Capítulo 4

 

 

 

 

 

AUDREY fue a la cocina para buscar algo de comida en la despensa, donde se almacenaban algunos alimentos no perecederos. Encendió otra vela y la colocó en la mesa. Lucien seguía en el salón, intentando organizar que un helicóptero los recogiera a la mañana siguiente. Audrey repasó la conversación con su madre, que había bromeado sobre el hecho de que Lucien y ella estuvieran juntos y había hecho una velada insinuación sobre lo alejada que ella estaba de su tipo de mujer.

Como si necesitase que se lo recordara.

Audrey estaba poniendo unas galletas saladas en un plato, junto con una tarrina de paté de atún cuando Lucien entró en la cocina.

–Me temo que esto es de lo poco que no está caducado –comentó.

–Está muy bien. No deberías haberte molestado.

–Hay una botella de vino en el frigorífico –dijo Audrey–. Sigue bastante fría a pesar del corte de electricidad.

Lucien la sacó y preguntó:

–¿Me acompañas?

A Audrey le habría encantado tomar una copa, pero temía hacer alguna tontería.

–No, gracias, tomaré agua –contestó. Y llevó la comida a la mesa.

Lucien esperó a que ella se sentara para tomar asiento. Se había servido una copa de vino, pero no la había tocado. Probó una de las galletas e hizo una mueca.

–Lo siento, están un poco rancias –dijo Audrey–. Dudo que mi madre haya venido en un montón de tiempo. Ni siquiera parece que el guardés haya pasado por aquí –tomó una galleta dando un suspiro–. Es probable que mi madre se haya olvidado de pagarle.

Lucien dio un sorbo al vino y lo dejó en la mesa.

–¿Por qué conserva la casa si está vacía casi todo el tiempo? ¿No sería mejor venderla?

Audrey pensó en la posibilidad de perder el único lugar en el que se sentía cercana a su madre y notó una presión en el pecho que la dejó sin aire. Sabía que venderla era lo más lógico, pero si lo hacían temía perder para siempre la única parte de su vida que había compartido con su madre.

–Siempre la he convencido para que no lo hiciera.

–¿Por qué?

Audrey empujó una miga con el dedo.

–La compró cuando consiguió su primer papel en la televisión. Veníamos casi cada fin de semana. El jardín era para mí el paraíso. Solíamos pasar horas haciendo cadenetas de margaritas y coronas de flores. Incluso solíamos cocinar juntas. No era una gran cocinera, pero lo pasábamos fenomenal… –Audrey sonrió al recordarlo–. Un divertido desastre… –se calló bruscamente y al mirar a Lucien vio que él la observaba con expresión pensativa–. Perdona, supongo que no te interesa…

–No te disculpes –dijo él en tono serio.

Audrey bajó la mirada hacia el plato.

–No siempre fue tan… excéntrica. Hacerse famosa la cambió.

–¿En qué sentido?

Audrey volvió a mirar a Lucien y al ver en sus ojos un sentimiento de compasión los muros que tanto se había esforzado en erigir para protegerse temblaron sobre sus cimientos.

–Por ejemplo…, no solía beber tanto.

–¿Te preocupa lo que bebe?

Continuamente –Audrey encorvó los hombros–. Le he pedido que vaya a una clínica de rehabilitación, pero se niega. No cree tener un problema. Hasta ahora no ha interferido en su trabajo, pero puede suceder en cualquier momento. A veces temo que alguien huela el alcohol en su aliento cuando va a filmar, especialmente ahora que ha vuelto con tu padre. No pretendo echarle la culpa, pero…

–No pasa nada –Lucien esbozó una sonrisa que pareció más una mueca–. Ejercen una mala influencia el uno en el otro. Por eso tenemos que hacer lo posible para impedir que vuelvan a casarse.

–¿Y si no lo conseguimos? ¿Y si vuelven a pasar por un traumático divorcio?

El rostro de Lucien se ensombreció como si recordara los dos anteriores. Luego miró a Audrey fijamente.

