—Si era fea podría tratarse de caridad y no un pecado. Yo he visto molineras a las que no te acercarías ni borracho. La tenencia de harina siempre a mano las lleva a engordar como cerdas preñadas.

La explicación no convenció a Cirilo.

—La recuerdo como una mujer hermosa, de piel blanca, y no del trato con la harina sino del baño diario, pues gustaba de asearse a menudo. Gastaba un jabón de lavanda y romero que ella misma fabricaba para vender en los mercados. Sus cabellos eran castaños y solía llevarlos cortos. Cuello largo, sin máculas, seno abundante, cintura estrecha, caderas anchas y redondas, culo prieto.

—¿Viste el culo a tu tía?

—La vi por entero, culo, tetas, coño, todo, pues aquellas visitas se repitieron todos los días mientras duró la ausencia de mi tío. Y no solo fornicaban de noche, también lo hacían de día, por la mañana, a mediodía, por la tarde. A cualquier hora del día o de la noche que acudiera a la llamada de los jadeos los hallaba copulando como si el mundo fuese a acabar.

—Jesús, que afición.

—Llegó mi tío y me sentí en la obligación de delatar aquella situación, pero no fui capaz; mi tía le recibió con el acostumbrado despego, el maestrillo se centró en mi gramática y durante unos días todo volvió a la normalidad. La pareja intercambiaba miradas de complicidad, entre ellos había tal deseo reprimido, yo entonces tan solo percibía cierta tensión en la casa a la que mi tío era ajeno.

—¿Tus tíos no…?

—No, ¿qué?

—Hombre Cirilo, no… Que si no honraban el matrimonio como está mandado, hombre de Dios.

—Esa cuestión anduve espiando algunas noches, hasta que concluí que mi tío derramaba antes de tiempo.

—Vaya por Dios, de ahí la insatisfacción de tu tía. Nada hay más peligroso para un matrimonio que una mujer necesitada.

—No tardó la pareja en reanudar sus cópulas, aprovechaban cualquier momento, cualquier escusa que mantuviera a mi tío ocupado. El docente pasaba todo el día en el molino, llegaba a primera hora de la mañana me dictaba la lección con la escusa que iba retrasado en latines, mi tío me soltaba un pescozón y en cuanto acudía a sus quehaceres ellos se enganchaban en gozoso coito: en el suelo, sobre una mesa, contra la pared, sobre los sacos de grano o revolcándose en la paja de la cuadra. Yo estaba más pendiente de sus cópulas que de las palabras de Cicerón y en aquellos días aprendí no pocos secretos de las relaciones humanas.

—¿Por ejemplo?

—¿Qué?

—No, que estaría bien conocer algún detalle, para evaluar el grado de pecado, nada más.

El cura parecía entusiasmado con la historia y Cirilo cada vez más angustiado percibió que aquella confesión lejos de aliviar su conciencia era una daga oxidada removiendo una herida mal cicatrizada.

—Al cabo de unos meses de absoluto desenfreno, las risas tornaron llantos, las cópulas menguaron en premura, desaparecieron los jadeos y las alegrías amatorias. Menudearon los conflictos y las discusiones tomaron cuerpo.

—¿Entre tus tíos?

—Entre la pareja. Mi tía estaba preñada y tras doce años de matrimonio sin concebir, temía la respuesta de su esposo cuando se enterara de la buena nueva.

—Se han dado casos de parejas que engendran pasados los años… —pero la evidencia de sus propias palabras acalló el razonamiento en la boca del cura antes de exponerlo.

—¿Cuál fue la reacción de tu tío ante la buena nueva?

Cirilo pensó un momento la respuesta, concentrado en su doloroso recuerdo.

—Mi tío no era tonto, adivinó lo sucedido, se supo coronado de cuernos, pero también se sabía en boca de comadres por la ausencia de prole en su matrimonio. Una pareja joven y sana sin hambres ni necesidades que no críe siempre es motivo de chismes. La preñez habida en la casa tras un periodo de visitas continuadas de otro hombre daría tema para chanzas hasta que naciera el bastardo, era menester buscar una solución. Fui enviado por mi tío a la casa de cierta maga en busca de remedios contra la esterilidad, volví con amuletos, hierbas y pociones. Pronto toda la villa sabría que el molinero buscaba descendencia por todos los medios. Aquella noche mi tío despidió al escribano y le pagó sus servicios, el tunante marchó con una buena bolsa y satisfecho de haber escapado del desatino, no se despidió de mí pues no me halló, me debió creer retirado llorando mi pena, pero yo le aguardaba oculto en el camino cual bandolero, cuando alcanzó mi escondrijo salté sobre él y le hundí varias veces en el cuello la daga que me había dado mi tío. Aterrado de mi acto, le robé la bolsa del dinero y regresé al molino.

—Mataste a un hombre a tan tierna edad —el cura sacudió la cabeza con pesar.

Cirilo permanecía humillado, silencioso, aguardando el perdón. El cura iba a preguntar si eso era todo, pero consideró que era suficiente. Alzó la mano y proclamó la absolución y acto seguido impuso una penitencia suave:

—Me asistirás en las horas mayores, es decir Maitines, Laudes y Vísperas, durante un año. Tocarás la campana y me ayudarás en misa.

Cirilo asintió, se levantó y abandonó la iglesia, aún estaba confuso y en absoluto aliviado. Quizás porque no contó toda la verdad.

Mintió: “cierto que cometí un crimen, pero no en la cabeza del escribano. Mi tío maldijo al saber a su esposa embarazada, de sobras sabía que no era su fruto, dedujo que tan solo podía ser del maldito escribano, quizás mis comentarios ayudaron en esa deducción, aunque alguien calificaría dichos comentarios de chivatazo”.

—“¿Para eso te sirve saber de letra, cabrón, para joder al prójimo? Tú me has dado un hijo, pues yo te he de arrebatar el tuyo” —clamó mi tío afrentado.

“Y yo fui el instrumento de su venganza. De noche subrepticiamente me introduje en la casa del escribano, hombre casado y con familia, me acerqué a la cuna en que dormía un bebe de meses, creo que seis o siete, estaba despierto y me miró con aquellos ojazos simples y confiados de los niños queridos. Le hice unas torpes carantoñas que captaron toda su atención y cuando comenzó a agitar los brazos y las piernas bajo la ropa de cama, le introduje en la boca una bellota de buen tamaño que él estuvo chupando hasta que intentó tragarla sin conseguirlo y me quedé mirando cómo se asfixiaba con ella”.

“La maga, sí que fui a buscarla pero para que malograra el embarazo de mi tía, aquello supuso una discordia espantosa, pues la embarazada se negó a perder el crío hasta que fue obligada, y la fuente inagotable de un odio y un rencor infinito en la pareja, y yo en medio”.

“Luego supe que la esposa del escribano estaba encinta y que por causa de la pena, dijeron las comadres, perdió al niño que esperaba”.

“Sin saber cómo ni por qué yo era responsable de la muerte de tres infantes y esa losa cayó sobre mí sin saber cómo ni por qué, y desde entonces que me amarga la existencia. Poco tiempo después mi tío me vendió a los Aguado, una pujante familia de la comarca que andaba recabando siervos para trabajar los campos y cuidar de los ganados, con el fin de armar caballeros a sus tres hijos”.

“Cierta noche tuve entre mis manos al hijo de Gumersinda, tentado estuve de ahogarlo, habría sido tan sencillo, se coloca un cojín sobre su carita y en unos instantes una vida que se desvanece. Pero no fui capaz, algo me dijo que aquel infante, que no era mío, pertenecía a Gumersinda y que si algo malo le sucedía, ella sabría que yo era culpable y lo pagaría con mi miserable vida. En el fondo soy un cobarde y esa certeza me ha llevado a caer en la más asquerosa embriaguez”.

“El trato con Escarpia, ese puto jorobado capaz de amar hasta el punto de consentir que le jodan la vida, es que Gumersinda permanecerá en Calatrava hasta que alumbre y luego vendrá conmigo y nunca, nunca más, volverá a verla, ¿cómo puedo ser tan vil?”.

 

 

 

 

 

Capítulo 24

En Marrakus, mayo de 1213

Un jueves, al anochecer del 22 de rabi del año 595 de la hégira, eso corresponde al 22 de enero de 1199 de la era cristiana, falleció mi padre. Ulemas y alfaquíes dijeron a las gentes, y así fue transmitido en las crónicas, que Al-Mansur El Victorioso, el califa santo, no murió sino que sufrió una “ausencia”, como ya dije. Bien, yo vi el guiñapo de piel y hueso en que quedó reducido aquel hombre todo vida y exceso. Los ayunos privaron de carne a un cuerpo amante de la buena mesa; ansioso del hartazgo sensual, para el que todos los placeres del mundo debían ser degustados hasta la extenuación: comida hasta el vómito, bebida hasta la embriaguez, mujeres hasta el hastío.

Murió aterrado, las creencias religiosas deben ser un alivio para el Hombre y no una carga, hemos de vivir felices en la creencia que El Todo Comprensivo nos ama y llegado el momento de enfrentar Su juicio ser consecuentes con nuestros actos.

Para evitar posibles disturbios de la plebe se mantuvo en secreto el fallecimiento del califa. Fue enterrado provisionalmente en el salón de su palacio, una vez yo fuese proclamado y asegurado en el gobierno, trasladamos el cuerpo al mausoleo de Tinmallal, donde reposa al lado de su padre y su abuelo, acompañados del Mahdi.

Diré de mi padre que fue un sincero musulmán, que dirigió la oración siempre que pudo; administró justicia a las gentes humildes, cuando le fue posible; fue celoso en el control de los altos funcionarios, y no dudó jamás a la hora de sancionar fraudes y corruptelas; castigó los abusos y en no pocas ocasiones, cálamo en mano repasaba él mismo las cuentas de los recaudadores. Gobernó con mano firme y segura, dotando al imperio unitario de notable prosperidad.

Añadiré para concluir este panegírico que el trato frecuente con sabios, literatos y filósofos andaluces minó su fe y llegó a dudar de la infalibilidad e impecabilidad del Mahdi. Cuentan que en cierta ocasión afeó la conducta de un alfaquí de Jaén por afirmar que había estudiado las obras de Ibn Tumart, pues un tâlib no debía estudiar más que el Alcorán y la Sunna.

Y muy a pesar que el Mahdi ordenó seguir la interpretación literal del libro sagrado, en cuanto a los preceptos canónigos y jurídicos, sin dejar lugar al juicio personal, ni a la analogía, ni él ni Abd Al-Mumin, ni mi abuelo Yusuf I, declararon abiertamente la guerra al malikismo que era la escuela unánime seguida en el Magreb.

Mi padre por el contrario, proscribió todo lo que no fuera el estudio directo del Corán y de la Sunna y su interpretación en el sentido literal más estricto. Declaró la guerra al malikismo y prohibió la enseñanza de los manuales de jurisprudencia aplicada, quemó libros, asesinó alfaquíes, destruyó madrazas, arrumbó mezquitas. Aunque también las construyó y esplendidas, como ya queda dicho.

La prosperidad de la Hacienda Pública fue tan inmensa en su tiempo que pudo dedicar grandes sumas a financiar la ampliación de la capital Marrakus, con la construcción del barrio imperial de Al-Saliha o la propia fundación de Ribat al-Fath, la gran remodelación de Isbilia, la construcción de Aznalfarache y las grandes obras de mezquitas, escuelas, hospitales, puentes, cisternas, y posadas a lo largo del imperio, así como la infinidad de depósitos de vituallas y pertrechos a lo largo de las rutas por las que luego avanzaban los ejércitos que le proporcionaron tan sonoras victorias, como ya quedó dicho.

En tales circunstancias accedí al poder. Con apenas diecisiete años imploré la ayuda de El Benéfico para sobrellevar la ingente tarea que me cayó encima. Mi padre llevaba algún tiempo enfermo, su vida de ascetismo y piedad extrema no auguraban una vida mucho más longeva y sin embargo me pregunto ¿cuál es el motivo que lleva a los santones a prolongar su vida hasta avanzadas edades viviendo en la más absoluta privación y en cambio cuando un poderoso practica el ayuno, sufre tan severo menoscabo que acaba enterrado? Imagino que será cosa de la gracia divina.

Mantuve en el cargo a todos los funcionarios nombrados por mi padre, quizás fue un error, debí nombrar a mis compañeros, subir al poder a mi camarilla, a mis amigos, a mis parientes, bueno de hecho todos esos funcionarios son parientes míos, pero ahora percibo mi soledad, ahora y desde siempre; carezco no solo de amigos, tampoco tengo partidarios o adeptos. Y no hubo oposición ni voces en mi contra.

La situación que hallé en Al-Andalus fue de absoluta tranquilidad, el reino de León era nuestro aliado e informante fiel de las actividades de los reinos cristianos, con los que manteníamos treguas firmadas. Nada había que temer en esas fronteras en los próximos años.

Sin embargo en Ifriqiya los Banu Ganiya, apenas supieron de la muerte del califa alzaron la rebelión y sembraban la ruina y el desorden por doquier. Las noticias eran temibles, toda Ifriqiya excepto Túnez y Constantina, estaban en manos de esa rata Yahya Ganiya, nuestra autoridad en entredicho, mis funcionarios decapitados, los tesoros de las ciudades arruinados, los depósitos estatales saqueados, las gentes cautivadas, los ganados robados. Era menester acabar de una vez por todas con esa ralea.

Apostado en el pasillo el mayordomo aguardaba, ha estado durante semanas cebando al gato de las muchachas de los cojones y sabía que acudiría a la llamada de la golosina. Probó con todo hasta descubrir que el hígado de pichón cegaba al animal; aunque estuviese ahíto no podía evitar la tentación.

—Ahí viene.

El animal aprendió a escapar de la estancia de las mocosas, saltaba al jardín por la ventana, trepaba al limonero y entraba al pasillo donde sabía que le aguardaba su ración de manjar.

El mayordomo sonrió, el animal confiaba, se acercó con elegantes aunque cautelosos pasos, arqueó el lomo, y para evitar que maullase y le siguiera le permitió oler la pitanza que traía envuelta. El gato olfateó y se relamió, intentó atrapar el bocado, pero el mayordomo lo impidió, le dijo “ven” pero el gato dudó, dió un paso hacia el hombre, pero de repente perdió el interés al verle marchar pasillo adelante.

—Ven, Bicho, mira lo que tengo, toma —insistió el hombre.

Pero el animal se sentó y se lamía la garra derecha inconmovible. El mayordomo regresó sobre sus pasos, atrapó al gatito de un puñado y se lo llevó con él.

Los diez últimos años Ifriqiya estuvo abandonada a sus fuerzas, que visto lo visto no eran lo que se dice en exceso eficientes. Apenas llevaba yo cuatro meses al frente del imperio almohade como Príncipe de los Creyentes, cuando se puso de manifiesto la fragilidad de todo el entramado de gobierno creado por mis antecesores en tan levantisca región. Un descendiente de los Banu Ganiya de Mayurqa, asentado en Ifriqiya, andaba abrasando el país con la ayuda de un renegado llamado al-Karim. El Preservador los tenga donde merezcan. Según las voces más pesimistas toda Ifriqiya, excepto Túnez y Constantina estaban en manos de los perros rebeldes.

La revuelta tomaba visos preocupantes, pues ciudad a ciudad, estaban dando al traste con tantos años de esfuerzos para someter la región y la sensación de impunidad que creaba nos dejaba en mal lugar. Parecía que cualquier loco, con algo que gritar y una espada en la mano, acompañado por una docena de los haraganes que merodean en los mercados de cualquier ciudad, era capaz de hacer tambalear el edificio administrativo del Estado Unitario. Edificio que como ya dije no era tan sólido como cabía esperar de la sanguinaria actuación de mis antecesores.

Mis alarmados consejeros juzgaron oportuno ordenar al gobernador de Bujía, Abi Hafs Umar, liberar la ciudad de Baya asediada por los revoltosos, a juzgar por los informes aquellos locos contaban con más de una docena de seguidores, pues eran capaces de asediar ciudades de cierta importancia. Por las referencias que tenía de ese gobernador, yo supe que destacaba mas como literato que como militar, pero para librarme de la tutela de la caterva de consejeros que me han arruinado la vida, tenía que dejar que se chafaran los hocicos en una empresa menor.

En la primavera del año 596 de la hégira, el 1200 de los cristianos, airoso y marcial, el ejército partió de Bujía, pero en las inmediaciones de Constantina cayó en una emboscada, apenas cundió el pánico las tropas se desmandaron, todos corrieron desperdigados en un “sálvese quien pueda”, algo que no he comprendido nunca del alma berebere, ¿cómo es posible que el miedo a la cuchillada supere a la disciplina castrense en hombres de probado valor? En vez de cerrar filas y enfrentar al enemigo, que en caso de emboscada siempre es menor en número, salían corriendo convirtiéndose en presas seguras.

La cuestión es que el contingente de árabes del ejército de Umar, aprovechó el desconcierto para saquear su propio campamento, unas ratas traidoras a las que habría de exterminar, y cambiar de bando. El general aprovechó la noche para llegar a Constantina con su reducido séquito de fugitivos. Aguardó unas semanas a que los caminos se despejaran de rebeldes, los cuales regresaron a sus casas con el fruto del pillaje a su flamante ejército, y luego regresó raudo a esconderse tras los seguros muros de Bujía. Fue destituido de inmediato tan pronto la noticia de su penosa actuación llegó a Marrakus.

