belicosa. El rey de Inglaterra transfirió el gobierno de Aquitania a su hijo Ricardo, ese al que los trovadores apodan Corazón de León, por entender que su esposa Leonor pecaba de tolerante con esos aristócratas sureños. Como bien sabréis una expedición de castigo de Ricardo contra los vizcondados de Dax y Labourd facilitó la presencia navarra en la vertiente septentrional de los Pirineos.

—Eso sucedió hace quince o dieciséis años, ¿no?

—Diecisiete. Después de conquistar Dax y Bayona, el príncipe Ricardo llevó su ejército hasta los puertos de Cisa, conquistó y demolió el castillo de San Pedro de Usacoa y obligó a vascos y navarros a jurar que guardarían paz perpetua entre ellos y respetarían a los peregrinos jacobeos que cruzaban por sus tierras.

—Fue en aquellas fechas cuando yo encabecé la embajada que acudió a Londres a someter el conflicto con Castilla al arbitraje de Enrique de Inglaterra. Ricardo retuvo Bayona y el vizconde fijó su corte en Ustaritz.

—El vizcondado se ha extinguido amigo, esas tierras ahora son feudatarias de vuestro rey navarro. Ya desde hace siete años la comarca de Cisa reconoce la soberanía de Navarra, por ello hace tres años el fallecido rey navarro construyó los castillos de San Juan de Pie de Puerto, que controla el País de Cisa; y Rocabruna, en lo que ha dado en denominarse Tierra de Ultrapuertos o Baja Navarra.

—Y uno de los motivos para la boda entre Ricardo y Berenguela de Navarra fue la confianza del inglés en que el rey navarro vigilaría la lealtad de Aquitania a la corona inglesa, mientras aquel estuviese en la cruzada en Tierra Santa. Para ello los castillos antes citados debían formar parte de la dote de la novia, cosa que nunca fue efectivo.

—Y sin embargo los navarros cumplieron con lo que de ellos se esperaba. El actual monarca don Sancho VII dirigió dos expediciones en tierras aquitanas para defender los derechos de su cuñado. La primera con motivo de la sublevación del conde de Perigord y el vizconde de la Marca contra Ricardo. Al frente de un nutrido ejército don Sancho tomó algunos castillos pertenecientes al principal instigador de la revuelta el conde de Toulouse y le obligó a deponer su actitud.

—Para entonces yo ya había salido de Navarra —afirma Jorge pesaroso.

—El año pasado, aprovechando la ausencia de Ricardo preso del emperador alemán, el rey francés Felipe II Augusto atacó en un amplio frente desde Normandía al Poitou. Navarra acudió sin demora, mientras un hijo del soberano navarro, ahora fallecido, acudía como rehén para lograr la liberación de Ricardo, en tanto no se efectuaba el pago del rescate, su heredero atacaba al francés en combinación con el ejército de Ricardo en una operación de tenaza. Mientras el inglés avanzaba desde Normandía hacia el Sur, contra Loches en el Loira. Sancho atacaba desde el Sur y devastaba las tierras de Godofredo de Rançon y del conde de Angulema, principales rebeldes aquitanos y en esas andaba cuando recibió aviso de la enfermedad de su padre, que por cierto falleció hallándose él de camino.

Los dos hombres guardaron un momento de silencio, uno consideraba la posibilidad de acudir a servir al rey navarro en su más que probable guerra con Castilla, el otro desearía estar muerto antes que imposibilitado de por vida y miró a su amigo preguntándose si le ayudaría en semejante trance. Jorge estaba a punto de preguntarle si le asistiría en un hipotético suicidio, pero desistió, a ver si los médicos…

—No paséis ansia Jorge, don Sancho será un buen rey.

 

Aunque todos deseaban acudir a Toledo a gastar, nunca en su vida habían tenido tanto dinero en las bolsas, es decir en perspectiva de cobrar, pues el botín era cuantioso y don Martín prometió abonar a cada uno lo suyo en cuanto los mercados cambiasen el fruto del pillaje por efectivo, accedieron a la insistencia de Bernardo de hacer una pequeña escala en el campamento del arzobispo, de todos modos les pillaba de camino y era un buen sitio para aguardar el pago convenido.

—Pues yo estoy seguro que el arzobispo nos podía haber abonado la ganancia sin tanta tontería.

—Claro que sí Castrapuercos, sus arcas están tan repletas que no debe caber una sola moneda más. Paga lo que debes a tus hombres y quédate con los beneficios de la venta de tantos esclavos y ganados.

