—Yo soy Riquelme y este es mi compadre Fermín —respondió el herido en el mismo tono confidencial que adoptó el dueño de la casa.

—¿Os busca la Justicia?

—No —respondió sin dudar el de antes.

—No en Castilla —añadió el que hasta ese momento parecía mudo.

Los dos intercambiaron miradas de “tú estás tonto”. Pero enseguida atendieron a la propuesta que acariciaba sus orejas.

—Diez sueldos para cada uno, por un trabajo fácil y sencillo.

—Un trabajo que reporta veinte sueldos puede ser sencillo pero nunca es fácil —afirmó Riquelme.

—¿De qué se trata? —quiso saber Fermín, muy serio.

—Me tenéis que librar de un incordio.

—Si hay que matar a alguien el precio se acaba de doblar —adujo Riquelme.

—Pues claro que hay que matar a alguien, ¿para qué cojones os iba a querer, para barrerme el patio?

—¿A quién y cuándo? —preguntó Fermín muy serio.

—Es un “señora” que me anda tocando los cojones con las dos manos.

Y al pronunciar aquel nombre revivió aquel amargo día, las lágrimas de su hija bañando su carita afeada por una indescriptible sensación de horror sujeta entre aquellos dos tipos de la milicia del Concejo y esa bruja señalándole con el dedo y diciendo a voces: “es él, ese es el ladrón”. Mi hija jugaba en la calle, hacía sonar el silbato que siempre llevaba conmigo de joven, ¡maldito silbato!, la bruja reconoció el trino, llegó hasta la chiquilla y montó el escándalo.

—Serán cien sueldos, la mitad por adelantado —exigió Riquelme.

—Por ese precio la mato yo —respondió Ambrosio ensimismado en su rencor.

Y es lo que debió hacer, pero le faltó valor para arriesgar todo lo conseguido, su familia, su posición, la casa, el taller, buenos ingresos.

—¿Adónde vais vosotros? —preguntó a la pareja que dio media vuelta hacia la salida.

Fermín salió al patio y Riquelme se volvió.

—Nos vamos, no hay trato. Esta ciudad pronto estará llena de justicias, merinos y funcionarios del rey. Lo que se tenga que hacer que sea pronto o nada. Ya conoces el precio, estamos en la taberna del Cojo.

—Tú pareces un hombre sensato y más negociante que tu socio.

—Si vas a proponerme que le traicione, vas mal, somos hermanos de leche.

—No seas lerdo. Te propongo que el sueldo os lo pague la tal “señora”. Es una pieza acomodada y en su casa hallaréis cuanto gustéis. Matadla bien muerta y saquead su casa, solo en joyas puede haber varios miles de maravedíes.

—Muéstranos el trabajo.

Los dos salieron al encuentro del tercero que aguardaba en el patio haciendo ojitos a una de las muchachas que andaba atendiendo las necesidades de material de los aprendices, para que estos no tuvieran que abandonar su puesto de trabajo.

—Ahora vuelvo —dijo Ambrosio al encargado.

—Va a venir uno del Gremio.

—Que espere, no tardaré.

Los tres hombres fueron calle abajo, torcieron a la derecha por la calle de la Blanca, salieron a la plaza de Zocodover, atestada de gente como de costumbre, tomaron la calle de la Espada, subieron al barrio acomodado de la ciudad y al llegar a la plaza del Ángel, Ambrosio indicó una puerta, en una casa de tres pisos con la fachada recién pintada.

—Es allí. Venid, aguardaremos a ver si la vemos.

Entraron en una taberna y tomaron asiento en uno de los bancos frente a una mesa, en la que no tardó en aparecer una jarra de vino y un cuenco de aceitunas. Ambrosio entregó un par de monedas sin apartar ni un momento la vista de la casa maldita.

Apurada la segunda jarra y con una tercera en camino la puerta vigilada se abrió para alumbrar una figura femenina. Ambrosio agudizó la vista sólo para cerciorarse pues de sobras había reconocido a doña Florinda Aguado, ¡era ella, sin duda alguna! Llamó la atención de los dos facinerosos, escupiendo un hueso en dirección a la mujer que precisamente en esos momentos cruzaba la plaza hacia ellos, de modo que pudieron ver su cara con toda nitidez.

—Vista la presa, ¿cuándo quieres que lo hagamos? —preguntó Riquelme.

—Cada día que respira está demás, hoy mismo.

—Antes hemos de averiguar cuanta gente hay en la casa, sus costumbres, idas y venidas —comentó Fermín, sin apartar los ojos de la mujer parada ante un puesto de verdulería.

—Claro y eso nos llevará un par de días, en que hemos de comer, pagar alojamiento —abundó su compañero.

Ambrosio vació su bolsa sobre la mesa, no llevaría más de diez o doce sueldos y sin más palabras marchó, ya se había arriesgado demasiado mostrándose en público con aquel par. Cuando el incidente con la niña estuvo detenido en la cárcel del Concejo. Por ser persona pública de reconocida fama el alcalde le permitió volver a casa tras jurar que no abandonaría Toledo, hasta la conclusión de la instrucción de la causa abierta contra él por la denuncia de la señora Aguado. El asunto quedó en manos del juez, doña Florinda le acusaba de complicidad en la desaparición de sus hijos y usurpación de personalidad. Ambrosio alegó que estuvo sirviendo a los Aguado y que estos perecieron en la aciaga jornada de Alarcos. Todo quedaba pendiente ahora de la declaración de testigos y otras pruebas, el pleito podía dilatarse años, no en vano habían pasado más de tres lustros, a menos que doña Florinda diera con alguno de los que pelearon en Alarcos para que testificara y en ello estaba.

 

El Papa Inocencio III concedió gracia de Cruzada a la lucha contra los musulmanes en la Hispania, con similares beneficios que si acudieran a Tierra Santa, y ordenó a sus prelados castigar con la más severa censura eclesiástica a cualquier rey que atacase a los comprometidos con la cruzada. La Iglesia miraba con recelo la tibieza de León y Navarra, ambos con tratados en vigor con los almohades.

La exhortación fue recibida por todos los obispos y arzobispos de Francia, que predicaron con entusiasmo las indulgencias plenarias. Los más belicosos eran los del Sur, sus comarcas y feudos llevaban muchos años soportando la presencia de soldadesca de distintas procedencias, devastando el país, y estaría bien que se marcharan bien lejos a hacerse degollar por la morisma.

Homilías, sermones y arengas desde los púlpitos no dejaban lugar a dudas: “la presencia islámica es una afrenta a la dignidad cristiana y una fuente constante de desgracias. Los agarenos atacan a la Iglesia con saña y dejan a su paso un rastro de desolación, ruina, sangre y llantos. Obispos y curas claman venganza, piden lavar las injurias sufridas por los cristianos con sangre mahometana. Nadie debía tener reparos morales en derramar esa sangre, porque defender a la patria de los bárbaros, proteger la casa de los ataques enemigos o ayudar a los amigos frente a los ladrones utilizando para ello la guerra era de plena justicia. Que nadie tenga miedo de ser acusado de homicidio, porque el propósito no era otro que hacer justicia y como dijo san Isidoro: guerra justa es aquella que se libra por previo acuerdo para recuperar los bienes robados o para expulsar al enemigo.

Todos aquellos que murieran luchando contra los infieles salvarían su alma. La Cruzada era una guerra querida e inspirada por Dios. Confería privilegios penitenciales y espirituales, redimía las penas impuestas por los pecados confesados y garantizaba la vida eterna a los caídos que alcanzaran la palma del martirio y la salvación del Paraíso.

Para el Romano Pontífice suponía una prueba para su capacidad de convocatoria, en su cada vez más crudo enfrentamiento con el emperador germánico necesitaba una fuerza que oponer a los aguerridos ejércitos que el alemán era capaz de movilizar. No tardaría día en que la Iglesia debiera defender su primacía con las armas en las manos de los buenos creyentes.

Pedro II de Aragón, ferviente partidario de la Cruzada, necesitaba estar a buenas con el Papa pero la ruina de sus arcas le impedía reunir mesnada, recibió ayuda económica del papado para atender los gastos de la lucha contra los musulmanes, pobre de él que emplease un solo maravedí en Occitania. También llegó dinero de Sancho de Navarra y de Alfonso de Castilla. La cita era en Toledo para la octava de Pentecostés y no faltaría.

La noche del invierno toledano estaba destinada por el Creador para pasarla bajo varias mantas en cálida compaña no para andar por las estrechas y húmedas calles buscando el arresto y la horca.

—¿Por qué no hacemos esto a luz de día? —preguntó Riquelme.

—Porque está mal visto asaltar un domicilio, y además penado —murmuró Fermín cauteloso.

Llegaron a la plaza, en ella algunos fuegos mantenidos por la cuadrilla nocturna que rondaba las calles de los comerciantes que pagaban su vigilancia, la iluminaban y creaban unas sombras que se movían al albur de las llamas, diríanse espectros atormentados. Cruzaron deprisa, procurando no ser delatados por el ruido de sus pisadas, alcanzaron la fachada, tantearon la puerta.

—Esto está más cerrado que el coño de una monja —masculló Riquelme.

—Vayamos por detrás.

Tras no pocas vueltas por los callejones de los alrededores dieron con el patio trasero de la casa. Apoyándose uno en el otro saltaron la tapia, no se oís ningún ruido y no detectaron la presencia de perros, lo cual fue un alivio.

Forzar la entrada que comunicaba patio y vivienda parecía fácil, tan solo un cerrojo la trababa, pero cuando iban a ello, oyeron como el cerrojo se corría desde el interior y apenas les dio tiempo a dar un salto hacia la izquierda donde quedaron a cubierto de la vista por la propia puerta al abrirse hacia fuera.

Salió una persona, portaba una vela en una mano y con la otra protegía la llamita, iba con prisa en dirección a lo que parecía la letrina, pero el apretón urgía más que no las piernas acortaban distancia y obligó al hombre a acuclillarse allí mismo y un suspiro de alivio, acompañado de feliz pedorreta, colmó el patio.

Los facinerosos intercambiaron miradas de perplejidad, el zapatero no les advirtió de presencia masculina alguna, ellos venían a asaltar la vivienda de una dama adinerada y sola. El hombre tentó unos hierbajos para limpiarse pero su mano tocó unas ortigas y maldijo.

Fermín hizo un gesto a su compañero de: “este no es de aquí”.

En cuanto el hombre llegó a la altura de la puerta Fermín le asaltó por detrás y amenazó con un cuchillo en la garganta al tiempo que Riquelme objetaba:

—¿No sabes que de noche hay que usar el orinal?

—No lo hemos hallado —dijo con una voz temblorosa por el susto.

Los asaltantes intercambiaron miradas de complicidad. Fermín preguntó apretando el filo contra el gaznate:

—¿Quién eres tú?

—Un peregrino, venimos a la llamada de Cruzada del rey de Castilla.

—¿Cuántos sois en la casa? —inquirió Riquelme.

—De momento seis. ¿Quién sois vosotros?

—Somos los justicias nocturnos, vigilamos los abusos de los supuestos peregrinos —respondió Riquelme.

—¿Y cómo habéis entrado? —el hombre comenzaba a escamarse.

—Los propietarios nos han facilitado una llave maestra que abre todas las puertas de los buenos vecinos, para que podamos proteger sus casas y comercios.

El asombro del hombre superaba al miedo que le atenazaba y su mente elucubraba las ventajas de poseer esa llave mágica cuando recibió un pescozón de Riquelme que le produjo un corte con el filo del cuello.

—¡Eh, reacciona!, que estás alelado. A ver, ¿con qué permiso ocupáis la casa de la señora?

—¿Podemos entrar?, me muero de frío.

—Sí que te vas a morir, pero va a ser de un cabreo mío, anda tira para adentro —empujó Fermín.

Una vez dentro de lo que parecía la cocina, el peregrino explicó que la señora tuvo que marchar apresuradamente a Nueva Villa a causa de un pleito con los prestamistas. Los judíos le embargaban la propiedad por impago. Al parecer la familia se hipotecó para armar caballeros a sus tres hijos, desaparecidos en Alarcos, aunque ella sospechaba que cierto zapatero, de nombre Ambrosio, conocía del paradero de los muchachos y que estaba implicado en la dicha desaparición y probablemente compinchado con los judíos del embargo para hacerse con las propiedades de la familia Aguado.

—¿Y esa señora te ha contado todo eso a ti? —preguntó desconfiado Fermín.

—Se lo cuenta a todo aquel que le presta oído, no quiere que el asunto quede en el olvido, pues anda buscando a los que lucharon en Alarcos para que testifiquen contra ese zapatero y sus cómplices. Deben ser los cuatro siervos que marcharon de la hacienda el mismo día en que partieron los muchachos.

—¿Te dijo los nombres de esos siervos? —preguntó Fermín.

—Dionisio, un pastor; Cirilo, un doméstico; Bernardo, el hijo el cura local, y el ya citado Ambrosio, apodado Castrapuercos. Alguno de Alarcos se acordará de esa cuadrilla.

—¿Y si ella ha marchado, qué hacéis vosotros en su casa?

—La alquila a los peregrinos, anda falta de fondos metida como está en pleitos y necesita…

Un profundo tajo en la garganta le impidió concluir la frase. Fermín le cortó el cuello y sostuvo la cabeza para que los estertores no despertasen a los que dormían.

—¿Qué haces? —clamó Riquelme al tiempo que saltaba hacia atrás para evitar que el chorro de sangre le salpicase.

Fermín depositó el cadáver sobre el enorme charco de sangre caliente e hizo gesto al otro de “vámonos”. Ya en el patio, junto a la tapia, prestos a saltarla Riquelme preguntó:

—¿Pero no vamos a desvalijar la casa?

—No vale la pena, lo que ese memo nos ha contado vale más, mucho más.

Saltaron y una vez al otro lado, agazapados en una sombra para comprobar si el ruido del salto delató su presencia, Riquelme preguntó:

—¿Y ahora qué?

—Está claro, esos cuatro siervos mataron a los tres señoritos y se quedaron con su equipaje e identidad. Son reos de muerte.

—¿Cuánto le vamos a sacar al zapatero? —quiso saber Riquelme reconcomido ya por la codicia.

—Si somos listos, podemos vivir de esto toda la vida. En vez de pedirle una cantidad, nos va a mantener hasta los restos, a pan y cuchillo, nada nos ha de faltar, je, je, je…

Simultáneamente a la proclamación de la bula de Cruzada llegó a la península un río de oro procedente de Roma y de las arcas de la Iglesia, desde el más poderoso arzobispo hasta la más humilde iglesia donaron la mitad de sus ingresos. La ceca no daba abasto para amonedar oro y plata. Castilla era un reino endeudado en demasía y la magnitud de la campaña en preparación requería liquidez, era imposible hacer la guerra a crédito.

Y ese río de oro pronto comenzó a verterse sobre todo el reino. Desde los Concejos, los encargos y los dineros llegaron a todos los gremios; aquel invierno zapateros, tejedores, guarnicioneros, curtidores, herreros, todos tuvieron trabajo; cientos de miles de familias vivían de la guerra. Hacía falta acumular ingentes cantidades de todo: calzado, cinco mil pares de abarcas; vestidos, diez mil camisas y otros tantos calzones; corazas, diez mil de cuero reforzado, aunque con tan poco tiempo quedarían en la mitad; escudos tantos como se pudieran fabricar en unos meses aunque el invierno era mala temporada para contrachapar; armas, familias al completo salían a los campos a talar varas de fresno y álamo para hacer astiles, y las largas noches invernales reunían a las gentes en torno a las lumbres urdiendo flechas y afilando virotes para ballesta. Los haces se llevaban luego a los Concejos que se ocuparían de su transporte hasta los depósitos de Toledo. Las forjas no paraban día y noche alumbrando rejas de lanza, hachas, puntas de dardos, espadas, cabezas de maza, etcétera. Cuando llegase la primavera no podía faltar de nada.

Y como los guerreros también necesitaban comer y a diario, los funcionarios del rey compraron toda la cosecha de grano venidera y por si acaso no fuese suficiente, que nunca lo era, estaban apalabrando con los tratantes de toda Europa el envío, en cuanto los caminos lo permitieran, de grandes cantidades de grano y harina. Desde el norte comenzaban a llegar partidas de forrajes para las caballerías; tan solo en los depósitos y silos a cubierto previstos se gastaron grandes sumas, la intemperie era mala compañera para el almacenaje.