Aquel verano vi reunir tropas y aprestar dineros con la intención que el recién nombrado gobernador de Túnez, uno de mis tíos el honorable Abu Zayd, partiese en campaña a sofocar la rebelión al mando de un nuevo ejército, pero resultó que aún duraban los festejos de su toma de posesión cuando supimos que la plaza estaba asediada. Rápidamente se reclutó otro cuerpo de ejército en Bujía, pero era tal el temor de sus mandos a las emboscadas de los revoltosos que se limitaron a perseguir partidas dispersas de árabes, quemar sus aldeas cuando las hallaban, violar a sus mujeres y asesinar a sus hijos, todo ello con el loable objetivo de pacificar el país.

Aquello no servía para nada y tuve que ponerme manos a la obra. Quiso El Calculador acudir en mi amparo y concederme un tiempo valioso para atender a los preparativos de la campaña que nos libraría para siempre de la pestífera presencia de los Banu Ganiya en Ifriqiya. Y fue que una disputa instigada por mis espías, hábilmente infiltrados entre los mandos rebeldes, alcanzó tales niveles de discordia que los socios dividieron sus fuerzas para enfrentarse en una lucha sin sentido, así son los perros prestos a disputarse el cadáver de su víctima aunque hayan de atragantarse con el bocado.

El renegado al-Karim orgulloso de su éxito en la toma de Al-Mahdiya, la ciudad que le fue entregada a su cuidado y gobernación, luego era de ver que no era para tanto si traicionas a la ciudad que debes gobernar, y de su azaroso asedio a Túnez, atacó a su socio Yahya Ganiya, al que consiguió sitiar en su feudo de Gabes y tomarle Gafsa, pero tal dispersión de fuerzas al final le valió una estrepitosa derrota y hubo de correr a refugiarse tras los muros de Al-Mahdiya, donde quedó asediado por Yahya.

Tuve ocasión de visitar esa plaza y a la vista de sus impresionantes muros, de nueva construcción y el magnífico puerto por el que los sitiados se aprovisionaban sin problemas, el asedio carecía de efectividad y podía prolongarse hasta que los asaltantes murieran de viejos. Pero el sagaz Yahya recurrió a un ardid que tuvo éxito merced a la ingenua credulidad de mi tío Abu Zayd. Con toda la humildad de la rata ante el queso Yahya pidió al flamante gobernador de Túnez dos naves de guerra para bloquear el puerto de Al-Mahdiya y a cambio le ofreció su sincera sumisión.

Aquel suceso relatado por el enviado del gobernador, un hombre serio y reposado en sus formas, fue causa de enojosa hilaridad en mi corte, debo reconocerlo.

En vez de dejar que aquellos dos se destrozaran mutuamente, Abu Zayd, sin duda pensó anotarse un buen tanto a su favor si lograba el sometimiento de tan persistente rebelde, envió las naves solicitadas a Yahya, y en pocas semanas faltaron las provisiones en la ciudad, éste ofreció la capitulación a su antiguo socio y una fraternal reconciliación, el ingenuo aceptó y acabó sus días entre horrendas torturas.

Libre de competidores y con las fuerzas de ambos reunidas, y con dos naves de guerra, Yahya Ganiya, que en ningún momento pensó en someterse a mi autoridad, quedó con las manos libres y un montón de recursos para extender su devastación y dominar la zona costera de Sifax, Gabes, Trípoli y adentrarse en el centro y el Oeste de Ifriqiya.

Y si aquel maldito prosperó y extendió su maldad por mi imperio no fue por desidia, como lenguas maledicentes han apuntado, costó cerca de tres años a mis generales vencer la revuelta alzada en el Sus, una región al sur de Marrakus, por un loco, un andaluz conocido como al-Faris y que ya en tiempos de mi noble padre fue perseguido por su atrevida doctrina y heterodoxas prédicas. El iluminado arrastró tras él a tantos secuaces que derrotaron a cuantas columnas militares enviamos contra él.

Finalmente tomé el asunto personalmente y me decidí a organizar un ejército bajo mi mando, mientras reunía a los soldados y pertrechos necesarios para la definitiva campaña de pacificación, envié mensajeros a las cabilas aledañas a la comarca donde triunfaba la revuelta advirtiendo a sus jeques, que el éxito de El Hijo de la Carnicera, eso significa al-Faris, se debía más a su desidia que al valor de sus enseñanzas y el número de sus secuaces, y que su captura sería una excelente forma de congratularse con el nuevo califa, yo. La amenaza surtió efecto, todos los vecinos de los Gazula, esos son los perros que acogían al visionario rebelde, cayeron de improviso sobre ellos desde todos los puntos, y en cuestión de pocas semanas la cabeza de al-Faris se pudría en una de las puertas de Marrakus.

Aquello sucedió durante el verano del año 598 de la hégira, el 1202 de los cristianos y coincidió con la excelente nueva de la conquista de la isla de Menorca por mi eficiente escuadra. Muy pronto iban a saber esas ratas de los Banu Ganiya que su fin era inmediato.

La sublevación del Hijo de la Carnicera no fue la única prueba que nos envió El Originador, loado sea a pesar de todo, aquella primavera unas lluvias sin parangón causaron una crecida en el Wat al-Kebir, que arrasó devastadora campos, cultivos, huertas, y poblados en sus dos orillas desde Qurtuba hasta su desembocadura. Solo en Isbilia desaparecieron bajo el lodo más de seis mil viviendas arrambladas por la avenida y durante todo aquel año los comerciantes que viajaban con sus caravanas desde al-Garb hasta Isbilia tropezaron en los arenales dejados por la crecida de las aguas con más de setecientos cadáveres.

Reunido con mis consejeros decidimos la estrategia a seguir para acabar con la ralea de los Banu Ganiya que tantos quebraderos de cabeza nos estaba causando en Ifriqiya y estorbando el comercio con nuestros socios italianos. Urdimos un plan de gran envergadura. La primera medida consistía en anular su base de aprovisionamiento, debíamos tomar la isla de Mayurqa, su principal base de operaciones piratas, y luego atacar Ifriqiya por tierra y por mar. Al objeto de concentrar todas mis fuerzas en la tarea renové las treguas pactadas entre mi padre y los puercos cristianos de Al-Andalus, ya les llegaría el turno de acudir sumisos al matadero.

Mis embajadores advirtieron a al-Barsaluní que no toleraríamos más injerencias de su parte en las Baleares, si los perros Ganiya habían logrado resistir los diferentes ataques de mi muy noble padre en el pasado fue gracias a la gran ayuda en forma de soldados, armas y pertrechos proporcionados por el rey de Aragón. Por citar un ejemplo en el invierno del año 596, el 1200, Abd Allah Ganiya atacó la isla de Ibiza animado por los éxitos cosechados por su hermano en Ifriqiya, pero el almirante Ibn Maymun estacionado en su puerto con escasas fuerzas rechazó el ataque y aun pudo quemarle dos taridas. Como ya dije en verano del año 598 de la hégira, el 1202 reconquistamos Menorca gracias a la eficiente escuadra de Ceuta y en la primavera del año siguiente emprendimos la expedición contra Mayurqa. El almirante Abul Ula Idris mandaba la escuadra y el jeque Abu Said Utman las fuerzas de desembarco.

Los dos jefes hicieron la concentración de tropas y pertrechos en Al-Dàniyya, donde pasaron revista a mil doscientos caballeros, setecientos arqueros y quince mil infantes, sin contar las dotaciones marineras de la escuadra. Esta se componía de trescientas unidades: setenta corbetas o galeras de guerra; treinta enormes taridas atestadas de tropas; cincuenta gabarras de transportes para las caballerías, máquinas y demás pertrechos y el resto cárabos de diversas clases y tamaños. Era incontable el número de armas, almajaneques, escalas, palas, picos, hachas, sacos, cuerdas y cables. Por miles adquirimos las cotas de malla, espadas, lanzas, yelmos, escudos y adargas, arcos, cajas de flechas y una ingente cantidad de víveres. Aquella operación costó una fortuna de fortunas.

El viernes hicieron la preceptiva oración en Ibiza y el 3 de septiembre del año 1203 la escuadra dio a la vela con rumbo a Mayurqa. El tiempo bonancible acompañó, ante la evidencia de contar con el beneplácito de El Restaurador, la moral entre nuestras tropas era excelente.

Desembarcaron los soldados sin mayores problemas y mientas la escuadra evolucionaba entrando y saliendo del puerto para descargar los pertrechos, bestias, víveres, máquinas de guerra y demás fueron atacados por Abd Allah Ganiya al frente de la guarnición de la plaza. Trabaron un rudo combaten la misma playa del desembarco y a pesar de lo reñido de la lucha, los mallorquines fueron arrollados por mis soldados y su emir capturado y muerto.

Los habitantes de la capital cerraron sus puertas y los míos ya desembarcados todos los pertrechos organizaron un severo asedio que a los siete días fructificó en forma de asalto.

Me contaron que los jefes de la expedición entraron en la capital precedidos por un soldado portador de una pica cuyo extremo iba adornado por la cabeza de Abd Allah Ganiya. Inmediatamente ordenaron a los heraldos pregonar el cese del saqueo y concedieron el amán a todos los habitantes que no hubiesen participado en la defensa de la ciudad.

La escuadra regresó victoriosa, cargada de cautivos y riquezas, al fin habíamos liberado las rutas comerciales de tan perniciosos piratas.

De aquella expedición me trajeron a esas dos que me alegran la existencia. Eran por entonces unas criaturas, apenas unas niñas despiertas y vivarachas, no extrañaron su nueva morada ni jamás han llorado por sus padres, ¡qué extraño!

Inmediatamente nos pusimos manos a la obra de pacificar y someter, por enésima vez, a la indócil Ifriqiya, y como ejemplo de ese carácter contumaz y porfiado hasta el hastío sirva de ejemplo el-Ubaydi, un visionario de las montañas de Warga, con pretensiones de nuevo Mahdi, descendiente de Fátima. El tiparraco arrastró tras sus prédicas a varias cabilas de la montaña de Gomara, hasta que fueron vencidos y el visionario muerto. Su cabeza fue expuesta en la puerta de la Saria de Fez y su cuerpo hereje quemado en medio de esa puerta, después de estar crucificado en ella durante quince días. Desde aquel día aquella puerta se conoce como Bab al-Mahruq, Puerta del Quemado. Aquello fue a finales del año 600 de la hégira, el 1203 de los cristianos.

Y aquel invierno fue prodigo en visitas de los puercos. Cuando no era el embajador de León o el de Portugal, era el de Castilla, y mientras aguardaba audiencia el de Navarra o el de Aragón. Todos venían a pedir lo mismo: dinero, apoyos contra los vecinos, soldados para esta o aquella acción; renovación de treguas, etcétera. Es como si los cinco reinos hubiesen decidido exterminarse mutuamente.

También recibimos en Marrakus la visita de ciertos religiosos portadores de una misiva del Papa de Roma, venían con la intención de redimir cautivos, pero muy cortos de caudales.

Todo aquel año 601 fue preciso para la minuciosa preparación de la campaña en Ifriqiya, nada debía quedar al albur en la represión de semejantes fieras. Pero los bárbaros lejos de aguardar nuestra llegada persistieron en su denodado afán por destruir, quemar y violar.

En las mismas fechas en que mi escuadra partía de Al-Dàniyya para conquistar Mayurqa, en agosto de 1203, Yahya estrechaba su cerco a Túnez, imagino que con la vana ilusión de desviar el ataque a la isla. Ya llevaba tomadas Trípoli, Gabes, Sifax, Al-Qayrawán, Tebesa, Bona y toda la región del Yarid.

Inició el asedio por el lado de los dos acantilados que dominaban la ciudad y al cabo de unos días, cuando vio que los tiros de sus máquinas comenzaban a dañar las defensas, trasladó su campamento ante las puertas de la ciudad, mientras su hermano al-Gazi tomaba posiciones en el canal que comunicaba el lago de Túnez con el mar para impedir la llegada de socorros a los sitiados. Con esa intención cerró el canal con un dique que impedía la entrada y salida de barcos y dejó un destacamento para guardarlo. Avanzó hasta los mismos muros de Túnez, cegó un gran tramo de foso y montó las máquinas de guerra frente a una de las puertas principales.

Lamentablemente en tan solo cuatro meses, el 15 de diciembre del 1203 Túnez fue tomada, su gobernador Abu Zayd, su hijos y muchos hombres ilustres hechos prisioneros; la valiente guarnición pasada a cuchillo; la población saqueada, vejada y oprimida hasta el punto que hubieron de pagar a los conquistadores una indemnización de cien mil dinares so pena de ser todos esclavizados.

Al frente de mis tropas salí de Marrakus en la primera semana de febrero del 601 de la hégira, el año 1204, confiando en la ayuda de El Independientemente Rico que Él no nos abandone. En Ribat al-Fath completamos la concentración del ejército, se le pasó revista y se abonaron las soldadas.

Durante mi estancia en dicho lugar tuve noticia de las tropelías cometidas por mi tío Abu Ishaq, gobernador de Isbilia y ordené su destitución fulminante e inmediata substitución. Fue llamado a Marrakus para que diera cuenta de las acusaciones de malversación de caudales públicos y demás crímenes. Sin más demora partimos resueltos a la victoria.

Paralela a nuestra marcha navegaba mi escuadra. Alertado Yahya de la tenaza que se cernía sobre su cuello, evacuó Túnez. La escuadra arribó antes que el ejército de tierra, desembarcaron las tropas que portaba, ocuparon la plaza, capturaron y ejecutaron a los secuaces de Ganiya, que confesaron que su jefe había marchado a Al-Mahdiya, donde tenía todos sus tesoros y me enviaron mensajeros con la noticia. Ordené que sin dilación la escuadra fuese contra esa ciudad, mientras el ejército de tierra avanzaba a marchas forzadas contra Gabes, pues nuestros espías nos informaron que tras dejar una fuerte guarnición de los más fieles al mando de su primo Al-Hayy con suficientes provisiones para sostener un largo asedio en Al-Mahdiya, él marchó a organizar la defensa de las regiones del Sur.

La llegada de nuestro impresionante ejército, numeroso y aguerrido, a Ifriqiya no pasó desapercibida y pronto las levantiscas cabilas comenzaron a desertar del bando de los Ganiya para pasarse al nuestro. Yahya hubo de sudar sangre para contener la defección de sus cambiantes aliados, todo su imperio se desmoronaba con la rapidez con que se escapa la fina arena entre los dedos.

Varias ciudades importantes declararon su fidelidad por mí e incluyeron mi nombre en sus oraciones y por ello fueron castigadas con crueldad por los rebeldes. Así Torra fue sitiada y obligada a capitular para ser entregada luego a la rapiña de los soldados de Yahya. Trípoli también se sublevó y fue arruinada sin contemplación. Todo ello restaba fuerzas y minaba la credibilidad del tirano Yahya Ganiya en toda Ifriqiya, los que aún le guardaban lealtad era por simple temor a las represalias y tan solo aguardaban el momento de avistar nuestras banderas para arrojarse sobre las guarniciones y cortar sus cuellos.

Hicimos un alto en Gabes, una de las ciudades que se entregó en las condiciones antes dichas, pues los informes apuntaban que el perro estaba atrincherado en la montaña de Dammar. Pero antes de atacar su cubil debimos acudir en ayuda de la escuadra que asediaba Al-Mahdiya. Una brava salida de sus defensores obligó a mis tropas a refugiarse en las naves, con la consiguiente perdida del campamento, las máquinas de guerra, que fueron incendiadas, y gran parte de los pertrechos.

Cuando llegamos al sitio, hubimos de comenzar desde la nada, construir nuevos almajaneques, rehacer los arietes, fabricar escalas y plantar torres de vigilancia que alertaran de las salidas.

Los defensores confiaban en la pronta ayuda de Yahya y se defendían con arrojo envalentonados por el éxito de sus salidas, que habían vuelto prudentes y desconfiados a los míos.

Nosotros también temíamos sufrir un ataque combinado de los defensores y Yahya desde el Sur, y para evitarlo destaque al valeroso Abd al-Wahid al frente de cuatro mil caballeros contra las posiciones de Yahya, a unas quince millas de Gabes, quien en vez de ceder terreno e internarse en el desierto, aceptó la batalla confiado en su mayor número de guerreros.

Gran número de esos guerreros eran miembros de las tribus árabes tan propensos a cambiar de bando a la menor dificultad, de ahí que el artero Yahya les había tomado a sus hijos como rehenes. Los árabes comprendieron que en aquella ocasión debían luchar a vida o muerte si querían volver a ver con vida a los suyos. En lo alto de una colina llamada Ras Tagra, ataron los camellos con toda su impedimenta y colocaron las literas de sus mujeres con las cabalgaduras frente a los camellos, formando un palenque sólido e infranqueable frente al cual se desplegaron para luchar con su mortífera táctica del torna-fuye.

Pero mi aguerrido general conocía esa forma de lucha y ordenó a los suyos desentenderse de los camellos, las literas, las mujeres, y cuanto botín había a la vista para distraerlos de la lucha y centrarse en aniquilar al enemigo, tiempo habría para el saqueo. Toda la mañana de aquel 17 de octubre de 1205 duraron los combates, el enemigo iba y venía en continuos ataque, retiradas y contraataques, los míos avanzaban en un bloque sólido sin dejarse amilanar ni sufrir excesivas bajas. Al fin Yahya dio la jornada por perdida y emprendió la huida, su familia y séquito aguardaban a un día de marcha y los míos le persiguieron hasta la caída de la noche.

En aquella jornada Yahya perdió a sus hermanos y principales seguidores, a gran parte de sus mejores tropas, su tesoro acumulado fruto de veinte años de rapiñas, y fueron rescatados todos los cautivos y rehenes.

Abd al-Wahid regresó triunfante e hizo desfilar a sus tropas con el botín tomado y las cabezas de sus jefes clavadas en picas y sus banderas aprehendidas sucias de tierra y sangre, ante los atónitos ojos de los defensores de Al-Mahdiya, que no cedieron a la intimidación desconfiando de la derrota de Yahya.