Todos asintieron a las razones de Cirilo, sospechaban una encerrona pues vieron claramente que las milicias concejiles se llevaron su parte sin aguardar a la venta de lo apresado.

—Ha sido más fácil de lo que pensaba. Esos moros no saben pelear —aseguró Bernardo.

—Yo creo que hemos tenido mucha suerte —opinó Cirilo.

—Con un par de incursiones como está y uno acaba rico —comentó Castrapuercos.

—No sé, no sé. Piensa que ya no saldremos de cabalgada hasta el año que viene, no sale a cuenta.

—¿Pero qué dices Dionisio? —preguntó incrédulo Bernardo.

—Nos hemos jugado la vida por unos dineros, vale, pero ahora tenemos que vivir de ellos hasta el año que viene. No veo la ganancia por ningún lado —Dionisio hablaba como un hombre práctico.

—¿Y a ti qué te ha dado por la cantinera esa? —quiso saber Castrapuercos.

—¿A mí?, nada, pero tengo un asunto pendiente con la moza esa y… ¡Que si no me queréis acompañar, seguid sin mí, en Toledo nos vemos! —y azuzó su montura para evitar las explicaciones.

Dejaron los caballos en el establo, abonaron unas monedas a los tres muchachos que se encargaban de aquello para que los animales tuvieran buena cebada, agua limpia, y mejor paja y luego fueron a comer algo a la cantina, a ver si el pesado de Bernardo solventaba lo que fuese que tenía pendiente con la moza y podían marcharse a la ciudad, donde a buen seguro les aguardaba diversión en forma de buenos vinos, mujeres cariñosas, y espectáculos callejeros.

Antes de recluirse en el cenobio, Cirilo y Dionisio decidieron desfogarse con un par de buenas mozas y algunas jarras de vino. Tiempo habría para los votos, hasta la fecha fueron castos por obligación, si no ibas con la bolsa en la mano no había forma de catar hembra; obediencia, siempre hubo a quién obedecer, unas veces de grado y otras a palos; pobreza, hasta donde alcanzaba su memoria siempre practicaron ese voto, eso no venía de nuevo, sin que el Sumo Hacedor se mostrara caritativo por ello.

Ella estaba allí, detrás del mostrador, afanada en llenar unas jarras de vino.

—Hola, buena moza —dijo Bernardo a modo de saludo.

—¿Qué se le ofrece al caballero? —preguntó ella sin alzar la cabeza de lo que hacía.

—Hemos vuelto, sanos y salvos y ricos, y me he dicho voy a ver si aquella guapa cantinera…

Acabó de llenar la jarra la puso sobre el mostrador, le miró con indiferencia y un toque de prevención sin decir nada, vista de cerca tenía unos ojazos oscuros y era tan guapa.

—¿Vas a pedir algo o te vas a quedar ahí como un pasmarote? —dijo al fin sin alzar la voz.

—Hemos vuelto.

—Sanos y ricos, ya lo dijiste antes, y a lo visto igual de pasmado que marchaste. Esto no tardará en colmarse de gente hambrienta y con sed, es lo que tienen los caminos en estío.

—No, no, han ido todos a Toledo —balbuceó él como un tonto.

Ella negó con la cabeza, paso un trapo por el mostrador, agarró una de las jarras llenas de vino la puso ante el azorado muchacho que de repente se había quedado sin palabras ni ideas, y entró en la cocina.

Cuando volvió a salir sobre el mostrador había dos frutos redondos y amarillos y una barrita retorcida de un palmo de larga y de color tierra, ella tomó uno de los frutos y lo olió.

—¿Qué es, huele bien?

—En efecto, aunque sabe a rayos, cuando lo pruebas te quema la boca, pero resulta muy refrescante mezclado su jugo con agua fresca, los moros lo llaman laymun. Lo dan unos árboles medianos preciosos, no te lo puedes imaginar, tienen las hojas verdes lustrosas y en medio están cargados de frutas amarillas, nunca vi cosa semejante.

—Debe ser parecido al membrillo.

—Si pero no pierde las hojas en invierno.

—¿Y esto qué es?

—Cátalo, es una golosina, muy dulce. Los moros lo llaman alfeñique, lo hacen con el jugo de unas cañas.

—¿Y has traído todo esto para mí?

—Sí, para ti. Me gustas y te quiero cortejar.

—No quiero nada de esto, ni de ti tampoco, no soy una mujer libre.