En cuanto el tiempo mejorase los alrededores de Toledo quedarían invadidos por las miles de bestias de carga adquiridas para la campaña. Sería menester un gran número de mulas para transportar tal cantidad de pertrechos, equipajes y vituallas.

También habría que abonar las soldadas a cuantos acudieran y puesto que se desconocía el número de cruzados, que se preveía crecido, se atesoraba tesoro amonedado. Nada quedó al azar.

Los Concejos destinaron guardias armados a la custodia de los almacenes, pues la tentación de tantas riquezas reunidas era mucha en un país de ladrones.

Tan pronto como la Iglesia lanzó su llamamiento a la Cruzada contra Al-Andalus, miles de personas se pusieron en camino. Cualquiera capaz de caminar estaba en disposición de atender el llamamiento, no era necesario viajar hasta un puerto de mar y pagar un carísimo pasaje en barco hasta la lejana Tierra Santa de la que ninguno regresaba, excepción hecha de los grandes señores y las más de las veces embalsamados o enfermos y muy acabados.

Aquellas gentes, familias enteras, nada tenían que perder, pues los años de cruenta guerra en el sur de Francia todo les arrebató; nada les aguardaba salvo ver morir de hambre a sus hijos durante el crudo invierno. En cambio allá en el cálido sur, podrían vivir una temporada a gastos pagados y esa llamada era imperativa: ¡comer, vestir y alojarse a costa de un rey financiado por la Iglesia!, ¿quién podía rechazar semejante oferta? ¿Y a cambio de qué, de cortar unas cuantas gargantas de infieles? Ni los hielos, ni los caminos embarrados contenían la tremenda marea de gentes en dirección a Toledo.

Ella aguardaba bajo los soportales con la niña en brazos y el pequeño agarrado a sus faldas. Los tres observaban el suave descenso de los copos de nieve sobre aquella ciudad tan vieja. El silencio tan solo era roto por el barullo del grupo de francos haciendo cola ante la puerta del Concejo. Dos guardias armados impedían el paso, cuando salía uno entraba otro, eran las órdenes.

Apenas asomó su marido se acercó a preguntar impaciente.

—¿Qué te han dado François?

La pregunta no era: ¿qué te han dicho? No, era: ¿qué te han dado? Y eso causó perplejidad en el hombre, agobiado por la tremenda necesidad de su familia. Llevaban días pasando hambre, en el camino fueron asaltados y lo poco que obtenían mendigando era para los niños.

Él cogió a la niña en brazos, parecía que lo hiciera para que su mujer descansase, pero el motivo es que estaba completamente aterido y el abrazo de la niña le abrigaba un poco.

—Me han tomado la filiación como cruzado en la categoría de peón, nos corresponden cinco sueldos diarios —y alargó la mano en la que llevaba la soldada de una semana.

Ella arrebató el dinero, lo contó, y exclamó con asco:

—Cinco sueldos, vaya miseria, ¿qué se puede comprar con esto?

—Me han dicho que en la Huerta del Rey tenemos alojamiento preparado y una vez al día nos darán de comer. También nos darán ropa y calzado si lo necesitamos.

—Pues claro que lo necesitamos, nos han robado en esta tierra de bandidos, necesitamos de todo. ¿Les has dicho que tenemos dos hijos pequeños?

—Vayamos allá.

Él no quería discutir, estaba harto de discusiones y riñas, en el camino fueron asaltados por culpa de su esposa, empeñada en viajar con un grupo de caballeros de Poitou, una noche les arrebataron los equipajes y poco faltó para que Angélica no fuese violada.

—¿Seguro que es por aquí? Te han engañado François.

Él no respondió caminó decidido con la niña apretada contra sí por la campiña cubierta de nieve, sobre ellos arreciaba la nevada. Seguían una senda muy marcada por miles de pisadas de hombres y bestias.

—Es allí —dijo él señalando unas columnas de humo.

Al subir una loma entre los olivos vieron una gran extensión de tiendas de lona, muchos chamizos contra una valla de piedra derruida en algunos puntos y poco movimiento. A sus espaldas quedó la ciudad.

Aquellos terrenos eran propiedad del rey Alfonso de Castilla y los destinó al alojamiento de sus antiguos vasallos, los caballeros de Gascuña; por afinidad también acogía a los de Poitou y como la antelación con que llegaron, no se les esperaba hasta mayo, pilló desprevenidos a los oficiales encargados de recibir a los cruzados, allí instalaban a todos los ultramontanos que iban llegando.

La mesnada del obispo de Burdeos estaba a medio camino y la del obispo de Nantes ya había cruzado el Pirineo.

La familia consiguió unas mantas, un par de capotes, un saquito de harina y algo de tocino, pero las tiendas estaban agotadas y en cuanto llegase otra remesa de lonas serían para los combatientes. Debían buscar acomodo en cuadras y establos. Pero estos estaban atestados, los peones y escuderos compartían el alojamiento con los caballos de sus señores, acogidos a la hospitalidad del rey en la villa que coronaba la Huerta, ahora atestada de hombres más o menos blasonados.

Empujaron la puerta de una enorme cuadra de paredes de madera, de cuyo techo asomaba una prometedora columna de humo.

—¿Adónde vais vosotros? —preguntó un malcarado.

—Somos paisanos, necesitamos una pizca de hospitalidad —explicó François y mostró la carita de la niña, azulada de frío.

—¿Podéis pagar el alojamiento?

—El rey es quien paga nuestro alojamiento, ¿quién eres tú? —adujo ella desafiante. Sobre la capucha de la capa que la cubría Angélica lleva tres dedos de nieve.

—Aparta de ahí —dijo una mujer al tiempo que empujaba al malcarado. Alargó la mano hacia la niña que François entregó aunque algo remiso, y toda familia siguió a la desconocida que los llevó hasta un estrecho espacio entre dos pesebres donde ardía una pequeña lumbre en un caldero de hierro y tres mujeres a su alrededor, que observaron reticentes su arribada.

—Aquí podéis calentaros y preparar algo de comer. Haced sitio —ordenó la mujer.

—Gracias señora, yo me llamo François y ésta es mi esposa Angélica, ellos son nuestros hijos.

—Me llamo Gertrudis.

—Que mal huele aquí —se quejó Angélica al tiempo que se quitaba la capa.

Las otras se miraron pero no hicieron comentario alguno.

—Es a causa del gran número de bestias aquí alojadas, y no me refiero a las mulas. Eres una mujer hermosa, hazme caso y las cosas mejorarán para tu familia.

El tono, más que el significado de aquellas palabras, llevaron a François a alzar la vista hacia la figura de su esposa, estaba sacudiendo la capa y ciertamente era agraciada, tenía un cuerpo esbelto, generosos de formas y recordó que siempre fue tildado de “hombre afortunado” por parientes, amigos y conocidos por tener en el lecho a hembra tan galana, lástima que él la aborreciera tanto.

Angélica preparó unas gachas, comieron y pronto entraron en calor y entonces Gertrudis sugirió:

—François coge ese balde y ve a buscar agua, hay que lavar la cara a estos niños antes de acostarlos, parecen agotados.

Él comprendió que aquella mujer tan solo buscaba quedarse a solas con su esposa para hablarle del pago de tan amable acogida y creyó adivinar la naturaleza del mismo. Poco le importó. Cogió el cubo de madera y marchó en la dirección señalada por Gertrudis.

Junto al pilón en el que hundió el balde un numeroso grupo de hombres escuchaba las palabras de un fraile que les arengaba.

—…vosotros aquí pasando penalidades, igual que Cristo en el madero, y esos judíos deicidas calentitos en sus casas, fornicando con sus esposas, ¡incluso con sus hijas, porque no temen el castigo de Dios! A buen seguro que en la calidez de sus lechos piensan en vuestras tiritonas, en el duro suelo en que vais a dormir ésta noche y se ríen mientras soban los cuerpos orondos y cálidos de sus mujeres. Vosotros, soldados de Cristo, tenéis que dormir a cubierto, vuestras son esas casas y los judíos a la calle a pasar frío y penalidades. Mañana asaltaremos la judería, allí hay casas de sobras para todos. Degollaréis a todos los judíos, vuestros son sus bienes, y yaceréis con sus mujeres.

Lo que más asustaba de aquel plan era la serenidad con que el veneno salía de aquella boca para introducirse en las cabezas de los hombres, que asentían como idiotas babeantes que los únicos conceptos que fijaron en sus mentes fueron: “apropiarse de sus bienes” y “yacer con sus mujeres”.

Cuando François regresó le sorprendió el tono confidencial en que su esposa departía amigablemente con Gertrudis, le escamó, pero los niños dormían hartos, seguros y calientes y lo demás poco le importa.

—Deja que haga algunas averiguaciones —concluyó Gertrudis y le guiñó.

François era un hombre de mundo y temía que la deshonra de su esposa mancillara a su familia. Lo lamentaba por sus hijos, aquellos inocentes que eran lo que más quería en el mundo. Los engendró casi sin querer. Casó convencido de amar a su mujer; era bellísima, aún hoy lo era, apetecible y grata su compañía, pero sin saber cómo ni por qué sus apetencias tomaron otros derroteros. Fue una sorpresa para él mismo, pero todos somos como Dios nos creó. Nadie elige cómo o a quién amar, al menos eso pensaba él.

Cuando nació el chaval ambos sintieron renovar el amor que les unía, pero solo fue una ilusión transitoria, un espejismo que les deslumbró y que causó la llegada de la pequeña, la luz de sus ojos. Daría la vida por sus hijos, incluso daría la vida de Angélica por ellos. La miró arrebujarse con la manta contra los chiquillos para darles calor durante la noche y se reafirmó a sí mismo que no permitiría que nada ni nadie atentase contra la felicidad de los críos, ni los perjudicase en modo alguno.

 

—La cosa está muy clara maese Ambrosio, ¿o deberíamos llamarte Castrapuercos?, no mejor maese Ambrosio, je, je, je… —sonrió Fermín de cara a su colega.

Pero Riquelme se limitó a esbozar un gesto de desprecio. Ambrosio no sonreía en absoluto, estaban en su taller y aquellos dos le estaban jodiendo la mañana. Fermín prosiguió:

—Sabemos todo acerca del lance entre tu cuadrilla y los Aguado, sobran comentarios. Da la casualidad que conocemos a no pocos veteranos de aquel desastre de Alarcos, nos costaría muy poco dar con alguno que se apresuraría a reconocerte como impostor.

—Al grano, decid vuestro precio de una vez —exigió Ambrosio.

—De sobras conoces la situación en la que suelen quedar los veteranos, abandonados a su suerte, más si han sobrevivido a una rota como la de Alarcos —abundó Fermín ignorando la interrupción.

—¿No hay vino en esta casa? —preguntó Riquelme al tiempo que echaba un vistazo alrededor.

—Este negocio es demasiado para un hombre solo, te iría mejor con un par de socios: nosotros —dice Fermín.

—¿Qué sabéis vosotros de zapatos?

—Nada, pero podemos aprender —dijo Riquelme.

—Los zapatos los harás tú, nosotros llevaremos la parte financiera del negocio. De las ganancias haremos tres partes una para cada uno de los tres —ofreció Fermín.

—Y una mierda —respondió Ambrosio sin perder los nervios.

—Bien, en ese caso no hay más que hablar, vamos amigo Riquelme, vayamos a hablar con la señora Aguado que nos espera en casa del alguacil.

Ambrosio los dejó ir sin más comentarios, quedó pensativo y determinado a impedir que ese par de canallas le arruinase la vida.

Ya en la calle Riquelme preguntó a Fermín con un gesto:

—Tranquilo, a nadie conviene la fruta verde, madura es más dulce. Ha rechazado nuestra oferta, cuando venga a nosotros las condiciones habrán cambiado a peor para él, je, je, je…

—¿Y tú crees que el negocio nos dará para vivir cómodamente?

—¡Ja, ja, ja… —Fermín rió con ganas ante la candidez que afloraba en la pregunta de su colega.

—Toda tu puta vida viviendo al día, con lo puesto, robando para comer, pasando todo el frío y el calor que te envía el hideputa que te creó; surge una oportunidad de establecerte y ya pretendes “vivir cómodamente”. Cacho cabrón, ¿si tú no sabes lo que es eso?

—Pero tengo una idea de ello, me conformo con comer a diario; folgar regularmente sin mediar dinero ni fuerza; alcanzar la ancianidad con todos los dientes para cumplir las anteriores condiciones y que la puta Huesuda me halle en mi lecho bien agarrado a hembra galana.

—Me sorprendes amigo, veo que tienes las cosas claras, ja, ja, ja…

—Pues no veo que el trato propuesto sirva a nuestros intereses —afirmó Riquelme afectando conocer el significado de las palabras que acaba de pronunciar.

Fermín le detuvo bajo uno de los soportales de la plaza de Zocodover, para conseguir un mínimo de confidencialidad entre el gentío y aclaró:

—Sepas que esa zapatería no es más que una puerta para alcanzar esa situación de la que hablas. Ese tiparraco nos introducirá en el Gremio de Zapateros como sus socios y ahí es donde se maneja el dinero a lo grande. He sabido que el gremio ha recibido un encargo del rey don Alfonso para fabricar cinco mil abarcas y eso es mucho dinero.

 

1—Êtes-vous François?

—Oui monsieur.

El hombre andaba atizando un gran fuego. La estancia estaba muy caldeada, en aquella casa poco importa el elevado precio de la leña a causa de la demanda disparada por la intempestiva llegada de miles de cruzados en pleno invierno. Aquel hombre dio unos pasos hasta él, eran de la misma quinta, pero aquel vestía ropa de buena lana, bien urdida y confeccionada, elegante y cara. Sorpresivamente alzó su mano derecha y acarició la mejilla de François al tiempo que susurraba:

2—Vous êtes très belle.

Él también encontraba hermoso al otro, pero si se pasó media mañana buscando la casa de los Lara, era porque su esposa le advirtió que andaban buscando a un panadero y él conocía los rudimentos del oficio. Hasta que partiera la expedición le iría bien contar con un empleo temporal con que mantener a su familia.

3—Qu’est-ce que vous me voulez, monsieur? —preguntó el perplejo François sin rehusar la caricia.

4—Tout.

5—Avez-vous besoin d’un boulanger?

6—Savez-vous faire des gâteaux? —y estampó un tierno beso en los labios de François.

7—Oui, monsieur —respondió con voz temblorosa.

Percibió los labios de aquel guapo mozo cálidos y húmedos, apetecibles, sensuales, pero en su mente de repente se abrió paso la idea que su esposa sabía aquello, era consciente de aquella trampa, ¡me ha vendido cual vulgar ramera! Las manos del otro agarraron su cintura y le atrajeron con suave firmeza, sus labios se acercaron a los suyos, cerró los ojos, ambas bocas sellaron un placentero pacto, las lenguas se conocieron y gustaron.

8—Mais, ma famille… —replicó François, cuando menguó el abrazo.

9—Ne vous inquiétez pas, rien ne manquera —y le llevó hasta la habitación contigua, su dormitorio.

Mientras en la caldeada alcoba la pasión unía a dos desconocidos en cálido lance amoroso, en las gélidas calles grupos de ociosos volcaban su agresividad contra los incautos judíos que osaban cruzar los muros de la cerrada judería. No les movía el hambre, pues buenos dineros gastaba el rey en su manutención aunque, claro está, no incluía vino ni manjares, como podrían ser las finas carnes de pollo de corral y cordero lechal que solían consumir los hebreos, según les contaban los instructivos curas.

La codicia sí era un excelente estímulo, todos esos infieles eran ricos, dedicados al logro con usura, en sus casas escondían arcas repletas de buena plata arrebatada a los cristianos menesterosos. Dios veía con buenos ojos que esos dineros retornasen a manos cristianas y cada uno de aquellos ociosos bautizados tenía un par de ellas vacías. ¿Y acaso no decían los obispos en sus sermones que no constituía pecado de homicidio matar a los infieles?

El Concejo de la ciudad destinó una guardia armada que defendiese las puertas de la judería y con todo tal y como pasaban los días crecían los disturbios y cada herido entre los “cruzados”, cada sangre derramada, aumentaba el descontento y la furia de los ociosos.