Tras tres meses de infructuoso asedio, concentramos todas las máquinas de guerra contra un único paño de la muralla y cuando la brecha anunciaba el inmediato asalto, se rindieron. Fue el 27 de yumada primero del año 602 de la hégira, el 11 de enero de 1206.

El primo de Yahya pidió y obtuvo el amán y desde ese día fue un excelente colaborador a mis órdenes. Permanecimos un mes en Al-Mahdiya reparando sus defensas y organizando la administración del territorio sometido, aplicando justicia y reprimiendo actitudes erradas. Luego licencié al ejército y regresamos victoriosos a casa.

 

 

 

 

 

Capítulo 25

Languedoc, verano de 1209

A primeros de junio de 1199 la hueste castellana recibió vituallas, hombres, armas y dineros en cuantía suficiente para reanudar la campaña contra Navarra. Atacaron Guipúzcoa y asolaron el Duranguesado. Desde Pancorbo avanzaron hacia Miranda y cruzaron el Ebro por el puente de esa villa. Invadieron Álava y chocaron contra los muros de Vitoria a la que sometieron a un cruento asedio.

Por las mismas fechas los embajadores de Sancho VII, regresaban desalentados de su estancia en Marrakus donde suplicaron infructuosamente al nuevo califa Al-Nasir que atacara Castilla en el frente de Toledo para aliviar la contundencia del ataque castellano a tierras navarras. Los consejeros del califa se mostraron firmes en respetar las treguas pactadas con Castilla. Por fortuna los navarros recibieron una fuerte suma de dinero que fue providencial para continuar la guerra.

Finalmente la situación en Vitoria empeoraba hasta límites poco humanos que motivaron la intercesión del obispo de Pamplona, que obtuvo del rey Alfonso VIII una tregua para negociar la capitulación de la villa, que se hizo efectiva a finales de enero del año 1200.

En abril de este año falleció en un estúpido lance bélico Ricardo I de Inglaterra, a quien los trovadores no tardarían en apodar Corazón de León. Alfonso de Castilla apoyó a Juan I de Inglaterra, apodado Sin Tierra, en su reclamación al trono inglés y acordaron no enfrentarse por la propiedad de la Gascuña, lo que permitió al castellano concentrar todos sus medios en la guerra contra Navarra. Y fue fructífera, Castilla incorporó toda Álava y Guipúzcoa, además de Mendavia, Larraga, Miranda de Arga e Inzura. Todos estos territorios fueron encomendados a la tenencia de don Diego López de Haro.

Leonor de Aquitania falleció el 1 de abril del año 1204 y su yerno Alfonso VIII de Castilla consideró llegado el momento, dado el ambiente de paz alcanzado con su primo el rey de León y las treguas imperantes con los musulmanes, de acometer el dominio de la Gascuña, que le correspondía por ser la dote de su esposa. A finales de octubre el rey castellano citó en San Sebastián a todos los nobles gascones, a sabiendas que algunos como el vizconde de Tartas había prestado homenaje al rey de Navarra; o que el vizconde de Béarn era vasallo por juramento del rey de Aragón. Tampoco ignoraba que las principales ciudades como Bayona, Burdeos o La Rochele permanecían fieles a Juan I de Inglaterra.

Alfonso consideró la posibilidad de tomar posesión de sus dominios por la fuerza de las armas, pero el papa Inocencio III, encareció la paz entre Castilla y Navarra. Pedro de Aragón con sus miras puestas en Occitania actuó de mediador.

Las pérdidas territoriales de Navarra en la última guerra con Castilla, en particular Guipuzcoa, la privaron de toda salida al mar, un tremendo perjuicio para la economía del reino. Sancho VII negoció con el rey ingles Juan, al que apodaban Sin Tierra, al objeto que la Gascuña no perteneciera ni a Castilla ni a Francia, a cambio el monarca inglés ordenó a la villa de Bayona que acogieran a los mercaderes navarros, que sus mercancías entrasen y saliesen libres de gabelas y que no comerciasen ni auxiliasen a los castellanos.

La boda de Blanca de Castilla hija de Alfonso VIII con el primogénito de Felipe Augusto, rey de Francia, hacían temer a Inglaterra y Navarra una alianza de intereses entre Castilla y Francia.

 

“En una abadía de la Orden del Cister, situada cerca de Lérida y llamada Poblet, vivía un hombre digno que era abad. Su sabiduría le valió para elevarse de dignidad en dignidad; de Poblet se le hizo venir a la de Grandselve, y allí fue elegido abad; más tarde en otra asamblea, se convirtió en abad del Cister, porque era amado de Dios. Este muy santo hombre marchó también al país de los herejes; él les predicaba, pero cuanto más les rezaba allí, más se le tornaban ellos en burla, sin hacerle más caso que a cualquier idiota. ¡Sin embargo él era legado del Papa, quien le había dado poderes bastante concretos para que pudiera destruir a gente tan despreciable!

—Así me describe el trovador. Yo Arnaldo Amalarico, delegado papal en la lucha contra la herejía radicada en Occitania, no creo merecer semejante elogio. Como abad-padre, suprema cabeza del Cister, gobierno a más de diez mil monjes repartidos en seiscientas abadías y encomiendas extendidas desde el Báltico hasta las fronteras con Al-Andalus y desde Inglaterra hasta Tierra Santa. Las riquezas que manejo y el poder sobre los millones de almas que controlo me convierten en uno de los más poderosos hombres de gobierno de mi época y sin embargo la tarea de salvar a la cristiandad me atribula.

Ante la decadencia del clero meridional y el creciente éxito de los herejes el 31 de mayo de 1204 Roma movilizó a sus más ortodoxos militantes para que llevaran a cabo una campaña de evangelización en el sur de Francia: un teólogo riguroso, Raúl Ranier de la abadía de Fontfroide; un jurista rígido, Pedro de Castelnau y un hombre de acción y excelente organizador, Arnaldo Amalarico. El encargo aunque sencillo era inconmensurable, extirpar la herejía en las provincias de Aix, Arles, Narbona Vienne, Auch, Embrun y aledañas. En la misma orden el papa suspendió la autoridad de todos los obispos de Occitania, manifiestos protectores de la herejía en sus diócesis: “pues si no la persigues eres cómplice”.

—La Iglesia lleva más de medio siglo intentando erradicar la herejía cátara por medios doctrinales pacíficos. Para ello incluso convocó varios concilios, el de Tours en 1163, y el Tercero de Letrán en 1179, y el Cuarto de Letrán en 1198, los más importantes. Monjes de reconocido prestigio como Diego de Osma, Domingo de Caleruega o Bernardo de Claravall recorrieron el mediodía francés organizando disputas dialécticas con los obispos y gerifaltes herejes, esos que ellos califican de perfectos. Yo mismo reuní en 1207 a un grupo de doce abades y treinta monjes y organizamos la “santa predicación”. Domingo y Diego pensaron y así me convencieron, aunque yo era bastante remiso a ello, que cabía la posibilidad de vencer a los herejes usando sus mismas armas: pobreza, humildad y asistencia social. Esos hombres son unos santos ingenuos. Lo único que entienden los herejes es el calor del fuego del infierno y es lo que debemos otorgarles.

Celebramos debates con los perfectos en Montreal y Pamiérs, de nada sirvieron salvo para crear tumultos, en que fuimos abucheados. Las gentes sencillas están tan cegadas que maldicen a los curas católicos que velan por sus almas, es como si las ovejas mordieran al pastor por culpa del mal ejemplo visto en los perros rabiosos.

Tres años antes en Beziers asistimos a un coloquio entre sacerdotes católicos y predicadores cátaros presidido por el rey aragonés Pedro II que a nada condujo. Desde siempre la casa de Aragón y la casa de Tolosa han sido rivales y Roma ha decidido apostar por la primera, siempre y cuando acepte someter a sus vasallos a la heterodoxia católica.

Yo no confío demasiado en el rey Pedro, creo que un monarca por sí mismo, sin aguardar que Roma se lo ordene, debe perseguir la herejía en sus dominios, descabezar a los nobles que la amparan y promueven para que las gentes sencillas, las ovejas, retornen al redil. Todos perdimos la paciencia, predicar a aquellas gentes era similar a darnos de hocicos contra un muro.

En el mismo año, aquel infausto 1207, fallecieron mis dos compañeros de predica, Raúl en julio y el buen Pedro asesinado en enero a manos de un mercenario del conde de Tolosa, su alma arda en el infierno. Tan trágicas desapariciones me convirtieron en el legado único del Papa y en el encargado de tomar las riendas de la cruzada militar, una vez agotada la cruzada pacífica, que el Santo Padre predicó el 10 de marzo de 1208 contra los cátaros occitanos y los nobles que los amparan y toleran.

Hacía falta un jefe que condujera a los bravos soldados de Cristo a la victoria y el Papa convocó a Felipe II rey de Francia, un pequeño estado en plena expansión a costa de los grandes vasallos que le rodean. Pero la eterna disputa con la monarquía inglesa, en este caso con Juan Sin Tierra, obligaron al monarca francés a ceder la titularidad de la cruzada. Pedro II de Aragón, que por aquellas fechas estaba en Roma de casorio, se ofreció para capitanear la expedición cruzada, pero el Santo Padre desconfió del aragonés por su tolerancia ante los herejes en sus dominios, incluso temió que él mismo no fuese practicante de la herejía.

De modo que me convertí en la suprema autoridad de la cruzada, asistido por los maestros Milon y Thédise, dos colaboradores de apasionada personalidad, cabe decirlo. Con similares beneficios que los que viajan a Tierra Santa: absolución de los pecados, promesa del Paraíso y la propiedad de las tierras arrebatadas a los herejes, acudieron guerreros de toda Europa. En un fragmento de su proclamación decía el Santo Padre: “Despojad a los herejes de sus tierras. La fe ha desaparecido, la paz ha muerto, la peste herética y la cólera guerrera han cobrado nuevo aliento. Os prometo la remisión de vuestros pecados a fin de que pongáis coto a tan grandes peligros. Poned todo vuestro empeño en destruir la herejía por todos los medios que Dios os inspirará. Con más firmeza todavía que a los sarracenos, puesto que son más peligrosos, combatid a los herejes con mano dura”.

Y yo cumplí el mandato, el 22 de julio de 1209 cayó la villa de Beziers y sentamos la mano con severidad. Algunos califican de inhumana la actuación de los cruzados por la presunta ejecución de buenos cristianos, pero yo afirmo que estos fueron derechos a gozar de los bienes del Paraíso prometido. Aquella matanza nos abrió las puertas de Carcasona, con el consiguiente ahorro de vidas de mis soldados que también eran “buenos cristianos”, vayan unas por otras.

Estoy convencido que los herejes han perdido su condición de seres humanos al entregar su alma al maligno. Eso les convierte en bestias a las que debemos aniquilar de la faz de la tierra para evitar que contaminen con sus predicas a las buenas gentes.

Tras el éxito de Carcasona, en agosto de 1209 nombré a Simón de Monfort jefe militar de la cruzada para aliviarme del peso de las tareas bélicas que me abrumaban.

 

El deseo se desliza furtivo siguiendo la estela de sombras. Mira a derecha e izquierda, ¡nadie!; llega hasta la puerta tras la que intuye el desaforado amor que le lleva a arriesgar vida y dignidad, la empuja, ¡está abierta!, percibe el pulso acelerado en sus sienes, un escalofrío le recorre la espalda. Entra, la oscuridad reina dueña de la estancia. Al fondo un chispazo le asusta, una pequeña llamita derroca a la negra señora y le atrae cual polilla, ¡y allí está el amor de su vida!

Fundidos en prieto abrazo, suspiran afanosos, se besan, intercambian susurros de amor, achuchones de pasión. Sosegadas las almas por la excitación de los sentidos, comienzan las manos con la ardua tarea de desvestir a la pareja; caricias y besos recorren la anatomía del contrario, ese bendito reverso por el que cada cual lo daría todo gustoso, y en eso andan.

Desnudos, la pareja se acuesta sobre unos costales tendidos en el suelo, humilde camastro de amor inundado por el alud de besos y caricias que desborda la…

—¡Hijos de Satanás!, mala liendre os valga —grita una voz femenina.

Ellos se vuelven asustados hacia las tres mujeres que les observan acusadoras y con expresión de asco. Azorados agarran lo primero que pillan para cubrir la escandalosa desnudez.

—No gastas conmigo semejante pujanza, ladrón —dice la que ha gritado antes, la esposa, señalando el aún enhiesto falo del acongojado joven y añade—: ¿Esto es lo que haces las noches en que abandonas mi lecho para “trabajar”, miserable felón?, ¡maldita sea tu estirpe, maricón!

Una de las mujeres ha vuelto el rostro, con las manos en el rostro llora consumida por la vergüenza, es la hermana del pillado.

—François, François, ¿cómo has podido? —susurra entre gimoteos de sorpresa y tribulación.

La tercera, su cuñada, brazos en jarras sonríe desdeñosa, sólo le falta decir: “ya lo sabía yo, demasiado guapo, demasiado fino”; y arrancar a carcajadas. Desde que supo de la boda de su hermana la envidia le corroyó el alma, y ahora disfrutaba y nadie tenía la menor idea de cuánto.

—Voy a buscar al alguacil —afirma la cuñada.

—No, aguarda —suplica la que llora.

—Dejad que él se vaya, toda la culpa es mía —trata de decir François.

—Ni hablar, correremos juntos la misma suerte —le corta el otro mientras acaba de vestirse el hábito.

—El molinero y el fraile, ¡qué vulgaridad! Claro que peor habría sido con un arriero. ¿O también retozas con los arrieros, sucios de sudor y polvo del…?

—Basta —corta con severidad la esposa el escarnio de la cuñada.

Da unos pasos hasta el fraile, tiembla ostensiblemente y las contracciones que deforman su hermoso rostro traicionan sus ímprobos esfuerzos por contener las lágrimas.

—Te conozco, estás en la comitiva del legado papal. Quemáis a la buena gente por cualquier escusa, ¿qué pasaría si te denunciara por sodomita? Tengo testigos de tu fechoría, no quiero volver a verte en este pueblo —y le propia un tremendo bofetón, que rompe el liviano dique que contenía el llanto.

—Miradle, llora cual damisela afrentada —se burla la feroz cuñada.

François no puede soportarlo y le abraza cariñoso.

—¡Bastardos, separaos! —grita la esposa horrorizada.

Pero el molinero consuela al fraile, enjuga sus lágrimas e ignora el horror y la rabia de las mujeres, incluso su hermana ha dejado de llorar y grita escandalizada, hasta que los labios del molinero besan los del asustado frailecillo. Aquel beso es la señal, la gota que colma, la chispa que prende, la cuñada agarra lo primero que encuentran sus manos un mango de azada y golpea el bulto formado por los dos hombres, la esposa lo hace con una pala, incluso la hermana toma un manojo de cuerdas y azota con rabia.

Aquellas Furias golpearon, sacudieron y azotaron sin medida ni consuelo hasta derribar a la pareja que optó por cerrar su abrazo y ya en el suelo arreció la somanta hasta que ninguno de los dos hombres acusó movimiento alguno.

Para aquellas féminas el abrazo masculino era intolerable y jadeando por el esfuerzo rabioso que las embargaba debieron esforzarse por separarlos. Arrastraron al fraile hasta la calle y a patadas le hicieron rodar hasta un charco. La frialdad del agua enfangada le espabiló y a duras penas se irguió y marchó. Ellas regresaron al interior, perturbadas, insatisfechas y furiosas.

—¿Qué vamos a hacer? —preguntó la hermana.

—Denunciémosles —sugirió la cuñada.

—Les quemarán —adujo la hermana con horror.

—De todos modos arderán en el infierno por su pecado, ¿qué importa que conozcan un adelanto?

La esposa guardaba silencio mientras miraba a su esposo recobrar la conciencia. Éste se palpó la cabeza, notó humedad y miró sus dedos manchados de sangre.

—Marchaos —ordenó la esposa.

—¿Estás segura Angélica?

—Marchaos las dos —insistió ella.

Dejó caer la pala, François alzó la vista hacia ella, le miraba con unos ojos arrasados en rabia, una rabia furibunda inconsolable. Aquella mujer estaba tan afrentada que el hombre supo que hiciera lo que hiciera, no podría compensar tamaña decepción; supo que jamás hallaría palabra capaz de…

—¿Por qué lo has hecho?, ¿acaso no te he dado cuanto me has solicitado en el lecho? Jamás te negué nada. Te creía satisfecho, contento conmigo, tenemos dos hijos preciosos.

—No es culpa tuya Angélica.

—¿Ah, no?

La mujer da unos pasos intentando librarse del aturdimiento que embota su mente. Intenta dilucidar qué puede hallar él de apetecible en un cuerpo masculino, pero una arcada la impide razonar. Ella es guapa y lozana jamás le negó nada, ningún favor, aunque ahora que se detiene a considerarlo, no es que él la agobie con la frecuencia de sus necesidades. Ahora le vienen a la memoria aquellas confidencias en el lavadero en que otras mujeres de su edad contaban hazañas que ella tomó por exageraciones y que visto lo visto…

—No es culpa de nadie, yo soy así. Lo he descubierto tras conocer a Evaristo.

—No François, nadie es así. Has caído en el pecado, ese fraile te ha arrastrado al vicio, es culpa de él. Buscaremos ayuda, harás penitencia por ese pecado y lo harás por nuestros hijos. ¿Acaso no quieres a nuestros hijos?

—Por supuesto que los quiero.

—Puedo entender que no me quieras a mí, pero que aborrezcas a nuestros hijos no lo soportaría.

—¿Pero qué tonterías estás diciendo mujer?, quiero a mis hijos y a ti también.