—¿De quién eres? El arzobispo no puede tener esposa, es un cura.

—¡Qué más quisiera yo que ser su esposa!, con un canto en los dientes me daba. Tan solo soy una sierva y como tal de su propiedad.

Bernardo se quedó helado al oír aquello, ella añadió:

—Como esta cantina, los que aquí trabajamos, o aquel burdel y las chicas; todo el campamento, incluso los terrenos desde Toledo hasta Calatrava pertenecen a don Martín López de Pisuerga, arzobispo de Toledo. Toma, es mejor que guardes esto para quien lo merezca —alargó las golosinas y regresó a la cocina.

Cuando volvió a salir llevaba una escudilla de cortezas recién fritas que dejó frente al muchacho. Le llenó un tosco vaso de madera con vino de la jarra y le dijo con un sonrisa que a Bernardo le iluminó el alma:

—Venga no estés tan serio y cuéntame como ha ido la incursión.

—Me duele que desprecies mis presentes he tenido que jugarme la vida para traértelos.

—¿Y mientras luchabas por estas minucias pensabas en mí?

—Siempre lo hago.

—¿Incluso cuando estás con otras?

—No hay otras.

Ella sonrió un tanto arrebolada, por suerte la llamaron de la cocina y debió acudir. Cuando volvió él estaba catando las cortezas, ella comió una y bebió un trago del mismo vaso.

—La cabalgada ha sido muy provechosa, el obispo nos adeuda un buen dinero que no tardaremos en cobrar. Porque cobraremos, ¿no?

—No pases ansia, don Martín siempre cumple.

La sonrisa de esos labios tan bonitos horadaba algo muy hondo en el ser del muchacho, él lo percibía y se sentía desvalido, contento pero desvalido ante ella.

—Hemos traído muchos caballos y ganado, y muchos cautivos sanos y fuertes.

—Vas a ser un hombre rico —dijo ella en tono burlesco.

—Todo fue bien hasta que la milicia de Sevilla salió en nuestra persecución, ya veníamos de vuelta cuando nos supimos perseguidos. Les hemos llevado ventaja hasta cruzar el paso de El Muradal. Allí nos hemos separado de los peones que han seguido el camino hasta Alarcos, a dos días de marcha, para pedir que nos mandaran refuerzos.

—Pero esos refuerzos no llegaron, ¿verdad?

—Más o menos, escucha y verás. Estuvimos guardando el paso casi toda la mañana, cerca del mediodía una polvareda nos anunció la llegada del enemigo, eran varios miles de jinetes galopando muy decididos. Nos calamos los yelmos, ajustamos las cotas, montamos, embrazamos las lanzas y formamos por escuadrones. Luego salimos de las fragosidades que nos ocultaban a lo ancho, donde los caballos se pudiesen lucir. Enseguida ellos nos divisaron, estaban a tiro de flecha, comenzaron a gritar, proferían unos aullidos como ratas en celo. Nosotros espoleamos nuestras monturas lanza en ristre, pude ver al grupo con el que íbamos a chocar, y me asusté, sí, no me importar reconocerlo, jamás vi a un arquero a caballo, esos moros galopaban sin sujetar la rienda, tensando el arco y apuntando mientras el caballo galopa veloz. A mi alrededor algunos cayeron heridos de flecha, otros continuaron galopando a pesar de las saetas que nos acribillaban, yo llevaba dos clavadas en mi escudo y una paso rozándome el cuello, mira, mira de poco no me mata.

Y Bernardo mostró un arañazo junto a la garganta que ella supo que no era de una flecha, pero acarició la rozadura con esos dedos tan tiernos y suaves como la cola de un gatito al tiempo que susurraba:

—Pobrecito.

—En el primer envite dimos con seis de ellos por tierra, a causa de mi corta experiencia astillé la lanza contra el pecho del caballo de mi oponente, los dos rodamos por tierra.

—¿Tú y el otro caballo?

—No, el moro y yo, y los dos caballos claro está. Oye, ¿te estás burlando de mí?

—No tonto, anda come que se están enfriando.

Él se llena la boca de cortezas y prosiguió más animado:

—Tuve la fortuna de levantarme primero, caí mejor pues él no esperaba la herida de su caballo, bueno ni yo tampoco, pero sin darme cuenta el peso de la lanza me venció el brazo y… Pero eso ahora no viene a cuento. La cuestión es que puesto en pie, aturdido y magullado por la caída, sin ver nada a causa de la polvareda corrí hasta donde mi caballo para agarrar la maza.

