Nadie le creyó cuando comenzó a decir que los perros se iban acercando, vieja chiflada, vieja loca que habla sola toditito el día, malas pesadillas ha de tener, con lo que le hizo a la hija, ¿cómo no ha de pasar malas noches? Además, a los viejos se les va secando el cerebro hasta que se les vuelve una nuez arrugada, sonando como una canica dentro de la cabeza hueca. Pero doña Manuelita tiene tantas virtudes, no sólo riega sus macetas sino las de todos sus vecinos del segundo piso, todas las mañanas la pueden ver con su verde bote de gasolina, rociando con los dedos amarillos los macetones de geranios colocados en el barandal de fierro, todas las tardes poniéndoles sus fundas a las jaulas para que los canarios duerman tranquilos.
Y otros opinan, doña Manuelita, ¿no es la persona más tranquila del mundo?, ¿por qué la difaman? Solitaria y vieja, sólo hace cosas ordinarias, nada de llamar la atención. Las macetas en la mañana, las jaulas en la tarde. Como a eso de las nueve, sale a hacer su mandado a La Merced y de regreso se detiene en el Zócalo, entra a la Catedral y reza un rato. Luego vuelve a la vecindad y se hace su comida. Frijoles refritos, tortillas recalentadas, jitomates frescos, yerbabuena y cebolla, chiles desmenuzados: los olores de la cocina de la señora Manuela son iguales a los que salen con el humo de todas las viejas estufas de carbones rojos. Luego de comer sola contempla un rato las parrillas negras y descansa, ha de descansar. Dicen que se lo merece. Fue criada de casa rica tantos años, toda su vida, como quien dice.
Después de la siesta, al atardecer, vuelve a salir, encorvada, con la canasta llena de tortillas secas, y es cuando los perros empiezan a juntársele. Es natural. Les va echando las tortillas y los perros ya lo saben y la siguen. Cuando logra juntar para un pollo guarda los huesos y luego se los echa a los perros que la van siguiendo por la Calle de la Moneda. El carnicero dice que no debía hacerlo, el hueso de pollo es malo para el perro, puede atragantarse, es hueso como astilla que perfora las tripas. Entonces los mal pensados dicen que esto prueba que doña Manuelita no es buena persona, nomás anda atrayendo a los perros para matarlos.
Regresa como a las siete, empapada en época de lluvias y con los zapatos grises de polvo en temporada de secas. Todos la recuerdan así, blanqueada, amortajada por el polvo entre octubre y abril, y entre mayo y septiembre hecha una sopa, el rebozo pegado a la cabeza, las gotas de lluvia suspendidas en la punta de la nariz, perdidas en los surcos de los ojos y las mejillas y en los pelos blancos del mentón.
Regresa de sus andanzas con la blusa negra, los faldones y las medias negras que pone a secar durante la noche. Es la única que se atreve a secar la ropa de noche. Ahí tienen, está bien loca, de noche puede llover y entonces de qué sirvió. De noche no hay sol. De noche hay ladrones. No importa. Ella cuelga sus trapos mojados en el secador común cuyas cuerdas atraviesan en todos sentidos el patio de la vecindad. Que les dé el sereno, murmuran los habladores en nombre de doña Manuelita. Porque la verdad es que nadie la ha oído hablar. Nadie la ha visto dormir. Son suposiciones. La ropa de doña Manuelita desaparece del tendedero antes de que nadie se levante. Nunca la han visto en los lavaderos, hincada junto a las demás mujeres, fregando, enjabonando y chismeando.
—Parece una reina vieja y solitaria, olvidada de todos, decía el Niño Luisito, antes de que le prohibieran verla o dirigirle siquiera la palabra.
—Cuando ella sube por la escalera de piedra, sólo entonces, imagino que éste fue un gran palacio, mamá, que aquí vivieron señores muy poderosos y ricos hace mucho tiempo.
—No la verás más. Recuerda lo de su hija. Tú, más que nadie, debías recordarlo.
—Yo no conocí a su hija.
—Quieres ponerte en lugar de ella. Y eso sí que no, faltaba más, bruja.
—Es la única que me sacaba a pasear. Todos los demás siempre están tan ocupados.
—Tu hermanita ya está grande. Ella puede sacarte ahora.
Al Niño Luisito en su silla de ruedas lo empujaba su hermanita Rosa María como él le iba indicando, según él quería. Rumbo a la calle de Tacuba si lo que deseaba era mirar los viejos palacios de cantera y tezontle del virreinato, los anchos zaguanes de madera clavada con tachones como monedas, los balcones de fierro labrado, los nichos con vírgenes de piedra, los altos canalizos y los desagües de lámina verde. Rumbo a las casitas chatas y despintadas de la calle de Jesús Carranza si, en cambio, lo que se le antojaba era pensar en doña Manuelita, pues él era el único que había entrado al cuarto y a la cocina de la vieja y podía describirlos. No había nada que describir, eso era lo interesante. Detrás de las puertas que eran ventanas, de madera la de la cocina y de visillos, cortinas de sábana detenidas por varillas de cobre, la del cuarto, no había nada digno de recordarse. Sólo un catre. Todos adornaban sus cuartos con calendarios, altares, estampas, recortes, flores, banderines de futbol y carteles taurinos, la enseña nacional de papel, los retratos sacados en la feria, en la Villa de Guadalupe. Manuelita no, nada. Su cocina, sus trastes de barro, su costal de carbón, la comida de cada día y un cuarto con un catre. Nada más.