 

 

 

 

 

Capítulo 26

En Marrakus, junio de 1213

Tan pronto tuve noticias del completo sometimiento de los rebeldes mallorquines, he prohibido pronunciar el nombre de esa ralea que tantos recursos y pesares ha causado a los míos, ordené la preparación de la guerra en Al-Andalus. Mientras los puercos andan a la greña entre ellos, cual pescaderas disputándose un puesto en el mercado, no hay que temer, pero mis espías nos advierten de los tratados de paz firmados, el último en Cabreros. La concordia alcanzada entre los cinco reinos nos perjudica y vamos a dedicar algunos fondos a promover la guerra entre los adoradores de la cruz.

Me han informado de la visita del hijo de Alfonso de Castilla a Roma tras ser armado caballero. Leo en los informes que ha pedido al Papa que exhorte a la Cristiandad a venir a luchar a Al-Andalus y otorgue bula de Cruzada a cuantos participen. Interpreto que andan preparando la guerra y faltos de recursos andan limosneando algunas monedas y la Iglesia siempre tiene las arcas llenas. Cuanta más hambre pasan sus fieles tanto más ricos son esos curas. Ya lo decía el Mahdi al tachar de crédulos, que no creyentes, a los cristianos.

Los puercos han demostrado a las claras sus intenciones bélicas pues Pedro de Aragón, falto de dinero para defender a sus vasallos occitanos, ha saqueado mis comarcas levantinas. La respuesta contundente y que no olvidarán ha venido de mi escuadra que partiendo de Mayurqa y Al-Dàniyya ha arrasado el litoral catalán.

Envié a mis embajadores a la corte del puerco castellano para protestar con vehemencia, poblar la frontera de Qūnka, es una clara provocación, contraviene los tratados en vigor y será causa de no prorrogación de tregua alguna.

Inmune a nuestras amenazas, no solo ha despedido con una altanería extemporánea a mis embajadores, sino que hemos sabido de una cabalgada en la cora de Yayyan comandada por su hijo y que partiendo del castillo de Salvatierra ha asolado una fértil región. Ninguna agresión quedará sin la respuesta adecuada.

Era llegado el momento de que hablaran los aceros, ya no más contemplaciones, no más treguas, tratados, ni parias, los puercos conocerían toda la furia del Islam y sus viudas e hijas derramarían amargas lágrimas en el cautiverio mientras ellos ardían en el infierno.

Si ellos proclaman la Cruzada contra nosotros es de justicia que yo clame al Yihad contra el infiel y así he escrito a los súbditos de todo mi imperio: “Nuestro deber es hacer triunfar al Islam, ya que la pujanza de los politeístas en Al-Andalus es grande, y son los señores de muchas provincias, donde los musulmanes lo fueron en otro tiempo. Nadie les puede combatir mejor que vosotros. Como vuestros antepasados conquistaron este país en los primeros tiempos del Islam, así serán expulsados estos conquistadores por vuestra intervención. Os pedimos diez mil bravos jinetes para combatir en el camino de Dios”.

El 6 de febrero de 1211 salí de Marrakus al frente de mis tropas con destino a Ribat al-Fath, donde pasamos todo el mes de marzo aguardando la lenta llegada de hombres y pertrechos.

Me viene a la cabeza una cita del difunto Ibn Rushd, Averroes, respecto a las aptitudes requeridas por un soberano: “Si alguien se hace cargo del gobierno, dándose en él combinadas las cinco condiciones de aptitud, a saber: sabiduría, conocimiento perfecto, buen arte suasorio, excelente imaginación, capacidad para dirigir la guerra, no teniendo impedimento físico para combatir, será por ello rey y su gobierno es efectivamente el propio de la monarquía”.

Quiero creer que pensaba en un individuo como yo. Aunque visto lo visto

Con el lento discurrir de los días iban acudiendo los voluntarios, bereberes de los pueblos de las montañas, beduinos de las llanuras, ávidos y obedientes. Llegaron muchas gentes de los abisinios sedentarios y de los velados del desierto, presurosos. Se iban reuniendo rubios y negros de diversas lenguas, pareceres, y armas. También acudían los reclutados por las cabilas y los alistados.

Tuve tiempo de sobra de pensar en la organización del ejército y comprobar sus carencias y ventajas. Conmigo viajan los murtaziqa, los soldados regulares, libremente alistados, cuya filiación consta inscrita en el registro del diwán y reciben una paga del Estado, es el contingente más fiable por su preparación y experiencia, a pesar de su heterogénea composición: almohades, bereberes, árabes, andaluces, cristianos.

A Ribat al-Fath acuden con extremada desidia los husud, los reclutas obligados a cumplir el servicio militar con el Estado que les guarda. De ellos no se espera que combatan con la espada en la mano, su función es la de servir a los guerreros, alguien tiene que ocuparse del tren de guerra, acarrear los bagajes, cavar las trincheras, preparar el rancho, atender las necesidades de las caballerías; ahora que lo pienso su función es fundamental en el buen éxito de la campaña, pues si de todas esas tareas han de ocuparse los soldados, ¿quién va a pelear?

Y los mudjahidun, los voluntarios piadosos que acuden para cumplir con el precepto del Yihad, un deber religioso de carácter colectivo, practicado por el Profeta, loada sea su memoria, que incumbe a la comunidad más que al individuo. Esos santos acuden a morir. Para ellos el Yihad no es sino una expresión de religiosidad, asociada a prácticas como la vigilia, el ayuno, la oración, la peregrinación, las buenas obras, la limosna, el ascetismo más riguroso, todo lo que sea contrario a lo mundano y por definición nada de todo eso que mueve a esos escrupulosos cumplidores de los preceptos religiosos, tiene que ver con el feroz militarismo tan necesario para enfrentarse a los puercos cristianos envueltos en sus cotas de malla y cargados de hierros afilados y dotados de una tremenda pericia militar.

Forman las filas de voluntarios muchos ancianos achacosos, hombres de vida ascética y piadosa dedicados a las letras y al saber, ulemas de verbo inflamado, juristas de prestigio, poetas, sabios, cada uno arrastra a su escuela de discípulos, jóvenes apasionados creyentes y confiados en la dulce recompensa aunque mal armados o cuando menos incapaces para sostener un arma y usarla con un mínimo de eficacia, aunque acorazados por su fe y la seguridad que El Último Heredador velará por ellos.

Cada grupo tiene su propia organización, nunca, ni durante los desplazamientos ni en las etapas, se mezclan con los demás. Cada cual acampa en su sitio y depende de sus propias vituallas, es importante mantener la cohesión tribal de los grupos, la asabiya, solidaridad tribal, pues en la noche o en la confusión de la batalla acabarían arremetiendo unos contra otros al no saber distinguir al enemigo.

El problema surge al tratar de conjuntar tan diversas asabiyas en un mismo ejército, no pelea igual el berebere que acude por el botín, que el soldado regular que cobra cada mes y conoce a sus rivales cristianos; que el voluntario que busca el martirio. Caso de no topar con su objetivo inmediato optan por la defección antes que el apoyo mutuo.

A primeros de abril, tan pronto los caminos fueron transitables, el ejército partió, desde cada etapa envié mensajes a los gobernadores con órdenes específicas para que aprestaran los depósitos de víveres y armas convenientes a la campaña y sin embargo la llegada de las tropas a Al-Qasr Kutama fue penosa. Los soldados llegaban hambrientos, descalzos, arrastrando las armas por el fango, sucios de polvo, sedientos; las cabalgaduras daban pena la forma en que mostraban las osamentas, cubiertas de mataduras. La imprevisión administrativa, el desfalco de los fondos del Estado, el latrocinio imperante en los funcionarios a todos los niveles eran la causa de tales fatigas y el creciente descontento en el ejército. Semejante negligencia no podía quedar sin castigo y me cobré las cabezas de varios gobernadores, y no pocos funcionarios corruptos dieron con sus personas en la cárcel.

Cuando el califa hace el llamamiento al Yihad, uno de los pilares del Islam, todos deben esforzarse a cumplir la labor encomendada, unos luchan y otros procuran que nada falte al guerrero. Los gobernadores deben construir máquinas y forjar armas; aprestar vituallas y forrajes; colmar los depósitos de cuanto sea menester para la guerra; acondicionar los caminos y reparar los puentes para el paso de las tropas; disponer los lugares adecuados a las acampadas en las diferentes etapas del viaje, con abundante agua y leña. Los recaudadores deben extremar su actuación para que los gobernadores no se vean faltos de recursos, y los encargados de los depósitos del Estado con que no desfalquen es suficiente.

En Al-Qsar as-Seghi se produjo tal concentración de embarcaciones que durante la primera quincena de mayo de aquel año 1211, cruzaron todas las tropas, incluyendo a mi guardia, el séquito y los bagajes y el 30 de mayo ya estaba instalado en los palacios de la Buhayra de Isbilia.

Durante la primera quincena de junio decreté el istinfar, la movilización general, en Al-Andalus.

—¡Nasir, Nasir…! —Membrillo entra como una centella y asusta al califa.

—¡No está, no está, no aparece por ningún lado!

—Bueno mujer, no te espantes ya aparecerá. Se habrá subido a un árbol o…

—¿Tú crees?

—Sí, ven, tranquilízate.

Al-Nasir alarga una mano hacia la muchacha, y cuando ella la toma la estira hacia él y la sienta sobre sus rodillas. Enseguida una de sus manos se pierde entre sus senos mientras la besa en las mejillas.

—Estoy muy preocupada, nunca había hecho esto —aduce ella afligida.

—No te preocupes ya aparecerá —y la sienta a horcajadas sobre él, tras alzar su vestido.

 

 

 

 

 

Capítulo 27

Salvatierra, verano de 1211

Aquel verano el tema de conversación en la corte, en todas, fue la provechosa cabalgada que don Pedro II, rey de Aragón efectuó por las fértiles tierras de Levante. Tomó los castillos de Ademuz, Castielfabib, El Cuervo y Serrella.

Los problemas en el Languedoc estaban arruinando a Aragón. Dos años atrás falleció el hermano del rey don Pedro, don Alfonso conde de Provenza, dejó un niño, heredero de su dominio, cuya vida peligraba en la vorágine de la cruzada contra la herejía cátara desatada por Roma y don Pedro carecía de la capacidad de intervenir abiertamente en defensa de sus vasallos, para ello debería desafiar a Roma, y no osaba. No obstante ante los apremiantes llamamientos de auxilio de los occitanos decidió armar un ejército y como las arcas estaban vacías, pidió prestado veinte mil maravedíes a su vecino el rey Sancho de Navarra, con la garantía de las rentas de las villas de Peña, Escó, Petilla y Gallur. Pero Occitania era un pozo sin fondo y pronto necesitó otros diez mil que obtuvo empeñando Trasmoz; y Burgui en el Valle del Roncal fueron la garantía de un tercer préstamo por cincuenta mil sueldos más.

Pero todos esos recursos tan solo sirvieron para endeudar a don Pedro, pues ante la extrema violencia desatada contra sus feudatarios por los cruzados, tan solo apuso su condescendencia, ninguna lanza aragonesa defendió a sus vasallos asesinados en Beziers, Carcasona, Rasez, Montréal, Preixan, Fanjeaux, Montflaur, Bram. Por temor a la excomunión don Pedro consintió que los feudos conquistados pasasen a manos del conquistador francés a cambio de que éste le rindiera homenaje, pero ¿qué impedirá al conquistador sacudirse ese vasallaje a su conveniencia?

Aquel verano de 1211 los cruzados avanzaban con intención de asediar Tolosa. El conde Raimundo VI de Tolosa llamó en su ayuda a los condes de Foix, Cominges y al vizconde de Carcasona, estos nobles sabían que la cruzada contra los herejes no era sino una escusa de los Capetos para hacerse con sus dominios. París anhelaba una salida al mar Mediterráneo y si caía Tolosa, ellos serían los siguientes.

Unieron sus fuerzas y aguardaron la llegada de su señor, el rey de Aragón, obligado a defenderlos. Su pasividad le costaba el desafecto de gran parte de la nobleza occitana.

 

Alfonso VIII de Castilla se apresuró a poblar la villa de Moya, en las cercanías de Cuenca, un pequeño asentamiento en tierra de nadie apenas poblado pero en el que existe un castillo abandonado, que debidamente reforzado sería un punto estratégico en la frontera entre Aragón y Castilla. Desde Moya Castilla tiene acceso al río Turia y a través de él a las comarcas de Levante y al mar.

Desde el castillo avanzado de Salvatierra partió una gran cabalgada, a juzgar por la enorme cantidad de fuerzas participantes, al mando del infante don Fernando. Se dividieron en dos columnas una al mando de Alfonso Téllez y la otra dirigida por Rodrigo Rodríguez. Se internaron en el valle del río Segura a sangre y fuego, cautivando moradores, robando ganados. Asolaron los arrabales de Baeza, aterrorizaron a los moradores de Andújar y saquearon la campiña de la gran capital, Jaén, y a su regreso tomaron el castillo de Guadalerza.

Al regreso de la cabalgada aguardaban los espías para informar de la llegada del Miramamolín a Sevilla al frente de un portentoso ejército.

—El califa en persona, majestad, como en Alarcos.

—Y al igual que en Santarém no nos dejaremos intimidar —clamó fogoso el infante don Fernando.

Pero don Alfonso, más cauto, apoyó la mano en el hombro de su hijo, todo brío y afán, para que permitiera al informador dar sus nuevas. No necesitaba preguntar el número de soldados que había reunido el rey agareno porque de sobras sabía que los ejércitos almohades acostumbraban a ser numerosos.

—Las tropas se han desplegado por toda la vega sevillana, los jeques y emires ocupan más de dos mil casas, el tren de guerra ocupa una extensión…

—Mayor será el botín.

—¿Habéis averiguado sus intenciones?

—Nos van a atacar.

El monarca y el informante intercambiaron miradas de obviedad que irritaron al heredero.

—Padre, envía un mensaje a Roma. Necesitamos ahora la ayuda comprometida por la Iglesia. Que las Órdenes se apresten a la lucha, movilicemos a la hueste, que todos los magnates pongan en pie de guerra a sus mesnadas. Ataquemos nosotros, es la ocasión para desquitarnos por la rota de Alarcos. Si los cogemos desprevenidos, descansando del viaje, podemos causar tal matanza que se les quiten las ganas de venir desde África a tocarnos los cojones. Imagina la cuantía del rescate si apresáramos al Miramamolín. Nos cubrirían de oro, padre.

—Es muy difícil respirar bajo tanto oro, hijo. Pero tienes razón, aunque la temporada ande ya muy avanzada para la guerra, escribiremos a Roma, necesitamos el dinero del Papa sin demora.

Y vuelto hacia los obispos presentes en su corte añadió:

—Y el de la Iglesia también. Esta vez no será una cabalgada más o menos sangrienta, buscaremos la batalla campal y que sea lo que Dios quiera.

Los obispos comenzaron a cuchichear entre ellos con vehemencia mal disimulada.

—Los espías informan que los barcos continúan haciendo viajes de ida y vuelta, no cesan de traer tropas y pertrechos, parece que estén vaciando África de hombres y recursos. Hay quien afirma que las intenciones del califa son apoderarse de toda Europa y oprimir a la cristiandad como en tiempos de los antiguos paganos. Para ello está reuniendo una multitud innumerable de sarracenos.

—Con ese objeto han acudido representantes de los herejes del Mediodía francés a la corte del califa en la Mauritania.

—No es de extrañar la alianza de herejes y mahometanos, son la misma hez.

—Pues yo he oído de muy buena boca, que el pérfido rey inglés, ese Juan Sin Tierra, a quien deberíamos conocer como Juan Sin Cabeza, ha implorado la alianza del Miramamolín a cambio de su conversión al Islam.

—Tiempos aciagos para la cristiandad, en el horizonte se cierne una nube negra que nos ha de cegar.

El silencio acalló todas las bocas, los ojos vueltos hacia el arzobispo de Toledo que clamó pesaroso. Don Rodrigo Jiménez de Rada accedió al arzobispado a la muerte de don Martín hacía ya siete años, era un hombre de reconocida lucidez y cuando hablaba todos escuchaban.

—Los soldados de Cristo estrellan sus cabezas contra los muros de la hereje Tolosa. Si amigos ha comenzado el asedio y no pinta bien. Todos esos señores felones descomulgados apoyan al hereje tolosano, la Iglesia va a necesitar de todos nosotros para alcanzar con bien la victoria de la cruz sobre la nube negra. Claro que la Iglesia tiene los ojos abiertos a la amenaza más inmediata y también a la más provechosa. Una victoria sobre el Miramamolín proporcionaría los recursos necesarios para aplastar a la herejía cátara. Majestad es menester organizar una visita al Papa para obtener caudales para la guerra. Caudales que en definitiva redundarán en beneficio de la Santa Madre Iglesia.

 

Mientras en la posición avanzada de Salvatierra:

—Cirilo, ¿dónde está Gumersinda?

El interpelado alzó la vista hacia el tipo que interrumpía su rezo. Tenía delante a los dos hermanos de su esposa, dos buenos mozos con barba de días y aspecto feroz.

—En la capilla no se puede, no se debe, entrar con armas, es suelo sagrado —respondió muy serio.

—Pues salgamos fuera —y ambos dieron media vuelta y abandonaron el templo.

Cirilo aún permaneció un rato más arrodillado. En el tiempo que llevaba en la encomienda de Salvatierra, como postulante a calatravo, se ha mantenido sobrio y cada vez que percibe el demonio del vino hurgando en sus venas, alterando sus sentidos, menoscabando su entendimiento viene a refugiarse a la capilla y no porque halle consuelo en la oración; lo intentó en cierta ocasión y no supo qué hacer o qué decir, tal era el vacío interior que le causaba la idea de implorar ayuda a un ser superior, Dios el todopoderoso Creador que pudiendo haberle hecho un ser dichoso, le hizo tan infeliz. Consiguió de los hermanos de Gumersinda unas hojas secas, de cáñamo dijeron, las echa sobre las ascuas del incensario y la inhalación de los humos alivian su pena y disipan el demonio del vino.