—¿No llevabas la espada al cinto? —preguntó ella, algo impaciente pues comenzaba a llegar gente.

—No, cuando cabalgamos la portamos colgada de la silla para que no estorbe. De refilón me pareció ver que el tipo trataba de levantarse, desenvainé la daga y fui a por él.

—¡Qué decidido!

—Visto de cerca era un moro muy grande, una barba espesa y negra le cubría la cara y me andaba maldiciendo en lengua de sarracenos, con ambas manos se sujetaba la pierna derecha que estaba retorcida en muy mala postura. Me abalancé sobre él y le hundí mi daga en la garganta.

—¡Qué valiente!

—Luego supe que se trataba de un principal, un general o algo así y estoy pendiente de la recompensa.

—¡Qué bien! Oye, tengo faena, luego nos vemos y me cuentas como acabó la refriega, ¿vale?

Sin aguardar una respuesta del muchacho, ella partió rauda a ver qué querían los hombres que ya andaban armando jaleo sentados en los bancos. Llevaba en cada mano unas jofainas llenas de aceitunas para que entretuviera el hambre sin destrozar nada.

Tal y como avanzaba la mañana fueron llegando los miembros de la partida. Venían exultantes ante la expectativa de beneficio, no volvían todos, en Alarcos quedaron las milicias concejiles de Toledo pues el rey dispuso que se reforzara aquella avanzada en previsión de la respuesta del moro a la ruptura de treguas. Los freires quedaron en su encomienda de Calatrava, con ellos llevaron la reata de caballos y casi todo el ganado mayor, no querían esclavos, pues ya tenían apalabrado con un grupo de familias gallegas la repoblación de las tierras entre Calatrava y Alarcos. Aquellas riberas del Guadiana no tardarían en estar roturadas y produciendo trigo, aceite y vino. El modo en que expulsaran de allí a los pastores de caballos que ahora se beneficiaban de los yermos pastizales ya sería otra cuestión. Lo mejor sería empujarlos hacia el Sur, hacia las serranías de la taifa de Córdoba y Jaén.

Don Martín entró en la cantina cual emperador en su corte, todos se pusieron en pie y aplaudieron al jefe. Éste fue hasta el mostrador, dijo unas palabras a la cantinera que le sonrió, aunque Bernardo quiso ver cierto mohín forzado en aquella expresión de alegría y marchó saludando a los que le vitoreaban como si fuese día de Corpus en las calles de Toledo.

—¿Y para esto hemos cabalgado toda la noche, sin tregua? —preguntó Dionisio bostezando aparatosamente.

—Yo estoy que me caigo de sueño, me largo a dormir —dijo Castrapuercos.

Cirilo también se levantó, aunque no dijo nada, y fue a sentarse en un hueco junto al capitán don Francisco Pacheco, que andaba devorando una escudilla de gachas con hambre leonina.

Bernardo no conseguía apartar los ojos de la cantinera, ella iba y venía sin prestarle la menor atención.

Un rato después Escarpia la llamó desde la cocina, ella entró y ya no volvió a salir. Cansado de esperar, Bernardo agarró por el delantal a una de las mozas que servía las mesas, para detenerla y le preguntó:

—¿Oye, la cocina tiene salida por detrás?

—Claro —respondió la mujer liberándose con un manotazo, sin ni siquiera mirarle.

Apuró el vino y pesaroso marchó. Al final de la calle, algunos hombres entraban y salían de la casa de las putas, que no solo de pan vive el hombre. Pasó por delante de la casa grande en la que solía alojarse el arzobispo, también presentaba un considerable trajín. Se detuvo contra la encina que una vez le acogió, a plena luz del día sería un tanto escandaloso que le vieran subido a sus ramas, pero la curiosidad y la rabia le consumían. Dio la vuelta a la casa, en el patio trasero dos mujeres llenaban un caldero de agua puesto al fuego, ¿quién querría bañarse con agua caliente en pleno verano?, agobiaba solo pensarlo.

—Hola, chaval, ¿ya has comido? —dijo una recia voz a su espalda.

Bernardo se sobresaltó por el manotazo en la espalda, don Martín tan desnudo como su madre le trajo al mundo, calzado con unas chanclas, cruzaba el patio arropado por las risas de las mujeres para ir a comprobar la temperatura del agua. Metió la mano en el caldero y ordenó:

—Perfecto, ya la podéis entrar. Tú, si estás ocioso, ayúdalas, vamos, antes que se enfríe —y entró al interior de la letrina, un cuartito en un rincón del patio.