Las autoridades acudieron al arzobispo de Toledo don Rodrigo Jiménez de Rada, demasiado ocupado con los preparativos de la campaña como para peder el tiempo en un asunto de orden público, pues a eso reducía los altercados en la judería. Con todo hablaría con las autoridades eclesiásticas de los recién llegados para que aflojasen la presión y de paso ordenó que pusieran a trabajar a todos los alborotadores. El que no trabajase no comería. Había que llenar costales, ensilar forraje, ensamblar rejas en los astiles, montar flechas, afilar armas, engrasar cueros, coser tiendas, todos a trabajar, cada cual en su oficio, ¡que mayo estaba próximo!

 

 

 

 

 

Capítulo 32

En Marrakus, agosto de 1213

Aquel invierno tuve noticia de la predicación de su Cruzada aunque no me causó la inquietud que alteraba el ánimo de mis consejeros. Desde Portugal a Constantinopla todos los curas de la nación cristiana andaban predicando a favor de la campaña de Castilla.

Llamaban a su guerra santa intentando equiparar ese llamamiento a nuestro Yihad. Insistían sus errados curas en tachar de violento y belicista al Islam, para ellos Islam equivale a lujuria y violencia, cuando el término Yihad tan sólo aparece cuatro veces en el Libro Santo. Por curiosidad las conté y es el concepto “arrepentimiento” el que aparece con mayor frecuencia.

De todos modos no es tanto lo que el Corán estipula como lo que los musulmanes creen y afirman que ordena, ya que, si bien el texto revelado es único e invariable, su fieles no lo son.

El Corán es un libro religioso, no un código de leyes, dotado de un lenguaje poético y alegórico. El propio Corán advierte que algunas de sus aleyas son unívocas las que constituyen la “escritura matriz”, y otras equívocas. Por lo tanto la resolución de las contradicciones se convierte en una exigencia inexcusable en el proceso de elaboración jurídica, por lo cual la lectura aislada y descontextualizada de algunas aleyas no constituye un procedimiento válido de análisis. Esas contradicciones internas han determinado tradicionalmente el quehacer de los ulemas.

Rebuscando en los anales, en algo debía ocupar mi tiempo, pues ya tenía funcionarios ocupados en fiscalizar los gastos de la campaña y al que se desmandaba le costaba la cabeza. Como decía, buscando en los anales comprobé que un siglo y medio atrás ya hubo una Cruzada contra Al-Andalus. Fue la primera que promovió la Iglesia contra el Islam y desde aquellos días no han cesado de dar por culo por espurios intereses comerciales y para afianzar su poder en contra del imperio alemán.

Fue en el año de los cristianos de 1063, el Papa Alejandro II predicó una cruzada contra Barbaschter, perteneciente a la taifa de Saraqusta, en la que reinaba Al-Muqtadir el Yemení, en litigio con su hermano.

Constituía Barbaschter y su cora, en el valle de los ríos Vero y Cinca, una cuña contra el reino de Aragón, apoyado por la fortaleza de Graus, y los puercos de Aragón llevaban muchos intentos por conquistar ambos. Importante emporio comercial desde el que fluían las mercancías más diversas hacia los mercados europeos, ansiosos de nuestras manufacturas agrícolas, textiles, alfarería, curtido de pieles, sedas bordadas, armas finas y bien templadas, marfiles y productos de África. Elaborados de lujo que convierten a sus mercaderes en las personas más populares cuando los ricohombres saben de la llegada a sus almacenes de una recua procedente de Al-Andalus. Hoy mantenemos ese comercio pero vía marítima a través de Génova.

Pero donde destacaba el prospero mercadeo de Barbaschter era en el lucrativo tráfico de esclavos; desde el norte y centro de Europa llegaban rubios eslavos; y desde el sur árabes y bereberes cautivados en las cabalgadas estivales; negros capturados en África y traídos hasta los puertos de Denia o Almería. Todas las semanas el mercado se llenaba de las voces de las pujas en la subasta que marcaban el destino de miles de seres nacidos para servir a sus amos.

La ciudad acrecentaba su riqueza y el cabrero intitulado “rey de Aragón”, Ramiro I, ansiaba hacerse con ella. En el año 1063 sitió la fortaleza de Graus, pero Al-Muqtadir acudió al frente de un ejército de mercenarios castellanos y rechazó el ataque; por cierto que en esa mesnada cabalgaba ese Cid cuyas hazañas cantan hoy en los mercadillos y me parece que se han olvidado de ese hecho, pues fue él quien asesinó a traición al rey de Aragón. Para que te fíes de los héroes y sus “hazañas”.

El sucesor de Ramiro, Sancho Ramírez, apeló al Papado, veo que es recurso de ineptos pedir el socorro de la Iglesia cuando te ves incapaz de vencer con tus propios medios. A la llamada de pillaje acudieron todos los bandidos de Europa, algo similar sucedió en aquellas fechas, pero me consta que se hubieron de arrepentir. Puedes rodearte de escoria que sólo te vale para convertirte en escoria.

En la primavera del año 1064 acudieron miles de bárbaros a la llamada del papa Alejandro II, con el objetivo de capturar la capital de la Marca Superior, un embuste pues el objetivo era Barbaschter y no Saraqusta y en aquellos momentos, y a causa de las rivalidades familiares que envenenaban las relaciones entre las pequeñas satrapías andaluzas, pertenecía a la taifa de Larida, donde reinaba Al-Muzaffar, un hermano rebelde de Al-Muqtadir.

Hoy el principal valedor de su Cruzada es el abad del Cister, Arnaldo Amalarico; en aquellos días lo fue Hugo el abad de Cluny y atrajo a toda la hez: francos, normandos, borgoñones, etcétera. Además de las huestes del conde de Urgell y la mesnada del rey de Aragón que ya andaban asediando Barbaschter.

El jefe del contingente papal era Guillermo de Montreuil, un mercenario normando; el de los francos fue Godofredo VIII duque de Aquitania, y Sancho Ramírez mandaba a los suyos.

Francos y catalanes tomaron Graus, muy mermada su capacidad de resistencia por los anteriores asaltos y no repuesta a causa de la rivalidad entre los hermanos antes citados.

Aquel enorme ejército reunió sus fuerzas en un asalto concentrado contra Barbaschter, pero fue rechazado. Quiso El Majestuoso, privar del suministro de agua a la ciudad, lo que interpretaron sus defensores como una señal para la capitulación, ante la evidencia que no llegaría ayuda alguna ni de Larida ni de Saraqusta, un hermano pasaba la responsabilidad al otro, ¡valiente par de patanes!

El acuerdo de capitulación no fue respetado, los cruzados, como buenos cristianos, entraron espada en mano acuchillando a todo el que hallaban en su camino, robando, violando y pillando. Decenas de miles de creyentes perecieron en esa jornada y otros tantos conocieron la cautividad. Baste considerar como un aspecto definitorio del carácter de esos bárbaros su afán por destruir los baños públicos de la ciudad. El agua no toca sus cuerpos salvo cuando llueve, apenas la beben, creen que el aseo personal es cosa del demonio, ¡ellos son demonios!

La ciudad fue entregada en feudo a Armengol de Urgell, pero por poco tiempo. Al año siguiente, solventadas las rivalidades con su hermano, Al-Muqtadir reconquistó Barbaschter y exterminó a cuantos bárbaros halló en la ciudad.

Aquella cruzada tan solo sirvió para aumentar las riquezas de Roma y la influencia de Cluny en su clero.

Un historiador de aquella época, relataba así lo acaecido en Barbaschter: “El ejército de gentes del Norte sitió largo tiempo esta ciudad y la atacó vigorosamente. El príncipe a quien pertenecía era Yusuf ibn Sulaiman ibn Hud y la había abandonado a su suerte, de manera que sus habitantes no podían contar más que con sus propias fuerzas. El asedio había durado cuarenta días y los sitiados comenzaron a disputar los escasos víveres que tenían. Los enemigos lo supieron y, redoblando entonces sus esfuerzos, lograron apoderarse del arrabal. Entraron allí alrededor de cinco mil caballeros. Muy desalentados, los sitiados se fortificaron entonces en la misma ciudad. Se produjo un combate encarnizado, en el cual fueron muertos quinientos cristianos. Pero el Todopoderoso quiso que una piedra enorme y muy dura, que se encontraba en un muro de vieja construcción cayese en un canal subterráneo que había sido fabricado por los antiguos y que llevaba dentro de la ciudad el agua del río. La piedra obstruyó completamente el canal y entonces los soldados de la guarnición, que creyeron morir de sed, ofrecieron rendirse a condición de que se les respetase la vida abandonando a los enemigos de Dios tanto sus bienes como sus familias. Como así se hizo. Los cristianos violaron su palabra, porque mataron a todos los soldados musulmanes conforme salían de la ciudad, a excepción del jefe ibn-al-Tawil del cadí ibn-Isa y de un pequeño número de ciudadanos importantes. El botín que hicieron los impíos en Barbastro fue inmenso. Su general en jefe, el comandante de la caballería de Roma, se dice que tuvo para él alrededor de mil quinientas jóvenes y quinientas cargas de muebles, ornamentos, vestidos y tapices. Se cuenta que con esta ocasión fueron muertas o reducidas a cautividad cincuenta mil personas”.

Tanta tranquilidad altera el ánimo de Al-Nasir, añora a sus chicas. Su esposa, la corte, el protocolo le impiden las muestras públicas de luto por Sombra, al fin y al cabo una concubina más de su casa de mujeres. Una casa que no visita desde tan luctuosos sucesos, la muerte de una y la paliza de la otra. De repente siente la imperiosa necesidad de comprobar el estado de salud de Membrillo.

Deja el cálamo con cuidado de no derramar la tinta y sale del despacho. En la puerta tropieza con los dos guardias, desde que habló con el jefe de su guardia ha mejorado la eficacia de estos, aunque Al-Nasir no acaba de estar satisfecho. Aquel par apestan a vino y tienen los ojos enrojecidos sin duda por el consumo de cáñamo.

Le siguen a grandes zancadas, aunque él no lo haya mandado. Al llegar a la casa de las mujeres los guardias quedan a la puerta y en cuanto el califa se adentra percibe unas risotadas impropias del lugar, seguro que sus guardias y los del harem se burlan de él, no le respetan.

—¡Membrillo! —llama Al-Nasir.

Al final del pasillo ha visto a la joven acarreando una cesta de mimbre, llega hasta ella.

—Cuanto tiempo sin verte —y al poner sus manos en los hombros de ella para atraerla y besarla, percibe un encogimiento de dolor y las aparta.

Ella mira al suelo sin decir palabra, salvo los gestos de dolor.

—¿Adónde vas con eso?

—Al lavadero, no tengo derecho a las esclavas del servicio y debo lavar yo misma mi ropa.

—Vaya cuanto lo siento, intentaré…

—No, no me importa. No hiciste nada por Sombra ni por mí cuando… No, no importa.

—Lamento todo lo sucedido, de verdad, lo lamento inmensamente. ¿Te hicieron mucho daño? —y su mano hace ademán de “déjame ver”.

Ella se vuelve y él sube el vestido hasta la nuca de la muchacha. La impresión le deja mudo de estupor, la espalda nívea que él recordaba está cruzada de gruesos verdugones morados; aquellas nalgas de puro nácar que tanto gustaba morder ahora semejan un filete de carne cruda echado a perder, y eso que han pasado varias semanas desde que Membrillo sufriera el castigo.

Baja la ropa, no sabe qué decir ni qué hacer, ella le mira y marcha.

Consternado Al-Nasir abandona la casa de las mujeres y regresa a su despacho, antes de entrar ordena a uno de los guardias:

—Llama al mayordomo, quiero hablar con él.

Los guardias se miran sin duda piensan que si cumplen la orden abandonaran su puesto y si no lo hacen…

—¡Vamos!, ¿a qué esperas? —exige el califa.

El soldado parte raudo y al cabo regresa con el angustiado funcionario. Ambos entran en el despacho, uno en la confianza que si el califa recuerda su cara, le recompense el otro porque le han obligado.

—¿Tú castigaste a Membrillo? —pregunta Al-Nasir con una severidad que le impresiona a él mismo.

—Sí, pero cumplía órdenes de tu esposa, mi señor —responde el funcionario con cierto desaire.

—¿Y era necesario ensañarse del modo que lo hiciste? La pena debe ajustarse a la falta…

En esas entra el otro guardia, teme perderse alguna recompensa.

—¿Qué quieres tú? —pregunta el califa.

El soldado se encoge de hombros. Los tres miran desconcertados a su señor, les llama la atención su falta de tartamudeo, su gélida mirada y su extraño comportamiento tan lejos de su rutina habitual.

—¿Cuántos azotes propinaste a la chica?

—No sé… Los que fueron necesarios para corregirla. Hasta que la señora dijo basta —sus palabras han perdido parte de arrogancia.

Al-Nasir señala con el dedo al mayordomo y ordena a los guardias:

—Llevaos a este individuo y propinadle tantos azotes como sean necesarios hasta que la “señora” ordene basta.

Los dos soldados agarran uno de cada brazo al mayordomo, dispuestos a pasar un buen rato a costa de aquel funcionario que los mira y trata peor que a cucarachas.

—Pero señor, la señora estaba presente durante el correctivo.

Al-Nasir responde con un gesto despectivo de “marchaos”, pero el mayordomo aún insiste:

—Ella estaba presente, mi señor, ¿cómo ordenará “basta” si ella no está?

Y esta última apresurada pregunta del aterrado caído en desgracia despeja las entendederas de los soldados acerca de las intenciones del califa para con él y sonríen. Uno de ellos iba a preguntar si debían convocar a la señora a las mazmorras para el castigo, cuando ha comprendido.

Mientras arrastran al mayordomo por el largo pasillo se preguntan si el califa consentirá que se queden con los bienes del desgraciado a quien suponen propietario de una abultada fortuna. Uno de ellos manifiesta la intención de visitar inmediatamente a la esposa del funcionario a la que hace tiempo que desea, el otro prefiere a cierta concubina de ojos claros que gozaba de la preferencia del mayordomo.

 

 

 

 

 

Capítulo 33

En Toledo, marzo de 1212.

10—François, s’il vous plaît, venez quand vous avez fini, je dois vous parler.

—Oui, monsieur.

—Reconozco que es muy guapo.

François miró a su mujer con recelo, aún la detestaba más si cabía. Aporreó la masa que tenía entre las manos, la levantó y la estampó contra la mesa sobre la que había esparcido un puñado de harina. Desde que estaban alojados en la casa de los Lara evitaba dirigirle la palabra, tenía decidido abandonarla en cuanto tuviera ocasión. Si salía con bien de ésta.

—¿Y qué hacéis? —preguntó ella como al descuido.

—¡…!

—No me mires con esa cara de pasmado. Cuando estáis a solas, ¿qué hacéis?

Tras la expresión presuntamente divertida de su mujer François advirtió una mueca de repulsión. No volvieron a yacer juntos desde aquella infausta noche en el molino; ni él la buscaba ni ella se ofrecía, por suerte, pues la habría rechazado.

—Vete a la mierda Angélica —dio la vuelta y abrió la puerta del horno para ver el dorado de los panes.

—¡A la mierda tú, encima te haces el ofendido!

—No alces la voz, al señor no le gustan los gritos.

—¿Y qué me importa eso a mí, eh?

—¿Te importa que nos echen?, a mí sí, y si nos echan los niños y yo nos quedaremos, tenlo por seguro.

—A mí no me amenaces, cacho maricón, fui yo quien…

—Sí, por supuesto que fuiste tú, me vendiste como a una ramera, con la complicidad de aquella bruja.

—¿Y qué querías que hiciera?, lo hice por los niños, por…

—Pues haberte prostituido tú.

La mujer abofeteó a su marido y él la devolvió el golpe. Ella se revolvió y alzó la mano con un rodillo que descargó contra François que detuvo el golpe con la frente, sujetó a su mujer por las muñecas para evitar que repitiera el ataque y ambos forcejearon pringados de harina.

11—Qu’est-ce qui se passe ici, ce que ce scandale?

La pareja cedió ante la repentina aparición del señor de la casa. François hizo amago de volver el rostro para decir que no pasa nada, y ella aprovechó para sacudirle con el rodillo en la cabeza, tan fuerte que le hizo trastabillar, y acto seguido un tremendo rodillazo impactó en su entrepierna y derribó a François, y rodillo en mano intentó golpearle de nuevo, pero el señor se interpuso entre ambos y con no poco esfuerzo consiguió arrebatarle el utensilio y empujarla lejos del caído que no volvía en sí.

12—S’en aller, dépêchez-vous, partez! —ordenó severo a Angélica.