—¿Habéis traído más hojas de cáñamo? —preguntó en cuanto salió de la capilla.

—Hemos venido en busca de nuestra hermana —respondió uno de los hermanos.

—Sí, y de nuestros sobrinos, ¿dónde están?

—¿Por qué, qué sucede? —inquirió algo desconcertado Cirilo.

Uno de los hermanos le agarró por un brazo para ir a un aparte y le explicó:

—Sabemos de buena tinta que el moro atacará Salvatierra este verano.

—Eso lleva intentándolo los últimos años sin conseguir nada.

—Esta vez va en serio, las últimas cabalgadas han cabreado al Miramamolín, ha venido en persona y se ha traído a media África con él. Esta vez no se va a salvar ni la propia Toledo.

—El rey no consentirá que eso suceda, esta es una posición avanzada de mucha importancia.

—También lo era Alarcos y ya ves, tú estuviste allí, ¿no?

—Gumersinda no está aquí, tenía que reunirse conmigo, pero se quedó en Calatrava. Esto no es sitio para una madre con niños pequeños, aquí la vida es muy dura. ¿Habéis traído cáñamo?

La respuesta de los hermanos fue darle la espalda, desde que se conocieron nunca cruzaron lazos de amistad, era Gumersinda el nexo entre ellos y al desaparecer ella…

—Esperad, si la veis… Nada, es igual. Pero si la veis…

—Si está en Calatrava, está segura. La semana pasada llegó una columna muy fuerte con refuerzos y pertrechos de guerra. Han reforzado la guarnición, han reparado las defensas, limpiado los fosos.

—Aguerridos andaluces, soldados veteranos en muchas lides. Si Salvatierra es un puesto avanzado para el rey de Castilla, lo mismo significa Calatrava para el moro por eso ha doblado la guarnición.

—La cosa va a ponerse fea de verdad —y en tono confidencial añadió—: Yo que tú me tomaría unas vacaciones, todo el que hallen aquí perderá la cabeza.

—¿Y qué hago me voy con vosotros?

Los hermanos se miraron y el más arrojado respondió con cierta jactancia:

—No, nosotros estamos con la partida del Manco y no admite a más hombres.

—¿Quién es ese Manco?, he oído de él y sus hazañas de bandolero pero nunca hemos coincidido.

—Uno que perdió las manos en Alarcos, tú debiste conocerle —se volvieron y marcharon.

Todos en el castillo temían lo que se avecinaba, rumores de muerte que helaban la sangre en las venas; noticias de última hora acerca de la magnitud del ejército reunido por el califa almohade, sabían que el primer golpe sería contra Salvatierra y aguardaban la inminente llegada de refuerzos de la Orden, desde Calatrava la Nueva; desde las milicias concejiles de Toledo; de la mesnada del rey. Todos los preparativos eran poco, nunca había suficiente grano en la bodega, los hatos de flechas parecían escasos, no había bastantes piedras amontonadas en las torres, y el número de hombres era ridículo.

—Don Gustavo, ¿qué va a pasar?

—Que si el rey no lo remedia nos reuniremos con el Creador este verano.

—¿No esperamos ayuda de nuestra casa?

—Esperarla la esperamos, pero no acudirán. He enviado peticiones de ayuda al arzobispo de Toledo y al rey. Me consta que ha llamado a la mesnada, que lleguen a tiempo dependerá de nuestra resistencia. Vosotros, más brío, que no se descarríen esas ovejas —increpó el comendador a unos pastores renuentes a entregar su rebaño a los calatravos.

En los últimos diez años a los pies del castillo creció una villa que ahora está siendo evacuada. El pánico cundió entre los vecinos del arrabal, unos marchaban a Calatrava o a Toledo, formando caravanas desde la que pudieran defenderse de los salteadores; otros optaron por arruinarse dando cuanto tenían a los dichos salteadores a cambio de protección y los más buscaban un sitio tras los muros de la fortaleza en que aguardar seguros el paso de la marea de destrucción moruna.

Llevaban semanas acumulando recursos en Salvatierra y don Gustavo acompañado de su secretario andaba comprobando las existencias, su ojo experto calculaba que disponía de víveres para resistir unos meses de asedio, suficiente para permitir la llegada de refuerzos. La construcción era sólida pero los defensores, aunque bregados, escasos. Miró a los ojos enrojecidos de Cirilo, el eterno postulante, doce o trece años en la Orden y aún no había sido confirmado como caballero; perdió sus primeras oportunidades sumido en la más asquerosa ebriedad y ni él volvió a ofrecerle la ordenación ni el aspirante la solicitó. Iba cumpliendo con sus obligaciones en la medida que el vicio, una debilidad inaceptable, lo permitía y poco más.

No le gustaba el trato confianzudo con esos golfines pero ellos andaban en tratos con los moros y eran una fuente interesante y fiable de información, por eso la pagaba. El golfín, uno de los hermanos de Gumersinda, sopesaba la bolsa de dinero que acababa de recibir del comendador de Salvatierra y advirtió:

—El ejército ya ha salido de Sevilla y viene derecho hacia aquí. El Miramamolín ha dividido su ejército en cinco cuerpos, al frente marchan los árabes en sus veloces caballos; en segundo lugar los zanatas, masmudíes, gomaras y demás cabilas bereberes, cuidado con ellos; el tercer grupo es el de los voluntarios, esos vienen a morir, son un incordio, no saben luchar pero si tienen ocasión te clavan una puñalada a mayor gloria de su Dios; los cuartos son los andaluces, los más cautos, ellos conocen el terreno y nuestras tácticas; y en último lugar a una jornada de marcha los almohades con el califa.

 

 

 

 

 

Capítulo 28

En Marrakus, junio de 1213

“En esa fortaleza se habían tendido las redes de la cruz y con ella se atormentaba el corazón de los dominios del Islam; habían hecho de ella los cristianos como unas alas para ir a todas partes y la habían dispuesto para que fuese la llave de las puertas de las ciudades y humillase a los amigos de Alá con sus grandes fosos y torres. Estaba rodeada por todas partes de tierra musulmana y la tenían por un lugar de peregrinación y de guerra santa. En su servicio se empleaban sus reyes y sus frailes, sus tierras y sus bienes, y la tenían por la defensa de sus casas y el lugar de expiación de sus pecados”.

Así decía la carta que el 13 de septiembre envíe a todo el imperio comunicando mi éxito en la conquista de la fortaleza de Salvatierra y su alfoz, y debí añadir algo parecido a lo que el cronista citó con elogio respecto a la victoria de Al-Mumin frente a Huete, al objeto de enardecer los ánimos de mis súbditos, pero me dio pereza:

“Subieron en el orden establecido con las lanzas largas y revestidos de mallas, con los cascos y espadas y corazas, y las banderas y estandartes, con el mejor armamento y mejor disposición, y nuestro señor el Amir al-Muminim en su zaga con su guardia victoriosa, y con él, los hijos de la Yamaa y los hijos de la gente de los Cincuenta y de la gente de la casa del Mahdi, y los esclavos, y detrás de él, el sayyid ilustre, su hermano, y los demás sayyides, y sus hermanos; y las banderas los seguían, según su costumbre, y de los tambores cien que redoblaban; ascendieron con toda la muchedumbre numerosa a la montaña citada, y esforzaron sus voces sobre la ciudad, levantándolas todo lo que podían con el tawhid y el, Allahu Akbar, “Dios es grande”, mientras se batían los tambores”.

Constituyen los sayyides, los señores, la nobleza de sangre de nuestro imperio. Son los hermanos e hijos de los parientes del califa, forman parte de la Yamaa, el consejo de los Diez y monopolizan las parcelas de poder. Ellos son los primeros interesados en la continuidad y pervivencia del régimen. También dirigen las tropas asistidos por los talaba, encargados de transmitir las órdenes entre las variopintas unidades que conforman el ejército. Constituyen una cadena de mando externa y superpuesta a los mandos tribales naturales.

Mientras el ejército alcanzaba su objetivo envié bandas de jinetes árabes para que corrieran el campo, toparon con numerosas recuas de suministros que pillaron y también aniquilaron las caravanas de los que huían despavoridos. Era el principio de la campaña y no quería el estorbo de tener que acarrear cautivos de modo que las órdenes eran no hacer prisioneros.

La guarnición de Salvatierra formó en la llanada de subida a la fortaleza, tras ellos, en la pendiente de la colina, se extendía el arrabal, crecido al abrigo de su maldad, y allá al fondo se alzaba imponente el castillo desde el que tanto daño nos causaban. Mis generales me informaron que eran cuatrocientos caballeros calatravos, además de sus escuderos e infantes los que nos hacían frente. Me inquietó sobremanera el deje de admiración y temor que capté en las palabras de mi informante y ordené el ataque.

En aquel lance de poco o nada servían los voluntarios y decidí reservarlos para mejor ocasión, tiempo habría para ellos de visitar el Paraíso.

No pudieron resistir la avalancha de mis bereberes y tras no pocas bajas hubieron de recular tras los muros. Fue una lucha fiera pero en la primera jornada tomamos el arrabal que fue incendiado.

La salida del sol del segundo día iluminó la fortaleza totalmente cercada por mis tropas. Los peones armaron cuarenta almajaneques de un tamaño no visto hasta entonces e iniciaron una lluvia de piedras de gran peso contra los encastillados hijos de Satán. El Último los confunda y aplaste.

Mientras duraba el asedio columnas de jinetes talaban la región alcanzando los aledaños de Tulaytulah, los cautivos que traían estaban aterrados y el fruto del saqueo, dada su magnitud, por sí solo bastaba para el sostenimiento del ejército.

Tras cincuenta días de terca resistencia imploraron el amán, que les fue concedido, entregaron la fortaleza y marcharon para nunca volver. A día de hoy en la atalaya de Salvatierra todavía ondea el pendón verde del Islam.

Escribí a mi gente para hacerles sabedores del éxito de mi empresa para que nadie pensara que un esfuerzo de tal magnitud fue baladí: “Esa fortaleza era, en plena llanura y dominando los pasos de la sierra, un vigía que se dirigía hacia el cielo como un estandarte que nos hubiera dominado, un punto negro que se levantaba sobre las llanuras musulmanas, un observatorio que nos espiaba a escondidas; este castillo no dejaba punto de reposo a los musulmanes, pues los cristianos habían hecho de él el punto de apoyo de todos sus ataques y lo habían organizado de tal forma que era como la llave de seguridad de sus fortalezas y ciudades”.

¿Por qué elegimos Salvatierra?, un castillo minúsculo comparado con el ejército movilizado, una piedra en el zapato, una pestaña en el ojo, fue el resultado de sesudas deliberaciones de mi consejo de guerra.

Como punto de partida de sus criminales cabalgadas alcanzaban el Levante con total impunidad, a pesar de dominar mis fuerzas las principales fortalezas de la zona Centro. Ellos necesitaban mantener Salvatierra pues cualquier conquista territorial sería meramente temporal, de ahí la necesidad de arrebatarles la posición adelantada. Era necesario golpear en las puertas de Tulaytulah, quien dominase los puertos del Muradal y Despeñaperros, podía aislar Levante, controlar la ruta de Tulaytulah a Qurtuba y por tanto bloquear el acceso al valle del Wat al-Kebir.

En cambio en el Oeste, la orden de amurallar Cazires, la recuperación de Trujillo, la nueva alcazaba de Batalyaws, los fuertes castillos de Xeris, Azuaga, Hornachos, Reina, Montemolín y Capilla que defendían los pasos en el norte de la sierra de Isbilia, habían conseguido frenar el impetuoso avance del perro portugués y repeler cualquier agresión.

Por otra parte supe del conflicto creado por un testamento entre León y Portugal y dispuse el retorno de nuestro leal colaborador, don Pedro Fernández de Castro, a la pocilga leonesa al objeto de alentar esa discordia. La guerra entre los dos reinos vecinos no tardó en inflamar el país de los politeístas. Con un poco de suerte Castilla y Aragón tomarían partido a favor de Portugal y Navarra asistiría a León, con lo cual esos puercos estarían entretenidos varios años, destripándose entre sí.

Unos sollozos llamaron la atención de Al-Nasir. Era Membrillo que lloraba en silencio mientras recogía sus ropas y se vestía. El revolcón que acababan de tener en el diván dejó insatisfechos a ambos, ninguno estaba por la labor: ella distraída con la desaparición del gato y él con la distracción de ella.

—No llores mujer, seguro que aparece.

—No, estoy segura que le ha pasado algo, algo malo, muy malo —y rompió en una sentida llantina.

Entre el calor reinante y el sofoco del disgusto la muchacha se dejó abierta la camisa y Al-Nasir estaba pendiente de las puntas de los pechos que asomaban descarados. La insatisfacción reciente dio paso al deseo mal reprimido; observaba a la muchacha sonarse la nariz, su tez tan blanca ahora estaba tan enrojecida de pena como él encendido de deseo. Decidió hacer un nuevo intento. Fue hasta el diván abrazó a la muchacha; la besó, se animó; la achuchó, creció su deseo; la acarició, estaba que se salía; consiguió besuquear esas tetillas provocadoras y cuando ella fue a protestar y pedir cuartel, la cogió por el cogote para bajar la cabeza de la muchacha hasta su regazo donde un bocado carnoso aguardaba para ser engullido. Cuando menos ya no la oía sollozar.

—No, no, no me haces caso —protestó la chica alzando la cabeza y abandonando la tarea que tanto deleitaba a Al-Nasir.

—Sí, sí que te hago caso. Tan pronto tenga un momento me ocuparé del asunto, ven.

—No, antes… —no consiguió acabar la frase pues él la impuso tornar al asunto que le ocupaba la boca.

De mala gana, con más obligación que destreza, se aplicó en la felación y tan pronto percibió la satisfacción masculina se puso en pie y marchó a escupir.

Al-Nasir lamentó la expresión de enfado pero ahora estaba más relajado. “Ya se le pasará, Membrillo es muy temperamental, quizá demasiado, quizá debería corregirla ocasionalmente”.

 

 

 

 

 

Capítulo 29

Salvatierra, verano de 1211

—Esta noche haremos una salida.

—¿Vamos a escapar, qué será de los refugiados? —y tan pronto pronunció la pregunta Cirilo se arrepintió de sus palabras ante la fea expresión de su comendador.

Don Gustavo lejos de inmutarse ignoró el comentario y explicó:

—Esos cabrones nos están hundiendo todos los techados, ya no tenemos donde resguardarnos. Mujeres, niños, heridos, y enfermos ocupan sótanos y bodegas, bien lo sabéis. Estamos aguardando el regreso de la legación que ha ido a entrevistarse con su majestad.

—¿Nos vamos a rendir?

—¡Oye, deja de interrumpir al comendador! —exclamó uno de los caballeros calatravos más antiguos.

—Hemos acordado con el moro una tregua para solicitar permiso para la entrega de Salvatierra, en realidad queremos saber las intenciones del rey, si nos va a ayudar o no. Esta noche vamos a intentar incendiar sus máquinas, o cuando menos cortar las cuerdas de sus poleas, tenemos que ganar tiempo hasta que regresen los delegados. Necesito voluntarios.

Antes que concluyera la frase todos los caballeros calatravos habían dado un paso al frente. Normalmente a una reunión así tan solo asistirían los sargentos, pero dada la apurada situación don Gustavo convocó a todos los caballeros presentes en la fortaleza.

Era pasada la medianoche cuando el portillo disimulado en el muro norte, un desagüe para las letrinas, dio paso a una docena de hombres armados. Se acurrucaron tras unas peñas y observaron el entorno para ver si su movimiento había sido descubierto. Tras el tórrido día de agosto era de agradecer la frescura nocturna y Cirilo respiró hondo con cierto alivio. Tantas semanas enclaustrado entre cuatro paredes soportando una incesante granizada de piedras estaba acabando con sus nervios. En principio no fue elegido en la tría de Don Gustavo pero tanto insistió que ahí estaba. Para el golpe de mano el comendador eligió a un pequeño número de hombres, quería un asalto limpio y rápido. Pero ahora se encontraban con que el campo estaba iluminado por infinidad de hogueras, pues las máquinas proseguían incansables el apedreamiento de la fortaleza. Era tan numeroso el ejército almohade que podían hacer turnos para atender las máquinas y los almajaneques grandes no cesaban en su mortífero vaivén.

Don Gustavo observaba la situación, lo que parecía un plan sencillo desde dentro, ahí fuera semejaba una insensatez. Cada máquina estaba atendida por más de un centenar de hombres, entre los que acarreaban el proyectil, los que la tensaban, los guardias armados de protección y los zapadores, ingenieros y oficiales que dirigían toda la operación. En su ir y venir los moros rodeaban la máquina, nunca la dejaban sola, ¿cómo iban a acercarse sin luchar? En cuanto uno diera la alarma, cientos de guardias caerían sobre ellos.

En la lejanía una multitud de tiendas de campaña indicaba la localización del campamento, don Gustavo propuso:

—Dos de nosotros iremos a su campamento a provocar un incendio que atraiga la atención de los guardias. Entonces atacaremos las máquinas.

—Somos pocos comendador —adujo uno de los sargentos.

—Tienes razón. Cirilo, tú vuélvete y trae contigo a veinte hombres más, están aguardando.

—No comendador, yo iré contra el campamento.

Don Gustavo no replicó, vio la determinación del suicida en la mirada opaca del muchacho y preguntó:

—¿Quién le acompañará?

Como ninguno respondió y no por falta de valor, es que ninguno deseaba como compañero de pelea a ese infeliz poseído por el demonio del vicio, se puso en pie.