Bernardo agarró un par de cubos de agua humeante y siguió a una de las mujeres; en la casa fueron hasta el dormitorio, el mismo espiado por Bernardo desde la encina, desde dentro resultó una habitación muy grande, en cuyo centro habían colocado una tina en la que vaciaron los baldes de agua caliente.

—Vayamos a por más agua —ordenó la mujer.

Así hicieron dos viajes más, cuando traían el tercero encontraron a don Martín dentro de la tina, le vaciaron los cubos encima, él rebufaba de placer. Ya se iban cuando ordenó:

—Alcánzame el jabón muchacho y el estropajo.

Así lo hizo Bernardo y se quedó parado viendo como el arzobispo frotaba el uno contra el otro, mientras decía:

—Es lo único bueno que tienen esos mahometanos de mierda, la costumbre del baño. Deberíamos adoptarla, hacerla obligatoria, aunque en cuanto las gentes lo probaran pagarían por bañarse. Ah, esto es una delicia. Toma frótame la espalda —y alargó la mano con el estropajo jabonoso.

Bernardo iba a cogerla cuando una voz a su espalda anunció:

—Ya lo hago yo, puedes irte.

Era la cantinera, se había peinado y mudado el vestido por uno muy escotado. Estaba preciosa y sonreía encantadora. Bernardo le entregó el estropajo al tiempo que le decía al oído:

—Me he meado en uno de los cubos de agua.

—Majadero —espetó ella.

—Prométeme, por lo menos, que no te acostarás con él —suplicó el muchacho.

—Siempre que él me quiere me tiene, por las buenas o por las malas, es mi obligación. Ya te advertí que soy suya, nada puedo evitar.

Los ojos de ambos estuvieron unidos hasta que el clérigo reclamó su estropajo jabonoso.

 

 

 

 

 

Capítulo 13

En Marrakus, enero de 1213

Acampados en aquella llanada, a orillas del Wadi Anae descansando de la marcha que ya duraba veintiséis días, acudí a la tienda donde mi padre rezaba, aguardé, siempre me ha merecido tremendo respeto ese momento en que un hombre entabla comunión con El Digno de Ser Amado.

Cuando acabó, mi padre me invitó a tomar asiento entre los emires y alfaquíes que le rodeaban y nos leyó la cita de un hombre santo: “La guerra es algo peligroso y la vanidad y la soberbia del caballero pueden inducirle al pecado. No es que necesariamente debamos matar a los paganos si hay otros medios para detener sus ofensivas y reprimir su violenta opresión sobre los fieles. Pero en las actuales circunstancias es preferible su muerte para que no pese el cetro de los malvados sobre el lote de los justos, no sea que los justos extiendan su mano a la maldad”.

Aquellas palabras inundaron mi espíritu de luz y quise saber acerca del santo hombre que las pronunció, algunos de los presentes se unieron a mi interés y el califa nos dijo que se trataba de un hombre que había proclamado la Guerra Santa contra el infiel, la misma que a nosotros nos motivó a abandonar nuestros hogares, desatender a nuestras familias, ceder nuestros asuntos en manos de validos y tesoreros, arriesgar nuestras vidas en pos de la fe verdadera y la lucha contra la impiedad.

Aquel hombre ideó una milicia en que sus componentes estaban entregados a la adoración a Dios, pero prestos a tomar las armas para defender caminos y peregrinos, algo semejante a los morabitos que viven en armonía en las remotas fronteras. Incluso dedicó un sentido elogio a dichos monjes soldados que mi padre buscó en su libro y nos leyó: “Aspira esta milicia a exterminar a los hijos de la infidelidad, combatiendo a la vez en un doble frente: contra los hombres de carne y hueso y contra las fuerzas espirituales del mal”.

Sabias palabras a fe mía, yo mismo hubiese ingresado en ese momento en cualquiera de los morabitos a las órdenes de ese hombre santo, fallecido cuarenta y dos años atrás. Quise, todos lo suplicamos, saber el nombre del santón y cuál no sería nuestra sorpresa y mi perplejidad al pronunciar mi padre: Bernardo de Claraval, abad del Cister e ideólogo de la Orden del Temple.

El califa ordenó que nos sirvieran un refrigerio, durante el cual los generales le informaron del estado de las tropas, todos los hombres anhelaban con fervor el choque con los politeístas, cuyas fuerzas se sabían acampadas en las afueras de Tulaytulah. Nuestros espías nos informaron de los acuerdos de ayuda con el de León y el de Navarra, pero estas fuerzas aún estaban en camino y el de Castilla los aguardaba impaciente. Juntos o separados nuestro ejército los exterminaría como a ratas en un granero.

