Como la envoltura que nos cubre es tan delgada, cualquier objeto punzocortante nos traspasa; esta condición nos obliga a usar cascos, corazas, guantes y zapatos. Hay seres que aparecen provistos de una gruesa cáscara: los elefantes y los armadillos, los erizos y los cocodrilos; pero nosotros, por más encallecidos que estemos, somos por todos lados vulnerables.
La infinita variedad de corazas que la naturaleza ofrece es prueba no tanto de la capacidad de autoprotección de los animales y de las plantas, sino de la hostilidad del medio ambiente, ya que la realidad no es para nadie un sitio fácil. Basta con ver a un rinoceronte para descubrir los peligros que existen, pues el rinoceronte, pese a su tamaño, necesita estar forrado con una piel tan dura como el hueso y tener delante un poderoso cuerno para defenderse: su imagen demuestra cuán imposible es, hasta para un gigante, sobrevivir en este mundo. El universo no es un lugar para andar sin coraza.
La lección quedó clara el día que nos metimos a una cueva para protegernos, y desde entonces toda la historia se explica gracias a las corazas: pueden ser armaduras, murallas, chalecos antibalas, cercas eléctricas o escudos antimisiles; la función es la misma.
Yo también he tenido que construirme algunas corazas para llegar al día de hoy.
Un amigo de la infancia estuvo a punto de convencerme de que la indiferencia era la mejor de las corazas: No les hagas caso, me decía; si los ignoras se cansan y se van. Me resultaba imposible adoptar su consejo, pues yo era muy susceptible a las burlas de los compañeros. Yo era gordo y lento y no tenía manera de alcanzarlos, así que por lo general quedaba exhausto en la intemperie del recreo, expuesto a los escarnios. La indiferencia es la solución a nuestro problema, insistía él, y aguantaba las burlas con estoicismo; aunque esta palabra en aquellos años la decía de otra manera: tener atole en las venas.
Sin embargo, le iba mejor que a mí, pues en verdad los insultos no le hacían ninguna mella, la horda de los niños dirigía hacia otra parte sus ataques: la otra parte era yo. Pero un día yo no fui a la escuela, y mi amigo, tras resistir impasible una andanada de inquinas, recibió a continuación una paliza a la que no tuvo más remedio que responder con quejidos, gimoteos y lágrimas.
Al día siguiente, al verlo renqueando y magullado, comprendí que la mejor coraza no es la indiferencia, sino la distancia; es la única que realmente pone en perspectiva todo problema.
Era un hombre que decía querer sólo dinero y dedicó su vida a tenerlo. A mí, su actitud me desconcertaba, pues no me cabía en la cabeza que siendo tan reflexivo, y en general tan sabio, estimara el dinero por encima de todo. Con los años, amasó una fortuna y la guardó en el banco: vivía como si no la tuviera, aunque hablaba de ella todo el tiempo y cada que podía la incrementaba.
En una ocasión cayó enfermo en una de esas enfermedades hondas de las que no se sale y fui a visitarlo. Los dos sabíamos que ésa sería la última vez que habríamos de vernos y la reunión adquirió el tono solemne de una despedida. Siempre te ha intrigado, me dijo, mi amor por el dinero. Sí, le respondí; esa faceta tuya jamás he conseguido entenderla. Voy a explicártela para que algún día la incluyas en un cuento. Lo prometo, le respondí. Estoy convencido, dijo, de que los demás se esmeran en quitarte lo que más quieres, y gracias al dinero he conseguido distraerlos. Contra lo que verdaderamente me ha importado jamás atentaron; sólo intentaron robarme, y se soltó a reír. Entonces, ¿qué fue lo que quisiste? Cosas simples, cosas que me hacían sentir bien: un buen café, un cigarro, leer, pensar, discutir. ¿Te imaginas cómo me habrían molestado si hubiera dicho que lo que más me gustaba era perder el tiempo? Asentí con una amarga sonrisa. Lo imagino, dije; a mí me ha pasado.
Cuando nos despedimos, desgraciadamente para siempre, me fui pensando en la utilidad de inventarme un señuelo.
Hay corazas que defienden a quienes están dentro y corazas que se usan para proteger a los de afuera. Estas últimas son las camisas de fuerza con las que en los manicomios se inmoviliza a los locos. Resultan baratas, portátiles y relativamente flexibles, y aunque suelen dejar libre la cabeza, y en ocasiones las piernas, representan la cárcel más estrecha; el siguiente paso son los fármacos.
A mí una vez, en un sueño, me pusieron una camisa de fuerza y me quedé quieto; sabía que era inútil forcejear: ¿para qué defenderme como un loco? Es obvio que estoy dormido, me dije para tranquilizarme; debo de haber girado en la cama hasta que quedé enrollado en las sábanas: sólo necesito despertar… Sin embargo, ¿cómo liberarse de un manicomio onírico, con enfermeras y médicos oníricos? La respuesta era la misma que en la vigilia: Ya entendí, dije; es por mi bien: acepto que necesito estar contenido por esta camisa para no disgregarme. Los médicos y las enfermeras de mi pesadilla sonrieron y contestaron: Qué bueno que comprendes que es por tu bien. Ahora ya ves por qué no podemos quitártela…
Como todos los mitos, el del Caballo de Troya encierra una verdad enorme acerca de los seres humanos, pues más allá de una estratagema militar de Odiseo, es la ilustración exacta de lo que realmente nos hace vulnerables. Troya —como cualquiera de nosotros— resulta invencible mientras mantenga intacta su muralla, y nosotros también, mientras no separemos los brazos para abrazar a nadie. Los enemigos francos son peligrosos, pero sólo consiguen provocar en nosotros daños morales superficiales. En cambio, aquellos a quienes por amistad o amor hemos dejado entrar son capaces de aniquilarnos. La razón es muy simple: de los enemigos nos cuidamos; a los amigos los dejamos pasar: van y vienen como por su casa dentro de nosotros; conocen nuestros horarios de debilidad, nuestras cuentas bancarias sentimentales y los puntos flacos sobre los que se erige nuestra estatua.
Yo sólo he podido protegerme de mis enemigos; en el resto de los casos, con la moral hecha añicos, he descubierto que fui yo, siempre yo, quien introdujo a mi vida los caballos de Troya.
Cada generación inventa sus corazas y de un tiempo a esta fecha hay una que ha proliferado de forma virulenta; me refiero a internet. En un principio me pareció la mejor de todas las corazas, pues me imaginaba a mí mismo desde mi madriguera sin arriesgar en la web nada más que mi personalidad virtual. Por fin, me dije, uno puede interactuar con todo el mundo sin peligros, y me lancé feliz a navegar.
Como tenía presente el riesgo de los hackers y de los virus me acoracé contra ellos: conseguí complejísimos candados matemáticos para hacer impenetrable mi disco duro y el más completo de los antivirus que, encima, se actualizaba diariamente. Encriptado por la combinación de docenas de inmensos números primos, y consciente de la posibilidad de oprimir, en cualquier momento, la tecla “suprimir” que —supuse— imponía modales de cordialidad entre los cibernautas, comencé a relacionarme con la gente.
A los tres días, alguien que se identificaba con el sugerente nombre de Carmila aparecía de manera recurrente en mi pantalla; su foto y su estilo me gustaban. Mis mejores frases saturaron mis cartas, y aunque desconocía la identidad de mi interlocutora (quién sabe si siquiera haya sido mujer), comencé a enamorarme: eran tan certeras sus palabras: me hacían tanta falta en aquellas noches de ostracismo compartido que con sólo encender mi computadora me emocionaba. La prolongada relación epistolar y de sesiones fotográficas y de chateo se interrumpió súbitamente un día. Ha transcurrido más de un año y todavía la recuerdo y todavía la extraño.
La coraza más importante de todas, me decía un amigo, es la resistencia, lo que cada quien sea capaz de aguantar, pues no hay vaselina ni distancia que sirvan, porque aquí lo que cuenta no es poder esquivar, sino absorber; no correr sino soportar. Obviamente, mi amigo era un boxeador y se refería a lo que pasaba en el ring.
Con el paso del tiempo me di cuenta de que mi amigo más que boxeador era filósofo, y que cuando me explicaba la utilidad de endurecer el abdomen no era sólo para subir al cuadrilátero. Lo comprendí cuando al cerrar la puerta de mi casa los ataques se quedaron adentro. Lo comprendí cuando al quedarme a solas las agresiones salían de mí. Lo comprendí cuando al quitarme yo, purgándome de manera budista, incluso sin mí seguían los problemas.
La lección de mi amigo, sin embargo, no se constreñía a elogiar las virtudes de las esponjas; había otra parte a la que por desgracia no presté atención, sólo recuerdo que se relacionaba con la idea de que la mejor coraza es el ataque; pero ¿cómo eran las técnicas del jab, del uppercut, del crochet?, y, sobre todo, ¿cómo adaptarlas para salir ileso de lo que aún me falta?
Harto de las refriegas amorosas decidí hace tiempo abrir un nuevo frente de batalla. Creí que la simultaneidad de los amores me haría más llevaderos los días de las luchas conyugales y las horas tediosas. Y así fue en un principio, aunque muy pronto el malestar en el segundo frente me llevó a inaugurar un tercero, y con el paso de los años un cuarto y un quinto. Creía que aquella esquizofrenia amorosa —inútil para resolver la buena marcha de la vida cotidiana— tendría al menos la ventaja de hacerme invulnerable a las pérdidas.
Sobra decir que no fue así: hace unos días ocurrió la batalla final con quien fuera la tercera en la lista de mis amores clandestinos, y aunque he redistribuido el tiempo para ocultar su ausencia, me duele lo mismo que si fuera la única.
Estoy reconsiderando seriamente mi estrategia, pues la diversidad no ha hecho mejor el día a día de mi vida: en la práctica me he pasado semanas yendo de una refriega a otra, y luego de una reconciliación a otra. Y ahora, para colmo, estoy sin poder entregarme por completo a mi duelo, pues me esperan todavía las otras cuatro.