—Vale, yo iré contigo.

—No comendador, tú debes dirigir a los hombres aquí, ya le acompaño yo —afirmó el sargento de antes.

Entregó el hacha a uno de sus compañeros que a su vez le dio la espada corta que empuñaba. Sin más palabras corrieron entre las sombras, arropados por las risas y voces de los atacantes. El brillo de las llamas de las numerosas fogatas repartidas por todo el campo hacían más oscuras las sombras y jadeando y sudorosos alcanzaron el perímetro del campamento. Los almohades hicieron bien su trabajo y el recinto se hallaba protegido por una gruesa empalizada y un pequeño foso. La escasa tierra sirvió para afianzar la defensa.

Cirilo siguió el rápido aunque sigiloso andar del sargento, era un hombre experimentado y desconfiaba de cada sombra y tenía razón en ello pues fuera del campamento eran numerosas las cuadrillas de voluntarios, siervos y esclavos que dormían agrupados, envueltos en sus raídas mantas. Algunos ronquidos alertaban de su presencia, sería difícil acercarse a la empalizada y saltarla sin ser descubiertos, pues era de suponer que al otro lado hubiera patrullas de guardias con perros.

El sargento señaló una encina robusta, si trepaban a ella desde sus ramas podían saltar al interior. Desde la copa del árbol admiraron la inmensidad del campamento enemigo y ello les heló el sudor en la espalda; saltaron y se acurrucaron contra la empalizada, el sargento señaló uno de los pequeños fuegos que iluminaban el recinto, en él se proveerían de…

—¡Quietos, no os mováis! —gritó una voz. Y al momento una veintena de lanzas les rodeó.

Un moro sonriente se abrió paso entre los ceñudos guardias y a pesar de su rostro barbado sus facciones resultaron familiares para Cirilo.

—Sabía que la tentación superaría a vuestra razón. ¡Qué fácil, ¿eh?, trepamos al árbol y saltamos dentro! ¿Eso habéis pensado perros? —y al mismo tiempo propinó un fuerte bofetón al sargento que acababa de escupir.

Uno de los guardias asomó una soga y la ataron al cuello del sargento mientras otros la pasaban por la rama y entre cuatro tiraron del otro extremo hasta que el sargento pendió ahorcado. Pataleaba desesperado mientras intentaba con las manos aflojar el nudo o sujetar la cuerda que le asfixiaba. El moro agarró por la barba a Cirilo y le preguntó:

—¿Cuántos habéis salido?

—Nosotros dos nada más.

La mentira le costó una sonora bofetada. El moro se volvió hacia uno de sus hombres y ordenó:

—Avisa de la salida de estos a la guardia, que den una batida por los alrededores —y vuelto a Cirilo—: ¿De qué te conozco yo a ti?

—Suelta a mi compañero, no veníamos a causar mal alguno, tan solo buscábamos un poco de pan.

—Seguro. Tenéis grano en las despensas para resistir varios meses, lo sabemos, ¿acaso vuestro comendador no os da suficiente de comer?

—¿…? —Cirilo se encogió de hombros, volvió el rostro hacia el sargento y lamentó sus denodados esfuerzos por evitar el ahorcamiento, aunque sabía que con el paso de las horas, llegaría el agotamiento.

—No me reconoces, ¿verdad? —preguntó el moro.

Aquella cara, esa expresión, Cirilo le conocía, ¿pero de qué?

—¡¡Bernardo!!

—Ahora me llamo Mohamed ibn Yusuf, liberto de mi señor Al-Nasir, soy un tâlib, un estudiante y he jurado el tawhid. Nos dijo el Enviado, a quien Dios guarde a su diestra: “Todos los profetas enviados por Dios a una nación antes que yo tuvieron discípulos y partidarios que siguieron su tradición y obedecieron sus órdenes. Pero, tras ellos, vinieron sucesores que predicaron lo que ellos no habían practicado y practicaron lo que ellos no habían ordenado. Quienquiera que se esfuerce contra ellos con su mano es un creyente. Quienquiera que se esfuerce con ellos con su lengua es un creyente. Quienquiera que se esfuerce contra ellos con su corazón es un creyente”.

—Bernardo…

—Deja de llamarme de ese modo —y le cruzó la cara con un par de tremendos soplamocos.

—¿Qué ha sido de tu vida para que te veas así?

—¿Así, cómo? Tú no es que luzcas como un primor, tienes un aspecto de borracho empedernido que da asco. Yo por el contrario he visto la luz y me encamino hacia ella con decisión.

—Aunque para ello debas asesinar a buenos cristianos —y Cirilo señaló con un gesto el cuerpo exánime del sargento calatravo.

—Los infieles tenéis dos opciones: conversión o muerte.

—A él no le has dado oportunidad alguna.

Bernardo, o Mohamed, volvió a alzar la mano para golpear a su antiguo amigo, pero éste le advirtió:

—Si vuelves a pegarme te mataré como a un perro.

La amenaza fue respondida por uno de los guardia que le abatió con un tremendo porrazo con el astil de la lanza que empuña.

—Id a patrullad, comprobad si han salido más cerdos de la cochiquera —ordenó el tâlib a los guardias.

Se agachó para ayudar a Cirilo a erguirse, cálidos recuerdos reprimían las ansias de emprenderla a patadas con aquel infiel caído a sus pies, le veía tan derrotado que no consiguió evitar ser invadido por cierta lástima y cierto orgullo al comprobar que a él le fue mejor en la vida.

Los dos amigos quedaron a solas, más o menos pues varios grupos de guardias iban y venían continuamente y la visión de uno de los severos talaba portando del brazo al que parecía un perro calatravo llamaba su atención. Algunos se acercaron, pero Bernardo los despidió con un gesto de la mano. Iban caminando hacia una de las puertas del campamento.

—No nos veíamos desde que marchaste en busca de aquella cantinera, ¿diste con ella?

—No Cirilo, no la encontré. Viajé por todo Al-Andalus siguiendo pistas erróneas; toda mi busca era un error, mejor dicho el error no radica en el camino sino en la meta. La felicidad no está en una mujer, en el dinero, o la posición social, no es un ideal; la felicidad es la busca en sí misma; la felicidad es el esfuerzo personal por mejorar; la felicidad es el camino que conduce a Él, el esfuerzo por mor de Dios.

—Hablas como un cura cegado por las lecturas y la represión de las ansias carnales.

—El Profeta, Dios le asista, afirmó que “el mejor esfuerzo consiste en una palabra justa ante un soberano tiránico”.

—¿A qué soberano se refería?

—A cualquier fuerza que someta al hombre y le aparte de Dios. El combate por mor de Dios pretende enaltecer la palabra de Dios. Y tuve la suerte de hallarla, mejor dicho ella topó conmigo.

—No comprendo que me quieres decir.

—Iba de camino a Marrakus cuando se desató una terrible tormenta de viento. La arena me azotaba el rostro, imposible ver nada más allá de mi nariz. Me acurruqué contra un mojón del camino para si sobrevivía no perderme, el paraje por el que transitaba era árido y desolado y en caso de extravío habría muerto de hambre, frío, o sed. Ignoro el tiempo que permanecí agarrado a aquella piedra oyendo silbar el viento atroz, azotado por la arenisca. Cuando cesó el estrépito de los elementos, el silencio era hiriente. Con extremo trabajo me descubrí, sobre mi manto el viento había depositado un palmo de arena, miré alrededor y allí estaba él, envuelto por un halo brillante.

—¿Un ángel del Señor?

—No, un muchacho algo más joven que yo. Señalaba un hatillo de leña junto a sus pies y como yo le…

—¿Y el halo brillante?

—El Sol estaba a su espalda. Me propino una patada y me dijo: “si quieres comer, recoge eso y sígueme”.

—¿Y tú qué hiciste?

—Tenía hambre. Cargué con las ramas secas y fui tras él. Anduvimos toda la mañana recogiendo leña, ascendimos a una colina coronada por una gran peña a cuyo pie se abría una caverna, allí nos aguardaba un santón y varios muchachos de diferentes edades, eran sus seguidores.

—¿Cómo un cura, un ermitaño?

—Me acogieron como a uno más, sin hacer preguntas. Después de comer nos sentamos en torno a él y nos leyó el libro sagrado.

—El Evangelio.

—No, el Alcorán. Entonces supe que aquella roca, aquel hito del camino, que salvó mi vida era Él. Inconscientemente me aferre a Dios y hallé recompensa.

Cirilo observaba con cierto temor la mirada entusiasta de su siempre descreído amigo y la misma expresión de orgulloso convencimiento tan familiar en los calatravos de su grey.

—¿Y qué has venido a hacer? —preguntó por decir algo, pues quedó anonadado por la sorpresa: ¡Bernardo, el hijo del cura, convertido a la mahomética herejía!

—He venido a cumplir el deber del Yihad: “Se me ha ordenado combatir a la gente hasta que declaren que no hay más dios que Dios”.

—¿La guerra santa sarracena?

—No, Yihad no significa exactamente guerra ni combate, es el esfuerzo en el camino de Dios. Yihad supone el esfuerzo personal del creyente para avanzar en la vía que nos conduce a Dios, una senda que implica renuncia, sacrificio y valor para afrontarlo. Está escrito: “Perseguiréis a vuestros enemigos, que caerán ante vosotros al filo de la espada”.

—¿En vuestro libro?

—No, en vuestra Biblia, en el Levítico.

Cirilo se encogió de hombros, no por indiferencia, jamás se vio tentado a seguir las enseñanzas de libro alguno y menos de carácter dogmático.

—El sagrado Corán ordena: “Se os prescribe el combate, aunque os sea odioso. Es posible que abominéis de algo que os sea un bien, y es posible que estiméis algo que os sea un mal. Dios sabe, mientras que vosotros no sabéis”. Y el santo Profeta afirmó que quien parte para la práctica del Yihad es como si rezara y ayunara constantemente, hasta su regreso.

—¿Y qué ganas con eso?

—El Paraíso prometido en todos los libros sagrados: la Torá, el Evangelio y el Corán. “El Paraíso está a la sombra de las espadas”, anunció el Profeta. Un jardín poblado por hermosas mujeres a cual más cariñosa, siempre dispuestas para nuestro deleite, en el que corren arroyos de agua incorruptible; arroyos de leche de gusto inalterable; arroyos de vino, delicia de los bebedores; arroyos de depurada miel. Tendremos en ese frondoso jardín toda clase de frutas y gozaremos del reconocimiento del Señor.

—¿Y no estarán llenos de moscas esos arroyos de leche y miel?

La respuesta fue una soberbia colleja que a punto estuvo de derribar a Cirilo.

—¿Pero tú estás tonto? Anda vete, fuera de mi vista.

—¿Por qué me dejas ir?

—Para que anuncies la buena nueva. Conversión o muerte, no hay más. Advierte a esos que se dicen monjes y que luchan como guerreros, que ninguno escapará a la venganza de Alá. Vete.

Cirilo marchó cabizbajo pero tranquilo, iba a volver el rostro para dar un último vistazo a su amigo pero fue asaltado por la sensación que no le dejó marchar por amistad, tan solo fue una demostración de poder. Le permitió vivir porque suyo era ese poder.

Por muchos libros sagrados que leyera el hombre, el camino por el que transitábamos no era sino una senda de oprobio y opresión contra sus semejantes. Buscábamos a Dios para que nos ayudase a dominar a los demás.

 

—¿Por qué nos han abandonado?

El comendador miró a los ojos enrojecidos de Cirilo, a pesar de todo se portó como un valiente, todos lo hicieron. Perdió a la mitad de sus hombres en los dos meses de duro cerco; perdió su encomienda, su casa, su hacienda, su vida, lo perdió todo. Los cabrones de la Orden se negaron en redondo a ayudarle, ¡ofrecieron oraciones, cuando él necesitaba brazos armados!; el rey no mandó sino buenos deseos; los golfines se desentendieron, esos cabrones solo iban a lo seguro, y aconsejaron la evacuación. Miró a su alrededor apenas un centenar entre caballeros, escuderos, peones, lugareños, mujeres y niños marchaban en patética caravana, buscando ¿qué?

—En ciertas ocasiones, perder es ganar, tenlo en cuenta Cirilo.

—¿…?

—No lo entiendes, ¿verdad? Lo cierto es que yo tampoco, pero así son los asuntos de la guerra. Esta perdida causará alarma en todos los reinos; fortalecerá la precaria unión entre los reyes cristianos; animará a mantener los tratados de paz firmados entre León, Castilla, Navarra, Aragón, y Portugal, frente a un único y poderoso enemigo capaz de tomar un punto tan estratégico como Salvatierra. Ya veo a los predicadores exhortando a sus feligreses: “¡Salvad la Tierra, salvad la Tierra del infiel!”.

—¿Y nosotros hemos sido los paganos?

—Pues sí, a nosotros nos ha tocado pagar prenda, que se le va a hacer. El rey Alfonso con numerosa hueste anda acampado en las inmediaciones de Talavera, por si al Miramamolín le da por cruzar el Tajo y ha encargado al señor de Vizcaya, don Diego López de Haro, la defensa de Toledo con su mesnada y la milicia del Concejo.

Un jinete se acercó al galope, venía señalando una columna de polvo en lontananza hacia la que don Gustavo miró puesto en pie sobre los estribos.

—¡Una columna viene hacia aquí, son árabes! —gritó el explorador.

Don Gustavo miró en derredor, no había donde esconderse ni refugio tras el que oponer una defensa consistente; sabía que en sus orígenes los árabes eran ganaderos nómadas ansiosos por pillar a los pobladores sedentarios, era su forma de vida, la incursión veloz, pillar cuanto se pudiera, asesinar y marchar. Llegado el momento de la lucha eran feroces, pero eludirían la pelea si la ganancia era inferior al botín que llevasen capturado.

—Tendremos que hacerles frente —y salió para gritar a los sargentos que los caballeros se destacasen del grupo, y mujeres, niños, y hombres desarmados se agrupasen.

Efectivamente se trataba de una partida que regresaba de saquear y a juzgar por el impresionante rebaño que azuzaban, habían tenido éxito. Entremezclados llevaban ovejas, caballos, mulas y algunas vacas. También eran visibles un centenar de hombres y mujeres atados de manos y por los cuellos entre ellos caminando.

Don Gustavo ordenó a los suyos el alto, apenas unos cuarenta jinetes con las espadas en las manos, los árabes serían varios cientos y la espesa polvareda que les envolvía les impedía ver al grupo de calatravos. Don Gustavo ordenó el repliegue en silencio, para no alertar al enemigo afanado en conducir su provechoso botín. Regresaban junto a los demás y decidieron acelerar el paso camino de Toledo para evitar indeseados encuentros.

Mientras en la sierra de Toledo:

—Majestad, el Miramamolín se retira, ha dejado Salvatierra guarnecida y se retira.

—Bien, esos bravos han cumplido. Han entretenido y frenado las fuerzas desplegadas contra Castilla, hasta que agotados los víveres y la campaña no les ha quedado otra que regresar. Pero tened por seguro que el año que viene volverán y los estaremos esperando preparados.

El rey ordenó levantar el campamento en la sierra y acudieron a Toledo, donde iban a celebrar consejo de guerra. La intención en mente era levantar el mayor ejército de que fuesen capaces y enfrentar batalla campal al moro.

El 29 de septiembre de 1211 ya en Toledo, ordenó suspender las labores de fortificación en todas las villas de la frontera y dedicar todos esos recursos a la ofensiva: “salió pues un edicto del rey glorioso por todo el reino para que interrumpida la construcción de muros, en la que todos se afanaban, sacaran las armas de guerra y se preparasen para un próximo combate”.

El rey mandó pregonar por todo el reino: “que los hombres abandonasen lo frívolo de las vestiduras y se proveyesen de armas para la reunión que habría de tener lugar, tal como había dispuesto el monarca, en Toledo, en la octava de Pentecostés del año siguiente”.

—Mandad aviso a los reyes de León, Navarra, Aragón y también al de Portugal, vamos a necesitar de todos para salir de esta. Si conseguimos atizar un golpe contundente al moro, todos podremos expandir nuestras fronteras hacia el sur, hasta donde nos lo permita nuestro propio esfuerzo.

—Todos excepto Navarra.

Las cabezas giraron para mirar al impertinente que osaba poner algún “pero” al razonamiento del rey de Castilla.

—Don Jorge, me dijeron que habíais muerto, acercaos —mandó el rey.

De entre el grupo de cortesanos que se volvió a ver quién era aquel tullido respondón se destacó un hombre avejentado por la desdicha y la mala praxis de los médicos.

—¿Qué aliciente ofreceréis a mi señor don Sancho para participar en la campaña contra el moro?

—Efectivamente Navarra carece de fronteras con Al-Andalus y parece que me culpéis a mí de ello, cosa del todo errada. Don Sancho es un monarca prudente y sabedor y sé que llegado el momento cumplirá con su deber como buen cristiano. Comunicad a vuestro señor que Castilla verá con buenos ojos la devolución de Guipuzcoa a Navarra y así consta en mi testamento. Recordad amigos: El buen esfuerzo vence la mala ventura.

 

—De modo que tú eres el famoso Manco.

El interpelado mostró el muñón de su mano izquierda, pues el de la derecha estaba ocupado con un arreo que le permitía comer, una especie de punzón con varias puntas muy juntas con la que ensartaba los trozos de carne que ella había cortado.

—Te felicito has puesto orden en la sierra, ahora los puertos son lugares de paso seguros para…

—Tú no te escaparás del pago, como todos —afirma ella.

—Recuerdo el día que te trajimos. Te salvamos la vida, estabas…

—Basta —interrumpió el Manco sin alzar la voz.

Apartó el plato de madera del que comía, ella le acercó un vaso de vino a la boca, y después de beber le limpió los labios con un trapo.

