Capítulo 3

 

 

 

 

 

VOLVIERON hasta la casa en silencio, sobre todo porque Audrey intentaba controlar el miedo que le producía la idea de tener que volar en helicóptero al día siguiente. Quizá debía haberle pedido al terapeuta que se concentrara en ese miedo en lugar de en su aracnofobia. Pero no había pensado que se le fuera a plantear esa situación. En cualquier caso, la carretera estaría transitable en un día o dos; no tenían por qué recurrir a otra forma de transporte.

Pero aún más le inquietaba tener que compartir la casa con Lucien aquella noche. No iba a resultarle de ayuda en su esfuerzo por librarse de sus fantasías. Sería como intentar dejar de comer bombones estando encerrada en una fábrica de chocolate.

Cuando Lucien la ayudó a bajar del coche, el olor de la tierra mojada le resultó tan dulce como el del perfume de las flores del jardín. Audrey no necesitaba su ayuda, pero le gustaba que él se tomara esa molestia. Era la primera vez que un hombre le abría la puerta. Normalmente la gente se apresuraba a hacerlo para su madre, pero siempre la dejaban a ella desatendida.

Siguió a Lucien hasta la puerta y esperó a que él tomara la llave, esforzándose por no devorar su trasero con la mirada mientras estaba inclinado. Luego Lucien abrió y, alargando el brazo, dijo:

Adelante.

Audrey se mordió el labio inferior e intentó ignorar el hormigueo que le recorría la piel. Estaba segura de que donde había una araña había cientos. ¿No se decía que la lluvia las atraía al interior? ¿Y si estaban por todas las superficies, dentro de los armarios, en los cajones? ¿Y si acechaban en las sombras, esperando a que pasara? ¿Y si…?

–Mejor entra tú primero por si la araña ha encontrado el camino de vuelta.

Si Lucien pensó que el comentario era infantil o absurdo, no dio muestras de ello.

–Espera aquí.

Audrey esperó hasta que Lucien le dijera que pasara. Aunque faltaban varias horas para el ocaso, la luz mortecina del cielo dotaba el interior de una atmósfera lúgubre, como si fuera una casa abandonada.

–¡Qué oscuridad! ¿Seguimos sin luz?

Lucien dio al interruptor, pero no se encendió.

–Puede que tarde horas en volver. Un árbol ha debido de caer sobre el tendido eléctrico –Lucien fue hacia la chimenea, donde seguía el fuego preparado por Audrey–. Voy a encender el fuego. ¿Hay velas en algún sitio?

Audrey fue a la cocina y encontró las velas perfumadas que había regalado a su madre hacía tiempo. Las llevó al salón y colocó una en la mesa situada entre los dos sofás y otra en un estante.

–Creo que bastarán –comentó.

–Perfecto –Lucien las encendió con una cerilla y pronto el aire se impregnó del aroma a pachuli y madreselva.

Audrey no pudo evitar observar las facciones de Lucien a la tenue luz de las velas. Su piel estaba tostada, como si acabara de estar de vacaciones en la playa. La titilante luz intensificaba los planos y el perfil de su rostro: el mentón firme, el marcado puente de la nariz, la prominentes cejas oscuras y aquellos espectaculares ojos azul medianoche.

Pero eran sus labios lo que siempre atraía su mirada como un imán. Eran a un tiempo firmes y sensuales, con un perfil bien definido. Audrey siempre se preguntaba cómo serían al besar, si se suavizarían o se endurecerían, si serían delicados o voraces, si despertarían en ella el deseo con el que tanto había soñado, pero que jamás había experimentado.

–¿Pasa algo? –preguntó Lucien.

Audrey parpadeó y se balanceó sobre los talones de sus bailarinas, diciéndose que, de haber sabido que iba a estar junto a alguien tan alto como Lucien, se habría puesto tacones. O zancos.

–¿Has ido de vacaciones hace poco?

–Pasé la Semana Santa en Barbados.

Audrey dejó escapar una risita no exenta de envidia.

–Claro.

–Claro, ¿qué?

Audrey se encogió de hombros y se inclinó para alinear las viejas revistas que había sobre la mesa.

–¿Fuiste con Viviana Prestonward?

–Si tanta curiosidad tienes por saberlo, fui a ver a un cliente.

Audrey se irguió bruscamente.