–¿Cómo llevó tu madre las rupturas?

Audrey suspiró.

–Muy mal.

Lucien frunció el ceño.

–¿Pero no fue ella la que rompió las dos veces?

Supongo que da lo mismo quién dé el paso. Una ruptura es siempre una ruptura –dijo Audrey–. Bebió. Mucho. La última vez se escondió en mi piso durante tres semanas. Viví angustiada permanentemente, sobre todo cuando… –dejó la frase en suspenso. No le había hablado a nadie del intento de suicidio de su madre porque esta le había hecho jurar que lo mantendría en secreto.

–Sobre todo cuando… –la animó a seguir Lucien.

Audrey fue a por un vaso de agua.

–¿Quieres? –preguntó. Y al alzar el vaso le irritó ver que le temblaba la mano.

–No –Lucien se puso en pie y fue hasta ella–. Cuéntamelo, Audrey.

Incapaz de sostenerle la mirada, Audrey la desvió hacia sus labios. Un gran error. La sombra de su barba resultaba tan sexy que sintió un hormigueo en los dedos por el impulso de tocarla. Y luego sus labios, para saborearlos y ver si se abrían a…

Lucien le puso un dedo bajo la barbilla y la obligó a alzar la mirada a sus ojos.

–¿Qué ibas a decir?

Audrey sintió un fuego extenderse desde el punto en el que la tocaba hasta las partes más íntima de su cuerpo. Lucien escrutaba sus ojos con una intensidad que hizo que le temblaran las rodillas.

–Creo que sí voy a tomar una copa de vino –dijo, separándose de él y volviendo a la mesa para servirse una copa y beber un sorbo.

Lucien volvió a ocupar su silla. Tardó unos segundos en hablar.

–Después del último divorcio, mi padre se bebió dos botellas de vodka a diario. Pensé que iba a matarse. Cuando iba a verlo lo encontraba… Afortunadamente, no se acuerda de cuántas veces tuve que cambiarle la ropa y las sábanas.

Audrey tragó saliva.

–Oh, Lucien. ¡Cuánto lo siento! Debió de ser horrible. ¿Le has pedido que vaya a una clínica?

Lucien miró a Audrey con gesto abatido.

–Como tu madre, se niega en redondo. Los médicos le han advertido de que, si no deja de beber, puede sufrir un fallo hepático.

–No me extraña que quieras impedir que se case con mi madre –dijo Audrey.

–Sé que Sibella no es responsable directa de que beba, pero, cuando está con ella, mi padre pierde el control –declaró Lucien–. Es como si, cuando están juntos, se dedicaran a autodestruirse.

–El amor que sienten el uno por el otro es tóxico –opinó Audrey–. Por eso yo no voy a enamorarme nunca. Es demasiado peligroso.

Lucien la observó con una expresión inescrutable.

–«Nunca» es una eternidad.

Audrey bebió otro sorbo de vino.

–Tú no te has enamorado hasta ahora. ¿Por qué no puedo conseguirlo yo también?

Lucien bajó la mirada a los labios de Audrey, y, aunque la volvió de inmediato a sus ojos, bastó aquella fracción de segundo para que la atmósfera cambiara radicalmente. Se creó una tensión. Una expectación.

–Puede que hayas salido con los hombres equivocados.

Audrey no había salido con ningún hombre.

Temía demasiado que la utilizaran. No ser amada por sí misma. Que se acostaran con ella y luego la dejaran, como habían hecho tantos amantes de su madre. No quería hundirse emocionalmente y recurrir al alcohol cuando le rompieran el corazón.

Bebió otro trago de vino. Dos.

–Puede que tú hayas salido con las mujeres equivocadas, de las que no te enamoras por temor a acabar como tu padre.

Los ojos de Lucien brillaron con escepticismo.

–Supongo que estás hablando de ti, querida.

Audrey dejó el vaso bruscamente en la mesa.