—Tú has estado allí. ¿Qué tiene, qué esconde?
—Nada.
—¿Qué hace?
—Nada. Todo lo hace afuera del cuarto. Cualquiera la puede ver, con las macetas, los mandados, los perros y los canarios. Además, si tanta desconfianza le tienen, ¿por qué la dejan regarles los geranios y encapuchar a los pájaros? ¿No temen que se sequen las flores y se mueran los pajaritos?
Qué lentos son los paseos con Rosa María, parece mentira, tiene trece años y es menos fuerte que doña Manuelita, tiene que pedir ayuda en las esquinas para subir el carrito a las banquetas y después de cruzar cada calle. La vieja podía sola. Con ella, era el Niño Luisito el que hablaba si se iban por el rumbo de Tacuba, Donceles, González Obregón y la plaza de Santo Domingo, era él quien imaginaba la ciudad como había sido en la Colonia, él quien le contaba a la vieja cómo se había construido la ciudad española, trazada como un tablero de ajedrez, encima de las ruinas de la capital azteca. De niño, le decía a doña Manuelita, lo habían mandado a la escuela que fue un martirio, las bromas crueles, el inválido, el cojito, la silla de ruedas volteada entre risas y fugas cobardes, él tirado allí, esperando que los profes lo recogieran. Por eso pidió que no, que lo dejaran en la casa, los niños eran crueles, era cierto, no era un decir, esa lección ya la sabía, ahora que lo dejaran solo, leyendo en la casa, todos salían a trabajar menos su mamá doña Lourdes y su hermana Rosa María, que lo dejaran leer a solas y educarse a solas, por el amor de Dios. Las piernas no se las iban a curar en ninguna escuela, juró que iba a estudiar más él solito, de veras, que organizaran una colecta para comprarle libros, más tarde iría a una vocacional, lo prometió, pero ya entre hombres a los que pudiera hablarles y pedirles un poco de compasión. Los niños no saben qué cosa es eso.
Doña Manuelita sí, sí sabía. Cuando le empujaba la silla hacia los lugares feos, los terrenos baldíos del Canal del Norte, a la derecha de la glorieta de Peralvillo, era ella la que hablaba y le mostraba los perros, había más perros que hombres por estos rumbos, perros sueltos, sin amo, sin collar, perros paridos quién sabe dónde, nacidos del encuentro callejero entre otros perros igualitos a ellos, un perro y una perra que se quedaron trabados después de culear, ensartados como dos eslabones de una cadena tiñosa mientras los chamacos del barrio reían y les tiraban piedras y luego separados para siempre, para siempre, para siempre, ¿cómo iba a recordar la perra a su macho cuando paría sola, en un terreno de estos, a su camada de cachorros abandonados al segundo día de nacer? ¿Cómo iba a recordar a sus propios hijos la perra?
—Figúrate, Niño Luis, figúrate que los perros se recordaran unos a otros, figúrate nomás lo que pasaría.
Qué secreto temblor, lleno de un frío placer, recorría la espina dorsal del Niño Luisito cuando miraba a los muchachos de Peralvillo apedrear a los perros, corretearlos, provocar sus ladridos enojados primero, luego sus aullidos de dolor, finalmente sus lloriqueos cuando huían con las cabezas sangrantes, las colas entre las patas, los ojos amarillos, las pelambres ralas, lejos, hasta perderse en los llanos despoblados bajo el sol ardiente de todas las mañanas de México. Los perros, los muchachos, todos lacerados por el sol. ¿Dónde comían? ¿Dónde dormían?
—Ves, Niño Luis, si tienes hambre tú puedes pedir. El perro no puede. El perro tiene que tomar, donde halle.
Pero al Niño Luis le dolía pedir y tenía que pedir. Se hizo la colecta y le reunieron los libros. Él sabía que antes, en la casa grande de Orizaba, lo que sobraban eran libros que el bisabuelo mandaba traer desde Europa y luego iba hasta Veracruz a esperar las remesas de revistas ilustradas y libros de aventuras de gran formato que les leía a sus hijos durante las largas noches de la tormenta tropical. Todo se había ido vendiendo a medida que la familia empobreció y vino a dar a la Ciudad de México, porque aquí había más oportunidades que en Orizaba y a su padre le dieron chamba de archivista en la Secretaría de Hacienda. La casa de vecindad estaba cerca de Palacio Nacional, su papá se iba caminando todos los días, ahorraba camiones, casi todos los oficinistas tenían que perder dos o tres horas diarias para llegar al Zócalo de sus casas en las colonias apartadas y regresar después del trabajo. El Niño Luis vio cómo se iban desvaneciendo con los años los recuerdos, las tradiciones de la familia. Sus hermanos mayores ya no pasaron de la secundaria, no leían, uno trabajaba en el Departamento del Distrito Federal y el otro en el departamento de zapatos del Palacio de Hierro. Seguro, entre los tres reunían bastante para irse a vivir a una casita de la colonia Lindavista, pero eso quedaba muy lejos y en cambio aquí, en la vecindad de La Moneda, tenían los mejores cuartos, una sala y tres recámaras, más que nadie. Y en un lugar así, que había sido un palacio siglos atrás, al Niño Luis le era más fácil imaginar algunas cosas y recordar otras.
Si los perros se recordaran, dijo doña Manuelita; pero también nosotros nos olvidamos de los demás y de nosotros mismos, le contestó el Niño Luisito. A la hora de la cena, le gustaba hacer recuerdos de la casa grande de Orizaba, que de frente era una fachada blanca con ventanas enrejadas y por detrás se derrumbaba hacia un barranco podrido, oloroso a manglar y plátano negro. Al pie del barranco se escuchaba el rumor perpetuo de una cañada impetuosa y detrás, encima, alrededor de Orizaba se levantaban las enormes montañas, tan a la mano que daban miedo. Era como vivir junto a un gigante coronado de niebla. Y llovía, llovía sin cesar.
Los demás le miraban muy raro, su papá don Raúl bajaba la cabeza, su mamá suspiraba y meneaba la suya, un hermano se reía abiertamente, el otro se tocaba la sien con el dedo índice, el Niño Luisito está medio loco, ¿de dónde saca esas cosas, si nunca ha estado en Orizaba, si es puro chilango, si desde hace cuarenta años la familia se vino al D.F.? y Rosa María ni siquiera lo escuchaba, seguía comiendo, sus ojitos de capulín eran de piedra, sin memoria. Cómo le dolía al Niño Luisito mendigarlo todo, los libros o el recuerdo, yo no olvido, junto tarjetas postales, hay un baúl lleno de fotos viejas, lo usan de cómoda, yo sé lo que hay adentro.
Doña Manuela sabía todo esto, porque el Niño Luisito se lo había dicho, antes de que le prohibieran sacarlo a pasear. Cuando se quedaba sola en su cuarto, acostada sobre el catre, trataba de comunicarse en silencio con el muchacho, recordando lo mismo que él.
—Imagínate, Manuelita, cómo era antes la vecindad.
Ése era el otro recuerdo del Niño Luisito, como si el pasado de esta casa de vecindad, común a doce familias, completase la memoria de la casa única, la de Orizaba, que sólo fue de una familia, la suya, cuando tenía un apellido importante.
—Imagínate, estos fueron palacios.
La vieja hacía un gran esfuerzo por recordar lo que el muchacho le contó y luego imaginar, como él y con él, un palacio señorial, con zaguán sin expendio de lotería, con fachada de cantera labrada, sin almacenes de ropa barata, tienda de vestidos de novia, fotógrafo, miscelánea, sin todos los anuncios que desfiguraban la antigua nobleza del edificio. Un palacio limpio, austero, noble, sin los tendederos y fregaderos del patio, con la fuente rumorosa en el centro, la gran escalera de piedra, la planta baja reservada a la servidumbre, los caballos, las cocinas, los almacenes de grano y los olores de paja y jalea.
¿Y en la planta alta, qué recordaba el Niño? Sí, salones olorosos a cera y barniz, clavecines, decía, bailes y cenas, recámaras con piso de ladrillo fresco, camas con mosquiteros, roperos con espejos, candiles. Así le hablaba a solas, de lejos, doña Manuelita al Niño Luisito, cuando los separaron. Así se comunicaba con él, recordaba lo mismo que él y así se olvidaba de lo suyo, la casa donde trabajó toda su vida, hasta que se hizo vieja, la casa del general Vergara en la colonia Roma, veinticinco años de servicios, hasta que se mudaron al Pedregal. No tuvo tiempo de hacerse amiga del niño Plutarco, la nueva señora Evangelina se murió a los pocos años de casada y su ama doña Clotilde se había muerto antes, Manuela sólo tenía cincuenta años cuando la despidieron, le traía demasiados recuerdos al general, por eso la despidió. Fue generoso. Le seguía pagando la renta en la vecindad de La Moneda.
—Vive en paz tus últimos años, Manuela, le dijo el general Vergara, cada que te veo recuerdo a mi Clotilde, adiós.
Doña Manuelita se mordía un dedo amarillo y nudoso cuando recordaba estas palabras de su patrón, estos recuerdos se entrometían con los que estaba compartiendo con el Niño Luisito, no tenían nada que ver, doña Clotilde se había muerto, era una santa, en medio de la persecución religiosa y siendo el general personaje influyente de tiempo de Calles, celebraba la misa en el sótano de la casa, todos los días se confesaban y comulgaban doña Clotilde, la criada Manuelita y la hija de la criada, la Lupe Lupita. El cura llegaba vestido de paisano, con un maletín como de doctor, donde traía su ropa eclesiástica, el sagrado, el vino y las hostias, el padre Téllez, un cura jovencito, un santo, que la santa doña Clotilde salvó de la muerte, dándole refugio cuando todos sus amigos fueron a dar al paredón, fusilados de mañanita con los brazos abiertos en cruz: ella vio las fotografías en El Universal.
Por eso sintió que cuando el general la despidió, fue como si quisiera matarla. Había sobrevivido a doña Clotilde, recordaba muchas cosas, el general quería quedarse solo con su pasado. Quizás tenía razón, quizás era mejor para los dos, el patrón y la criada, separarse cada uno con sus recuerdos secretos, sin que uno fuese el testigo del otro, mejor así. Se mordió el dedo amarillo y nudoso, el general se quedó con su hijo y su nieto, Manuelita perdió a su hija, no la volvió a ver más, todo por traerla a esta maldita vecindad, se rompió la soledad de la niña Lupita, en casa de los patrones no veía a nadie, no tenía por qué moverse de la planta baja, podía andar tranquila en su silla de ruedas. En la vecindad ni modo, los acomedidos, los metiches, tuvieron que subirla y bajarla por las escaleras, que le diera el sol, el aire, que saliera a la calle, me la quitaron, me la robaron, me la van a pagar. Hasta sangre se sacó doña Manuelita con los colmillos que le quedaban. Tenía que pensar en el Niño Luisito. A la Lupe Lupita no la iba a ver más.
—Llévame hasta el llano ese, le pidió el Niño Luisito a Rosa María, donde se juntan los perros.
Unos albañiles estaban levantando una barda en el terreno baldío de Canal del Norte. Pero apenas comenzaban a colocar los tabiques de cemento en un costado del lote abandonado y el Niño Luisito le dijo a Rosa María que se metieran por otra parte, lejos de los obreros. Ahora no había niños, eran unos grandulones vestidos de overol y camisetas rayadas, se reían mucho, tenían agarrado a un perro gris como la barda que se levantaba, los obreros miraban de lejos, trabajaban con sus palas de mano y sus mezclas de arcilla, mirando y codeándose de vez en cuando. Detrás de ellos el rumor de la armada de camiones que se estrangula en la glorieta de Peralvillo. Camiones de pasajeros, camiones materialistas, mofles abiertos, humo, cláxones desesperados, un ruido imperturbable. En Peralvillo cogió el tren al Niño Luisito, el último tranvía de la Ciudad de México, y lo tenía que agarrar a él. Los grandulones le cerraron el hocico a la fuerza al perro, otros le detuvieron las patas y uno de ellos le cortó trabajosamente el rabo, un reguero de sangre y pelo gris, mejor hubiera sido de un tajo de machete, limpio y rápido.
Le cortaron el rabo deshilachado, con dificultad, dejando hebras de carne y un chorro de sangre que se le perdió al animal en los pálpitos escurridos del ano. Pero los demás perros de esta jauría que se reunía todas las mañanas en el llano que los obreros comenzaban a bardear no habían huido. Allí estaban todos los perros, juntos, lejos pero juntos, viendo el suplicio del perro gris, silenciosos, con los belfos espumosos, perros del sol, mira Rosa María, no huyen, tampoco están allí nomás azorados, como esperando que les toque a ellos, no, Rosa María, mira, se miran entre sí, se están diciendo algo, se están acordando de lo que le están haciendo a uno de ellos, doña Manuelita tiene razón, estos perros se van a acordar del dolor de uno de ellos, de cómo sufrió uno de ellos a manos de un grupo de grandulones cobardes, pero los ojos de capulín de Rosa María eran de piedra, sin memoria.
Doña Manuelita se asomó por el visillo de la puerta cuando la niña regresó empujando a su hermano como a eso de la una. Miró de lejos el polvo de los zapatos y supo que los niños habían ido al llano de los perros. En la tarde, la vieja se cubrió la cabeza con el rebozo, llenó de tortillas secas y trapos viejos su bolsa de mandado y salió a la calle.
En la puerta la esperaba un perro. Lo miró con ojos vidriosos y gimió, pidiéndole que la siguiera. Cuando llegaron a la esquina de Vidal Alcocer se les juntaron como cinco perros más y a lo largo de Guatemala otros de toda laya, marrones, pintos, negros, hasta veinte, que la rodearon mientras doña Manuelita les repartía pedazos de tortilla seca, verdosa ya. La rodearon y luego la precedieron, señalándole el rumbo, la siguieron, empujándola suavemente con sus hocicos, las orejas muy paradas, hasta llegar a las rejas frente al Sagrario de la Catedral Metropolitana. De lejos, la vieja vio al perro gris, echado junto a la puerta de madera esculpida, bajo los aleros barrocos de la portada.
Doña Manuela y sus perros entraron al gran atrio de losas y la vieja se sentó junto al perro herido, ¿tú eres al que le dicen el Nublado, verdad, pobre perro tuerto?, ciego, mira nomás, da gracias que tienes un ojo muerto y azul como el cielo, para ver nomás la mitad del mundo, bendito sea Dios, mira nomás cómo te han puesto, vente acá, Nublado, sobre mi regazo, déjame vendarte tu cola, malditos, ventajosos, hijos de su triste madre, nomás porque ustedes no pueden defenderse ni hablar ni pedir socorro, ya no sé si les hacen estas cosas a las pobres bestias para no hacérselas entre sí, o si sólo se entrenan con ustedes para lo que se van a hacer ellos mismos mañana, quién sabe, quién sabe, a ver, Nublado, cachorrito, si desde que naciste te conozco, abandonado en un basurero, tuertito de nacimiento, tu madre no tuvo tiempo ni de lamerte, luego luego te echaron a la basura, de allí te saqué yo, ahí está, ¿ya te sientes mejor?, pobrecito mi chiquilín, contigo se habían de meter esos cobardes, con el más desvalido de mis perros, vengan, vamos a dar gracias, vamos a pedir por la salud de todos los perros, vamos a rogar, allá adentro, que es la casa de Dios Nuestro Señor, creador de todas las cosas.
Suave, con caricias, agachada, más encorvada que de costumbre, con palabras dulces, entró esa tarde doña Manuela a la Catedral de México con sus veinte perros rodeándola, hasta el altar mayor logró meterlos, era la mejor hora, no había más que unas cuantas beatas y dos o tres huarachudos que miraban al cielo con los brazos abiertos. Doña Manuelita se hincó frente al sagrado pidiendo en voz alta, un milagro Señor, dales voz a los perros, dales manera de defenderse, dales manera de recordarse y de recordar a los que los martirizan, Señor, Tú que sufriste en la cruz, ten compasión de tus cachorros, no los abandones, dales fuerzas para defenderse ya que no le diste piedad a los hombres para tratar con ternura a estos pobres brutos, Señor Mío Jesucristo, Dios y Hombre Verdadero, demuestra que eres todo esto dándole lo mismo a todas tus criaturas, no la misma riqueza, eso no, no te pido tanto, nomás la misma compasión para entenderse o si eso falla, la misma fuerza para defenderse, no quieras a unas criaturas más que a otras, Señor, porque menos te amarán las que Tú menos amaste, y dirán que eres el Diablo.
Chistaron varias beatas y una pidió con amargura silencio y otra gritó respeto para la Casa del Señor y luego los acólitos y dos curas llegaron corriendo hasta el altar, despavoridos, qué sacrilegio, una vieja loca y un montón de perros sarnosos. Qué se iba a dar cuenta doña Manuela, nunca había vivido instantes más exaltados, jamás había dicho palabras tan bonitas y tan sentidas, casi tan bonitas como las que sabía decir su hija la Lupe. Allí estaba la vieja contenta, sintiéndose más que bañada, embalsamada por la luz de la tarde, filtrada desde las altísimas cúpulas, prodigada en los reflejos de los órganos de plata, los marcos dorados, las humildes veladoras y el reluciente barniz de las sillerías. Y Dios, al que ella le hablaba, le estaba contestando, le estaba diciendo:
—Manuela, debes creer en mí a pesar de que el mundo sea injusto y cruel. Esa es la prueba que te mando. Si el mundo fuese perfecto, no tendrías necesidad de creer en mí, ¿me entiendes?
Pero ya los curas y los acólitos la arrastraban lejos del altar, empujaban a los perros; un acólito enloquecido de furia les pegaba a los brutos con un crucifijo y otro los sahumaba con incienso para atarantarlos. Todos comenzaron a ladrar juntos y doña Manuela, maltratada, miró los féretros de cristal donde yacían las estatuas de cera de los Cristos todavía más maltratados que ella o su perro el Nublado. Sangre de tus espinas, sangre de tu costado, sangre de tus pies y de tus manos, sangre de tus ojos, Cristo de mi corazón ve nomás cómo te han puesto, ¿qué son nuestros sufrimientos al lado de los tuyos?, entonces ¿por qué no nos dejas a mí y a mis perros decir nuestro dolorcito aquí en tu casa que es tan grande para que quepan tu dolor y el nuestro?
Arrojada de bruces sobre las baldosas del atrio, rodeada de los perros, se sintió humillada porque no supo explicarle la verdad a los curas y a los acólitos y luego sintió vergüenza cuando levantó la mirada y encontró, inmóviles, incomprensivas, las del Niño Luisito y Rosa María. Los acompañaba su madre la señora Lourdes. Ella sí, su mirada sí decía miren la prueba de lo que es la vieja Manuela, lo que siempre he dicho, hay que echarla de la vecindad como los sacerdotes la echaron del templo. En la recriminación escandalizada de esos ojos vio doña Manuelita la amenaza, el chisme, otra vez todos recordando lo que ella había procurado olvidar y hacerles olvidar a los demás con su discreción, su decencia, su acomedida labor de todos los días, rociando los geranios, tapando a los canarios.
Luisito miró rápidamente de los ojos de su madre a los de la señora Manuela. Se empujó a sí mismo, con ambas manos sobre las ruedas de la silla, hasta el sitio donde estaba tirada la vieja. Extendió la mano y le ofreció un pañuelo.
—Toma, Manuela. Tienes una herida en la frente.
—Gracias, pero no te comprometas por mí. Regresa con tu mamacita. Mira qué feo nos está viendo.
—No importa. Quiero que me perdones.
—¿Pero de qué, Niño?
—Siempre que voy al llano y miro cómo maltratan a los perros siento gusto.
—Pero Niño Luis.
—Me digo que si no fuera por ellos, a mí me tocaría la paliza. Como si los perros estuvieran siempre entre los demás muchachos y yo, sufriendo por mí. ¿No soy más cobarde que nadie, Manuela?
Quién sabe, murmuró la vieja atarantada mientras se secó la sangre de la frente con el pañuelo del Niño, quién sabe, mientras se puso de pie trabajosamente, apoyando esta mano contra el suelo y la otra contra su rodilla, luego pasándolas a su abultado vientre y de allí al brazo de la silla de ruedas, levantándose como una estatua de trapos caída desde el más alto nicho del Sagrario, quién sabe, ¿puedes hacer algo para que los perros te perdonen?
Tengo catorce años, voy para quince, puedo hablarles como un hombre, siempre me dirán niño porque nunca creceré mucho, estaré sentado en mi silla haciéndome todavía más chiquito hasta morirme, pero hoy tengo catorce años, voy para quince y puedo hablarles como hombre y ellos tienen que escucharme, repitió muchas veces estas palabras mientras revisó esa noche, antes de la cena, las fotos, las postales, las cartas metidas en el baúl que ahora servía de arcón porque todo tenía que tener doble uso en estas habitaciones de vecindad, que antes fueron palacios y ahora servían de refugio a familias venidas a menos que aquí convivían con antiguos criados, ellos que fueron ricos en Orizaba y la Manuelita que sólo fue criada de casa rica, esto se repitió el Niño Luis sentado en su habitual lugar en la mesa que lo mismo servía para comer que para preparar las comidas, para las tareas escolares que para las horas extras de contabilidad con que su papá lograba que cada mes les alcanzara.
Sentado en silencio, esperando que alguien hablara primero, mirando intensamente a su madre, desafiándola a que ella comenzara, a que contara aquí, a la hora de la cena, lo que le había pasado a doña Manuela esa tarde, para que aquí mismo empezara el chisme y mañana toda la vecindad lo supiera: la corrieron a palos de Catedral, junto con todos sus perros. Nadie hablaba porque la señora Lourdes sabía, cuando quería imponer un silencio helado, hacerles notar a todos que no era momento de bromas, que ella se reservaba el derecho de anunciar algo muy grave.
Dirigió una sonrisa amarga a todos, a su esposo Raúl, a los dos hijos mayores que estaban impacientes por irse al cine con sus novias, a Rosa María que se caía de sueño pero esperó a que todos se sirvieran la sopa seca de arroz con chícharos para contar otra vez la misma historia, la que siempre se sacaba a cuento para comprobar la maldad de doña Manuelita, cómo le hizo creer a su propia hija, la tal Lupe Lupita, que de niña había sufrido una caída y por eso era lisiada y debía andar siempre en silla de ruedas, puras mentiras, si no tenía nada, puro egoísmo y maldad de la Manuela para tener a la muchacha siempre a su lado, para no quedarse sola aunque le arruinara la vida a su propia hija.
—Gracias a ti, Pepe —le dijo doña Lourdes a su hijo mayor—, que algo sospechaste y la convenciste de que se bajara de la silla y tratara de caminar y le enseñaste cómo, gracias a ti, hijo, la Lupe Lupita se salvó de las garras de su madre.
—Por Dios, mamá, eso ya pasó, ya no cuentes eso, por favor —contestó Pepe, ruborizándose como cada vez que su madre repetía esa historia, acariciándose el finísimo bigotillo negro.
—Por eso prohibí que Luis se juntara más con la Manuela. Y ahora, esta misma tarde…
—Mamá…, interrumpió Luis, voy para quince, tengo catorce, mamá —interrumpió—, puedo hablarles como hombre y miró la cara de su padre, derrotada por la fatiga, la carita dormida de Rosa María, una niña sin recuerdos, las caras estúpidas de sus hermanos, el imposible orgullo, el temor altivo del hermoso rostro de su madre, nadie heredó esos huesos altos, duros, eternos.
—Mamá, esa vez que yo me caí por la escalera…
—Fue un descuido, nadie fue culpable…
—Ya lo sé, mamá, no es eso. Lo que yo recuerdo es que toda la vecindad se asomó a ver qué pasaba. Grité. Me asusté mucho. Pero ahí se quedaron todos, mirando, hasta tú. Sólo ella fue corriendo a recogerme. Sólo ella me abrazó, vio si estaba herido y me acarició la cabeza. A los demás les vi las caras, mamá. No vi una sola cara que quisiera ayudarme. Al contrario, mamá. Todos, en ese momento, estaban deseando que me muriera, lo estaban deseando dizque por compasión, pobrecito, que ya no sufra más, mejor así, ¿qué le puede ofrecer la vida? Hasta tú, mamá.
—Eres un mentiroso, peor tantito, un fantasioso vil.
—Soy muy tonto, mamá. Perdóname. Tienes razón. Doña Manuela me necesita porque perdió a la Lupe Lupita. Quiere ponerme en su lugar.
—Así es. ¿Hasta ahora te das cuenta?
—No. Siempre he sabido, aunque sólo ahora encuentre las palabras para decirlo. Qué bueno es saberse necesitado, qué bueno saber que si no fuera por uno, otra persona estaría muy sola. Qué bueno necesitar a alguien, como la Manuela a su hija, como yo a la Manuela, como tú a alguien, mamá, como todos… Como se necesitan la Manuela y sus perros, como todos necesitamos algo, aunque no sea verdad, escribir cartas, decir que no nos ha ido mal, al contrario, vivimos en Las Lomas, ¿no es cierto?, papá tiene una fábrica, mis hermanos son abogados, Rosa María está de interna con las monjas en Canadá, yo soy tu orgullo, mamá, número uno de la clase, campeón de equitación, yo, mamá…
Don Raúl rió quedamente, asintiendo con la cabeza:
—Lo que siempre quisiste, Lourdes, qué bien te conoce tu hijo…
La mamá no apartó su mirada de desesperación altiva del Niño Luis, negando, negando con toda la intensidad de la que su silencio era capaz y el papá seguía meneando la cabeza, ahora negativamente:
—Qué lástima que no pude darte nada de eso.
—Nunca me has oído quejarme, Raúl.
—No —contestó el papá—, nunca, pero una vez, al principio, dijiste lo que te hubiera gustado tener, sólo una vez, hace más de veinte años, yo nunca lo he olvidado, aunque tú nunca lo hayas repetido.
—Nunca lo he repetido —dijo la señora Lourdes—, nunca te he reprochado nunca nada y miró con esa súplica salvaje al Niño Luis.
Pero el muchacho estaba hablando de Orizaba, de la casa grande, de las fotos y postales y cartas, él nunca había estado allí, por eso tenía que imaginarlo todo, los balcones, la lluvia, la montaña, el barranco, los muebles de una casa rica de entonces, las amistades de una familia así, los pretendientes. ¿Por qué se escoge a una persona sobre otras para casarse con ella, mamá?, ¿nunca se arrepiente uno, se hace ilusiones de lo que pudo haber sido, con otro, y luego le escribes cartas para hacerle creer que todo salió bien, que no se escogió mal?, tengo catorce, puedo hablarles como un hombre…
—No sé —dijo don Raúl, como si volviera de un sueño, como si no hubiera seguido muy bien la conversación—, a todos nos desquició la revolución, a unos para bien y a otros para mal. Había una manera de ser rico antes de la revolución, y otra manera después, nosotros sabíamos ser ricos a la antigüita, nos quedamos atrás, ni modo, rió suavemente, como siempre reía.
—Nunca mandé esas cartas, lo sabes muy bien —le dijo doña Lourdes al Niño Luis con voz muy apretada cuando lo acostó, como todas las noches, en la misma cama al lado de Rosa María, que se había quedado dormida en la mesa…
—Gracias, mamá, gracias por no decir nada de la Manuela y sus perros —la besó con cariño.
Todo el día siguiente doña Manuelita esperó lo peor y anduvo buscando señas de animosidad. Quizás por ello se dio cuenta de que muy de mañana, cuando recogía su ropa o luego rociaba los geranios, muchos ojos la espiaban, las cortinas se apartaban sigilosamente, los volantes entreabiertos se cerraban con premura, muchos ojos negros, cubiertos de espesos velos de vejez unos, jóvenes, redondos y líquidos otros, la miraban en secreto, la esperaban sin decírselo, aprobaban que hiciera esta labor como para hacerse perdonar lo de la Lupe Lupita. Doña Manuela cayó en la cuenta de que sí, ella hacía su deber para que se lo agradecieran, para que no le echaran nada en cara. Más que nunca, tuvo ese día ese sentimiento, pero al tenerlo se dio cuenta de que era algo constante, todos se habían puesto de acuerdo sin necesidad de palabras, le agradecían que rociara las flores y encapuchara a los pájaros, nadie hablaría de lo que pasó en la Catedral, nadie la humillaría, todos se perdonarían todo.
Doña Manuela se pasó ese día encerrada. Se había convencido a sí misma de que no pasaría nada, pero la experiencia le pedía estar precavida, muy águila, doña Manuela, póngase changa, al camarón dormido se lo lleva la corriente, cómo no. Metida en su cuarto y su cocina, una extraña amargura, nada propia de ella, la fue ganando ese día. Si habían dejado de pensar mal de ella, ¿por qué no se lo habían demostrado antes?, ¿por qué sólo ahora que la habían humillado en la Catedral la respetaban todos en la vecindad? No entendía esto, de plano no lo entendía. ¿Por qué esa señora Lourdes, la mamá de Luis y Rosa María, no había chismeado?
Se recostó en su catre y miró las paredes desnudas y pensó en sus perros, cómo gracias a ella, a través de ella, se pasaban noticias, se hablaban, le hablaban a ella, hirieron al Nublado, está acurrucado junto al Sagrario, malherido el pobre, vamos a pedirle a Dios Nuestro Señor que ya no nos persigan ni maltraten, doña Manuela.
Igual era con el Niño Luisito, se dejaban sentir, ella lo sentía, él debía sentirla igual, tenían tantas cosas en común, sobre todo una silla de ruedas, la de Luisito, la de la Lupe Lupita. El joven Pepe, el hermano del Niño Luis, sacó de su silla de ruedas a la Lupe Lupita. La Manuela la sentó allí para protegerla, no por necesidad de compañía, una criada siempre está sola por el solo hecho de ser criada, no, sino para salvarla de esos apetitos, esas miradas. El general Vergara con su mala fama, su hijo el niño Tin, tan gatero, no, que no le tocaran a su Lupe Lupita, con una lisiada nadie se atrevería, daría asco, vergüenza, vaya usted a saber…
—Ahora te lo digo, hija, ahora que ya te fuiste para siempre, fue para salvarte a ti, siempre quise salvarte del mal destino de una hija de criada cuando es guapa, desde niña quise salvarte, por eso te nombré así, dos veces, Lupe Lupita, doblemente virgen, dos veces amparada, hijita mía.
Fue un día muy largo y doña Manuelita supo que no había que hacer nada más que esperar. Ya vendría el momento. Ya llegaría el signo. Ya se dejaría sentir el otro, su amigo, Luisito. Tenían tanto en común, la silla de ruedas, su hermano Pepe que estropeó a la Lupita, la dejó con un solo nombre, se fue para siempre su niña.
—Te lo digo ahora, Lupe, cuando no he de verte más. Quise protegerte porque eras lo único que me dejó tu padre. Esa es la verdad. Quise a tu cabrón papá más que a ti y como lo perdí te quise como a él.
Entonces oyó el primer ladrido en el patio de la casa. Eran las once pasadas pero doña Manuela no había cenado, perdida en tantos pensamientos. Nunca, pero nunca uno de sus perros se había metido al patio, todos sabían bien los peligros que les esperaban. Y otro ladrido se juntó al primero. La vieja se cubrió la cabeza con un rebozo negro y salió del cuarto. Los pájaros estaban inquietos. Se le había olvidado ponerles las capuchas para dormir. Se movían nerviosos, sin atreverse a cantar, sin atreverse a dormir, como en esos días de eclipse que ya le había tocado dos veces en su vida a la Manuela, cuando los animales y las aves se quedan callados apenas desaparece el sol.
Esta noche, en cambio, había luna y un calor de primavera. Cada vez más segura del sentido de su vida, del papel que le correspondía representar en espera de la muerte, doña Manuelita fue colocando cuidadosamente las capuchas de lona sobre las jaulas.