—Tienes una mujer muy servicial —y el judío esbozó una mueca que pretendía ser una sonrisa.

—Quedarás aquí retenido hasta que los tuyos abonen rescate —sentenció el Manco.

—Mi retención puede durar mucho, nadie en mi familia soltará un sueldo por volver a verme, je, je, je…

—Yo no me río, ella no se ríe, ¿por qué ríes tú? —preguntó el lisiado sin ninguna acritud, curioso.

Los dos hombres se miraron a los ojos, Isaac vio tal halo de inocencia en la mirada de aquel hombre, un muchacho prematuramente avejentado por las tribulaciones de la vida, que le conmovió.

—Yo siempre he tenido paso franco en los puertos, tanto a la ida como a la vuelta. Yo os compro las pieles de lo que cazáis; intermedio con las familias de los secuestrados; os informo de…

—Y te llevabas tu ganancia, pero ahora de esos tratos se ocupa otro.

—¿Ese “otro” puede hacerte unos zapatos a medida, cómodos y resistentes?

El Manco volvió la vista hacia la mujer, ella no apartaba su mirada extraviada del judío. Alzó el pie femenino y mandó:

—Haz unos botines para estos pies. Te quedarás con nosotros hasta que concluyas la faena.

Isaac miró el pie, envuelto en un atado de piel de asno, que le mostraba el lisiado y escuchó como arreciaba el aguacero en el exterior de la cabaña y decidió negociar.

—Confeccionaré el calzado más cómodo que jamás haya calzado mujer alguna y a cambio tendré paso franco por la sierra mientras dure mi obra.

—Te advierto que es andadora —afirmó el Manco mientras depositaba el pie de la bisoja en tierra como si fuese una joya.

—Y además serán bonitos —concluyó el judío con una sonrisa que iluminó la estancia y que arrancó un furtivo rubor a la muchacha.

—Manos a la obra, cuanto antes empieces antes podrás marchar.

—Voy a buscar mis herramientas.

—Hemos metido tu carro en un cobertizo, allí lo hallarás —y señaló un gran cubierto donde varios hombres y algunas mujeres andaban ociosos y al acecho, aguardando la orden de desvalijar el carromato. En cuanto el judío llegó las tres muchachas que le acompañan en los viajes le preguntaron por su suerte, él las tranquilizó, agarró un pequeño cajón de madera labrada y regresó.

—Llueve a cántaros, los caminos estarán intransitables durante días —dijo mientras se sacudía el agua del capote de buena piel que le cubría, se despojó de él, ella lo cogió y lo colgó a secar.

—Necesito tomar unas medidas —dejó la caja en el suelo y la abrió.

El Manco asintió y la bizca tomó asiento, Isaac señaló el pie derecho, ella cruzó la pierna indicada sobre la contraria y desató el cordón que sujetaba la piel basta en torno al tobillo y alargó el pie desnudo. Mientras el judío sentado enfrente, tan cerca como era necesario, rebuscó en su caja y sacó de ella un aparato de medir, cogió el pie, estaba caliente y suave, y lo depositó en sus rodillas; tomó varias medidas: la largada desde el talón hasta la punta del dedo gordo; la anchura; la altura del empeine, etcétera.

—¿No lo anotas? —preguntó el Manco, a quien siempre fascinaron los trabajos de precisión.

Isaac ignoró la pregunta, mandó callar con un gesto y pidió a la chica el otro pie.

El zapatero ya captó los irresistibles esfuerzos femeninos por reprimir la desbordante ilusión que colmaba su ánimo, probablemente jamás tuvo unos zapatos nuevos, y mucho menos hechos a medida y exultaba de gozo, pero era tan burra que prefería reprimir la alegría que ello le causaba en vez de disfrutarlo. Se azoraba con los nudos, estiraba de los cabos erróneos, los apretaba en vez de aflojarlos, buscó con qué cortar los atados y el zapatero observó con una sonrisa:

—Tranquila, no tenemos prisa.

Mientras ella se descalzaba el Manco preguntó:

—Si ya has medido un pie, ¿para qué necesitas el otro?

Al fin asomó el pie izquierdo femenino, y ya en manos del experto zapatero, respondió:

—Es una falsa creencia pensar que ambos pies son idénticos.

—Pues yo lo veo igual que el otro, pero al revés —dijo el Manco.

—¡Calla hombre, no le distraigas! —protestó ella.

—Igual que son diferentes entre sí las manos, los ojos, las orejas o los pechos de las mujeres. Apuesto lo que quieras a que tu pecho izquierdo es distinto del derecho —opinó Isaac zalamero.

Ella bajó la vista ruborizada y apartó el pie. El Manco terció en la discusión:

—Entonces como mis nalgas, ¿quieres medirlas también?

El judío guardó los instrumentos en la caja y pidió un lugar bien iluminado donde poder trabajar con anchura, pues necesitaría de sus colaboradoras.

—¿De las tres? ¡Para hacer un par de zapatos! —preguntó sorprendido el Manco.

—No es tarea baladí, una corta, otra cose. Cada uno lo suyo.

—Deja de poner pegas, que hagan su trabajo, nosotros miraremos y quizás alguno aprenda algo.

—Ella tiene razón, yo no tengo inconveniente en mostrar los diferentes pasos a cualquiera de tus hombres que esté interesado en aprender el oficio, quien sabe…

—Sea.

Dispusieron la gran choza en que solían reunirse a deliberar, a pesar del liderazgo del Manco, las decisiones que afectaban al grupo eran discutidas y tomadas en asamblea.

El frío no molestaba aunque el otoño andaba muy avanzado, pero los vientos racheados acompañados de una lluvia persistente aconsejaban permanecer a cubierto. Salvo los asaltos a viajeros y las incursiones para robar ganado y las cacerías, la vida en el campamento era monótona, anodina. Siempre había algo que hacer, siempre había niños mareando o mujeres mandando alguna tarea. El ocaso representaba un respiro, si había vino bebían; si mujeres cautivas folgaban; si cáñamo reían; si no, a dormir con la parienta y Dios dispondría un nuevo día.

De ahí que aunque fuese para verle trabajar, con las primeras luces, todos se fueron congregando en la casa comunal. El judío zapatero era un hombre viajado, generoso en compartir sus experiencias y daba gusto oírle hablar. Dispuso a las tres mozas en corro frente a él, para mejor inspeccionar su labor.

Cuando llegaron el Manco y la Bizca tenía sobre una tabla que le servía de mesa un atado de pieles de diferentes orígenes y las andaba triando.

—Shalom, buenos días nos de Dios —saludó efusivo.

—Así los tengas Isaac, mucho has madrugado, tienes prisa en marchar.

—¿Qué tal hemos dormido?

—Bien, muy bien —respondió el Manco, sin percibir la intención.

—No me extraña —musitó, y dio tal repaso con la mirada a la Bizca que ella bajó la cabeza y marchó.

—¿Y tú, has podido descansar, no has extrañado la cama?

—No, en absoluto, tengo un buen dormir, he llegado a roncar sentado en el carro con las riendas en la mano, je, je, je… Mira he elegido este cordobán, es fino y resistente y se adaptara perfectamente al pie.

—Tú eres el experto, lo dejo a tu oficio.

—Este verano he visto a alguno de los que marcharon a la cruzada en Tolosa .

—¿Así, cómo les va en tan lejanas tierras?

—Mal, mucho trabajo y poco botín. Las fortalezas son inexpugnables, la mayoría abren sus puertas a la capitulación y todo queda para los caballeros; con suerte van cobrando las soldadas, que prácticamente han de gastar en su propio mantenimiento, y todo está carísimo por la guerra.

—Dijeron que el enemigo era rico.

—Son ricos los nobles que guardan a los herejes, pero ellos son pobres como ratas, y los nobles negocian y se someten, antes que perder sus prebendas, en cuanto ven que su señor natural el rey de Aragón no acude en su defensa.

—¿Quienes son esos herejes pobres?

—Cátaros los llaman. Ellos creen que el universo está dividido en dos mundos enfrentados, uno espiritual creado por Dios, y material el otro creado por Satanás.

—Esa división la hace el hombre poderoso, en su eterno abuso del menesteroso. Guarda para él todos los beneficios de la Creación y reserva al pobre, al débil, la escoria —clamó el Manco.

Isaac prosiguió su trabajo y su exposición:

—Esos herejes explican, he asistido a algunas predicas y no creáis que algo de razón llevan. Como decía explican que Dios creó los cielos y el alma del hombre, mientras que el Diablo creó las cosas que apetecemos, las guerras y la Iglesia Católica para dominar las almas, que nos fueron dadas por Dios y corromperlas con su doctrina.

—No me extraña que los persigan y quemen.

—Para los cátaros el cuerpo humano no es sino una vasija que contiene la simiente angelical. Afirman que el pecado se originó en el Cielo para perpetuarse en la carne, de ahí sus prácticas ascéticas y la voluntaria privación en la que viven. No procuran el menor placer a la carne pecadora.

—¿Eso no es lo mismo que predican los curas?

—No, la Iglesia predica que el pecado vino dado en la carne y se contagia al espíritu, por eso todos los cristianos nacen contaminados por el pecado original y deben ser bautizados, algo que rechazan totalmente los cátaros.

—¿No bautizan a sus hijos?

—No, consideran el agua un elemento de la creación del Diablo y por tanto impuro. Tampoco aceptan el matrimonio, evitan la procreación, ¿a qué traer más almas a este mundo material y aprisionarla en un cuerpo pecador? Rechazan consumir alimentos tales como carne, leche o huevos.

—¿Y Jesús, adoran a Jesús?

—Ellos creen que Jesús no se encarnó, tal y como predican los curas, no les cabe en la cabeza que un Dios puro y bueno se encarnara en carne pecadora.

La mayoría se quedaron pensativos, el zapatero prosiguió con su faena, una de las mozas acababa de recortar las suelas de una pieza de grueso cuero y se las entregó para que las midiera, desbastase y ajustase.

—No me cabe en la cabeza que las personas pasen hambre voluntariamente.

—No pasan hambre, tan solo eligen sus alimentos.

—Que afortunados poder triar, esto como y esto no como, si les acuciara la necesidad no triarían.

El zapatero se encogió de hombros, dio las suelas por corregidas y se las devolvió a la moza para que practicase los pequeños orificios por donde serían cosidas.

—Los pobres nunca podemos elegir, comemos cuando hay, lo que haya, y cuando no a pasar hambre.

—Veo que tú también quemarías a esos herejes —dijo el zapatero sin alzar la vista de su faena.

—Yo no les otorgaría la menor atención, allá cada cual con su forma de pensar. ¿Qué hay más puro que compartir tu vida con un semejante que te ama sin ningún interés? ¿Acaso no bendice Dios ese amor con la recompensa de los hijos?

—No Manco, son un incordio, di que te lo digo yo —replicó uno del fondo que se ganó una colleja de la preñada que cosía a su lado.

—Negar la procreación es un pecado y Dios castigará tanta arrogancia. No me extraña que les haya enviado a esos cruzados para que les den por culo.

—Manco, eres un poeta.

 

Tan solo un mes después de la perdida de Salvatierra, otra tragedia se abatió sobre Castilla: “la flor de la juventud, el ornato del reino, el brazo derecho de su padre acabó su vida en Magerit, arrebatado por aguda fiebre. Se marchitó el corazón del rey, los habitantes de las villas languidecieron al saberlo y se aterraron al advertir que la ira de Dios y su indignación habían decretado dejar la tierra desolada. En ninguna parte faltaba el luto, los mayores espolvorearon sus cabezas con ceniza; todos vistieron con sacos y cilicios, todas las vírgenes estaban escuálidas y la faz de la tierra se cambió por completo. La nobilísima reina Leonor, al oír la muerte de su hijo, quiso morir con él y entrando en el lecho en que yacía y aplicando los labios a los suyos, y entrelazando las manos con las suyas intentaba o hacerlo revivir o morir con él. Según aseguran los que lo presenciaron, nunca se vio un dolor semejante a aquel”. Así reflejó el cronista tan triste evento.

La noticia conmocionó a todo el mundo, no por inesperada sino por indeseada. Mal asunto el fallecimiento del infante real, sin un heredero firme, sano y adulto, Castilla se abocaba a otra regencia, una nueva disputa entre las poderosas casas nobiliarias por el control del niño rey, miseria para las gentes que debían trabajar duro a diario para subsistir, y poder para los Lara, los Castro y similares que tan solo habían de conspirar.

Tras una estúpida y mal diagnosticada enfermedad el infante don Fernando de Castilla y Plantagenet, hijo legítimo del rey de Castilla don Alfonso VIII y de su esposa Leonor, falleció en la villa de Madrid el 14 de octubre de este año a la edad de veintidós años.

Un muchacho fornido, de buen comer y mejor beber; amante de las mujeres casi tanto como de la vida; campeador como pocos, encabezó las últimas cabalgadas que partiendo de la fortaleza de Salvatierra, al frente de las milicias concejiles de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés asolaron las comarcas levantinas llegando a destruir los alrededores de Játiva. Amigo de sus amigos y más todavía de sus esposas; fiable en la contienda; listo en la administración; justo con el leal, y feroz con el felón. Un futuro gran rey, a nadie cabía duda, falleció en la flor de la vida para desgracia de sus padres y congoja del reino. En paz descanse.

Madrid nada tenía que ver con el ribat levantado en lo alto de un cerro a orillas del Manzanares hacía tres siglos por los musulmanes para defender Toledo, hoy era una villa libre vinculada a la corona, desde que se entregó a Alfonso VI, tras la pacífica ocupación de Toledo, había crecido de manera imparable, hacía tiempo que los arrabales desbordaron la nueva muralla en construcción que los debía acoger y proteger. Dicen que Madrid siempre estaba en obras y que estas eran inacabables pues se consumían los presupuestos asignados antes que concluyeran los trabajos a realizar.

Enseguida se organizó el traslado del finado desde Madrid a Burgos.

Estos días la vida de la villa andaba alterada, no cesaban de arribar personajes de enjundiosos blasones, los primeros en acudir fueron la familia real, luego nobles y obispos y clérigos de todo el escalafón. Todos querían ser vistos por el rey atribulados y llorosos en tan triste circunstancia.

El cortejo fúnebre partió al fin camino de Burgos, aunque la presencia de tantas bocas ilustres y sus séquitos beneficiaba el comercio de la ciudad, el exceso de jolgorio poco se decía con el motivo que los había reunido; por otra parte las elementales exigencias del duelo forzaron a cerrar tabernas y lupanares, cancelar ferias y mercados y llenar las iglesias.

El tiempo acompañó a la comitiva, fue un otoño seco y caluroso, y las cincuenta y tres leguas entre Madrid y Burgos se anduvieron en menos de diez días. Los pueblos por los que pasaban acompañaban con muestras de pesar y las provisiones necesarias, la pena cundió en todo el reino.

Por razones de Estado el rey y la reina marcharon, él no soportaba la idea de haber perdido a su heredero en la flor de la vida, ella iba a enterrar a otro hijo, uno más de los diez que había alumbrado, y no por conocido mitigaba en absoluto el dolor de la perdida. La brava Berenguela, hermana del finado, se ocupó de dirigir el cortejo fúnebre.

La entrada en Burgos fue triste y solemne, las calles abarrotadas de gentes serias y compungidas en silencioso recogimiento, respetuosas con el dolor de la familia real, una familia que sufría la pérdida de un hijo al igual que cualquier familia en semejantes circunstancias.

El infante recibió sepultura en el Monasterio de las Huelgas. La fundación de ese monasterio femenino, acogido a la orden del Cister, fue un empeño personal de la reina Leonor, según el modelo de la abadía de Fontevrault, en Anjou, fundada por sus padres; en unos terrenos donados por el obispo de Burgos, con la idea de crear un centro religioso regio comparable a San Isidoro de León.

Su padre buscó consuelo en la guerra y apenas sepultado el infante, salió con los ricohombres reunidos para el duelo y las mesnadas de los concejos de Madrid, Guadalajara, Huete, Cuenca y Uclés en feroz cabalgada, la imagen de su bravo hijo finado cabalgando a su lado enturbiaba su sentido, y siguiendo el valle del Júcar atacó Alcalá, Jorquera, Grandién y Cuevas, hizo grandes presas, obtuvo cuantiosas ganancias, liberó muchos cautivos y cautivó a mucha gente. Los rigores invernales le obligaron a regresar a Toledo, donde comenzó a planear la campaña para el siguiente año 1212.

Al volver halló a los Lara aguardando ser acogidos y readmitidos en la corte castellana. Según relataron, en noviembre Pedro Fernández de Castro regresó a León y ellos no dudaron ni un momento en marchar.

 

 

 

 

 

Capítulo 30

En Marrakus julio de 1213

En el mes de enero de 1212 me informaron que el Papa Inocencio III, uno que acabará barriendo la cuadra en que vamos a transforman su curia, había lanzado el llamamiento a una Cruzada contra mí. Todos los perros cristianos que vinieran a combatirme gozarían de las mismas indulgencias que si acudiesen a Tierra Santa. Me halagó y me sorprendió que me comparasen con dicho objetivo, ¿qué teníamos en común el sepulcro del hijo del carpintero y yo?, ¿cómo podían engañar de ese modo a las gentes?, ¿cómo iba a ser igual intentar la conquista de Jerusalén que batirse en la frontera de Al-Andalus?