Ella se moría de ganas de escupir su desprecio pero pudo más su instinto materno, la preocupación por el bienestar de sus hijos, y abandonó la estancia rezongando pestes.

13—Mon amour, qu’est-ce que vous avez fait?

Al escándalo acudieron, tarde pero acudieron, varios criados de la casa, entre tres llevaron a François hasta un lecho donde recibiría las primeras curas a los chichones que afeaban su cabeza.

Cuando recobró la consciencia rompió a llorar acunado en los brazos de Carlos, el dolor de cabeza era insoportable y la cataplasma contra los chichones pestilente.

—Me pilló con mi amante, ¿pero qué culpa tengo yo de ser como soy? Me obligó, so pena de denunciarme y perder a mis hijos, a confesarme con nuestro párroco y la penitencia impuesta fue venir a la cruzada, tan solo así lograría el perdón de Dios. ¿Pero cómo va a odiarme Dios, si él me creó así? —y miró con ojos desconcertados y llorosos a Carlos, que no comprendía algunas palabras del occitano pero captaba el sentimiento con que las pronunciaba.

—Mon cher —susurró mientras le acariciaba con cuidado y el cariño y la ternura consolaban al herido.

François alzó la vista hasta su rubio valedor y con voz trémula preguntó:

—¿Si Dios nos crea a su imagen y semejanza, no será Dios como nosotros? ¿Por qué nuestro amor es contranatural? ¿Por qué va a disculpar Dios mi condición porque asesine a un semejante? ¿Por qué tiene que perdonarme si Él me creó como soy?

 

El 12 de marzo de ese año Arnaldo Amalarico fue elegido arzobispo y nombrado vizconde de Narbona en sustitución del denostado Berenguer, con quien llevaba bregando desde 1204 y tratando de apearle del solio arzobispal por permitir la expansión de la herejía en su diócesis. Este logro significaba un paso más en la estrategia de la Iglesia de ir ocupando una a una todas las sedes occitanas por cistercienses meridionales fieles a Roma y vinculados a la Cruzada. Respondiendo a este plan el legado Thédise había sido elegido obispo de Agde y Gui de Vaux-de-Cernay obispo de Carcasona.

Confirmado en el cargo por el legado papal Raimundo de Uzès, el flamante vizconde Arnaldo Amalarico de Narbona, le prestó homenaje en presencia de los obispos de Béziers, Tolosa, Maguelone, Agde, Elne, Lodève y todos los sufragáneos de Narbona, Couserans, Comminges, Auch y los abades de Saint Paul y Saint Aphrodise de Narbona, además de todo el clero menudo que pudo asistir.

El día 13 Arnaldo Amalarico, “el más sabio y el más virtuoso que jamás haya llevado la mitra”, así le describe un cronista de la época, tomaba posesión del cargo y adoptaba el título de duque de Narbona, vacante desde que le fue arrebatado al conde Raimundo VI de Tolosa. Fue en aquellas fechas cuando llegó la petición del Papa Inocencio III para ayudar en la campaña que el rey de Castilla preparaba contra el imperio almohade. Sin dudarlo Arnaldo se puso al frente de la Cruzada. Cabe recordar que seguía siendo el abad del Cister y su orden era la cabeza de la Orden de Calatrava, a la que los sarracenos habían arrebatado la sede de Salvatierra, un hecho que conmovió a toda la cristiandad.

Por otra parte eran los cistercienses los principales promotores en Europa de la predicación de la Cruzada; infieles son infieles, sea en Tierra Santa o en Al-Andalus y llevaban asociando la idea de herejía a la de infiel como un mismo mal a erradicar desde la rota de Alarcos.

El ardor con que se inició la expedición contra los herejes cátaros decaía y aquel cambio de objetivo constituía una oportunidad inmejorable para avivar los rescoldos de la cruzada. Ahora el enemigo era rico, el botín cuantioso y una victoria sonada contra un enemigo tan poderoso como el imperio almohade otorgaría nuevo impulso, grandes fuerzas e incontables recursos para aniquilar la herejía occitana y a todos sus valedores.

Llegó a Toledo un contingente heterogéneo de gentes, caballeros con sus escuderos y hombres de armas, pero también multitud de buscavidas, tramposos, forajidos, chamarileros, adivinos, prostitutas y chalanes de toda intención y pelaje. También acudieron a la llamada de comida gratis muchos no combatientes; enfermos en busca de una cura milagrosa; mujeres abandonadas cargadas de hijos buscando una oportunidad para ellos; familias completas pretendiendo la gracia de Dios.

El ambiente en los caminos era de entusiasmo, el elevado número de gentes desplazándose con el mismo destino y similar objetivo, sobrevivir al invierno, hacía que se contagiase la euforia. Los hombres de armas ardían en deseos de ir contra los sarracenos, creían en una victoria fácil y nada les desalentaba.

 

—Llamad a vuestro amo —ordenó el alguacil.

Entró en el taller de Ambrosio acompañado de Fermín y Riquelme. Por su semblante adusto no era portador de buenas nuevas. Ambrosio espiaba desde una ventana del piso superior y temía la delación de aquel par de facinerosos.

—No está en la casa, déjame el recado y yo…

—Que pase por el Concejo tan pronto llegue, es por un asunto de su interés.

Dicho lo cual el alguacil dio media vuelta y marchó, los otros dos amenazaron con el dedo a la ventana desde la que vieron moverse un visillo y también marcharon. Todos ignoraban que la pareja andaba espiando las entradas y salidas del taller y cuando vieron acercarse al alguacil aprovecharon para preguntarle por la dirección del zapatero y él se brindó a acompañarles, por eso entraron juntos.

Pero tan sencilla jugada no cabía en la mente de Ambrosio que ya se veía en la picota, con el cepo apretado, y al verdugo ensañándose con sus carnes. Ideó un plan y decidió ponerlo en práctica, aunque dudaba que fuese a salir bien. Más tarde acudiría a la cita.

 

El 5 de abril el Papa ordenó a los arzobispos de Toledo y Compostela que gestionasen treguas entre los reyes cristianos mientras durase la campaña contra los sarracenos, y que indujesen a los otros reyes a ayudar a Castilla y preservar treguas bajo penas de excomunión e interdicto, en particular se refería a León y Navarra.

La generosidad con que el rey de Castilla repartía dinero y pertrechos no dejaba de impresionar a cuantos asistían a ella. Los propios contadores y pagadores no daban abasto a anotar partidas, efectuar pagos y amonedar numerario. Así lo relataba un exaltado cronista de la época: “Y aunque regalaba a los grandes, no dejaba de lado a los humildes. Pues aun siendo los ultramontanos más de diez mil jinetes y cien mil infantes, se le daba a cada jinete veinte sueldos corrientes por día, y cinco a los infantes. Las mujeres, los niños, los enfermos y demás incapacitados para el combate no eran ajenos a esta gracia. Esto era lo que se pagaba en general y públicamente, sin contar los regalos particulares, que superaban en cantidad esa cifra y que se hacían llegar a los nobles no día a día, sino en grandes cantidades por intermediarios del noble rey. A estos regalos se añadía una infinita largueza de caballos, alegre diversidad de paños… Si a todo esto se añaden los presentes dados a los reyes, las soldadas pagadas a los suyos, el límite del regalo y la esplendidez superó lo que pudiera comprarse con todo ello. Y, además, para que los extranjeros no carecieran de nada de la expedición, a todos les proporcionó tiendas y transportes. Añadió gracia a la gracia y les suministró, como transporte de vituallas y demás necesidades, más de sesenta mil albardas con sus respectivas bestias de carga”.

La festividad de Pentecostés tenía su origen en la celebración judía del Shavuot, que era la conmemoración de la aparición de Dios en el monte Sinaí y la entrega de la Torá a Moisés, se celebraba siete semanas después de la Pascua del Cordero. La Iglesia adoptó esta festividad para celebrar el advenimiento del Espíritu Santo el quincuagésimo día siguiente a la Pascua de Resurrección. En la liturgia católica era la fiesta más importante después de la Pascua y la Navidad y suponía el inicio de la actividad anual de la Iglesia.

Y tras la solemne misa una muchedumbre enfervorizada siguió a los curas que a voz en grito cantaban el Veni, Sancte Spiritus, saliendo de la pequeña catedral en dirección a la judería. Modificaron la letra del himno, y no lo cantaban en latín sino en romance, para que todos pudieran entender las palabras:

Ven Espíritu Santo y desde el cielo envía un rayo de tu luz, que abrase a los infieles.

Ven padre de los pobres, ven dador de las gracias, ven luz de los corazones a vengar tu afrenta con la sangre de los herejes.

Consolador óptimo, dulce huésped del alma, dulce refrigerio, asesino de asesinos.

Descanso en el trabajo, en el ardor tranquilidad, consuelo en el llanto, arma nuestras manos.

Oh luz santísima: llena lo más íntimo de los corazones de tus fieles, danos valor en la lucha.

Sin tu ayuda nada hay en el hombre, nada que sea inocente, permite que vertamos su sangre.

Lava con la sangre de los judíos lo que ellos mancharon, riega lo que es árido, cura lo que está enfermo.

Doblega lo que es rígido, calienta lo que es frío, dirige nuestra furia con justicia.

Concede a tus fieles que en Ti confían, tus siete sagrados dones y la venganza sobre el infiel.

Dales el mérito de la virtud, dales el puerto de la salvación, dales el eterno gozo de la muerte de tus enemigos.

Amén. Aleluya.

Aquella Pascua fue copiosa en conflictos y escaramuzas. A los ultramontanos no les cabía en la cabeza que los buenos cristianos se avinieran a convivir con judíos y mahometanos. Que compartieran las calles, los comercios, que respirasen el mismo aire.

Los oficiales del rey se esforzaron para que a nadie le faltase pan, techo, abrigo y a pesar de todo la inquina arrumbaba cualquier esfuerzo por ímprobo que fuese. Durante toda la Cuaresma se extremaron las medidas de vigilancia y el control de las entradas a la judería por parte del Concejo. Prohibieron la presencia de gentes armadas en la ciudad; el arzobispo aconsejó a sus curas que evitasen la provocación, pero los ultramontanos no atendían a razones, no paraban de clamar contra los asesinos de Cristo, contra los infieles, contra los herejes y las gentes ociosas anhelaban sangre y pillaje.

Las turbas se lanzaron contra las puertas del barrio defendidas por unos pocos hombres armados, la muchedumbre los arrolló, derribó alguna puerta y las gentes corrieron por las calles aporreando puertas, rompiendo ventanas, asaltando las primeras casas. A rastras sacaron a los incautos que atrancaron mal las puertas y tras vejarlos los asesinaron. Entraron en tromba en las casas rompiendo muebles, destripando colchones, volcando camas, violando a cuantas mujeres hallaron sin importar edad o condición; buscaban tesoros ocultos, riquezas imaginadas, bienes robados a los buenos cristianos. Ninguno pensó que aquellos carpinteros, zapateros, tejedores, eran gentes que como ellos trabajan para subsistir; en aquel barrio no había banqueros, ni joyeros ni prestamistas, esos vivían en buenas casas, lejos del barrio que andan asaltando.

Tardaron pero finalmente el Concejo de la ciudad consiguió reunir a un puñado de caballeros y los introdujo en la judería. Las estrechas calles pronto fueron dominadas por los jinetes que a golpe de maza las limpiaron de asaltantes. Se vertió la primera sangre y fue entre cristianos.

El 15 de mayo el rey Alfonso VIII de Castilla, impaciente y azogado, aún permanecía en Burgos, citó a toda la cristiandad en Toledo para la octava de Pentecostés y eso significaba que el 13 de mayo debían reunirse todos en la dicha capital y partir contra el moro. Le anunciaron la inmediata arribada del legado papal, el arzobispo de Narbona Arnaldo Amalarico, y le aguardaba expectante, pues según le informaron acudió más chusma que caballeros y él lo que necesitaba eran guerreros experimentados y no indisciplinados civiles que no servían sino de estorbo a las acciones militares.

Aquella demora le costaba un dineral, tantas bocas consumían recursos que luego habrían de faltar en la campaña. Toda esa gente no cesaba de pedir comida, vestidos, transporte, alojamiento, armas. Y todo era carísimo.

Le informaron que el día 20 llegó a Toledo el rey Pedro II de Aragón, el buen y arruinado Pedro, atribulado por tantas defecciones en su reino, todos sabían que era cuestión de tiempo que la Casa de Aragón perdiese los dominios transpirenaicos, pero Pedro hacía lo que podía.

Consigo llevaba a mil setecientos caballeros, con sus escuderos y peones correspondientes y un buen número de ballesteros bien pertrechados. En total una mesnada de varios miles de aguerridos hombres fogueados en no pocos combates. El trato alcanzado con Alfonso de Castilla en Cuenca, el pasado noviembre, estipulaba que el convocante y promotor pagaría las soldadas y el mantenimiento de la hueste aragonesa, de ahí la masiva afluencia de caballeros. Veinte sueldos diarios por caballero y cinco por peón era un buen salario.

Hacer la guerra era un derecho y un deber de todos los hombres libres, salvo que les libere su fuero.

En Navarra y Aragón la nobleza tenía la obligación de acudir a fonsadera, un mínimo de tres meses a su costa, a cambio de las tenencias y honores recibidos del rey en concepto de feudo.

En Castilla y León el hidalgo que recibía soldada, caballo o loriga de su señor se obligaba a prestar servicio militar por tres meses. Y existía la posibilidad de pagar el impuesto de fonsadera que redimía de esa obligación. Lo recaudado por dicho concepto solía repartirse entre los que acudían a la lucha.

Concurrieron muchas milicias señoriales, vasallos y feudatarios que acompañaban a los ricohombres y eran los señores los que cargaban con los gastos de su mesnada. Como dijo alguien: Es justo y de acuerdo con la razón, que los caballeros del palacio del rey que prestan dignos servicios a su señor, sean remunerados con dignos estipendios”.

Constituían clanes completos, como los Lara, los Cameros, los Girones, los Díaz, los Téllez, numerosos y aguerridos, vivían de y para la guerra. Debían la fortuna y pujanza de sus familias al favor real y acudían a su llamada para mantener ese favor y ampliar sus dominios y prebendas.

Su fuerza radicaba en la caballería pesada, podían permitirse un equipo muy costoso, eran jinetes de cota y lanza y su potencia de choque era capaz de romper y disgregar cualquier formación enemiga.

Las milicias concejiles de las ciudades libres llegaban con sus propios suministros, sus mulas, armas, y pertrechos; eran autosuficientes tanto en la defensa de sus villas como organizando cabalgadas. Los jefes urbanos, jueces, alcaldes, dirigían la milicia, organizaban los servicios de información e intendencia; mantenían la disciplina interna cual señores de horca y cuchillo; disponían el abastecimiento para que nada faltase a su milicia; velaban por los heridos, enfermos o impedidos de la hueste; nombraban a los guardadores del botín y supervisaban su reparto de acuerdo a los méritos de cada cual.

Servían al rey por la expectativa de beneficio inmediato o incluso el enriquecimiento rápido si la acción salía bien y porque así lo mandaban sus fueros y porque la caballería villana constituía un poderoso mecanismo de ascenso social, les eximía de pechos y les reservaba cargos públicos municipales. Sin descartar por supuesto la obtención de botín, bien fuese por la expansión del alfoz municipal por el reparto de tierras conquistadas; por la extorsión a las víctimas, por el cobro de rescates de cautivos; por las riquezas pilladas, y el cobro de soldadas.

Los concejos aportaban la masa de combatientes a pie y a caballo necesarias para formar un ejército y eran convocadas por el rey tanto si organizaba una expedición de saqueo y destrucción de bienes del enemigo; un cerco a una ciudad, o para una batalla campal como era el caso. Y mientras sirvieran al rey estarían libres de vasallaje a un magnate, serían dueños. Su fuerza eran caballeros villanos, armados a la ligera pero muy efectivos, y peones muy experimentados y agresivos. Habían demostrado su valía en numerosas acciones, eran ellos los que defendían sus términos, los que sostenían la frontera, y mejor conocían al enemigo.