Luego mi padre nos relató un sueño habido la noche anterior, creo recordar que dijo así:

—Pase la noche sobre mi alfombra de rezos, prosternándome y rezando a Alá, El Glorificado, para que éste ayudará a los musulmanes aquí reunidos contra los enemigos de la fe. Al amanecer caí vencido por el sueño, como humano que soy, me quede dormido en el oratorio, entonces vi una puerta que se abría en el cielo, y de ella salía un caballero, hermoso y perfumado, montaba un caballo blanco muy brioso y llegó hasta mí. Portaba en la mano una bandera verde desplegada. La bandera era tan grande que cubría el horizonte. El caballero me saludó y yo le pregunté quién era, aunque pensaba que era el arcángel Gabriel. “Soy un ángel del séptimo cielo”, me respondió.

Ahí los alfaquíes alabaron al Señor, yo guardaba respetuoso silencio y los generales respiraban excitados, los puños apretados en torno a los pomos de los alfanjes.

“He venido para anunciarte la buena noticia de la victoria concedida por El Todo Poderoso a ti y a tu grupo de combatientes por la fe, a los que están bajo tu bandera, deseosos del martirio y de la recompensa de Alá”. Después me cantó estos versos:

“La buena noticia de la victoria de Alá te ha llegado para que sepas que Alá ayuda a los que le ayudan”.

“Alégrate de la victoria de Alá, porque está cerca. Cierto es que la caballería de Alá es victoriosa”

“Exterminará a los ejércitos de los idólatras por la espada y la lanza. Vaciará también tierras que ya no serán pobladas”.

Entonces todos tuvimos la certeza de la victoria y supimos que aquel castillo en el horizonte, a medio construir, y al que los cristianos denominaban Alarcos no tardaría en ser nuestro.

—¡Nasir, Nasir, no hallamos a Bicho!

La súbita entrada de Membrillo en el despacho ha sobresaltado a Al-Nasir, que se alza de un salto sobrecogido por la pena que acongoja a la muchacha por la perdida del gato.

—¿Qué sucede? —pregunta al tiempo que la estrecha contra sí.

—Es Bicho, no le hallamos, creo que le ha pasado algo.

—¿Qué quieres que le haya sucedido, mujer?, estará escondido en cualquier rincón.

—No, no, creo que le han hecho algo —y sólo de pensarlo estalla en llorera.

—¿Está aquí, le has encontrado? —pregunta Sombra tras cruzar la puerta tan azorada como la otra.

Pero al ver a su amiga abrazada al califa y llorando comprende que no.

Bicho, ¿dónde estás? —y su llanto se une al de Membrillo.

Al-Nasir trata de consolar a la pareja, apenas consigue abarcarlas con sus brazos, las besa y achucha y lejos de contagiarse de la pena por el extravío del gatito, siente crecer en su ánimo cierta carnalidad.

Da unos pasos hacia el diván, toma asiento y ellas con él. Se recuesta sin desprenderse de ellas, el llanto ha cesado, sólo algún hipo ocasional, muchos mocos y algún aspaviento. Los tres intercambian besos y caricias.

—Tranquilas, ahora mismo ordeno a mi guardia que busque al gato por toda la casa. Sin duda se habrá metido en cualquier rincón a dormir —asegura él.

Sus manos ya andan explorando la pareja de cuerpos suaves y cálidos, pero ellas se muestran renuentes y esquivas.

—Quita, has dicho que avisarías a la guardia —protesta una.

—Bueno, sí, en cuanto…

—No, primero que inicien la busca, ¿y si le ha pasado algo? —alega la otra.

Al-Nasir ha girado sobre sí mismo y monta sobre Membrillo a la que tiene medio desnuda. Sombra palmea con toda su fuerza, que no es mucha, el culo del hombre que ha comenzado la copula con su amiga y acude al balcón. En cuanto lo abre un triste maullido la llena de alegría.

—¡Bicho!, ¡es Bicho, está subido a este árbol!

Pero aunque Membrillo quisiera acudir a acoger al gatito se halla bastante impedida en ese momento.

 

 

 

 

 

Capítulo 14

En Toledo, octubre de 1194

De todo se halla en la populosa ciudad de Toledo, aunque algunos insisten en apelarla “multicultural” lo cierto es que entre la amplia oferta de placeres y servicios la cultura es de lo más recóndito que puede hallarse, aunque también.