–Solo era una pregunta. No hace falta que te pongas a la defensiva.

Lucien se volvió hacia el fuego y lo removió con el atizador.

Yo no soy una estrella del rock como mi padre. No me gusta que mi vida privada aparezca en las revistas –dejó el atizador y miró a Audrey–. ¿A ti también te sigue la prensa?

Audrey se sentó al borde del sofá.

–Solo un poco; soy demasiado aburrida. ¿Quién quiere saber qué hace una bibliotecaria en su tiempo libre?

–¿Y qué haces? –preguntó él pensativo.

Audrey tomó uno de los cojines y se abrazó a él.

–Leo, veo la tele, voy al cine –hizo una mueca con los labios–. ¿Ves? Muy aburrida.

–¿Y las docenas de novios que has mencionado antes?

Audrey sintió las mejillas arder más que el fuego de la chimenea. Dejó el cojín a un lado y se puso en pie, intentando hacerlo con la gracilidad de una modelo, pero un pie se le enganchó en la alfombra y se golpeó la espinilla contra la mesa.

–¡Ay! –se llevó una mano a la pierna y saltó a la pata coja mientras un dolor agudo se propagaba por su pierna.

Lucien se acercó a ella y la sujetó por los brazos.

–¿Estás bien? ¿Te has hecho una herida?

–No. Solo ha sido el golpe.

Lucien se agachó para inspeccionarle la espinilla; sus manos cálidas y secas la tocaron con tanta delicadeza que Audrey no supo si sentía una caricia o un hormigueo. La sensación de sus dedos sobre su piel desnuda despertó sus sentidos, permitiéndole percibir cada una de las yemas de sus dedos. De pronto fue consciente de la intimidad de la posición en la que se encontraban. La cara de Lucien estaba a la altura de su pelvis, y por la mente de Audrey pasaron aceleradas imágenes eróticas de Lucien besándola y tocándola… ahí.

–Vas a tener un hematoma. Está empezando a aparecer –Lucien le pasó los dedos por la marca enrojecida con tanta delicadeza como una pluma acariciando un objeto precioso.

Audrey contuvo el aliento tanto tiempo que pensó que iba a desmayarse. O tal vez porque era la primera ocasión en que un hombre se arrodillaba delante de ella y la tocaba con tanta delicadeza. O quizá porque nunca había sido tan consciente de su propio cuerpo, nunca lo había sentido tan despierto. Al ser tocado, un enfebrecido deseo había brotado en ella y ya solo quería que continuara. ¿Y si subía las manos por sus muslos hasta la parte más íntima de su feminidad? ¿Y si le bajaba las bragas y…?

«¡Para!».

No pensaba volver a cometer el error de coquetear con Lucien ni de hacer el ridículo. Iba a actuar con madurez.

–Ya puedes levantarte –intentó sonar despectiva–. A no ser que quieras ensayar tu pedida de mano a Viviana.

Lucien se incorporó, apretando los labios con tanta fuerza que parecían dos láminas de acero.

No voy a comprometerme con nadie. Necesitas ponerte hielo en el golpe. Voy a traértelo de la cocina.

 

 

Lucien abrió el congelador y se planteó si no debía intentar meterse en él. Con toda seguridad, era una locura arrodillarse ante Audrey y, aún más, tocarla. Pero se había hecho daño y cualquier hombre decente… solo que su reacción al tocarla no había tenido nada de decente. En cuanto la rozó, había sentido la sacudida eléctrica que solo ella le provocaba.

La solución era sencilla: dejar de tocarla. Guardaría las distancias.

Envolvió unos cubitos de hielo en un trapo de cocina y volvió al salón.

–Aquí tienes.

Se lo dio evitando rozarle los dedos.

Audrey lo presionó contra la espinilla a la vez que se mordía el labio inferior. En cierto momento, miró hacia Lucien, aunque evitando mirarlo a los ojos.

–¿Qué te gusta más de ella?

Lucien la miró desconcertado.

–¿Perdona?

Audrey entonces lo miró directamente.

–Me refiero a Viviana, la mujer con la que has tenido la relación más duradera. ¿Qué te gusta de ella?

Lucien sabía que ninguna contestación sería apropiada, porque en realidad no mantenía una relación con Viviana. La había conocido mientras trabajaban juntos en la contabilidad del padre de ella y se habían hecho amigos. Él solo la estaba ayudando a mantener una ficción después de que su novio la engañara y la abandonara; una pequeña venganza de Viviana hacia su ex. Lucien había sido testigo de demasiadas relaciones, casi todas protagonizadas por su padre, que comenzaban en amor y acababan en odio. Por eso, si le llegaba el momento, él pensaba quedarse en un término medio: respeto mutuo, intereses comunes, compatibilidad.

–No tengo ese tipo de relación con ella.

Audrey abrió los ojos desorbitadamente.

–¡Pero si lleváis saliendo varias semanas! Todo el mundo asume que es la elegida.

Lucien añadió un leño al fuego mientras se planteaba si decirle la verdad, pero pensó que la supuesta relación con Viviana podía servirle de escudo frente a Audrey. O eso esperaba.

–Para mí el amor romántico no es lo más importante en un matrimonio. Ese tipo de amor es pasajero. Basta con ver a tu madre y a mi padre.

Audrey dejó el hielo en la mesa.

–¿Está enamorada de ti? –preguntó con el ceño fruncido.

Nos llevamos bien y…

–¿Os lleváis bien? –Audrey se rio con desdén–. ¿Eso es todo lo que hace falta para que un matrimonio funcione? Qué tonta he sido creyendo que lo importante era que una pareja se amara, se cuidara y apoyara mutuamente.

–Resérvate los sermones para tu madre –dijo Lucien–. ¿Cuántas veces se ha enamorado y desenamorado?

Audrey se ruborizó y apretó los labios.

–No estamos hablando de mi madre, sino de ti. ¿Por qué vas a casarte con alguien a quien no amas?

Lucien enderezó uno de los souvenirs que había sobre la repisa de la chimenea.

–¿Por qué no cambiamos de tema? Jamás nos vamos a poner de acuerdo sobre esto.

–No he acabado –dijo Audrey–. ¿Por qué se conforma una mujer tan hermosa como Viviana con un hombre que no la ama? –se llevó la mano a la sien como si tuviera una súbita idea–. Ah, ¿solo está contigo porque eres el hijo de una estrella del rock?

–Te equivocas –Lucien forzó una sonrisa–. Cuando nos conocimos no sabía quién era mi padre –de hecho, ese era uno de los motivos de que le hubiera caído bien. Estaba harto de fans que solo querían salir con él por su padre. Llevaba intentando ahuyentarlas desde su adolescencia.

Audrey se acercó hasta la ventana cojeando.

–En cualquier caso, yo creo que cometéis un grave error. Uno debería casarse enamorado.

–¿No eras tú quien no pensaba casarse nunca? –Lucien decidió pasar al ataque.

Audrey miró a un punto indeterminado.

–Efectivamente.

–¿Y si te enamoras?

Audrey repitió el gesto de morderse el labio inferior que inmediatamente atraía la mirada de Lucien.

–Me cuesta creer que eso llegue a suceder.

–¿Y si un hombre se enamora de ti y te pide matrimonio?

Audrey dejó escapar una risa seca.

–¿Y cómo voy a saber si me ama a mí o si quiere conocer a mi madre?

Lucien frunció el ceño.

–¿Te ha pasado eso?

Audrey movió los labios hacia un lado.

–Las suficientes veces como para resultar molesto –volvió al sofá y ahuecó los cojines–. Pero, claro, no soy ni la mitad de guapa que mi madre.

Lucien se preguntó si su falta de confianza en sí misma era consecuencia de tener una madre tan glamurosa. Sibella era espectacular, eso era innegable. Y su padre volvía a ella como un adicto a su droga. ¿Habría sido difícil para Audrey crecer a la sombra de su madre? ¿La habrían comparado, siempre a peor, con ella? Él sabía bien que la prensa podía ser cruel con las celebridades, y hasta qué punto a veces atacaban también a sus familiares. Intentó recordar algún artículo en el que se mencionara a Audrey, pero como tendía a evitar la prensa del corazón, se quedó con la mente en blanco.

No debes subestimarte.

–Al menos tú te pareces a tu padre.

Lucien pensó en cómo su estilo de vida había estropeado las facciones de su padre.

–No sé si eso es un halago. Y, para tu información, la belleza de tu madre a mí me deja frío.

Audrey sonrió con tristeza.

–Me alegro de saberlo.

Se produjo una breve pausa durante la que Lucien no pudo apartar la mirada del bello rostro de Audrey, de sus grandes ojos marrones y de sus sensuales labios. Sin una gota de artificio, era cautivadora. Audrey le recordaba a un retrato que había visto en una ocasión sin tan siquiera registrarlo en el momento, pero que, al reencontrárselo, le había dejado perplejo por su sutil belleza y profundidad.

Sin nada de maquillaje, su piel tenía el resplandor saludable de un melocotón. Su cabello marrón tenía unas mechas castañas que solo podían ser naturales. No era tan hermosa como su madre, y en una multitud pasaría desapercibida, pero tenía el tipo de belleza que aumentaba cuanto más se conocían sus rasgos.

El sonido del teléfono rompió el silencio y Audrey lo buscó en su bolso. Miró la pantalla y antes de contestar articuló con los labios: «Es mi madre».

–¿Mamá? ¿Dónde estás? Te he llamado mil veces.

Aunque Lucien no podía oír el otro lado de la conversación, se hizo una idea por lo que decía Audrey.

–¿Qué? ¿Cómo sabes que estoy en Bramble Cottage? Estoy… con Lucien –dio la espalda a este y continuó en un susurro–. No está pasando nada. ¿Cómo se te ocurre…? Escucha, ¿vas a decirme dónde estás? –apretaba con tanta fuerza el teléfono que los nudillos se le pusieron blancos–. Sé que quieres pasar tiempo a solas con Harlan, pero… –Audrey soltó un juramento y dejó caer el teléfono en el sofá. Se volvió hacia Lucien y, dando un suspiro, dijo–: No me ha dicho ni una palabra.

–¿Nada?

–Ha esquivado todas las preguntas –Audrey frunció la frente–. Pero se me ha ocurrido una cosa: ¿te acuerdas de la casa que alquilaron en la Provenza para celebrar el cumpleaños de tu padre la primera vez que se casaron? ¿No era una de sus favoritas? Es el sitio perfecto para esconderse. Solían ir a menudo.

Lucien la recordaba mejor de lo que habría querido. Había acudido a la fiesta por cortesía. Habían bebido una buena dosis de alcohol y la música sonaba a todo volumen. La madre de Audrey había hecho un striptease como regalo a su padre y Lucien recordaba cómo Audrey había salido de la habitación muerta de vergüenza. Todavía se lamentaba de no haber acudido a consolarla, pero desde la boda había evitado estar a solas con ella.

–¿No te ha dado ninguna pista? ¿Qué ha dicho?

–Sabía que yo estaba aquí.

–¿Cómo es eso posible?

–Por una aplicación del móvil. Me ha bloqueado para que no pueda localizarla, pero ella en cambio puede encontrarme –Audrey se ruborizó–. Ha creído que… ¡Qué más da lo que haya creído!

–¿Estaba borracha?

Audrey desvió la mirada.

–No creo. Me ha dado la sensación de que tu padre y ella quieren estar a solas un tiempo.

–Eso es raro, teniendo en cuenta que los dos adoran tener público.

–Puede que hayan cambiado –Audrey se mordió el labio inferior y frunció el ceño como si reflexionara intensamente sobre algo desconcertante.

Lucien había pasado los últimos veinticuatro años de su vida confiando en que su padre cambiara. Había perdido la cuenta de las veces que su comportamiento irresponsable y temerario le había decepcionado. Como cuando se había casado de nuevo con Sibella Merrington, la persona menos apropiada para conseguir que cambiara. De hecho, alimentaba todos sus peores hábitos.

Después del último divorcio, había tardado meses en conseguir que su padre pudiera funcionar sin consumir dos botellas de vodka al día. Cada vez que iba a verlo a su casa, se lo encontraba cerca del coma etílico. Había hecho todo lo posible por que fuera a una clínica de desintoxicación, pero su padre se había negado. Sus médicos le habían advertido de que si no dejaba de beber corría el riesgo de causar un daño irreparable a su ya deteriorado hígado. Por eso, Lucien estaba decidido a remover cielo y tierra para encontrarlo y para que aquella locura terminara.

–Eso sería más difícil que encontrar un leopardo a rayas –dijo solemnemente.