La acción de estas milicias era tan devastadora y frecuente que quedó reflejada en no pocas crónicas musulmanas: “En el mes de Saban de este año (18 de marzo a 15 de abril de 1173), salió de la ciudad de Ávila el conde viejo, el descarriador San Minus (Ximeno) ya dicho, conocido entre la gente de la frontera y los musulmanes por El Giboso, jefe de los cristianos de Ávila y encargado de su guerra, en la revuelta contra los musulmanes en Al-Andalus. Cuantas fueron sus violencias contra el Islam en los días de su juventud y de su edad madura y de su vejez, al lanzar algaras contra los musulmanes por Poniente y por Levante y por el Sur y por el Norte, haciendo beber a los musulmanes un cáliz amargo de sufrimientos, sin que le estorbase en nada la caída de la lluvia, ni la continuidad del frío, o el calor le apartase de ellos con sus molestias. Derrotó a los ejércitos musulmanes que avanzaron contra él, y dejó desiertas con sus incursiones las tierras cultivadas de los creyentes”.

No podían faltar las Órdenes militares, todas acudieron: la del Temple con su maestre a la cabeza, el portugués Gómez Ramírez; la del Hospital mandada por su prior Gutierre Ermigildo; la de Calatrava con su maestre Rodrigo Díaz, y la de Santiago con su maestre Pedro Arias.

Los freires eran la élite guerrera, no en vano fueron creados para disponer de una fuerza de intervención inmediata. Su principal fuerza eran los caballeros pesadamente armados, vestían cota de malla y escudo, cargaban con lanza larga, manejaban la espada y la maza llegado el caso y montaban a la guisa. El que menos disponía de dos caballos, uno para la guerra y otro para llevar su equipo, un escudero y dos o tres peones. Acompañaban a los freires los caballeros villanos y peones de las villas sometidas a la jurisdicción de la Orden, todo aquel que acudiera a la llamada de fonsadera y aportase un caballo de silla y armas de fuste quedaba exento de tributos.

Los freires conocían el medio fronterizo y el comportamiento bélico del musulmán.

 

 

 

 

 

Capítulo 34

En Marrakus, septiembre de 1213

Partimos de Isbilia con la confianza puesta en El Que es Único, la misma semana en que me informaron de la salida de la piara politeísta. Yo sabía, así me lo hicieron saber mis consejeros militares, que antes de internarse en el valle del Wat al-Kebir, contando que ese fuese su objetivo, deberían enfrentarse a nuestra poderosa línea de defensa fronteriza.

Deberían forzar la línea del Wadi Anae, cuyas fortalezas fueron debidamente reforzadas y avitualladas durante el invierno, Malagón, Alarcos, Piedrabuena, Benavente, Caracuel, Salvatierra, y la gran ciudad de Calatrava, cuya guarnición fue redoblada, colmados sus depósitos de víveres, armas y pertrechos de toda clase, para enfrentar con éxito cualquier asedio. Para después internarse en las áridas fraguras de la Sierra, ello fatigaría a sus tropas, consumiría sus recursos y dejaría sus cuadros tan maltrechos que no nos sería difícil cortarles el paso y una vez desecho tan gran ejército, cuanto más numeroso mayor sería el pánico, pues más lejos quedaban los mandos del peón aterrado que huía sin rumbo, los exterminaremos hasta el último de ellos a mayor gloria de El Existente por Sí Mismo, en esa caótica retirada alentada por el pánico.

Pero el curso de una batalla acababa dependiendo de factores absolutamente incontrolables para el caudillo: informaciones erróneas, cálculos equivocados, órdenes mal entendidas, movimientos torpemente ejecutados, contingentes desorganizados, acciones precipitadas, baja moral de combate, falta de motivación para la lucha, rumores inquietantes, estallidos de pánico, infidelidades imprevistas, actos de indisciplina, etcétera, etcétera. Demasiadas contingencias que podían hacer inútiles los preparativos más cuidadosos, los cálculos más aquilatados, y las suposiciones más lógicas.

Establecí mi cuartel general en la bonita ciudad de Jayyān, a la espera del descalabro enemigo. Tan solo tenía que acumular suficientes recursos para aplastar a los que consiguieran cruzar la frontera.

Mis talaba me informaron de cierto descontento entre las tropas por el impago de salarios, algunos se quejaban que no han cobrado y que no recibieron sino míseros adelantos a cuenta. Me consta que los pagadores tenían anotaciones rigurosas que contradecían este extremo. Los mercenarios cobraban cada mes su estipendio y mis almohades cada cuatro meses.

En cada etapa del camino y tras cada desfile o alarde era costumbre hacer entrega de la baraka, una gratificación en dinero o especie: equipo militar, caballos, vituallas, pertrechos, vestidos, tiendas, etc.

Citaré como ejemplo a mi abuelo el noble Abu Yaqub, enfermo de generosidad, pues repartió un millón de dinares entre sus tropas, además de los jornales, forrajes y provisiones de cada etapa, durante la campaña de Huete, cuyos logros ya relaté con anterioridad y que el lector juzgue por sí mismo. Así relataba el cronista la liberalidad de mi abuelo en aquella campaña de tan magros resultados: “vistió a todos con telas de lino y camisas y piezas de tela para envolverse la cabeza y turbantes, y les dio espadas doradas y adargas largas, y mandó darles tres mil caballos, que distribuyeron entre las cabilas y seguidores y peones. En el camino entre la capital y Al-Mahdiya, hubo reparto de provisiones entre las tropas, cebada para los caballos y trigo y carne para los soldados. Al llegar la expedición a esta última ciudad, hubo una nueva revista durante la cual el califa realizó la entrega de ropas a los almohades y a los jeques de cada cabila y a los talaba de la capital y a los árabes, de modo que dio a cada uno seis prendas de vestir, turbantes y vestidos completos con ropa interior y dos cortes de mantas, y distinguió a muchos con tiendas y caballos de raza”. Lo dicho, un dispendio absurdo.

Aunque ha sanado de sus heridas, aquello que le hirió el alma lejos de cicatrizar se ha podrido, lo veo en su mirada, destila rencor. No puede ser bueno tanto odio, semejante aversión me resta días de vida.

Membrillo ha vuelto a mi servicio, me atiende, cuida de mí, pero ya no me quiere. Ha perdido aquella alegría que la distinguía, la jovialidad que rejuvenecía el entorno, las ganas de vivir y de gozar. Toda su lozanía se ha malogrado.

—¿Qué ha sido del gato?, llevo meses sin verle

Membrillo responde con un infame encogimiento de hombros y prosigue con sus quehaceres domésticos. “Me niega incluso la palabra”.

Ha sido rebajada de concubina a criada doméstica. Dicen que el nuevo mayordomo pretende sus favores, lo cual estaría muy feo pues Membrillo es mía y ningún hombre puede tocarla.

Y el saberla deseada por otro inflama el ardor en el ánimo de Al-Nasir, llama a la chica y la manda arrodillarse ante él. Ella obedece pero no sonríe zalamera como antaño, ni le besa donde a él le gusta. Cierra los ojos y espera. El hombre se hace un lío con la ropa, pero al final consigue alumbrar el falo que ella aguarda y que no tarda en desaparecer en el interior de su pequeña boca, cálida y húmeda.

 

 

 

 

 

Capítulo 35

De camino a Sierra Morena, junio de 1212

El 12 de junio llegó a Toledo el rey Alfonso VIII de Castilla, acompañado del legado papal Arnaldo Amalarico. Echaron en falta al contingente navarro y al leonés. Desde Portugal llegó una pequeña hueste de caballeros con disculpas del rey Alfonso II, declinaba acudir a causa de la guerra que mantenía con su vecino el de León, temía dejar desamparado el reino. Eran pocos pero bizarros. También acudieron algunos magnates leoneses pero su rey no acudiría mientras el de Castilla no atendiera sus reivindicaciones territoriales, algo que a estas alturas de la campaña quedaba fuera de lugar. Hacía un mes que tenían que haber salido contra el moro.

La partida aún se demoró diez días más, los hombres estaban aburrido, hartos de aguardar. El buen tiempo, los días largos invitaban a la lucha. Ahí estaban los moros aguardando a ser degollados, sus mujeres a ser forzadas y su riquezas para ser robadas, todo ello a mayor gloria de Dios.

Finalmente el 20 de junio el ejército cruzado abandonó los cuarteles de Toledo por la ancha vía que conducía a Córdoba. En vez de un ejército en marcha más parecía una romería, los cantos religiosos pero también profanos acompañaban la marcha y aunque las órdenes mandaban que todo el personal no combatiente permaneciera en Toledo, nadie impidió que las familias siguieran a los soldados, y las cantineras, y los mercaderes de todo, y las rameras. Toda la morralla que vivía de las soldadas y que siempre acompañó a una tropa en marcha.

Encabezaba la marcha el ejército de cruzados ultramontanos mandados por don Diego López de Haro, que hizo la vista gorda con los civiles para no mermar el entusiasmo que embargaba al contingente. La magnitud de la fuerza reunida, nunca nadie había visto junto un ejército tan grande, era la fuente de tan alegre confianza en la victoria. Hasta donde alcanzaba la vista llegaban las filas de jinetes empenachados; un mar de lanzas apuntando al cielo surgía de la masa de escuderos y peones cual alfombra de hierro; ¿qué fuerza sería capaz de enfrentar el moro al ejército de Dios? Tan solo los más escépticos sabían que toda aquella multitud armada estaba allí merced al río de oro desbordado por la Iglesia a través del reino de Castilla y si la Iglesia tenía oro para gastar en reunir mesnadas tan diversas y numerosas, más rico todavía era el imperio almohade.

Tras ellos marchaba el segundo cuerpo de ejército mandado por el rey don Pedro de Aragón, engrosado con las mesnadas de las órdenes militares, y las huestes que vinieron con los caballeros de León y los portugueses. Hizo falta mucha disciplina y no poca diplomacia para que cabalgasen juntos sin venirse a las manos. Cuando comprendieron que era más lo que tenían que perder que lo que iban a ganar peleando entre ellos tan lejos de sus feudos, la camaradería germinó entre ellos.

También acudieron muchos caballeros desnaturados de Castilla, exiliados en Aragón, que pretendían y obtuvieron el perdón del rey. Tampoco faltaron caballeros asturianos y gallegos a título personal, con huestes bizarras y bien pertrechadas.

La mesnada del rey don Alfonso de Castilla, la más numerosa, iba en tercer lugar seguida por el tren de abastecimiento, con las vituallas, los equipajes y las reservas.

La primera etapa concluyó en la ribera del río Guajaraz, un pequeño afluente del Tajo, era la noche del 21 de junio, habían recorrido unas pocas leguas sin ser atacados ni siquiera detectaron la presencia de exploradores sarracenos, ¿habrían huido todos ante la masiva presencia de tan valerosos cruzados?

—¿No está fría? —preguntó uno desde la orilla.

Uno de los que chapoteaban con el agua al cuello se volvió a mirar al que preguntó e hizo un gesto con la mano de “ven, métete”. Fue un día caluroso y se agradecía el baño.

—No sé nadar —alegó aquel.

Estaba flanqueado por dos tipos malcarados con los torsos desnudos. Uno de ellos soltó el cinturón donde llevaba un par de cuchillos, se quitó los calzones cortos y corrió desnudo a zambullirse con estrépito. El otro le siguió de inmediato.

—¡Castrapuercos!, ¿eres tú? —preguntó uno que salía del agua.

—¡Cirilo, amigo mío!, creí reconocerte encabezando la columna de exploradores pero no llamé tu atención hasta estar seguro.

Los amigos se abrazaron, palmearon y besaron. Luego se miraron largo rato. Ambos habían cambiado mucho, no en vano pasaron más de quince años desde que se separaron.

—Te veo bien —mintió Ambrosio.

—Pues tú has engordado, Castrapuercos.

—Ahora todos me llaman por mi nombre de pila.

—Disculpa.

—No pasa nada. Cuenta, cuenta, ¿qué ha sido de tu vida? Veo que finalmente conseguiste entrar en la Orden.

—Sí, soy un calatravo y ello me colma de… ¿Sabes a quién vi el año pasado? A Bernardo.

—¡Ostias!, ¿cómo está?

—Hecho un puto sarraceno, se ha pasado a la morisma, le han convencido de que Alá es grande y ahora mata cristianos en nombre de su nueva fe.

—¿Bernardo, un renegado?, pero si era un descreído.

—Lo que oyes, ¿y a ti cómo te va la vida, conseguiste a la moza de la trenza? —preguntó Cirilo, pesaroso por haber sacado el tema de Bernardo, que podría conducir la conversación a la perdida de Salvatierra, un episodio a olvidar.

—Hoy es mi mujer, se llama Raquel y me ha dado dos hijas preciosas —y en tono más confidencial añadió—: Estuve una temporada viajando con mi suegro, de corte en corte, pero al final opte por establecerme.

—Seguro que se te iban las manos, ¿verdad?

Lo cierto Cirilo es que en Toledo tenemos problemas. Sí, no me mires con cara de asombro. La madre de los Aguado anda dando por culo y esos dos… Pues sí. Me he casado, me he establecido y ya ves formando parte de la Cruzada.

—¿Y eso, qué necesidad tienes? —preguntó un hombre mayor recién salido del agua y que motivó el cambio de conversación.

—Te tengo visto y no sé de qué —respondió Ambrosio.

—Es don Julián —respondió Cirilo.

—El capellán de la cabalgada, ahora me acuerdo —y Ambrosio alargó su mano derecha hacia el otro que la estrechó con viril aprieto.

—Hola —dijo otro que también salió chorreando.

—Éste es François, un ultramontano, pero ya verás cuando le conozcas que no es tan desabrido como los demás, es un buen tipo —y Cirilo le palmeó amistoso el hombro húmedo.

—Hola François —saludó Ambrosio—. ¿Qué lugar es este? No sabía que este arroyo fuese tan grande.

—Este embalse lo levantaron los antiguos romanos para abastecer de agua a Toledo, hoy no hay ingenieros capaces de afrontar semejantes obras públicas —informó don Julián.

Los hombres decidieron cenar a la orilla del pantano, al igual que los varios miles que iban llegando en grupos de variada composición. En las paradas de etapa en cuando la confraternización daba lugar al chalaneo, el intercambio, la compra venta, la manifestación de rivalidades y alguna cuchillada si había mujeres involucradas en la discordia.

—Lleváis quince años sin veros y para ser amigos de la infancia no os embarga sentimiento de apego alguno. Apenas os habéis contado nada, evitáis miraros a los ojos, no os habéis preguntado por esposas o por los hijos.

—¿Me está pidiendo confesión, padre? —preguntó Ambrosio.

—No, en absoluto, además me parece que te tengo visto en la judería y me extraña tu presencia en el ejército. Por otra parte yo no me fiaría de la escolta que te has procurado cabe en lo posible que esos forajidos te asesinen para robarte.

Los dos hombres aprovecharonn para charlar un momento en que quedaron a solas, los otros unos dormían y los otros se alejaron buscando un lugar solitario para cagar.

—He sido comisionado por el gremio de zapateros. Tenemos una deuda que cobrar. Cinco mil abarcas nos debe el rey. Y esos dos…, ya veremos.

—Ya veremos, pasado mañana alcanzaremos el primer objetivo, Malagón, ahí sabremos de qué va esto.

Cirilo regresó de entre los arbustos, su cara revelaba cierto desaire.

—Necesitas comer más verduras y menos carne. Cagar bien es tan importante o más que follar. Un hombre puede pasar sin lo segundo pero morirá sin lo primero, tenlo presente —afirmó don Julián.

—Pues por ahora Dios me está privando del único placer que me quedaba, maldita sea su…

—No blasfemes o te castigará con unas almorranas, je, je, je… —se burló el capellán.

—Antes prefiero cuchillada de moro.

—¿Oye has probado a untarte el ano con aceite de oliva? —comentó Ambrosio—. Cuando mis hijas era pequeñas y estaban estreñidas su madre….

14Où est François? —preguntó un guapo mozo que acababa de llegar bastante azorado por la caminata.

15Bonne nuit, ce que vous cherchez? —respondió don Julián sin dejarse intimidar por la apostura de aquel.

16Je suis ici —responde una voz saliendo de la espesura.

17Oú avez-vous été?

—Os presento a Carlos señor de las Landas —dijo François a todos.

El recién llegado comprendió la intención y esbozó una leve inclinación de cabeza pero insistió en marchar y apremió con el gesto y la palabra.

18Allez, s’il vous plaît.

En cuanto desaparecieron engullidos por la oscuridad de la noche, uno de los que acompañaban a Ambrosio afirmó que la mujer de François le andaba buscando, pero el rubio aquel se dio más maña, lo que fue motivo de risas y chanzas.

—¿Queréis decir que es de esos? —preguntó Cirilo algo conmovido, pues llevaban varios días juntos en fraternal camaradería.

—No te quepa la menor duda —afirmó Riquelme, que fue quien hizo el comentario, causando un nuevo alud de risas y algún chiste relacionado con el tema.

Lo que Cirilo ignoraba era que el acercamiento de François a los fratres venía motivado por la presencia entre el séquito del legado papal Arnaldo Amalarico, de cierto frailecillo a quien creyó reconocer y con quien deseaba contactar y pensó que la amistad de un calatravo le sería de gran ayuda para introducirse en la comitiva del legado.

La segunda etapa arribó al río Guadazalete, y en la tercera alcanzaron el río Algodor, los dos afluentes del Tajo. A siete leguas escasas se alzaba la fortaleza de Malagón y aunque las órdenes del señor de Haro eran aguardar al grueso del ejército, los ultramontanos se lanzaron en impetuoso asalto de la fortaleza, era el 23 de junio.

Caballeros y peones asaltaron los muros con infinidad de escalas. Los defensores apenas consiguieron hacer frente al asalto nocturno y tan solo la descoordinación de los atacantes les salvó. La momentánea retirada no mermó en absoluto el ardor del ataque, ya iba siendo hora de catar la sangre del infiel. Mientras unos talaban un grueso pino para usarlo de ariete, otros aprestaban más escalas. Con las primeras luces de la aurora reemprenderían el asalto. El armazón para el ariete ya estaba dispuesto y el gran pino ahora era una sólida viga con la que abatirían los portones de la fortaleza.

La desazón prendió en los defensores, ¿quiénes eran esos?, no reconocían los pendones y estandartes que enarbolaban. Oyeron rumores de un llamamiento de los frailes politeístas a la guerra santa, ¿pero cómo iba a ser santa si eran unos puercos idólatras? Un espía les informó que aquellos locos sólo eran una avanzada del ejército que venía en camino, de ser verdad convendría advertir al califa, antes que apretasen el cerco en torno a Malagón.

Ante la magnitud del ataque la guarnición musulmana pactó su capitulación a la mañana siguiente, que fue aceptada por los oficiales del señor de Vizcaya. Los defensores salvarían sus vidas, la de sus familias, y los bienes personales que pudiesen acarrear.

La noticia no tardó en recorrer las filas de los combatientes ultramontanos, era su primera victoria, los cruzados estaban exultantes, aquello era una prueba de que Dios estaba con ellos, aunque eso de “pactar” con los enemigos de la fe no acababan de entenderlo.

Aún andaban recogiendo a sus heridos, ni siquiera habían comenzado a enterrar a los muertos, cuando la fortaleza de Malagón abrió sus puertas. El primero en aparecer fue el caíd de la guarnición, un hombre de poblada barba negra, armadura de lujo y una mirada de profundo desprecio en sus ojos. Le seguían algunos centenares de hombres, algunos llevaban en brazos a niños pequeños, cerraban la comitiva otras tantas mujeres cargadas con pequeños baúles y arcas y un buen número de esclavos o criados con mulas en reata cargadas de muebles, fardos de ropas y otros objetos.

Los cruzados observaban y un contenido rencor afloraba a cada paso que daba aquella gente, en su tierra las cosas no se hacían así, no había tregua ni paz ni pactos con los herejes, con los enemigos de Dios. Aquellas gentes estaban condenadas por su errada fe y debían acudir al infierno sin dilación y ellos estaban llamados a facilitarles el camino, ¿a qué esperaban?

De repente una de las mujeres, la esposa de François, salió del grupo que miraba y exhortó a los hombres que blandían las armas expectantes.

—Hemos venido aquí para obtener el perdón a nuestros pecados, su muerte es nuestra penitencia, si los dejamos marchar jamás obtendremos las indulgencias prometidas —se agachó, cogió una piedra y la arrojó con tan mala puntería que acertó en el ojo a uno de los caballos de la guardia del caíd.

El animal se encabritó, derribó a su jinete, sus compañeros se apartaron y la brusquedad del gesto hizo que algún animal casi pisará a los mirones, uno de los cuales agarró al jinete que tenía más a mano y le desmontó, los compañeros trataron de defenderle, al igual que los que estaban con el mirón. Aquello fue la chispa que desencadenó la matanza, los cruzados se lanzaron a por los musulmanes y los hicieron cuartos. Hombres, mujeres y niños fueron pasados a cuchillo sin que los oficiales castellanos pudiesen remediarlo. En vano gritaban que aquellos moros se hallaban bajo la protección de la palabra dada; en vano arrebataron al caíd de las manos de aquellos bestias, las cuchilladas cortaban desde todos los flancos y pronto el alférez que defendía al caíd se encontró que de éste tan solo quedaba el brazo que él sostenía.

Luego se lanzaron sobre los bienes que la comitiva intentaba salvar, los baúles y arcones fueron destripados por el mismo furor de la rapiña, los vestidos desgarrados y los que estaban más lejos entraron a saco en Malagón.

Cuando llegó el resto del ejército y el rey supo lo acaecido tan solo pudo decretar un día de descanso para serenar los ánimos, con la escusa de aguardar la llegada del tren de abastecimiento, pues comenzaban a escasear las provisiones.

La bronca entre los dirigentes ultramontanos, los obispos de Burdeos y Nantes y Arnaldo Amalarico y el rey de Castilla fue sonada. Los gritos podían oírse desde Toledo. Las discrepancias en la forma de tratar a los musulmanes radicaban en la propia forma de entender la existencia. Para unos era excluyente para los otros no tenía porque serlo. Unos afirmaban la legitimidad de la palabra comprometida, mientras que para los otros carecía de validez ningún compromiso con los enemigos de la Iglesia.

El escaso botín aprehendido en el castillo asaltado no apaciguó los ánimos y hubo de adelantarse el cobro de soldadas del mes de julio para evitar males mayores.

El rey ordenó reforzar el avituallamiento con recuas enviadas desde retaguardia, pues aunque cada guerrero procuraba portar su sustento para unos días y cada milicia mantenía a los suyos, a los expedicionarios no podía faltarles pan, vino, carne, frutas y verduras en la medida de las disponibilidades en los mercados. Sobre todo era menester evitar a los acaparadores que se lucraban con la especulación. Ya había algún encarcelado por adquirir cebada podrida o por mezclar tierra con el trigo y vilezas semejantes para aumentar sus ganancias. Así parece ser que algún consejero anunció a la oreja del rey: “Si no tienes los dineros y el bastimento que es menester prestos, buscados y comprados en los tiempos debidos, mejor sería no comenzar la conquista para tener que dejarla por mengua o fallecimiento de lo que hace falta”.

 

—Confesión padre.

El fraile se volvió al sentirse interpelado e incapaz de disimular la alegría que le invadía abrazó al hermoso tipo de la cara sonriente. Estaban en medio del campamento y nadie les prestaba atención, por doquier había contactos humanos, reencuentros, pendencias, desavenencias de todo tipo que acababan en batahola, nadie se extrañaba de que dos o tres hombres o mujeres se abrazasen, miraban un momento se preguntaban si era odio o amor y seguían a lo suyo. Tan sólo si asomaban las navajas, los que aún tenían algo en la bolsa refrenaban su quehacer para apostar por un ganador, los demás seguían pues en alguna ocasión los mirones fueron disciplinados por instigadores de una bronca.

—Cuanto me alegro de verte, ha pasado mucho tiempo —dijo François.

—Tú estás igual, quizá más hermoso. La vida al aire libre te sienta bien, tan moreno —y Evaristo acarició el rostro barbado de François.

Separaron el abrazo ante la mirada inquisitiva de un grupo de mujeres que pasó junto a ellos con unas cestas de ropa, eran las primeras en denunciar los comportamientos inadecuados, había mucho sátiro suelto y sus niños solían ser presas de esos depredadores y ellas no se andaban con pamplinas, a la menor sospecha denunciaban y si su demanda no era atendida visitaban al sospechoso y a palos le quitaban las ganas de volver a molestar a sus hijos.

—¿Con quién estás? —preguntó el fraile.

—Vinimos por nuestra cuenta, con mi familia, pero ahora estoy con el señor de las Landas —respondió François.

—¿Has traído a tu mujer?

—Ven vayamos al castillo, no hay nadie allí —sugirió François.

La más absoluta desolación reinaba en las dependencias de Malagón, el Consejo de Guerra decidió ocuparlo para evitar que lo hiciera el enemigo, no convenía dejar amenazas a retaguardia, y desmantelarlo llevaría demasiado tiempo y consumiría demasiados recursos, lo más sencillo y sensato parecía dejar una guarnición. En el Consejo las voces de los obispos tramontanos advertían que habían venido a combatir a los sarracenos no a ampliar los dominios territoriales de Castilla.

Varios miles de peones del contingente cruzado andaban recogiendo los cadáveres de la guarnición asesinada y arrojándolos por un despeñadero cercano, a cambio podían quedarse con todo lo que los muertos llevasen encima, que a esas horas eran una poca ropa y algún calzado.

Algunos ociosos recorrían las dependencias del castillo buscando algún bien olvidado por los saqueadores y que fuese de provecho. Los muebles estaban desvencijados, tirados por los suelos.

—Vayamos a las cuadras —sugirió François.

—No.

El fraile encaró la escala de caracol que trepaba por la torre atalaya, seguido por su amigo.

—¿Qué te pasa, por qué te enfadas?

—¿Para qué la has traído a ella?, sabes que nos odia.

—En el fondo debemos agradecérselo, me obligó a confesar y mi penitencia fue obtener la indulgencia en la Cruzada. De no ser así no nos habríamos… ¿Por qué no me avisaste que vendrías? Yo te hubiese seguido —dijo François con un jadeo.

La subida fue vigorosa, arriba no había nadie y desde allí la vista era magnífica. A pesar del día tan caluroso, el aire allí arriba era vivificante y ambos respiraron a pleno pulmón. En un rincón quedaba un buen montón de armas olvidadas por los saqueadores. François abrazó a su amigo y le besó en la mejilla.

—Estamos juntos, eso es lo que cuenta.

El otro se volvió y le besó en los labios. Al fin juntos, después de tantas tribulaciones rememoraron amorosos encuentros.

El ejército al completo se puso en marcha, irían juntos y no habría más iniciativas bélicas como Malagón. A los tres días de marcha el 27 de junio alcanzaron la importante villa de Calatrava.

—Dicen que vamos a asaltar Calatrava —dijo Ambrosio algo nervioso.

—¿Acaso lo dudas? —y Cirilo hizo un expresivo gesto señalando los trabajos de asedio en los que llevan invertidos tres jornadas.

—Oye, ¿esos dos que parecen tu sombra…?

—Me están extorsionando, los contraté para liquidar a la doña de los Aguado y se enteraron de todo.

—¿De qué se han enterado? —preguntó Cirilo enojado.

—Conocen nuestros nombres, ella les contó lo que hicimos con sus hijos y pretenden arruinarme.

—¡Pero tú estás loco!, ¿y para qué los has traído?

—¿Y qué querías que hiciera, no podía quedarme en Toledo aguardando que la justicia llamara a mi puerta. Oye Cirilo, tienes que ayudarme, tenemos que librarnos de ellos. Los he traído como escuderos, para que al menos su soldada me salga gratis, aunque si el rey llega a abonarme lo que debe al gremio de zapateros, cinco mil abarcas, ellos se quedarán con el dinero. ¿Cómo voy a regresar a mi casa, qué será de mi familia?

—Menuda mierda Ambrosio, menuda mierda.

Los ultramontanos trabajaban convencidos de la victoria. Numerosos curas y frailes alentaban a los hombres que levantaban empalizadas para aproximarse a los muros; ayudaban a acarrear grandes piedras para las máquinas de asedio o cavaban trincheras en previsión de una salida de la numerosa guarnición que les insultaba, agredía, y asaeteaba desde las almenas recientemente remozadas.

—Ponte un casco, esto se va a poner muy serio —aconsejó Cirilo.

Y para corroborar lo dicho François se cubrió con un yelmo de bronce proporcionado por los dineros de Carlos, la aparatosa protección nasal le hacía irreconocible, empuñó un cuchillo de asalto y siguió a Cirilo. Los calatravos estaban deseosos de vengar la pérdida de su casa tras la rota de Alarcos, diecisiete años atrás. Corrió el rumor que una de las puertas fue astillada y hacia ella corrían, pero una vez allí fueron recibidos por una granizada de flechas y piedras, imposible acercarse a menos de cien pasos como atestiguaba el montón de hombres abatidos en los alrededores. Algunos yacían cadáver pero los heridos clamaban ayuda y los defensores tensaban sus arcos aguardando a que acercaran los auxiliadores.

—¡Retirada, retirada!, esto está muy verde, hay que trabajar más —ordenó un sargento calatravo.

Antes de lanzarse contra los muros para ser asaeteados había que cavar. Todos los peones enfundaron los cuchillos para agarrar picos y azadas. Otros tomaron sierras y hachas y construyeron empalizadas de protección. Los ingenieros que acompañaban al séquito del rey recorrieron el perímetro de la plaza ordenando dónde levantar una barrera, dónde plantar una máquina, dónde cavar una trinchera, era menester bloquear cualquier salida contra los trabajos. Señalaron contra que puerta atacarían preferentemente los arietes, aunque todas estaban defendidas por torres bien guarnecidas, y que paño de la muralla era el más idóneo para asaltarla con las escalas.

Surgieron los primeras disputas entre peones y caballeros, los primeros cavaban, acarreaban tierra y piedras, talaban, serraban, aguzaban, entrelazaban maderos, mientras los segundos aguardaban a la sombra o si se acercaban a los trabajos es para meter prisas, corregir o criticar la labor de los infantes.

Alguna pedrada anónima descalabró a uno de los arrogantes blasonados, y sargentos y adalides trataban de mantener el orden y la disciplina en las filas.

Bien asentado el cerco a la plaza, el 30 de junio el ejército cristiano lanzó un asalto general contra Calatrava, eran muchos y se pudieron permitir atacar por los cuatro puntos cardinales. Protegidos por las defensas de mano lograron acercar los arietes a las puertas y comenzaron a batirlas mientras varios cientos de hombres trepaban por las escalas de mano. Desde su base los ballesteros tiraban contra todo el que osaba asomar la jeta. Ahora sí, los caballeros espada de asalto en mano fueron los primeros en atacar.

La guarnición resistió el feroz embate, eran muchos y aguerridos defensores, sufrieron pocas bajas comparadas con los asaltantes, disponían de abundantes pertrechos para resistir meses de asedio y los almacenes estaban llenos de vituallas. El califa ya previno la contingencia de un asedio y tomó medidas.

Todos luchaban con denuedo, unos por salvar el honor perdido en Alarcos, otros por el suculento botín que auguraban tras los muros de una populosa ciudad como Calatrava, el empeño en la defensa era anuncio de riquezas.

Espada en mano trepaban por las escalas, sobre sus cabezas el silbido de los proyectiles de los almajaneques se confundía con el de la brea ardiendo que en ocasiones les arrojaban desde las almenas. Empujaban el culo del que les precedía en la estrecha escala parapetados a su sombra y evitaban mirar abajo. Los defensores trataban de empujar con pértigas las escalas y era faena de los ballesteros abatirlos para que no lo lograsen. Los primeros caballeros coronaron los muros pero inmediatamente fueron aniquilados aunque a costa de grandes perdidas, ninguno marchaba solo al infierno.

Tras la primera jornada el balance era desalentador, las bajas habidas no acompañaban los resultados obtenidos, ni una puerta abatida, ni una mella en un muro, ni una torre tomada. Pero ya se sabía, el primer martillazo en la fragua el hierro ni lo nota, pero a fuerza de martillear es como se moldeaba el acero y para eso habían venido. Los reyes visitaron a sus caballeros heridos y enterraron a los muertos.

La noche sirvió para recoger a los hombres abatidos y pensar en el asalto del día siguiente. Sabían que en Calatrava tenían agua y comida en abundancia, sería menester tomar la plaza a viva fuerza, no podían dejarla a retaguardia si deseaban seguir avanzando.

 

 

 

 

 

Capítulo 36

Frente a Calatrava, julio de 1212

Dicen que fue un trato traidor, unas conversaciones nocturnas entre el rey don Alfonso y Aben Cadis, el emir responsable de la defensa de Calatrava. El 1 de julio Calatrava abrió sus puertas y una larga fila de hombres mujeres y niños abandonaron la plaza camino del Sur. Esta vez tropas castellanas escoltaban a los rendidos. Entregaron la plaza a cambio de salvar sus vidas y el trato sería respetado. Aunque disconformes con la medida de gracia adoptada a sus espaldas, los caballeros ultramontanos contuvieron a su gente menuda que cuchillo en mano ardía en deseos de degollina.