Puesto que en Toledo gravita la administración judicial de todo el territorio de soberanía castellana al sur de la cordillera central y no son pocos los pleitos a cuenta de las depredaciones de los señores de la guerra, la caterva de abogados, juristas, escribanos, leguleyos y procuradores es infinita. Y como en ella conviven pobladores tan diversos como castellanos y francos, moros y judíos; gentes en fin venidas de los cuatro puntos cardinales, la necesidad de traductores de todas las lenguas se hace imperiosa.

También es Toledo el punto de partida y la meta de las relaciones económicas, diplomáticas, y militares con Al-Andalus. En sus mercados se compra y vende o se chalanea el fruto del pillaje de las cabalgadas; en la plaza Zocodover, uno de los mercados más dinámicos de la península, tan pronto sale a subasta una buena yunta de bueyes, como un lote de esclavos morunos o cristianos, a nadie interesa su filiación o el Dios a quien encomienden su miserable vida, tan solo que sean buenos para trabajar en el campo o en el burdel, dóciles en el trato y sumisos para evitar castigos que estropeen el género.

Pero ante todo es una ciudad, la ciudad, de frontera y por ende en sus calles hay militares, hombres de armas que van y vienen a todas horas, milicias concejiles, milicias reales, milicias nobiliarias, milicias de la Iglesia, de las Órdenes, etcétera. Y puesto que hay militares hay dinero en circulación, si algo maneja el oficio de las armas es el dinero, el arma por excelencia, y donde hay dinero hay quien satisfaga todas las necesidades del poseedor de dicho dinero: comida y bebida, de la calidad exigida y en la cantidad requerida; sexo en todas sus variantes, incluso las más innombrables.

A la llamada del dinero acuden vividores de toda especie y en calles y plazas encuentras: chamarileros de variados cachivaches; juglares de labia pronta; saltimbanquis buenos y mediocres; adivinadores sin futuro, magas y hechiceros con ungüentos mágicos y elixires milagrosos capaces de conseguir el amor o la venganza; ladrones de todo; prostitutas de toda edad, condición y precio; sanadores y sacamuelas; ropavejeros; espectáculos con animales, desde el que juega con serpientes, al que hace bailar al oso, o el que tiene un perro que hace monerías.

También hay lugar para el juego y las apuestas en partidas de naipes, dados, tabas, peleas de gallos, cruentas peleas de perros o luchas entre hombres a golpes o a navaja, etcétera.

El rey posee importantes intereses económicos en la ciudad y su alfoz: alcázares, huertos, casas, mesones, ganados y cuadras, explotaciones agrícolas, viñedos, regadíos, amplias dehesas, por lo que reside con frecuencia en la ciudad. Ello atrae a los vividores y siervos de su corte, todas las casas linajudas se ven obligadas a mantener en Toledo residencias y propiedades para mantenerse cerca del poder real y evitar que otros blasones les arrebaten alguna prebenda, ello insufla gran cantidad de dinero en la economía de la ciudad, con lo que la rueda de la oferta y la demanda lejos de menguar acrecienta su giro.

Toledo representa la pujanza de Castilla, su porvenir, es su punto de partida en la expansión hacia el Sur.

Es menester descansar de los trabajos del verano, la cabalgada fue provechosa pero agotadora, el arzobispo y los suyos pasarán el final del verano en la ciudad gozando de sus dones y los bienes adquiridos.

El campamento no queda abandonado, aprovechan la ausencia de la mayoría de sus pobladores para emprender obras de mantenimiento: vaciar las letrinas y fertilizar los campos; aprovisionar las despensas de harina, tocino, legumbres, leña, etc. Mejorar la disponibilidad de agua, don Martín quiere construir una gran alberca que se alimente directamente del río, para no sufrir escasez de agua en lo más duro del estío, pero el presupuesto resulta muy elevado, un reputado zahorí le ha señalado un punto cercano al patio de la cantina donde hallarían agua viva, pero ahondar un pozo resulta tan oneroso como excavar la alberca y construir la acequia desde el río. ¡Qué suerte tienen los cochinos infieles, la vega del Guadalquivir es un vergel gracias a la cantidad de agua que hay por todas partes!

Don Martín ha instalado a los suyos en una casa anexa a la catedral de Santa María en la que reside. En la medida de lo posible prefiere no vivir alejado de las habilidades culinarias del fiel Escarpia y de las atenciones amatorias de su hermana.