Ríete de mí, pero yo no soportaría amar a alguien tan intensamente. Tu padre es como una droga para mi madre. Es una locura. Va a matarla –se reprendió mentalmente y añadió–: Figurada, no literalmente.

Lucien clavó en ella la mirada.

–¿Alguna vez ha intentado acabar con su vida?

Audrey se esforzó por componer una máscara de indiferencia, pero era imposible bloquear el dolor de encontrarse a su madre semiinconsciente junto a un frasco de pastillas medio vacío. ¿Qué habría pasado si se las hubiera tomado todas? ¿O si ella no hubiera llegado a tiempo? Notó un nervio palpitarle en la cara y que le temblaban los labios.

–¿Qué te hace pensar eso?

Lucien mantuvo la mirada fija en ella.

–Es mejor hablar de ello, Audrey.

Ella apretó los labios, debatiéndose entre el deseo de compartir su carga y el temor a comprometer su relación con su madre.

–La cuestión es que tenemos que evitar que vuelvan a estar juntos. Eso es todo lo que importa.

–Estoy completamente de acuerdo.

 

 

Una vez recogieron los restos de su frugal cena, Audrey fue al piso superior para hacer las camas. Preparó la habitación más alejada de la suya para Lucien. No quería que pensara que su intención era hacer una incursión nocturna a su dormitorio. Cuando se metió en la cama, miró las sombras que la llama de la vela proyectaba en el techo y pensó en las veces que había estado en aquella misma cama, con su madre durmiendo en el dormitorio contiguo. Nunca había vuelto a ser tan feliz como entonces. Ni se había sentido tan segura. Pero aquellos bonitos recuerdos no la ayudaron a conciliar el sueño.

O tal vez se debía a saber que Lucien estaba en el otro extremo del pasillo. ¿Dormiría desnudo o en ropa interior, boca arriba o boca abajo? ¿Se movería mucho o poco?

Audrey se incorporó, ahuecó la almohada y volvió a echarse. De pronto le dio un vuelco el corazón. ¿Lo que se veía en el techo era una araña? No, solo una sombra proyectada por la vela. Se humedeció los labios. Estaba sedienta. Si no bebía agua, no lograría dormirse. Debía haberse llevado un vaso consigo.

Se levantó y se estiró el camisón de satén sobre los muslos. Salió de puntillas al pasillo por si Lucien estaba despierto, pero la puerta de su dormitorio se hallaba cerrada. Bajó las escaleras tan rápidamente como pudo. Al pisar un tablón de madera que crujió, se quedó paralizada con el otro pie en el aire hasta que se aseguró de que podía seguir adelante.

El cielo se había despejado y la luz de la luna iluminaba la cocina. Audrey bebió agua mientras contemplaba el jardín y los campos en la distancia. Lucien tenía razón. Lo lógico sería vender la casa. Al no ser ocupada regularmente, estaba entrando en un deplorable estado de deterioro.

Un poco como su relación con su madre.

Audrey sabía que era infantil seguir buscando el afecto de su madre, pero llevaba años sin sentirse amada por ella. Sibella adoraba a sus fans y la fama y no le quedaba tiempo para su vida previa a ser una celebridad. Actuaba como si esa persona jamás hubiera existido. Ya no existían la madre adolescente y su adorada pequeña. En su lugar, había surgido Sibella Merrington, la exitosa actriz de televisión conocida en el mundo entero.

¿Y dónde estaba la adorada niña?

Ya nadie adoraba a Audrey.

No estaba segura de si sus amigos la querían a ella o el hecho de que tuviera una madre famosa. Esa semilla de duda siempre arraigaba en su mente, lo que le impedía abrirse a los demás.

Se giró con un suspiro, llenó de nuevo el vaso de agua y, tras ir al salón, se acurrucó en el sofá. De haber habido electricidad habría puesto una película acorde con su estado de ánimo; y, si la hubiera tenido, se habría tomado una tableta de chocolate.

Apoyó la cabeza en uno de los cojines y contempló las brasas de la chimenea hasta que finalmente cerró los ojos.