Con la ayuda de El Manifestado convoqué al resto de mis tropas, iba a necesitar un ejército vistos los llamamientos a la guerra que andaban haciendo en Castilla, y repasando viejos escritos topé con la definición esbozada por Al-Turtusi: “…son los ejércitos para el soberano sus arreos, sus armas defensivas, las fortalezas en que se refugia y los puntales que lo sostienen. Ellos son la salvaguardia de las gentes pacíficas, los que evitan los desafueros y reprimen el desenfreno. Son la defensa de las fronteras, los guardianes de las puertas, el elemento dispuesto para hacer frente a las contingencias, la protección de los musulmanes, la afilada punta que sale al encuentro del enemigo, la aguda saeta que contra él se dispara, el arma que se empuja contra su garganta. Por ellos son respetados los hogares, están asegurados los caminos, cerradas las fronteras. Son, en una palabra, el honor del país, la defensa de las fronteras, la protección del hogar y el arma contra el enemigo”.

Pues eso. Recuerdo que por aquellos días me solacé con un viejo plan de nuestro primer califa unitario Al-Mumin encaminado a dominar todo Al-Andalus con el objetivo de cruzar los Pirineos y expandir la fe verdadera por toda Europa. Entretuvimos parte de aquel benigno invierno, los asesores de mi consejo de guerra y yo mismo, en unos juegos de guerra que de no haber sido por su coste inverosímil, y el plazo de ejecución, eran, son, viables. El plan en su origen era de una sencillez pasmosa, reunir un ejército de pongamos cien mil hombres, cuarenta mil caballeros y sesenta mil peones y dividirlo en cuatro cuerpos. El primero iría contra Coimbra, la capital del reino de Portugal; el segundo contra Ciudad Rodrigo, la puerta a León; el tercero tomaría Toledo y arrasaría Castilla y el cuarto sería desembarcado por nuestra escuadra en las costas de Barcelona para invadir Aragón. El ataque de los cuatro cuerpos de ejército sería simultáneo, sin duda el despojo del enemigo compensaría con creces el gasto habido en pertrechar tan formidable fuerza, y diré que aquel plan llegó a entusiasmarme. La idea de mis caballeros asolando las tierras de los perplejos francos allende los Pirineos me reconfortó, sería algo tan glorioso como la conquista del imperio almorávide por mis antecesores. Pero me vienen a la memoria las victorias de mi padre y de mi abuelo contra los politeístas y toda la ilusión decae cual torre de arena, ¿de qué sirvió tan gran ejército a mi abuelo frente a Huete, o a mi padre frente a Santarem, o a mí mismo frente a Salvatierra? El número de tropas movilizadas, tan tremendo gasto habido para tomar una sola fortaleza.

Puse en marcha todo el potencial bélico del imperio. Si querían guerra la tendrían, si buscaban una batalla campal, juicio de Dios la denominan, se la daría y que El Más Altamente Exaltado me ayudase.

Aquel invierno renové el llamamiento del Yihad con las palabras del Profeta a quien El Majestuoso colme de felicidad eterna: “A mi muerte se conquistará una isla situada en el Magreb llamada Al-Andalus; el que viva allí vivirá feliz y el que muera morirá mártir. Sus habitantes mantendrán con el enemigo continuas batallas y escaramuzas; habitarán el país con la oposición de los enemigos, sin que les afecte su escaso número ni su aislamiento: ante ellos, un mar proceloso y a sus espaldas un enemigo acechante, numeroso y bien comunicado con sus aliados. De esta forma en Al-Andalus sólo se podrá ver gente que se pase las noches en vela por amor a Dios, que combata por Él o que tenga al enemigo cerca y se someta a la voluntad divina”.

No en vano afirmó el santo Profeta que Al-Andalus es una de las puertas del Paraíso. Y así afirmó en cierta ocasión que: “sus habitantes harán el ribat en sus propias casas y serán mártires en sus lechos; un solo día de ribat en sus fronteras será mejor que setenta años de culto; serán mártires y santos. Solo podrá darles la muerte el Señor de los Mundos y Dios los congregará el Día de la Resurrección desde los vientres de los peces, los abismos de los mares y los buches de los pájaros”.

Unos gritos en el jardín captan la atención de Al-Nasir, deja el cálamo, tapa el tintero y acude al balcón. Gentes que corren de aquí para allá, aspavientos, voces de espanto, expresiones de horror.

—Membrillo, ¿qué sucede? —pregunta Al-Nasir a la única que no corre.

La chica está sentada en un poyo a la sombra de un cerezo, se cubre el rostro con las manos. Mira hacia arriba, tiene los ojos arrasados en lágrimas, una expresión rota en las facciones y trémula la voz por el dolor que le parte el ánimo.

—Te dije que había desaparecido y no hiciste caso; te advertí que algo malo le había sucedido y no te preocupaste. Eres tan culpable como su asesino.

“¿Un asesino en mi casa?, bueno quizá sea excesivo calificar de asesino a quien mata a un gato. Está mal hecho, la pobre bestia ningún mal hacía y en cambio…”. Al-Nasir queda consternado cuando su mayordomo le informa que han hallado el cuerpo sin vida de Sombra. Al parecer se cayó a la alberca y se ahogó.

—¿Pero cómo es po-po-posible? So-so-Sombra era muy pru-pru-prudente —pregunta Al-Nasir afligido.

—Pensamos que pretendía coger unos nísperos, se subió al brocal de la alberca para alcanzar los frutos, resbaló y cayó al agua —responde el criado.

—No le gustaban los ni-ni-nísperos.

—Pues estaría bañándose, le dio un corte de digestión y se ahogó.

—Ya co-co-comenté su pru-pru-prudencia. So-So-Sombra no haría eso.

—…

—Que mi me-me-médico examine el cu-cu-cuerpo, quiero averigu-gu-guar que ha sucedido.

—Como órdenes —el criado hace una reverencia y marcha.

Aquel invierno que tan feliz se me prometía fue el más horroroso que haya vivido en mi corta vida. Aquel invierno en Isbilia falleció mi primogénito, mi amado hijo, en la flor de la juventud. Un muchacho sano y fuerte se marchó, sin duda El Por Siempre Viviente juzgó en su inabarcable sabiduría que deseaba premiar con los dones del Paraíso a tan encantadora criatura. Loada sea su voluntad aunque no alcancemos a comprender sus ocultos designios.

En tan amargos días busqué consuelo en la lectura del Libro Sagrado y quise repasar la biografía de nuestro amado profeta, a quien El Sabio colme de bienes. Dicen los ulemas más obtusos que quien copia su nombre completo cien veces halla consuelo a sus penas: Abu l-Qasim Muhammad ibn ‘Abd Alláh al-Hashimi al-Qurashi, conocido entre los adoradores de la cruz como Mahoma. Yo lo intenté infructuosamente pues visto el gasto de tinta y papel no me alivió en absoluto.

Aunque ya lo sabía no dejaba de extrañarme la conducta de aquellos antiguos con los niños; una de las costumbres tenida por muy honorable era enviar a sus hijos con niñeras beduinas con el propósito de que crecieran libres y sanos en el desierto, privados de cualquier apetencia superflua urbana, de ese modo fortalecían su carácter y aprendían de los beduinos, reconocidos por su honradez y carencia de vicios. Sin duda los beduinos de los tiempos del Profeta, no eran los mismos beduinos que roban, asaltan y fuerzan a cuantas mujeres pillan en Ifriqiya; beben cuanto vino cae en sus manos; apuestan en las carreras y fornican sin mesura incluso con efebos.

Leí que el arcángel Gabriel descendió a la Tierra para tener un encuentro con el muchacho, debía ser un niño retraído y solitario, pues consiguió acercarse al chico hasta el punto de abrirle el pecho, meter su mano angelical en su interior y arrancarle el corazón. Arrancó del órgano palpitante un coágulo negro y dijo al chico, que debía estar completamente aterrado, ¿o quizás dormía y lo soñó?: “Esta era la parte por donde Satán podría seducirte”. Luego lavó el corazón con agua, en un recipiente de oro, y devolvió el corazón a su lugar. Algo increíble si no fuese un milagro. Cuentan que los otros niños corrieron hasta su nodriza gritando que Muhammad había sido asesinado, pero al llegar junto a él le hallaron bien.

He referido este hecho milagroso, porque el dolor que sentí por la temprana perdida de mi hijo fue semejante a si me hubiesen abierto el pecho y arrancado el corazón en vivo. El Sabio no debería consentir que los padres entierren a sus hijos, es algo contranatural, ¿pero quién somos nosotros para entender o interpretar sus designios?

—Si me hubieses prestado una pizca de atención esto no habría sucedido.

Al-Nasir se enjuga las lágrimas. Membrillo le mira con una ferocidad que se disipa tal y como se seca la humedad en las mejillas del hombre.

—Yo pensé que hablabas del gato —y tan pronto concluye la frase comprende que está abonando la premisa de la muchacha.

—El gato es una gata y ha criado, por esa razón no la ves por aquí. A Sombra la han matado y tienes que dar con el culpable.

—Pero mujer…

—¿Culpable de qué? —pregunta una voz severa.

Los dos se vuelven hacia la puerta. Acaba de entrar la esposa de Al-Nasir, muestra una expresión cariacontecida, y el califa piensa en esos momentos que deberá advertir a los guardias de su puerta acerca de las normas para tanta permisividad en las entradas y salidas.

—Tienes que hacer algo. Lo que le ha pasado a esa, le podía haber ocurrido a tu hijo.

Membrillo iba a replicar, pero Al-Nasir la empuja levemente para que marche. La muchacha lo hace con un gesto de desaire que provoca el enfado de la esposa.

—Vaya modales tienen tus putitas, más te valdría controlarlas un poco. Sé de buenas familias que cuentan con un eunuco para que las discipline cuando conviene.

Membrillo da un portazo y eso causa indignación en la esposa.

—¡Pero tú has visto, deberías azotarla!

—V-v-vale lo haré.

—No, déjalo en mis manos, se va a enterar esa guarra, ¿qué se habrá creído?

—¿Q-q-qué q-q-quieres m-m-mujer? —pregunta azorado él, al tiempo que toma asiento.

—Me enterado que el médico de la familia está revisando el cadáver de tu concubina y no me parece correcto.

Al-Nasir furioso se pone en pie y alarga su mano para señalar la puerta.

—Me d-d-da igual, l-l-largo de aquí —pero como ella se queda mirándole con rabia, debe insistir—: M-m-márchate de una v-v-vez.

Al-Nasir queda derrotado, aturdido por el dolor, sin saber que duele más: la ausencia de su querido hijo o la reciente pérdida de Sombra. Su querida y cariñosa Sombra. No ha querido ver el cuerpo, ha oído que las carpas de la alberca le comieron los ojos y eso le colma de espanto.

De una de las habitaciones contiguas llegan rumores de pelea, gritos sofocados, ¡azotes! Su despótica mujer se está ensañando con la desvalida Membrillo. Debería ir y detener el castigo, imagina el disfrute de su esposa con cada azote que el mayordomo aplica sobre cuerpo sin mácula de la bella muchacha. En como resaltará cada marca rojiza sobre una piel blanca, tan blanca.

Llaman a la puerta asoma uno de los guardias y dice que es el médico que solicita permiso para hablarle, Al-Nasir autoriza la entrada. Decididamente deberá hablar con el jefe de la guardia, acerca de la perspicacia de los hombres destinados a su custodia.

Tras una larga conversación plena de eufemismos, trufada de extraños términos médicos, con el pensamiento puesto en la lluvia de azotes que arrecia justo al lado, Al-Nasir entiende que Sombra fue sometida a un chapucero aborto que la mató. Cuando su cuerpo fue arrojado al agua carecía de vida.

El médico marcha y el tormento prosigue, ¿acaso no existe un límite para el disfrute humano con el sufrimiento ajeno? Se alza decidido a poner fin al castigo, pero cuando llega a la puerta duda, reflexiona, da media vuelta, va hacia el balcón y aspira el aroma que desprende el jardín en aquella soleada tarde de verano. Desde allí no oye nada más que el trajín de los pájaros que van y vienen a sus nidos.

Una de las veces que aspira percibe cierto aroma a jara que le recuerda su estancia en aquellas navas de la sierra justo un año antes. Jornada memorable, él solo al frente de su ejército luchó contra tres reyes, un delegado papal y media cristiandad y contuvo la amenaza. ¿Qué habría sido de su imperio si en aquella batalla no hubiese detenido a tan imponente ejército?

 

 

 

 

 

Capítulo 31

En Toledo, febrero de1212

Un par de hombres entraron en el patio y su aspecto de facinerosos apenas llamó la atención, en los últimos tiempos iba siendo ya demasiado frecuente, cada vez que arribaba una partida de desgreñados harapientos a la ciudad la intención primera era visitar la judería buscando medios para mitigar el hambre, el frío o simplemente llenar la bolsa con unas monedas que les permitiera adquirir algún arma que les valiera una plaza en alguna cabalgada. Los alguaciles ya estaban advertidos, las órdenes del rey eran explícitas: nadie debía molestar a los judíos. Y el nuevo arzobispo dispuso que las cuadrillas armadas del Concejo rondaran las calles de la aljama poniendo orden y evitando pillajes. Por otra parte no eran pocas las gentes principales que acudían a comprar a los artesanos allí instalados y algunos se habían quejado de asaltos y robos y no se referían a los elevados precios.

—Decid a vuestro amo que asome —exigió uno de aquellos individuos.

En el patio media docena de muchachos, dos de ellos muy jóvenes, andaban ocupados en sus bancos de zapatero cosiendo los cueros que un hombre recortaba con la ayuda de un patrón. Éste fue el que se dirigió a los recién llegados, ninguno de los aprendices alzó la cabeza de su faena.

—¿Qué deseáis?, quizá yo pueda ayudaros.

—Somos peregrinos de Aragón y venimos necesitados de una ayuda para el camino —respondió el mismo de antes.

—Loable fin a fe mía, todos los cristianos deberían, al menos una vez en la vida, hacer la peregrinación, pero ¿no andáis muy desencaminados? Esta villa está muy lejos del camino de Santiago.

—Nos hemos extraviado. La fe es lo único que cuenta y eso es lo que nos mueve.

—Veo que portáis muchas armas para tal menester —afirmó el encargado señalando la panoplia que adornaba la cintura del tipo: un enorme cuchillo de carnicero, una daga larga, una espada corta.

—Los caminos no son seguros y no queremos que una banda de golfines nos impida dar cumplida adoración al santo patrón.

—Pues si vendéis esa espada podréis comer la mitad del viaje. Encomendaos al santo apóstol y que él os acompañe —y el encargado dio media vuelta para regresar a su faena.

Los dos tipos intercambiaron miradas de perplejidad, el que había hablado fue hacia el encargado con la mano en el mango del cuchillo, mientras el otro controlaba la entrada y a los aprendices, pero apenas su mano agarró el hombro de aquel la punta de una afilada lezna se apoyó en su garganta.

—Largaos —ordenó el encargado.

Los ojos de ambos estaban tan cerca que no veían otra cosa, el facineroso sentía correr algo cálido desde el punto en que un punzante dolor le advertía de la situación de la herramienta, en los ojos del zapatero advirtió determinación y eso le llevó a temer por su vida.

—¿Qué pasa aquí maese Jacob?

El que vigilaba la puerta desenvainó la espada y apuntó al hombre barbado que preguntaba desde la entrada de la casa. El que estaba con el encargado abrió las manos en señal de rendición y el interpelado apartó la lezna de su cuello, el otro dio unos pasos hacia atrás. El recién aparecido entró al patio, avanzó con decisión y una evidente cojera hacia el que tenía la espada y ordenó:

—En esta casa no hay nada para vosotros, marchaos, la cuadrilla del Concejo anda cerca, ¿queréis acabar en la horca?

El de la puerta envainó y el otro se tocó el cuello, miró el dedo ensangrentado y señalando al zapatero amenazó:

—La sangre exige sangre —y chupó su dedo, gesto que quedó ridículo más que amenazador y fue causa de mofa entre los aprendices, que sin alzar la cabeza de su faena no perdían detalle del suceso que venía a romper la monotonía de su jornada.

—Ya está bien, cada uno a lo suyo —ordenó severo el dueño y las risas callaron al momento.

—Tan solo necesitamos una pequeña ayuda para llegar a Salvatierra —dijo en tono conciliador el que vigilaba la puerta.

—Eso queda a una semana de camino de Toledo, en tierra de moros, es muy peligroso, aunque veo que el peligro no es un inconveniente, parecéis hombres fajados.

—Lo somos, ¿qué has menester? Te serviremos por un módico precio —anunció el que ya no sangraba previendo un empleo.

Por unos momentos Ambrosio saboreó el rencor que le corroía desde hacía diez años, sintió la hiel colmando sus sentidos y una bocanada de aire fétido en el rostro. Era el aliento del facineroso que le hablaba muy cerca aunque él no escuchaba sus palabras.

—¿Qué?

—Digo, que los curas andan predicando una cruzada, ¿entiendes? Una cruzada, vendrán a miles, rudos y bravucones, fanáticos meapilas, y allá donde se reúne una cuadrilla de cruzados empiezan por asaltar las casas de los judíos.

—¿Una cruzada, aquí?

—Sí. Contra el moro, con similares prebendas que si fuesen a Tierra Santa, solo que aquí el moro es más rico y por tanto mayor el botín. Vendrán a miles, hemos visto los caminos atestados de hombres armados. Nosotros podemos proteger tu casa de esos asaltos.

—Sí, ya, por un módico precio, ¿no?

El hombre dio un paso atrás dudando de si el judío aquel le tomaba el pelo, parecía ido, no se fijaba en sus advertencias.

—Venid, pasad —dijo Ambrosio, y entró en la casa seguido por aquellos dos.

Aquello era la tienda de la zapatería, el lugar donde recibía a los clientes para que triaran los acabados, donde se les tomaba medida y se probaban el calzado; aunque a las personas principales el maese zapatero las atendía a domicilio, por supuesto. Una estufa de hierro caldeaba el ambiente, había expuestas pieles de diferentes calidades, colores y precios. Ambrosio tomó asiento en un butacón y señaló sendos taburetes a los otros dos.

—Decidme vuestros nombres.