Bernardo y Castrapuercos han seguido la estela del séquito del arzobispo con la escusa de cobrar. Fue un domingo después de una solemne misa de agradecimiento en la mezquita catedral primada, don Martín abonó a cada uno lo suyo. A nadie importó el rumor de lamentos que, mientras el coro cantaba la misa y todos daban gracias a Dios, provenían de la plaza del mercado donde los mayoristas vendían por lotes a los cautivos de la cabalgada, al mejor postor.

—Esta iglesia es muy rara —dijo Castrapuercos con los ojos fijos en los arcos entrecruzados partiendo de un bosque de elevadas columnas.

—Toledo fue conquistado a los moros sin derramar una gota de sangre por el abuelo de don Alfonso, el sexto rey de los suyos. Una de las condiciones de la capitulación era la promesa del rey de respetar las mezquitas y la religión de los moros. Esta era la mezquita mayor de los infieles, aquí se ha rezado al dios de los mahometanos.

Tras la cruenta afirmación de don Francisco Pacheco los muchachos que le escuchaban se miraron como si estuvieran sucios, el capitán prosiguió:

—Dos años después de ocupada la ciudad, pacificados los ánimos, el rey debió ausentarse, asuntos de Estado reclamaban su atención; en la ciudad quedaron al mando su esposa Constanza y el abad del monasterio de Sahagún, Bernardo de Cluny, que por aquel entonces era arzobispo de Toledo. La dama y el clérigo, de mutuo acuerdo y aprovechando la ausencia del rey, enviaron gente armada a tomar la mezquita por la fuerza, expulsaron de ella y de sus anexos a los alfaquíes, los curas moros, y a sus familias, e instalaron una campana en el alminar, lo que indignó a la población morisca. Algunas voces clamaron por la rebelión y a punto estuvo la sangre de llegar al río. Enterado el rey, montó en cólera, dictó sentencias de muerte, pero fueron los propios musulmanes los que intercedieron para evitar males mayores. La cuestión es que desde entonces la mezquita fue catedral y nunca más volvieron a rezar aquí al dios mahometano.

—Fijaos con que alegría reparte dinero don Martín López —comentó Dionisio.

Allí mismo en el patio de la antigua mezquita, reconvertida en catedral, el arzobispo tomaba la cantidad de monedas de un arca que su contable le indicaba y se las entregaba al beneficiario que fue llamado por el escribano según una lista de filiaciones en la que consignaba los pagos.

—No te extrañe, tiene la certeza que todo ese dinero revertirá en sus arcas —afirmó el alférez.

—Ah, los Aguado, creo conocer a vuestro tío el muy piadoso obispo de Nueva Villa —y don Martín alargó su mano para que besaran su grueso anillo de oro coronado por una piedra roja enorme.

Cirilo fue el primero en tomar la mano y al tiempo que ofrecía una reverencia tocaba el anillo con los labios, luego manifestó:

—En efecto eminencia y nuestros padres os envían sus mejores deseos y un sentido abrazo.

—Saludadles de mi parte, imagino que acudiréis a casa a pasar la Natividad, ¿no?

—Claro, claro —respondió Cirilo antes de dejar paso a sus “hermanos”.

Echó un rápido vistazo a las monedas recibidas, trescientos sueldos, buen dinero, aproximadamente el salario de tres años de un campesino; lo que costaban los arreos de un caballo o lo que costaba una espada, en definitiva una miseria por jugarse la vida.

Aquella noche Bernardo y la cantinera yacían desde el ocaso, la tarde fría y lluviosa invitaba a estar en la cama, no dormían tan solo estaban abrazados pensando en sus cosas.

—¿Qué harás este invierno? —preguntó ella.

En la penumbra su voz sonó como la premisa de un juez.

—No sé, no he pensado en ello.

—¿Irás a ver a tus padres?

—Lo único que me apetece es estar así —y apretó el seno que sujetaba con la mano izquierda.

Estaba agarrado a la espalda de la muchacha y la besó sobre el hombro.

—¿Por qué no te vienes conmigo?

Antes que ella pudiese responder una mano golpeó en la puerta, abrió, y desde el umbral una voz de mujer anunció:

—Don Martín te llama —y marchó dejando la puerta abierta.

Ella se levantó de la cama como si hubiesen accionado un resorte.

—¿Tienes que ir?

Ella le miró como si le viera por primera vez y tras encogerse de hombros respondió: