Capítulo 2

 

 

 

 

 

LUCIEN tuvo que sujetar a Audrey por el brazo para impedir que corriera a ver qué le había pasado a su coche.

–No salgas, es demasiado peligroso. Todavía están cayendo ramas.

–¡Pero tengo que ver cómo está el coche! –exclamó Audrey con los ojos muy abiertos.

–Espera a que pase la tormenta.

Audrey se mordió el labio inferior con una expresión tan angustiada que Lucien sintió una presión en el pecho. De pronto se dio cuenta de que estaba sujetándole el brazo y la soltó, abriendo y cerrando la mano para librarse del hormigueo de los dedos.

Siempre evitaba tocarla.

Siempre la evitaba. Punto.

Desde el momento en el que la había conocido, había preferido mantener las distancias. Audrey solo tenía dieciocho años; unos dieciocho años particularmente inocentes. Saber que le gustaba le había resultado halagador, pero también inapropiado. Se lo había hecho saber con toda claridad y había confiado en que le bastara con esa lección.

Cuando la madre de Audrey y su padre se divorciaron había sentido un inmenso alivio porque pensaba que Sibella ejercía una mala influencia sobre su padre. Pero al cabo de tres años volvieron a casarse y Audrey se cruzó de nuevo en su camino. Ya con veintiún años, aunque igualmente inocente que tres años antes, Audrey se le había vuelto a insinuar. Él había cortado la situación de cuajo con una sola mirada, confiando en que entendiera el mensaje… y aun a pesar de que en parte había tenido la tentación de flirtear con ella. Había deseado besarla, abrazar su sensual cuerpo y dejar que la naturaleza siguiera su curso. De hecho, había estado muy cerca de hacerlo. Peligrosamente cerca.

Pero había aplastado ese impulso porque lo último que quería era tener algo que ver con Audrey Merrington. No solo por su madre, sino porque Audrey era el tipo de mujer que quería un marido, una casa con una chimenea, un perro y un final feliz.

Él no estaba en contra del matrimonio, pero solo con un cierto tipo de mujer y en un futuro distante. No pensaba casarse por pasión, como su padre. Solo se casaría por conveniencia y por tener a alguien a su lado. Y jamás se dejaría llevar por los sentimientos.

Audrey se frotó el brazo como si también ella quisiera borrar la huella de su mano.

–Supongo que vas a darme una lección sobre la estupidez que he cometido al aparcar bajo un árbol, pero cuando he llegado apenas llovía.

–Es un error habitual… –dijo Lucien.

–Que alguien tan perfecto como tú no cometería –concluyó Audrey, frunciendo el ceño.

Lucien no se creía en absoluto perfecto. De serlo, no estaría mirando los labios de Audrey todo el tiempo. Pero había algo en ellos que imantaba su mirada. Eran voluptuosos y suaves y de una forma perfecta.

Lucien se preguntó cuántos hombres habrían disfrutado de ellos, cuántos amantes habrían compartido aquel cuerpo, y si la actitud de cervatillo no era más que una pose. Aunque no era espectacular, como su madre, tenía una belleza natural, refrescante, un cuerpo más sensual que delgado y un aire anticuado que contrastaba radicalmente con la irreflexiva e irresponsable personalidad de su madre.

–Iré a ver cómo está tu coche cuando escampe –dijo Lucien–. Por ahora, será mejor que pensemos un plan. ¿Cuándo has hablado con tu madre por última vez?

–Hace más de una semana –contestó Audrey en un tono de desilusión que indicaba que la relación con su madre no era la ideal–. Me dejó la invitación y una nota en el piso. Pensé que vendrían aquí porque mencionaba los narcisos. No entiendo por qué no me mandó un mensaje de texto. Le he mandado varios desde entonces, pero ni los ha leído.

Lucien se tensó. ¿Y si Sibella y su padre ya se habían casado? ¿Y si volvían a protagonizar un escandaloso divorcio que, como los dos anteriores, se publicaba a fascículos en la prensa? Tenía que impedirlo.

–Para ahora pueden estar en cualquier parte.

–¿Cuándo has hablado con tu padre por última vez?

Hace unos dos meses.

–¿No estáis en contacto?

Lucien no pudo contener una mueca.

–No ha llegado a hacerse a la idea de que tiene un hijo.

Audrey lo miró comprensiva.

–Te tuvo muy joven, ¿no?

