OLVIDOS

1

El olvido es un territorio inmenso donde las cosas mueren por segunda vez y tan silenciosamente que ni siquiera nos dejan en situación de duelo. Porque no es que se borren poco a poco ni que dejen ahí su cadáver —esa escandalosa constancia del hecho de que han muerto—, sino que un día uno se despierta sin ellas y no lo nota ni se vuelve a acordar de que estuvieron.

El olvido es la experiencia más común y corriente que tenemos para entender la Nada. Es fascinante que haya sucesos que desaparecen tan completamente de nuestra memoria que ni siquiera notamos su ausencia. A mí, descubrir esos huecos en la trama —supuestamente continua— de mi vida me da escalofríos; porque hay días, hay meses, hay años enteros de los que no recuerdo nada; caras que vi, amigos que tuve, libros que leí y que desaparecieron sin que me diera cuenta.

Hay muchas clases de olvido; hay incluso los que son voluntarios. Yo no quiero perder todos mis olvidos, pues supongo que en su hora fueron y, aunque ya no me acuerdo, deben de haber sido importantes. Si Odiseo fue al Hades para preguntar por la ruta que lo conduciría a Ítaca, por qué no habría de viajar yo a la Nada para recuperar, siquiera, siete de mis olvidos.

2

Mi primer olvido lo recuerdo muy bien: cómo olvidarlo si fue la causa del primer bofetón que recibí en mi vida.

Había asistido, por espacio de un mes, todas las tardes a la casa de una tía abuela monja para aprender el catecismo. En el coro de los niños repetía la versión papilla del Génesis y las oraciones: Padre Nuestro y Ave María. Al terminar la tarde, la vieja regalaba skinnerianamente galletas y servía tazas de chocolate caliente y espumoso para todos. A mí, por supuesto, me brincaba, pues era quien aprendía más lentamente, y era cierto: yo me había quedado pensando en quién sería ese “Verbo” al que se refería la frase “En el principio fue el Verbo”, mientras que los demás ya habían llegado hasta el Séptimo Día, que era el del descanso.

Luego de meses, y de varias camadas de niños brillantes, fui capaz de repetir de corrido y sin equivocación ninguna las lecciones; entonces, la vieja me llevó a la iglesia a confesarme: me hinqué ante un cura gordo, alto y recio que me dijo: “Ave María purísima”. Y yo le contesté: “Con pecado concebida”. Ahí vino el bofetón que me tiró al suelo, pues tenía seis años y no sólo no entendía el asunto del Verbo, sino que tampoco entendía las preposiciones: “sin” o “con” eran lo mismo para mí.

¿Cómo pude olvidar la respuesta exacta?, me preguntaba mientras la vieja me reprendía. ¿En qué momento desapareció sin que yo lo notara? Ése fue mi primer olvido —creo—, pero ¿cómo saberlo?

3

Este olvido no logro recordarlo. Sólo sé que alguna vez hubo alguien, pues un día hallé en el cajón secreto de mi escritorio, donde guardo mis cosas más queridas, un cepillo de dientes color lila. El hallazgo me dejó desconcertado, pues ese cajón no sólo está con llave, sino oculto de manera tan discreta que nadie es capaz de notar su existencia. Cada uno de los objetos que ahí conservo tiene un valor muy especial para mí: cada uno encierra alguna clave. Tengo una canica ágata de mi infancia, una servilleta con un poema, un camafeo de plata, un espejo empañado que reflejó a mi madre, un arete con perla, un pedazo sólido de tinta china y docenas más de cosas capaces de retrotraerme en el tiempo o de exhibirme de golpe la ruina de mi vida.

¿Qué hacía ahí —entre los tepalcates de mi arqueología— ese cepillo de dientes? ¿Por qué estaba envuelto en un pañuelo como un fetiche y no aventado con descuido como todo lo demás? ¿De quién era?

Me exprimí durante semanas la memoria; puse el cepillo en la repisa del baño con la esperanza de que al verlo en su ambiente me viniera el rostro o el nombre de su propietaria; pero fue en balde.

Por el color lila supongo que fue de una mujer, y supongo que vivió conmigo y que fue importante; pero no la recuerdo, no recuerdo nada. El cepillo sigue en mi cajón secreto: no sé por qué decidí conservarlo si no me dice nada; pero ahí está y ahora me habla del olvido.

4

Los olvidos son como los muertos. Entre los muertos hay unos que trascienden, que pasan a la historia, pues su obra enriqueció el patrimonio humano, y hay otros —los más— que son intrascendentes, que sólo abonan el terreno donde fueron sepultados y no pasan más que al anonimato eterno. Con los olvidos ocurre lo mismo: hay unos —muy pocos— significativos y hay otros —los más— que se diluyen en la fosa común del pasado. Aquí me interesan mis olvidos que no valen la pena, los millares de días que no recuerdo, y me interesan porque son demasiados. De hecho, de mi vida, sólo recuerdo unas cuantas anécdotas, unos pocos momentos que sumados, un segundo de aquí, dos minutos de allá, apenas si completan un par de semanas, ¿dónde ha quedado el resto de mis años?