Una vez que la columna de musulmanes se perdió en el horizonte los ultramontanos se lanzaron al saqueo de la ciudad pero se hallaron con guardias armados en las entradas. La ciudad pertenecía a la Orden de Calatrava, devuelta por la gracia del rey de Castilla, y no habría saqueo.

Las voces de los ultramontanos contra aquel apaño pronto fueron graves insultos, ellos habían venido a exterminar sarracenos no a pactar rendiciones. A apropiarse de sus bienes, no a ampliar los dominios de rey o ricohombre alguno

Pero las sorpresas desagradables no concluyeron con la marcha de los sarracenos escoltados por caballeros castellanos, no, cuando los cruzados ultramontanos entraron en la pérfida Calatrava, en solemne procesión, detrás de los obispos luciendo sus vestiduras talares y cantando salmos, al objeto de transformar las mezquitas de la ciudad en iglesias cristianas, cuál no sería su estupor y pasmo al comprobar que en Calatrava quedaban cientos de familias ¡cristianas!, que no habían marchado pues aquello no iba con ellos. ¿Qué hacían cristianos de bien conviviendo con sanguinarios infieles? Muy “de bien” no podían ser. La procesión detuvo su camino, ahora los perplejos eran los pobladores cristianos de Calatrava que aguardaban en las calles para arrodillarse ante la sagrada forma.

Los obispos y la comitiva arrancaron de nuevo, hasta que alcanzaron uno de los barrios de calles estrechas, ¡que también permanecía poblado!, la judería. ¿Pero qué clase de cristianos vivían en esta tierra que consentían la convivencia con infieles y con judíos? Ya no les quedaba otra que topar con un barrio de cátaros o bogomilos.

Cirilo reconoció a la mujer merced al jorobado que la acompañaba.

—Hola Gumersinda, ¿cómo es que no os habéis marchado?

—¿Y adónde teníamos que ir? —respondió ella.

—Pues no lo sé, a Toledo, o a Córdoba con el emir. Hola Escarpia.

—Hola Cirilo, te veo bien.

Ella estaba igual, hermosa y ufana. La última vez que la vio estaba embarazada, probablemente del chaval que la acompañaba que ahora tendrá trece o catorce años, no lo recuerda bien.

—¿Y tus hijos?

—Sólo me queda el pequeño, los otros han marchado con los suyos. Intenté criarlos como buenos cristianos pero sus amigos… Han marchado con las fuerzas del emir Aben Cadis, un buen hombre. Ven, ven a casa a comer con nosotros, estoy haciendo un cocido.

—No puedo Gumersinda, de verdad, os lo agradezco, pero debo estar con los míos.

—¿Los que han asesinado a la guarnición de Malagón? —preguntó Escarpia hosco.

—Eso lo hicieron los ultramontanos —respondió Cirilo con cierta altanería.

—¿Y aquí qué vais a permitir que hagan?

—En Malagón tomaron la iniciativa, atacaron por su cuenta, no respetaron… Además no tengo que darte ninguna explicación, piensa lo que quieras, cabrón de mierda —y Cirilo dio media vuelta y regresó con sus fratres.

Alegaron problemas de abastecimiento, y el rey ordenó que les entregarán la mitad de todas las provisiones capturadas en Calatrava. Protestaron por el escaso botín embolsado hasta el momento, y el rey adelantó las soldadas, e incluso llegó a proponerles cambiar el objetivo e invadir León. Adujeron el tremendo calor, la sequedad de la marcha y las penalidades ocasionadas por el clima; el rey repartió vestidos frescos, camisas ligeras, calzones cortos y sandalias, ordenó marchas nocturnas y descanso en las horas más cálidas del día. Y con todo el 3 de julio la mayoría del contingente ultramontano dio la vuelta, se marchó.

Los obispos de Nantes y Burdeos fueron los primeros en encarar el camino de vuelta seguidos por sus huestes al completo, tras ellos todos los señores de Gascuña, Poitou y Provenza y por último la masa de gente menuda atraída por la promesa de ganancia fácil y rápida. Pues ni había tal ganancia, ni cuando se presentaba la ocasión en absoluto era fácil y la rapidez no era condición propia de estas tierras.

Con notable aprensión e incredulidad los infantes asistieron al desfile interminable de guerreros ultramontanos en dirección norte.

—¿Por qué os vais? —preguntó alguno sin obtener respuesta.

Aquella deserción, que nadie entendía, reducía la fuerza del ejército a la mitad y estaban seguros que en cambio el Miramamolín no cesaba de engrosar sus filas con contingentes de andaluces bien pertrechados y fogueados en mil combates. Tan peligrosos o más que los bárbaros que traía de África.

Los caballeros no hicieron caso, sabían que ellos estaban obligados a seguir a sus señores, a lo que mandase el rey. No confiaban demasiado en aquellos arrogantes de lenguas ininteligibles que los miraban por encima del hombro, “porque ellos no transigen ni negocian con infieles”, ¡qué sabrán ellos! Vistosas armaduras, brillantes armas, briosos corceles, pero volvieron grupas en cuanto el moro se mostró peleón ¡y eso que no se las tuvieron con las milicias de Sevilla o de Córdoba!

Pero los milicianos de los Concejos, los peones, los infantes, los caballeros villanos eran conscientes que aquella pérdida de fuerza la iban a penar. No entendían que aquellos hombres que vinieron a defender a la Santa Madre Iglesia desde tan lejos, y hace ya tantos meses, ahora que estaban tan cerca de su objetivo dieran la media vuelta y se marchasen por donde habían venido. Sabían que el Miramamolín les opondría un nutrido y bien pertrechado ejército y todas las lanzas serían pocas.

François?

El interpelado volvió el rostro hacia Carlos. Llevaban tres días acampados en la parte norte de Calatrava, a la sombra de los muros y la actividad en el campamento ultramontano fue incesante. La noticia de la defección sorprendió a todo el mundo, a grandes y pequeños, los primeros porque no hacía falta semejante gasto para tan parcos resultados. Con el mismo desembolso habrían alcanzado Tierra Santa y en vez de disputar un par de roñosos castillos, habrían luchado por Jerusalén, ¿con qué cara iban a regresar a sus feudos con las manos vacías?, ¿qué trovador cantaría su gesta?, ¿qué gesta? Habrían de asegurar a unos y a otros que los trajeron engañados.

Y los segundos, porque a parte de unas pocas ropas y lo que habían comido a diario seguían tan paupérrimos como cuando abandonaron sus tierras. ¿Qué les aguarda allí?, la miseria más absoluta, trabajar para un señor abusón, pasar hambre y toda clase de necesidad, ver morir a sus hijos, ¡un asco!

19Nous partons, tu viens avec nous? —preguntó Carlos.

Para el viaje vestía una ligera camisa de lino con bordados que resaltaba tu hermosa tez morena y un calzón muy corto y apretado que acentuaba ese culito respingón que…

20—Non, je reste —respondió François con serenidad.

21—Pourquoi, il est pour lui? —y señaló con un gesto de la cabeza al fraile que se azoró al saberse vértice de un triángulo tan sensual como pecaminoso. El corazón se aceleró al imaginar…

—Oui, monsieur.

El señor de las Landas dio media vuelta y François lamentó que marchase enojado. Era un buen hombre, fue amable con él, y de no haber sido por el reencuentro con Evaristo habría llegado a amarle.

“¿Quién es ese guirlache?”, fue la pregunta que rondaba por la mente del fraile y que se guardó para sí.

 

—¡Eh, que pasa con vosotros dos! —gritó Ambrosio agobiado por los dos que le empujaron contra la puerta de una casa vacía.

Ya en su interior Fermín y Riquelme le amenazaron con sus armas, cayeron sobre él de sorpresa.

—Eres un pedazo de hideputa con mucha suerte. Sí, has tenido suerte de que somos un par de buenas personas que nos hemos fiado de ti, pero eso se ha terminado, cacho cabrón.

—¡Hijo puta! —interrumpió Riquelme a su compañero al tiempo que propinaba una tremenda patada en la entrepierna de Ambrosio que cayó desfallecido de dolor.

—Mañana, mañana tengo audiencia con el rey, le pediré lo vuestro —trató de decir completamente hecho un ovillo en el suelo, pero una nueva patada del enojado Riquelme impactó en sus riñones y casi le hizo perder el sentido.

Fermín se agachó le agarró por la barba y tiró hacia él.

—Hemos estado hablando con uno de los pagadores, nos ha costado buenos dineros en vino, pero la cuestión es que nos ha dicho que el rey no debe nada a ningún gremio, ni de zapateros ni de tejedores ni de ostias —y Riquelme subrayó su enfado con una nueva patada en la boca de Ambrosio que afectó a la nariz.

El súbito vuelco de un chorro de agua caliente sobre el rostro magullado de Ambrosio le hizo recobrar el sentido. Percibió humedad entorno, era su sangre que formó un pequeño charco alrededor de su cabeza pero cuando alzó el rostro aturdido comprobó que no era agua lo que le caía del cielo sino orina de malhechor, aquellos dos se meaban en su cara

—¡Joder, sangras como un cerdo! —gritó Riquelme y tras esconder la polla le atizó una nueva patada en la barriga.

—Es normal su enfado, nos has engañado, venimos a ti de buena fe con buenas maneras y tú vas y…

Ambrosio aprovechó la verborrea de Fermín para propinarle una patada que le derribó y alzarse de un salto, todavía conservaba parte de aquella agilidad que le permitía escabullirse en sus raterías. Corrió hacia la puerta, pero Riquelme corrió tras él y le empujó con toda la fuerza del choque, Ambrosio había previsto el agarre pero no el empujón y chocó contra la puerta aparatosamente. De nuevo en el suelo la tunda fue mortal. Patadas y puñetazos a pares.

Ambrosio jadeaba dolorido, asustado, pero dispuesto a la lucha. Lo único que le importaba era llevarse por delante a uno de aquellos cabrones. Sangraba por la boca y la nariz, cada vez veía menos por la hinchazón de los ojos, debería alzarse pero bastante tenía con respirar. Sentía un estruendo, Riquelme estaba destrozando un mueble y Fermín se agachó sobre su cara, percibió la excitación de la pelea en su voz.

—¿Sabes lo que vamos a hacer, cacho cabrón?, nos volvemos a Toledo, sí, nos volvemos, éste y yo. Mira, si te trae un regalo de despedida —y señaló a su compinche.

Ambrosio volvió la cabeza, era una mesa lo que acaba de destrozar aquel desgraciado, a juzgar por las patas de buena madera que traía en las manos y venía sonriente hacia él.

Riquelme entregó una de las patas al otro y sacudió un fuerte golpe en una de las rodillas del caído que gritó pensando que alguien le oiría y auxiliaría.

Aquellos dos golpeaban con saña y deleite, sacudían el bulto chillón sin manías, con ganas. Ambos estuvieron en grave peligro, no participaron en el asalto pero una de las salidas de la guarnición de Calatrava alcanzó las tiendas de intendencia y tuvieron que luchar por sus vidas.

Pararon a respirar y recuperar fuerzas. Ambrosio yacía molido, sin duda debía tener varios huesos rotos y apenas se movía.

—Tengo unos ahorros, guardo un dinero para imprevistos que… —intentó farfullar Ambrosio, escupió un diente y un cuajo de sangre.

—Da igual, como te dije, nos volvemos a Toledo. Vamos a visitar tu casa, bueno de hecho nos instalaremos en ella, mira, míranos bien —y Fermín le agarró por los cabellos para alzarle la cabeza.

—Éste y yo nos vamos a beneficiar a tu mujer y seremos tan cariñosos que ella nos dirá donde escondes tu dinero.

—Y a tus hijas, sí, esos coñitos tan tiernos y jugosos, y cuando estemos hartos de yacer con ellas, las llevaremos a un mercado de esclavos y las venderemos al mejor postor. Tus hijas acabarán de putas en la cama de cualquier vicioso que pague un buen precio —añadió Riquelme.

Ambrosio reunió las últimas fuerzas de su magullado cuerpo y lanzó contra el que tenía más cerca una cuchillada con la navaja que consiguió abrir mientras estaba acurrucado recibiendo palos, pero apenas logró asustar a Riquelme, el brazo roto carecía de la fuerza necesaria para hincar el cuchillo y tan solo causó un profundo corte desde el ojo izquierdo hasta la barbilla.

—¡Ah, será hideputa! —gritó el sorprendido herido.

Y ambos reanudaron la paliza con renovado ímpetu.

 

El legado papal Arnaldo Amalarico, aunque disconforme con la política de pactos del rey castellano, estaba obligado a continuar; él no podía desairar el mandato papal; él no era un noble que había venido con su mesnada a enriquecerse; él había venido a pelear por la expansión de la fe cristiana, ¿qué ejemplo estaría dando?, ¿con qué cara iba a exigir recursos para reemprender la cruzada contra la herejía, si a la menor dificultad volvía grupas?

En el fondo fue un alivio, en el Consejo de Guerra respiraron tranquilos, los desertores eran indisciplinados, comían por comer, de una avaricia inagotable, codiciosos hasta la enfermedad, y probablemente a la vista del bizarro ejército que el Miramamolín les iba a enfrentar igualmente habrían salido corriendo con la mierda entre las piernas. Allí en la dulce Francia no estaban habituados a la bronca lucha contra los duros andaluces, ni se las tenían que ver con los ásperos bereberes.

Pero como dice el dicho: cuando el diablo te cierra una puerta Dios te abre una ventana. Los exploradores advirtieron de la inmediata arribada de Sancho VII de Navarra al frente de su mesnada. Pedro de Aragón se quedó en Calatrava aguardando al rey navarro y el de Castilla con lo que quedaba del ejército reemprendió la marcha el 4 de julio.

 

Llamaron a la puerta y Gumersinda acudió a abrir. Desde que aquellos bárbaros ultramontanos rondaban las calles el buen sentido aconsejaba atrancar puertas y ventanas. La gente principal emprendió el viaje de vuelta, pero la gente menuda buscaba rapiñar algo, lo que fuese, con tal de no volver con las manos vacías.

—Hola Cirilo, ¿qué buscas? —la frialdad que destilaba la boca de Gumersinda heló a los visitantes.

—¿Podemos pasar? —preguntó Cirilo.

Ella cedió el paso aunque sin soltar la puerta. Entraron Cirilo, François, su esposa e hijos.

—Nosotros nos marchamos y venimos a pedirte que acojas a Angélica y a sus hijos —explicó Cirilo, eludiendo las presentaciones, ya que no desea alargar su estancia en aquella casa.

Al rumor de voces acudió Escarpia con un muchacho, su hijo. Ambos lucían mandil e iban sucios de harina, el muchacho portaba un rodillo en la mano y lo blandía amenazador. Los niños de François señalaron la cara sucia de harina y sonrieron juguetones. Gumersinda volvió el rostro hacia su pareja y explicó lacónica:

—Quieren quedarse.

El jorobado se encogió de hombros. En aquella casa, como en todas, siempre se hizo la voluntad de Gumersinda, ¿a qué preguntarle ahora?

—Son tiempos de escasez, tres bocas más…

—Toma, aquí hay algo de dinero, si no fuese suficiente, que no lo será, a la vuelta cuando François los recoja te pagará más. El tiene ahora una soldada de veinte sueldos diarios, ha conseguido un caballo y…

—A saber cómo —reprochó Angélica.

—¿Y si no vuelve? —preguntó Escarpia desde atrás.

Mientras, los niños se han soltado de la mano de su madre y andan riendo con el muchacho a costa de su cara enharinada.

—Vámonos, esto es humillante —replicó François a Cirilo.

—No, no es humillante en absoluto, es real. Vais a enfrentaros a un gran peligro, ¿qué será de tu familia si resultas muerto, herido o cautivo? —preguntó Escarpia dando unos pasos hacia ellos.

—No, sé… —François parecía perplejo. Y no porque no lo haya considerado si no porque está allí obligado por una absurda penitencia, por un pecado que él…

—Podéis quedaros. Ya nos apañaremos —sentenció Gumersinda.

—Gracias —dijo escuetamente Angélica.