–A los dieciocho años –dijo Lucien–. No lo conocí hasta que cumplí diez años. Dado su salvaje estilo de vida, mi madre pensó que era mejor mantenerme alejado de él.

Y eso no había cambiado demasiado con los años. De hecho, era otra de las razones por las que debía evitar que se volviera a casar con la madre de Audrey. Eran una mala influencia el uno para el otro. Su padre jamás conseguiría dejar de beber con Sibella a su lado. Ninguno de los dos entendía el concepto de beber con moderación. Sibella Merrington no hacía nada con moderación.

–Al menos tú has conocido al tuyo –dijo Audrey, desviando la mirada hacia un lado.

–¿Y tú al tuyo?

No. Ni siquiera mi madre sabe quién es.

A Lucien no le sorprendió.

–¿Te importa?

Audrey se encogió de hombros, pero siguió evitando mirarlo.

–No especialmente.

Lucien se dio cuenta de que le importaba mucho más de lo que hacía creer. Súbitamente fue consciente de lo difícil que debía de haber sido crecer sola con una madre inepta. Al menos él había contado con su madre hasta que, cuando él tenía diecisiete años, había muerto de un aneurisma. ¿Cómo habría Audrey sorteado los problemas de la infancia y la adolescencia con una madre tan irresponsable a su lado? Sibella seguía siendo relativamente joven, lo que significaba que debía de haber tenido a Audrey casi a la misma edad que su padre a él.

¿Cómo era posible que nunca le hubiera preguntado nada de eso?

–¿Cuántos años tenía tu madre cuando te tuvo?

–Quince –los labios de Audrey describieron una curva descendente–. No soporta que lo diga. Yo creo que preferiría que dijera que soy su hermana pequeña. No me deja que la llame «mamá» cuando estamos en público. Supongo que lo has observado.

–Sí, yo tampoco llamo a mi padre «papá».

–¿Porque él prefiere que no lo hagas?

–No. Soy yo quien prefiere evitarlo.

Audrey lo observó largamente con una expresión de desconcierto en sus ojos marrones.

Si no te sientes unido a él, ¿qué más te da que se case con mi madre?

Era una buena pregunta.

–Aunque no sea un buen padre, es el único que tengo –dijo Lucien–. Y no puedo consentir que vuelva a pasar por un divorcio que lo asfixie económicamente.

Audrey lo miró con resentimiento.

–¿Insinúas que mi madre le pidió más de lo que le correspondía?

–Soy su contable además de su hijo –dijo Lucien–. Un nuevo divorcio lo arruinaría. Llevo años ayudándolo económicamente. En la próxima ocasión no perderá solo su dinero, sino también el mío.

Audrey enarcó las cejas como si le sorprendiera aquel gesto de generosidad hacia su padre.

–No lo sabía –se mordió el labio inferior–. A pesar de su éxito como actriz de telenovelas, mi madre nunca tiene suficiente dinero para pagar las facturas.

–¿La ayudas?

–No… demasiado a menudo.

–¿Con qué frecuencia?

Un nervio palpitó en el ojo de Audrey y ella ladeó la cabeza como un pajarito.

–Escucha. Parece que la tormenta ha pasado.

Lucien retiró la cortina. La tormenta se había movido hacia el valle y apenas llovía.

–Voy a ver qué ha pasado. Espera aquí.

–Deja de darme órdenes –dijo Audrey en un tono severo que hizo pensar a Lucien en una directora de colegio–. Voy contigo. Después de todo, es mi coche.

–Vale, espero que siga siendo un coche y no un amasijo de metal.

 

 

Audrey contempló el amasijo de metal en el que se había convertido su coche. No iba a poder conducir a ninguna parte en un futuro inmediato. La mitad del árbol había caído sobre él, aplastándolo como si fuera de papel. Al menos tenía el seguro actualizado. ¿O no? Se le encogió el corazón. ¿Había pagado la factura o había decidido esperar a pagar las facturas más apremiantes de su madre?

Lucien dejó escapar un silbido al verlo.

–Menos mal que no estabas dentro –miró a Audrey–. ¿Tienes el seguro al día?

Audrey tragó saliva.

–Sí…

Lucien entornó los ojos.

–Tu ojo izquierdo ha vuelto a contraerse.

Audrey parpadeó.

–No es verdad.

Lucien se acercó y le pasó el dedo por debajo del ojo.

–¿Ves? Te ha vuelto a pasar.