Me pongo memorioso y recupero otro instante y otro más; pero me siguen faltando muchos.

Quisiera convertir este texto en la tumba al Olvido Desconocido, ese que por insignificante no quedó registrado ni siquiera entre los olvidos importantes: el sabor del café una mañana de agosto cuando iba de camino a la preparatoria, la forma de una nube que se deshilachó en el viento cuando yo imaginaba no recuerdo qué, la silueta de una mujer que habrá llamado mi atención una mañana calurosa: tantas cosas que no solamente ya no son, sino que ya no fueron.

5

Hay un olvido que me hicieron recordar echándome en cara una promesa. Tú dijiste —sollozó con la voz resquebrajada— que ibas a quererme siempre. Y yo no recordaba haberlo dicho. ¡Acuérdate!, insistió, y yo seguía sin acordarme. Era posible, sí, que se lo hubiese dicho; pero era increíble que lo trajera a cuento para obligarme —con la complicidad de mi memoria— a sentir lo que ya no sentía. Sí, está bien, lo admito, respondí —aunque seguía sin recordar realmente mi promesa—; pero, y ¿qué con eso? ¡Quiero que te acuerdes! Sí, me acuerdo, volví a decir. No, no te acuerdas; si te acordaras volverías a sentirlo. Me acuerdo de que lo dije, y me acuerdo de lo que sentía cuando lo dije, pero ya no lo siento… No, no te acuerdas, insistió ella; si te acordaras seguirías queriéndome.

Y me quedé pensando en lo extraños que resultan los recuerdos, pues uno puede ver el rojo y recordarlo, y una cara y reconocerla, o repetir de memoria un poema: en estos casos la recuperación es completa, pues uno al recordar ve el rojo, mira la cara o dice el poema; pero no sucede así con los sentimientos, pues, aunque había terminado por recordar mi promesa y lo que sentía cuando la hice, no había modo de volver a sentirlo: recordarme queriéndola no me hacía quererla. Ella volvió a llorar: Por favor, acuérdate.

Pero yo no pude acordarme, porque hay olvidos que ni recordándolos se recuerdan.

6

Un día me dijeron que siempre se acordarían de mí y me pareció poco. ¿De qué me sirve que te acuerdes de mí si ya no volveré a tenerte?, le pregunté y colgué el teléfono para estar a gusto en mi desconsuelo. A partir de entonces, cada tarde y luego con un ritmo de un día sí y un día no —fiel a su palabra—, me llamaba y conversábamos largamente. Aquellas pláticas furtivas dejaron de parecerme poco: me alegraba su voz, me alegraba enterarme del curso de su vida, saber lo que hacía o lo que iba a hacer.

Ya no puedo acordarme de ti tan seguido, me dijo una vez, y yo volví a hundirme en la tristeza: Pero entonces, ¿cada cuándo vas a hablarme?, le pregunté, y me dijo que lo haría los lunes solamente, pues ese día tenía tiempo. Y otra vez sentí que era muy poco. Pero no era tan poco: los lunes irradiaban una luz que cubría hasta el sábado y sólo el domingo me sentía infeliz. Eso duró no sé cuántos meses. Hasta que otro día me dijo que le costaba mucho trabajo acordarse de mí. Y dejó de llamarme.

Han tenido que pasar muchos años para que llegara a entender que un recuerdo jamás es poca cosa.

7

Una buena parte de mis olvidos son fingidos y me han servido de coartada o de pretexto; pero también para salirme con la mía coronando ciertos deseos, pues no hay nada más eficaz para destruir la seguridad de una persona que fingir que uno no se acuerda de ella. Este uso lo aprendí en carne propia, pues es común en el gremio literario del que formo parte. Llevaba muchos años en el ambiente y cada que volvía a compartir una mesa con escritores destacados tenía que presentarme nuevamente, pues ninguno se acordaba de mi nombre. Era tan exageradamente extraño que, primero, creí que —a pesar de ocupar un lugar en el espacio como cualquier sólido— era invisible o insignificante; luego pensé en que esa pobre gente padecía una amnesia imbecilizante, y sólo después de mucho tiempo descubrí lo obvio: que su olvido era un olvido calculado.

Aquella estrategia me pareció estupenda: no para practicarla con escritores jóvenes, sino con mujeres muy bellas a quienes haría un bien terrenalizándolas, quiero decir, bajándoles los humos para que tocaran el piso sobre el que yo me hallaba. Sólo puedo agregar que a estos olvidos voluntarios debo un saldo de recuerdos bastante memorables.

8

Entre mis olvidos también hay uno al que le guardo un profundo agradecimiento, pues le debo la vida. Tuve una cita a la que no acudí por culpa de mi desmemoria y que al cabo de unos meses recordé al leer con azoro el titular de un periódico: mi amigo a quien dejé plantado junto con otros (a quienes nunca conocí) estaba retratado en la primera página.

Hay olvidos que cancelan caminos en el laberinto de la vida. Yo, gracias a un olvido, sigo aquí.