—Anden, duerman tranquilos, esta noche no es de ustedes, es mi noche, duerman.
Terminó ese trabajo que todos le agradecían y que ella hacía para que se lo agradecieran y todos vivieran en paz y caminó hasta el lugar donde la gran escalera de piedra iniciaba su descenso. Como lo sabía, allí estaba el Niño Luis, sentado en la silla, esperándola.
Todo fue tan natural. No tenía por qué ser de otra manera. El Niño Luis se levantó de la silla y le ofreció el brazo a doña Manuela. El muchacho se tambaleó un poco, pero la vieja era fuerte, le prestó todo su apoyo. Era más alto de lo que ella o él suponían, catorce años, entrando para quince, un hombrecito ya. Los dos bajaron por la escalera, el Niño Luisito doblemente apoyado en la balaustrada de piedra y en el brazo de Manuelita, estos fueron los palacios de la Nueva España, Manuela, imagina las fiestas, la música, los criados de librea llevando en alto los candelabros chisporroteantes, precediendo a las visitas las noches de baile, quemándose sin chistar los puños con la cera ardiente de las velas, baja conmigo, Manuela, vamos juntos, Niño.
Los veinte perros de la señora Manuelita estaban en el patio, ladrando todos juntos, ladrando de alegría, todos, el Nublado, los tiñosos, los hambrientos, las perras hinchadas de gusanos o de embarazo, quién sabe, el tiempo lo diría, las que habían parido hace poco más perros, con las tetas arrastrándoles, más perros para poblar la ciudad de huérfanos, de bastardos, de hijitos de la Virgen refugiados bajo los aleros barrocos de los Sagrarios: doña Manuela tomó de la cintura y la mano al Niño Luisito, los perros ladraban felices, miraban a la luna como si todas las noches de luna fuesen la primera noche del mundo, antes del dolor, antes de la crueldad, y Manuela guió a Luisito, los perros ladraban pero la criada y el muchacho oían música, música antigua, la que hace siglos se escuchó en este palacio. Mira a las estrellas, Niño Luisito, la Lupe Lupita preguntaba siempre, ¿cuándo se apagan las estrellas?, ¿se seguirá preguntando eso, donde quiera que esté? Claro, Manuela, claro que se lo pregunta, baila, Manuela, dímelo todo mientras bailamos juntos, somos iguales, tu hija y yo, la Lupe Lupita y Luisito, ¿no es cierto? Sí, sí es cierto, ahí están los dos, ahora sí los veo, una noche de luna y estrellas, igual a esta, bailando un vals, los dos juntos, iguales, esperando lo que nunca llega, lo que nunca pasa, hijos del sueño los dos, capturados en un sueño: no salgas nunca, hijito, no salgas a buscar, mejor espera, espera, pero la Lupita se fue, Manuela, tú y yo nos quedamos aquí, en la vecindad, no somos ella y yo, somos tú y yo, esperando, ¿qué esperas tú, Manuela?, ¿qué esperas además de la muerte?
Cómo ladran los perros, para eso está la luna esta noche, para eso nomás salió, para que le ladren los perros y oye Luisito, oye la música y deja que yo te lleve, qué bien bailas, Niño, olvídate que yo soy yo, has de cuenta que bailas con mi linda Lupe Lupita, que la tienes tomada de la cintura y que al bailar hueles los perfumes de mi niña, oyes su risa, miras sus ojos de venadito tonto, y yo me hago de cuenta que todavía sé recordar el amor, mi único amor, el papá de Lupe, amor de criada, a oscuras, a tientas, rehusado, nocturno, hecho de una sola palabra repetida mil veces.
—No… no… no… no…
Atarantada por el baile, embriagada por tantos recuerdos, doña Manuelita perdió el paso y cayó. Cayó con ella el Niño Luisito, abrazados los dos, riendo, mientras la música se apagó y los ladridos aumentaron.
—¿Prometemos ayudar a los perros, Niño Luisito?
—Prometemos, Manuela.
—Tú puedes gritar. El perro no. El perro toma.
—No te preocupes. Vamos a cuidarlos siempre.
—No es cierto lo que dicen, que quiero a los perros porque no quise a mi hija. Eso no es cierto.
—Claro que no, Manuela.
Y sólo entonces doña Manuelita se preguntó por qué, en medio de tanto escándalo de ladridos y música y risas, nadie se había asomado, ninguna puerta se había abierto, ninguna voz había protestado. ¿También esto le debía a su amiguito el Niño Luis? ¿Nadie la molestaría más, nunca más?
—Gracias, Niño, gracias.
—Imagina, Manuela, ponte a pensar. Estos fueron palacios hace siglos, grandes palacios, hermosos palacios, aquí vivía gente muy rica, gente muy importante, como nosotros, Manuela.
Le dio mucha hambre hacia la medianoche y se levantó sin despertar a nadie. Fue a la cocina y encontró a tientas un bolillo. Lo embarró de crema fresca y comenzó a masticar. Entonces tuvo una reacción de honor o deber; ya no supo bien qué. Antes, siempre había pedido. Hasta eso: un bolillo embarrado de crema. Esta era la primera vez que tomaba sin pedir. Tomó las tortillas secas que quedaban y salió al patio para tirárselas a los perros. Pero los brutos ya no estaban allí, ni Manuelita, ni la luna, ni la música, ni nada.