–Porque me estás tocando.

Lucien deslizó el dedo por su mejilla hasta debajo de la barbilla. Le hizo alzar el rostro para que lo mirara.

–Hubo un tiempo, de hecho dos ocasiones, en las que me suplicaste que te tocara.

Audrey sintió que le ardían las mejillas.

–Ahora no te lo estoy suplicando.

Lucien le miró un ojo y luego el otro y Audrey sintió que se le aceleraba el corazón.

–¿Estás segura? –preguntó él con una voz ronca que hizo que la recorriera un estremecimiento.

Los ojos de Lucien eran de un azul tan oscuro que apenas podía distinguir sus pupilas. En cambio, notaba el calor que emanaba del dedo que tenía bajo su barbilla y que la recorría como si la energía sexual de su cuerpo se transfiriera al de ella. Pulsantes contracciones de deseo latieron en su carne más íntima, haciéndola consciente de su cuerpo de una manera que no lo había sido nunca. Audrey se humedeció los labios, no tanto porque estuvieran secos como porque le hormigueaban como si ya pudieran sentir la presión de los de Lucien.

El anhelo de sentir sus labios en los de ella era tan intenso que un dolor se extendió por cada célula de su cuerpo. Podía sentir una palpitación entre las piernas, como si esa parte de su cuerpo despertara de un largo letargo.

Lucien siguió el recorrido de su lengua con sus ojos color medianoche y, a pesar de que había dejado caer la mano de su rostro, Audrey percibió que luchaba consigo mismo por cómo se tensó su mandíbula, por el movimiento de su nuez, por la forma en que abrió y cerró las manos como si temiera volver a tocarla.

¿Estaba pensando en besarla? ¿Era posible que ella no se hubiera equivocado en la última boda de sus padres y que sí hubiera tenido la tentación de besarla aunque se hubiera refrenado? Saber que podía desearla fue deliciosamente desconcertante. Seis años atrás no había sido así. Tres años después, sí, aunque hubiera intentado ocultarlo.

¿Pasaría a la acción en aquella nueva oportunidad?

–¿Estabas pensando en besarme? –las palabras escaparon de su boca antes de que pudiera contenerlas.

La mirada de Lucien se ensombreció, su cuerpo se quedó paralizado, como si cualquier movimiento pudiera quebrar su autocontrol.

–Te equivocas.

«Y tú estás mintiendo». Audrey se regodeó en el poder femenino que sintió. Era un poder que no había experimentado en toda su vida. No recordaba que nadie hubiera deseado besarla hasta entonces.

«Pero Lucien, sí».

Lucien mantuvo los ojos fijos en los de ella como si les ordenara no desviarse hacia su boca.

Me apuesto a que si pusiera mis labios en los tuyos no podrías contenerte –declaró ella.

«¿Por qué has dicho eso?».

Una parte de Audrey se reprendió, pero otra se alegró de ser capaz de plantarle cara y retarlo. De flirtear con él.

La mirada de Lucien se endureció.

–Atrévete.

Audrey sintió un líquido caliente extenderse por su vientre. El reto lanzado en tono grave por Lucien le aceleró la sangre y el corazón como si hubiera subido corriendo unas escaleras. Antes de que pudiera reprimirse, alzó la mano y recorrió los labios de Lucien con el índice; el roce de su barba incipiente contra su piel fue como el de pequeños pinchos raspando seda. Lucien permaneció inmóvil, pero Audrey pudo percibir la batalla que libraba contra su cuerpo. Las aletas de la nariz se le dilataron como las de un semental ante el aroma de una hembra, sus ojos seguían brillando con resolución, pero algo más se agazapaba en el intenso azul de su mirada.

Y ese «algo más» era el que ella también sentía en sus entrañas: deseo.

Pero Audrey no pensaba traicionarse. Lucien la había rechazado en dos ocasiones; no iba a concederle una tercera. Además, si los rumores respecto a Lucien y Viviana era ciertos, ella no era el tipo de mujer que besaba a un hombre comprometido. No quería que Lucien la creyera tan desesperada como para no poder controlarse, con o sin champán. Bajó la mano y sonrió con desdén.

–Tienes suerte, no acepto retos.

Lucien no manifestó ni alivio ni desilusión.

–Estamos perdiendo un tiempo muy valioso –volvió hacia la casa sacando el teléfono–. Llama a tu madre. Yo llamaré a mi padre. Puede que hayan encendido los teléfonos.

Audrey lo siguió dando un suspiro. Había llamado a su madre cincuenta veces. Aun si le contestaba, solo querría hablar de sí misma, nunca tenían una conversación que pudiera considerarse como tal. Su madre no escuchaba, estaba acostumbrada a que la gente esperara con expectación a que les hablara de su carrera como actriz y de su apasionante vida amorosa.

 

 

Lucien dejó un breve mensaje en el contestador de su padre, uno de los tantos que había dejado en las últimas veinticuatro horas, y guardó el teléfono. Tenía que ponerse en marcha y alejarse de la tentación que representaba Audrey Merrington. Tenerla cerca era como encontrarse con un festín después de un ayuno prolongado. Había estado a punto de besarla, de tomarla en sus brazos y devorar su boca. Habría sido tan sencillo… Tan aterradoramente sencillo…

Pero no podía tener ese tipo de pensamientos respecto a Audrey. No debía fijarse en sus labios, ni en sus curvas, ni en cada una de las preciosas partes de su cuerpo. No debería pensar en hacerle el amor y aprovecharse de que se hubiera echado en sus brazos por culpa de una insignificante araña, por mucho que al instante hubiera sentido una sacudida eléctrica cargada de deseo. Lo mismo que le había sucedido en la última boda de sus padres, cuando aquel cuerpo de perfectas curvas había alterado sus sentidos como si fuera un adolescente con las hormonas revolucionadas. Todavía podía oler su perfume a lilas en su camisa, donde ella se había apretado contra él. Aún seguía sintiendo sus senos y la tentadora cuna de su pelvis.

Como podía sentir un voraz deseo recorriéndole el cuerpo.

Tenía que dejar de desearla. Sometería su fuerza de voluntad a un entrenamiento militar para mantenerse firme ante las preguntas provocativas de Audrey como la de si estaba pensando en besarla. Porque no solo pensaba, sino que soñaba y fantaseaba con ello. Porque sospechaba que un solo beso de aquella deliciosa boca sería como intentar tomar una sola patata frita. Imposible.

Pero tampoco podía dejarla en la casa sin coche. Tendría que llevársela consigo. Cuando la había encontrado allí, había decidido que el mejor plan era ir juntos, cada uno en su vehículo, en busca de sus respectivos padres. No se había planteado un íntimo viaje con ella en su coche. Eso solo podía acarrear el tipo de problema que estaba decidido a evitar.

Audrey entró en el salón y dejó el teléfono sobre la mesa con un suspiro.

–Nada. Puede que estén volando a alguna parte.

Lucien se pasó la mano por el rostro.

–Este era el sitio más obvio al que podrían ir. Solían venir a menudo durante su primer matrimonio. Mi padre siempre decía cuánto le gustaba.

Audrey se sentó en el brazo del sofá pensativa.

–Lo sé, por eso he venido. Pero quizá eso era lo que querían que pensáramos.

–¿Te refieres a que nos han dado una pista falsa?

Audrey miró a Lucien.

–O algo así.

–¿A qué «algo así» te refieres? –Lucien tuvo una intuición–. ¿Quieres decir que querían que nos encontráramos aquí? ¿Por qué?

Audrey frunció los labios.

–A mi madre le hace gracia que nos odiemos.

Lucien frunció el ceño.

–Yo no te odio.

Audrey enarcó las cejas.

–¿No?

–No.

Lucien odiaba lo que le hacía sentir, que su cuerpo adquiriera voluntad propia cuando la tenía cerca, no poder dejar de pensar en besarla y acariciarla para comprobar si su cuerpo era tan maravilloso como podía intuirse bajo la ropa conservadora tras la que lo ocultaba.

Pero al contrario que su padre, él no se dejaba llevar por sus hormonas. Él tenía fuerza de voluntad y disciplina y estaba decidido a ponerlas en práctica. No pensaba dejarse arrastrar por deseos primarios solo porque lo atrajera una mujer bonita y sensual.

Y Audrey Merrington lo atraía de tal manera que sentía sus órganos removerse en su interior.

–Está bien saberlo ahora que vamos a volver a ser una familia –dijo ella impertérrita,

Espero poder impedirlo.

Lucien no pensaba descansar hasta impedir aquel tercer y desastroso matrimonio.

Su padre había estado a punto de matarse bebiendo tras el último divorcio. No estaba dispuesto a dejar que eso sucediera de nuevo. Estaba harto de tener que recoger los añicos, de tener que ayudar a su padre a recuperarse como si fuera un puzle al que cada vez le faltaran más piezas.

Tomó sus llaves.

–Vamos, será mejor que nos pongamos en marcha antes de que anochezca. Cuando volvamos a Londres me ocuparé de que alguien venga a recoger tu coche.

Audrey se puso en pie apresuradamente.

–No quiero ir con…

–¿Quieres obedecer de una maldita vez? –Lucien empezaba a angustiarse por el tiempo que estaban perdiendo. Si se descuidaba, su padre estaría ya en medio de su luna de miel, y el saldo de su cuenta bancaria también se habría reducido a la mitad–. No tienes coche, así que te vienes conmigo, ¿entendido?

Audrey apretó los labios como si se debatiera entre desafiarlo o no. Finalmente, tomó su bolsa de viaje y, lanzando a Lucien una mirada furibunda, dijo:

–Puedes llevarme a mi piso de Londres. No pienso ir a ningún sitio contigo.

–Muy bien –Lucien abrió la puerta para que Audrey saliera–. Ve a mi coche mientras yo cierro aquí.

 

 

Audrey se metió en su coche y se puso el cinturón de seguridad con rabia. ¿Por qué tenía Lucien que portarse como un troglodita? Ella habría preferido que la recogiera algún amigo, o incluso pagar un taxi con tal de no tener que viajar en la perturbadora y atractiva compañía de Lucien. Lo último que quería era volver a ponerse en ridículo. Ya no tenía ni dieciocho ni veintiún años, sino veinticinco, y confiaba en ser lo bastante madura como para enterrar aquella estúpida atracción y olvidarla para siempre.

Lo conseguiría. Después de todo era algo solo físico; nada mental o sentimental. Era pura libido, que acabaría por extinguirse siempre que no la alimentara. Así que no fantasearía con su boca; ni siquiera se la miraría. Ni soñaría con que se acercara a la de ella y que la lengua de Lucien le recorriera la unión entre sus labios y…

Audrey se pellizcó el brazo con fuerza. Tenía que pensar en aquello como en cualquier otra adicción. Sería fuerte y la superaría.

Además, según lo que Rosie le había dicho, Lucien estaba comprometido. Era absurdo que le irritara imaginárselo manteniendo una relación estable. ¿Qué más le daba? ¿Amaría a Viviana Prestonward? Audrey no conseguía imaginarse a Lucien enamorado. No se comportaba como su padre, que entre matrimonios actuaba como un playboy; pero tampoco era un santo. Salía con una mujer un par de meses y cambiaba de compañía.

Vio a Lucien salir y dejar la llave bajo la maceta, y le resultó extraño que estuviera tan familiarizado con las rutinas de la casa. Ella siempre había adorado aquel sitio porque era lo único que su madre y ella habían compartido antes de que la vorágine de convertirse en una celebridad transformara sus vidas. Pero estaba claro que Sibella la había compartido no solo con Harlan, sino también con Lucien.

Esperó a que Lucien se sentara tras el volante para preguntar:

¿Cuántas veces has venido?

–¿A esta casa?

–Sabes dónde esconder la llave, así que supongo que has venido en alguna otra ocasión o que alguien te ha explicado que eso es lo que hacemos.

Lucien dio media vuelta al coche, apoyando el codo en el respaldo del copiloto, tan cerca de Audrey que ella sintió un leve estremecimiento.

–Vine a pasar un fin de semana –dijo él.

–¿Cuándo?

–Un mes antes de su segundo divorcio –explicó Lucien, aparentemente relajado pero apretando el volante en tensión–. Me pidieron que viniera. También a ti, pero tú estabas ocupada. Según tu madre, tenías una cita.

Audrey recordaba aquella invitación, pero no que hubieran mencionado a Lucien. Ella había rechazado ir porque no quería que su madre y Harlan pensaran que lo único que hacía los fines de semana era quedarse en casa leyendo o viendo películas románticas, que era lo que solía hacer.

¿Por qué habrían invitado también a Lucien cuando sabían lo mal que se llevaban?

–¿Por qué accediste a venir? Dudo que pasar un fin de semana con ellos estuviera entre tus prioridades.

Lucien condujo por la carretera local sobre la que habían caído numerosas ramas durante la tormenta.

No tenía nada mejor que hacer y tenía ganas de ver la casa en persona porque mi padre me había hablado de ella.

–¿Así que no tenías una cita con una supermodelo? –dijo Audrey–. ¡Cuánto lo siento!

Lucien la miró de soslayo.

–¿Qué tal te fue a ti con tu cita? ¿Valió la pena?

–Fenomenal. La mejor cita de mi vida.

–¿Sigues saliendo con el mismo tipo?

Audrey se rio. ¿Quién decía que no fuera una buena actriz?

–¡Qué va! He salido con muchos más desde entonces.

–¿Así que no hay alguien permanente en tu vida?

Audrey miró a Lucien brevemente.

–¿A qué viene tanta pregunta sobre mi vida amorosa?

Él se encogió de hombros.

Me preguntaba si tienes planes de sentar la cabeza.

–¿Yo? No –Audrey volvió la mirada al frente y cruzó las piernas–. He ido a suficientes bodas de mi madre como para haber escarmentado –hizo una pausa y, confiando en sonar solo levemente interesada, preguntó–: ¿Y tú?

–¿Qué quieres saber?

–¿Piensas casarte algún día?

Lucien mantuvo la vista en la carretera, sorteando ramas y charcos.

–Algún día.

–¿Más pronto que tarde?

«¿Por qué preguntas eso?».

¿A qué se debe este súbito interés en mi vida privada?

Audrey no podía explicarse por qué sentía una presión tan intensa en el pecho ante la idea de que Lucien se casara.

–Podría enterarme por la prensa del corazón, pero prefiero preguntártelo directamente. Por si lo que cuentan no es verdad.

–¿Qué has leído?

–No lo he leído directamente, pero alguien me ha dicho que te has prometido con Viviana Prestonward.

Lucien emitió un gruñido.

–No es verdad.

Audrey se volvió a mirarlo, pero en ese momento Lucien frenó bruscamente a la vez que juraba.

–¡Maldita sea!

Audrey volvió la vista hacia donde él miraba. Un gran árbol se había caído sobre el puente de madera, impidiendo el paso.

–¡Oh, no! –exclamó Audrey.

Lucien golpeó el volante con la mano y miró a Audrey con gesto contrariado.

–¿Hay alguna otra manera de vadear el río? ¿Otro puente?

Audrey negó con la cabeza.

–No, esta es la única carretera.

–¡No me lo puedo creer! –dijo Lucien, dejando escapar un exabrupto.

–Bienvenido a la vida en el campo.

Lucien bajó del coche y observó el puente con los brazos en jarras. Audrey se acercó a él. La tensión que irradiaba de su cuerpo era palpable.

–¿No podríamos llamar al ayuntamiento para que lo reparen? –preguntó ella.

Lucien dio media vuelta con otro juramento.

–Tendrán muchas más emergencias antes que reparar un puente en una carretera que apenas usa nadie –caminó hacia el coche, dando una patada a una de las ramas caídas–. Tendremos que quedarnos en la casa hasta que consiga que un helicóptero venga a por nosotros.

Audrey se paró en seco como si hubiera chocado contra una pared invisible: la de su miedo a volar, y más concretamente, en helicóptero. Se negaba a subir en uno. Antes prefería que la encerraran en una habitación llena de arañas.

Lucien la miró de reojo cuando finalmente llegó al coche.

–¿Qué te pasa?

Audrey tragó saliva.

No voy a subirme en un helicóptero.

–No te preocupes, antes lo limpiaré de arañas.

–Muy gracioso.

Lucien abrió la puerta del copiloto.

–¿Vienes conmigo a prefieres volver andando?

Audrey subió al coche evitando mirar a Lucien. Él tomó asiento tras el volante y, arrancando, dio media vuelta. Audrey miró el cielo encapotado y se estremeció. Tenía que encontrar una forma de volver a Londres que no fuera volar en helicóptero.

–Supongo que podré conseguir un helicóptero para mañana por la mañana –dijo Lucien–. Ahora no vale la pena que lo intente porque las condiciones meteorológicas no son favorables.

«¡No hace falta que me recuerdes lo peligroso que es volar en una de esas máquinas!».

Me cuesta creer que uno de los auditores forenses más afamados de Inglaterra no tenga un helicóptero permanentemente a su disposición.

–Ya ves, soy demasiado austero como para malgastar mi dinero en ese tipo de lujos. Eso es más propio de mi padre.