Su voluntad y deseo era acompañar a su esposo hasta la misma batalla, sabía de sus escarceos con cierto caballero, tenía idea de cómo había conseguido el caballo y la armadura y tan tremendo pecado la acongojaba, pero sabía que Dios todo lo perdonaría pues François era un buen hombre que todo lo hacía por sus hijos. Cabalgaría contra el mal, saldría ileso, merced al perdón divino sanaría de su mal y la familia retornaría rica y feliz a casa.

—¿Os gustan las manzanas? —preguntó el jorobado a los niños y juntos los cuatro marcharon al interior.

—Gracias Gumersinda, eres … —intentó decir Cirilo.

—Da igual lo que sea, nada espero de ti. Lo hago por ellos y por ella —y vuelta a François añadió—: Procura regresar sano y salvo, tienes una hermosa familia y te aguardan.

 

Los días 5 y 6 de julio cayeron en manos cristianas las fortalezas de Alarcos, Caracuel, Piedrabuena y Benavente. La mayoría abandonadas por sus guarniciones apenas tuvieron noticias de la rendición de Calatrava, la plaza madre que debía apoyar su defensa.

El rey Alfonso de Castilla observaba desde la atalaya de Alarcos la llanada donde el padre del actual Miramamolín le dio tal revolcón y se preguntaba con cierto temor que sucedería en los próximos días. Había pasado mucho tiempo, diecisiete años, ¡media vida!, él ya no era aquel arrogante mozuelo, entonces tenía… ¡cuarenta años!, ¡pardiez, que ya no era mozuelo!

En el horizonte divisó una pequeña columna de polvo, al cabo de un rato de fijarse resultó ser un jinete a galope lanzado, sin duda un mensajero que vendría a avisar de la llegada de los dos reyes. Decidieron hacer un descanso en Alarcos para esperar la llegada de Pedro y Sancho que ya se habían reunido en Calatrava.

Pero unas horas después quedó atónito ante las noticias que el jadeante y polvoriento correo transmitió. Los cruzados ultramontanos intentaron tomar Toledo para resarcirse con su saqueo del fracaso de la expedición. Por fortuna los guardianes de la ciudad cerraron las puertas a tiempo y, carentes de máquinas y voluntad combativa, tras unas escaramuzas emprendieron viaje al norte.

Ante aquellas noticias Arnaldo enrojeció de vergüenza, aunque atribuyó toda la culpa al rey de Castilla, si hubiese permitido el saqueo de Calatrava y que se derramase la sangre justa para saciar el ansia criminal, muy justa tratándose de infieles, y mantener la moral de combate, ahora el ejército sería mucho más numeroso y no tendrían problemas en la retaguardia.

Si la defección del contingente cruzado supuso un garrotazo a su prestigio y una merma de su autoridad, ya tendría ocasión de vengarse de esos obispos que le miraban por encima del hombro, aquella afrenta le colmaba de vergüenza. Inmediatamente Arnaldo empuñó el cálamo y escribió al Papa para informar y quejarse.

 

 

 

 

 

Capítulo 37

En Babia, julio de 1212

—Majestad, ¿qué le contestamos al Santo Padre?

Alfonso rey de León observaba la campiña a través de la ventana. Le gustaba aquella comarca, le gustaba Babia, ciertamente era un paraíso, su paraíso. El tono grisáceo de las montañas, el verde protagonista miraras donde miraras, la abundancia de agua…

—Majestad.

—Ya te he oído antes —replicó con acritud al secretario.

“Estoy hasta los cojones del Santo Padre y la madre que los parió a todos”, pensó con la vista fija en una cabra montés que allá en el horizonte ramoneaba en el bosque.

—Como me gustaría que el hideputa se llevara un batacazo como el de Alarcos. Que fuera cautivo y esos moros le dieran por culo hasta las calendas de mayo —renegó alzando el tono de voz.

Uno de los oficiales de palacio entró algo azorado y eso que Alfonso tenía terminante prohibido los nervios alterados y la tensión fuera de lugar en Babia.

—Majestad, ya han salido.

El rey se volvió hacia él y aguardó detalles, el otro trató de recuperar el resuello y las formas después de subir las escaleras al trote.

—A mediados del mes de junio ha salido el ejército de Toledo, en vanguardia van los ultramontanos. Nos cuentan que la multitud de gente armada reunida forman una columna desde aquí a León.

—Ya será menos, ¿cómo diantres piensan alimentar a semejante tropa?

—Majestad, tan solo los ultramontanos suman más de treinta mil hombres, entre caballeros, escuderos y peones. Todos marchan decididos hacia los pasos de la sierra.

—Antes tendrán que tomar Calatrava y la línea de castillos que perdieron en Alarcos, valiente panda de inútiles. Menos mal que esta vez cuentan con un contingente leonés, mis caballeros les enseñarán a luchar.

—Rodrigo, dispón la hueste que se apresten a partir.

—Pero majestad, el Santo Padre os amenaza con la excomunión si atacáis Castilla en ausencia de su rey por hallarse de Cruzada.

—¿Qué cruzada, ni qué niño muerto?, bien sabéis que el arzobispo de Toledo ha comprado esa bula que tan solo ha servido para atraer a la hez de Francia, Alemania e Italia.

El secretario y el oficial observaron con preocupación a su monarca que tras la imprecación afirmó conciliador:

—Tan solo vamos a recuperar los castillos de mi propiedad sitos dentro de las fronteras leonesas. Clama al cielo y mis antepasados se revuelven en sus tumbas viendo a esos pastores de asnos vigilando nuestros movimientos desde las atalayas de “nuestras” fortalezas dentro de “nuestro” territorio.

Con un gesto despidió al oficial que partió presuroso a poner en marcha las tropas.

—Proveeos de tinta, cálamo y papel, vamos a responder al “Santo Padre”, por cierto, ¿qué sabemos de ese papa Inocencio III? —preguntó el rey mientras tomaba asiento frente a un gran ventanal desde el que disfrutaba de la majestuosidad de Peña Ubiña.

—De nombre Lotario, nacido en una acaudalada familia italiana, hijo del conde Trasimundo de Segni, estudió Teología en París y Derecho en Bolonia. Parece ser que ya era un respetado jurista antes de ser elegido cardenal por el anterior para Clemente III. Elegido papa en unánime votación, a pesar de su edad, pues apenas tenía los treinta y siete años cumplidos, se conduce con humildad y ha impuesto la austeridad en la curia.

—¡Austeridad! Pues en Roma le deben detestar a más no poder —musitó el rey para sí.

—Cuentan que es un gran diplomático y eso le ha valido extender los dominios del Vaticano, hasta Rávena. Se ha adueñado de las Marcas, Ancona y el ducado de Spoleto. Ha adoptado el título de Vicario de Cristo.

—¿Y qué pretende decirnos con tan pomposo mote?

—¿A nosotros, majestad?

—Al Mundo, so memo.

—Supongo que él entiende que son de su incumbencia tratar los asuntos del Cielo y la Tierra, para mi opinión que debe tener algo que ver con las disputas que mantiene con el emperador y el rey de Inglaterra.

—Eso será. Bien toma nota, yo iré dictando, apuntas al vuelapluma, corriges y compilas en forma: Yo Alfonso IX de León, nací del aciago matrimonio entre mi muy noble padre, a quien Dios tenga donde merezca, Fernando II con doña Urraca de Portugal. No me miréis de ese modo, diantre, digo aciago pues mi madre falleció muy joven y lo mismo sucedió con la segunda esposa que tomó mi padre, doña Teresa Fernández de Traba. Y fue entonces cuando llegó la detestada Urraca, esa López de Haro, que se metió en el lecho de mi padre, y le hechizó hasta que la desposó. Siete años estuvieron yaciendo en concubinato, hasta que la zorra le arrastró al altar —hizo un silencio y cuando el escribano alzó el rostro hacia él advirtió—: Confío en tu discreción y que sabrás corregir adecuadamente el sentido de mis palabras conforme al destinatario de la misiva.

—No preocuparos por eso majestad.

—No satisfecha con obtener prebendas tales como los castillos de Aguilar y Monteagudo y colocar a todos sus hermanos y parientes a chupar del tesoro real, pretendió elevar al trono de León a su vástago nacido de su primer matrimonio con Nuño Meléndez, ¡valiente zorra! Hemos quedado que corregirás el texto, ¿no?

—No os apuréis majestad, conozco parte la historia y cómo os afecta personalmente.

—Recuerdo que mi casa se llenó de miembros del clan de los Haro, por influjo de sus aliados de siempre los Castro. No en vano Aldonza Rodríguez de Castro, hermana de Fernando el Castellano, cuñado de mi padre, estaba casada con López Díaz de Haro y tenía en mi reino más intereses y propiedades que yo mismo siendo legítimo heredero al trono. Todavía la Iglesia no había consagrado esa unión, ¡apenas llevaban un año encamados, por Dios!, y Rodrigo y Alfonso López de Haro ya disfrutaban de las mejores tenencias en la frontera con Castilla. Un año después mi padre dio al primero la heredad de Ferreras, en territorio de Aguilar, cerca de Valdetuéjar, al oeste del río Cea.

—Conozco el lugar por haber nacido muy cerca de allí, majestad —dijo el escribano al ver al rey atascado con tanto detalle que a nada conducía a efectos de aportar claridad al relato.

—Es que me reconcome las entrañas, pues apenas dos años después regaló a esa Urraca la tierra de Villamor, Omaña y Burón en el alto Esla. Sería por esas fechas o posteriores, poco importa, cuando colocó a sus hermanos en los cargos de mayordomo y alférez del rey

—Yo tenía doce años y ya temía por mi futuro y mi real herencia, muy temprano empecé a temer.

—Majestad hoy sois un rey querido por vuestros súbditos.

—Hoy soy un rey arruinado. Mi padre falleció a los cincuenta y tres años de edad, los últimos años de su vida fueron endulzados por el veneno de esa Urraca empeñada en sentar en el trono, ¡en mi trono!, pues yo era el primogénito de mi padre, a su hijo Sancho Fernández, quien fue concebido fuera del matrimonio. ¡Sí, ya sé que una vez nacido, ellos se casaron y mi padre reconoció al niño, ¿y qué? Eso no mengua mi primogenitura ni mis derechos sucesorios!

Alfonso tomó una pequeña jarra de vino y bebió un buen trago.

—Es magnífico, a pesar de ser pleno estío el vino se mantiene fresco. ¿Puedes creer que esa bruja osó alegar que yo era ilegítimo, pues el matrimonio de mis padres fue anulado? ¿Cómo debió envenenar la mente, el ánimo, de mi padre para conseguir que me desterrase, a mí, su primogénito, su único hijo? Mi padre murió en Benavente y sus últimos días fueron aprovechados por toda la caterva de nobles y prelados que rodeaban el lecho del moribundo, yo viajaba al destierro en Portugal junto a la familia de mi madre, para enriquecerse a costa del Tesoro, a costa de mis bienes, pues nada dejaron, ni tierras ni oro, nada. Y tanto afán tenían en entronizar al hijo de la Urraca que no tuvieron un instante de sosiego, de respeto, para enterrar a mi padre. Él había expresado su voluntad de descansar en la iglesia de Santiago de Compostela junto a su madre la reina Berenguela de Barcelona y su abuelo Raimundo de Borgoña. Pero claro sabían que el arzobispo compostelano era uno de mis fieles partidarios, como Dios manda, y ¡escondieron el cadáver de mi padre! ¿Puedes creer semejante felonía?, ¡por todos los santos!

El escribano asintió, mojó el cálamo en tinta y aguardó.

—Los emisarios me alcanzaron con tan terrible noticia en la frontera portuguesa. En un pueblo cercano creo que fue en Francelos de Ribadavia, cerca del río Arnoya, era mediados de febrero y hacía un frío del carajo, nos reunimos con los obispos de Compostela, Lugo, Mondoñedo y Oviedo; también acudieron los condes de Traba y Fruela, cada uno con su respectiva hueste, cabe decir que el ejército reunido me reafirmó en mis derechos sucesorios, aún cuando yo apenas tenía doce años. Por fortuna eran mayoría los leoneses fieles a mi persona que no a la usurpadora, apoyada en su casa de Haro. La traidora huyó a Castilla y yo hube de conquistar Aguilar y Monteagudo, cuya tenencia la zorra había confiado a su hermano don Diego López de Haro. Finalmente, lo que demuestra mi generosidad y ganas de llevarme bien con todos, concedí a mi hermanastro los señoríos de Monteagudo y Aguilar y hace dos años le nombré gobernador de Montenegro y Sarria. Recientemente nos enemistamos y decidió marchar en busca de fortuna, ¿qué edad debe tener ahora?

—Veinticinco o veintiséis años majestad.

—Es la edad adecuada para salir al mundo y perpetrar todo aquello que el mundo te consienta.

—Nos cuentan que decidió dirigirse al norte de África, para ponerse a sueldo del califa almohade, reunió una hueste numerosa en Toledo con la que viajar hasta Sevilla y en vez de eso fueron contra Cañamero, cerca de Trujillo, donde se apoderaron con ardides de su castillo. Con el botín logrado han fortificado el lugar y desde allí hostigan a los pobladores de los contornos sin parar mientes entre moros o cristianos, lo mismo les da pillar a unos que a otros.

—Como ya dije hallé el tesoro regio agotado, la dignidad de mi reino peligraba, los Haro tenían secuestrado el cadáver de mi padre y trataban de entregar el reino de León al cabrón de mi primo el rey Alfonso de Castilla, que en vez de ayudarme en mi joven inexperiencia se prestó a tales maquinaciones. Y a pesar de estar vigente el pacto de Fresno-Lavandera del año 1183, un ejército castellano invadió León en abril, en los primeros ataques ocuparon las fortalezas de Coyanza, Valderas, Bolaños, Santervás, Villavicencio y Melgar en la frontera de Tierra de Campos, y Alba, Luna y Portilla todos ellos pueblos fortificados y sin embargo sus guarniciones apenas opusieron una resistencia digna de tal nombre; en la mayoría de los casos los alcaides entregaron la fortaleza a cambio de sus miserables vidas. También tomaron las localidades de Siero de Riaño y Siero de Asturias en el norte del reino. Para colmo mis supuestos valedores, los portugueses, aprovecharon para invadir tierras gallegas. Pillado entre dos frentes y sin un maravedí hube de plegarme a las exigencias castellanas.

El escribano miró al rey y vio su rostro crispado por el rencor, un vivo rencor por aquellos sucesos que no conseguía aliviar en modo alguno.

—Aquel verano nos reunimos en Soto Hermoso, un precioso lugar muy cerca de Plasencia, bueno era mediados de mayo, pero el estío venía muy avanzado a causa de una pertinaz sequía que asolaba los trigos más que la propia guerra. Allí nuestros embajadores esbozaron el acuerdo que en junio firmamos en Carrión. Me devolvieron los restos de mi padre a los que dí honrosa sepultura en Santiago atendiendo su voluntad. En Carrión mi primo el rey de Castilla convocó a la curia de su reino y en el monasterio cluniacense de San Zoilo fui armado caballero, con toda la pompa y el boato de una coronación. Ese cabrón me ciñó el cinturón con la espada que entonces debí desenvainar y pringar con su sangre, ¡¡yo ya era rey por derecho propio, sin necesidad de su reconocimiento!! Para colmo hube de besar su mano, hiel hubiese preferido tragar una semana seguida antes que sufrir aquella humillación.

—Majestad, para los allí presentes aquel acto no supuso humillación alguna para vuestra dignidad, aquel gesto se interpretó como la confirmación del tratado de Sahagún, según el cual en caso de inexistencia de hijo legítimo en alguna de las coronas León y Castilla se reunificaría el reino.

—Y eso pretendían, puesto que el matrimonio de mis padres fue declarado nulo, León debía ser entregado a Castilla, a pesar del reconocimiento de mis derechos por mi padre, la curia de León y el pueblo.

—De ser esa la intención del rey castellano, no habría acordado vuestro matrimonio con su hija Urraca.

—Era una niña de dos años, por Dios.

—Sí, pero pasó a residir en la corte leonesa bajo la custodia de don Pedro García de Lerma, vuestro mayordomo.

—¿Y eso qué significa? De todos modos no me casé con ella.

—No, preferisteis a doña Teresa de Portugal.

—Era preciso para alcanzar la paz en las fronteras del reino y si el de Castilla hubiese deseado sinceramente la paz entre nosotros me hubiese entregado a su primogénita Berenguela.