 

 

Lucien no conseguía dormir. Y aunque le pasaba a menudo porque solía trabajar hasta tarde y cambiaba continuamente de husos horarios, aquella noche la causa de su insomnio era saber que Audrey estaba en el dormitorio del otro extremo del pasillo. Saberlo hacía que la sangre le bombeara en las venas y sintiera un cosquilleo en la piel. No sabía si era su imaginación, pero creía poder oler su aroma en las sábanas. Y esa idea evocaba en su mente imágenes que se había prohibido tener. Podía sentir su presencia como si fuera un zumbido en el aire. Tenía la piel de gallina y su impulso sexual, normalmente bajo control, se removía y rugía como una bestia enjaulada.

Lucien respiró profundamente. No iba a pasar nada. Ni aunque Audrey fuera a buscarlo. Él la rechazaría.

Y no porque no le resultara tentador darse un revolcón entre las sábanas con ella. De hecho, era demasiado tentador. Sus sensuales curvas conseguirían que un monje de noventa años se cuestionara su voto de castidad.

Pero él no pensaba complicar aún más las cosas por un desliz con Audrey. Por mucho que sus labios fueran un reclamo para los de él. Tenía que dejar de pensar en besarla.

Se sentó en la cama y contestó un par de correos electrónicos mientras permanecía atento a oírla subir. La había oído bajar hacía media hora. ¿Debía bajar a ver si estaba bien?

«No. Mantén las distancias».

Siguió escribiendo, pero no lograba concentrarse. Dejando escapar un suspiro, se puso los pantalones y la camisa, y bajó.

Audrey estaba echada sobre el sofá, delante del fuego. Tenía una de las manos bajo la barbilla, la otra colgaba hacia el suelo. Llevaba un camisón azul que se pegaba a sus curvas como una segunda piel. Una punzada de deseo atravesó la ingle de Lucien al seguir la forma de sus muslos. Era extraño que llevara un camisón tan sexy cuando de día llevaba una ropa tan conservadora. Lucien sabía que no debía contemplarla como un adolescente lascivo, pero no podía apartar los ojos de ella.

El escote dejaba ver un tentador canalillo. Audrey emitió un murmullo al tiempo que se llevaba la mano que colgaba fuera del sofá a la cara, como si ahuyentara algo.

Lucien esperó a que volviera a asentarse antes de echarle encima una manta cuidadosamente. Luego retrocedió con sigilo, pero había olvidado la mesa y se chocó contra ella con un sonoro ruido.

Audrey se incorporó como un muelle.

–Ah, eres tú. ¿Desde cuándo estás ahí?

–Desde hace poco. He bajado a por una cosa y te he encontrado en el sofá. Te he tapado con la manta.

Audrey se la subió hasta los hombros como si fuera un chal. Parecía una niña con una prenda demasiado grande para ella. Sus ojos brillaban somnolientos y tenía marcas en la mejilla por la presión del cojín.

¿Qué hora es?

–Cerca de las cuatro.

–Espero no haberte perturbado.

«Tú me perturbas todo el tiempo».

–No. Estaba trabajando.

Audrey se puso en pie manteniendo la manta sobre los hombros.

–No podía dormir y he bajado a por un vaso de agua. He debido de quedarme dormida –miró la chimenea con melancolía–. Creo que tienes razón sobre lo de vender la casa. No tiene sentido que esté tanto tiempo vacía.

–¿Te la quedarías tú? –preguntó Lucien–. Podrías usarla como casa de vacaciones, ¿no?

Audrey se encogió de hombros.

Tengo una vida social ajetreada en Londres. De todas formas, no podría mantenerla.

Lucien se preguntaba hasta qué punto era verdad que tuviera una vida social tan plena. Nunca había oído a su madre o a su padre mencionar a ninguno de sus novios.

–¿No se te ha ocurrido venir un fin de semana con alguno de tus numerosos amantes?

Audrey se ruborizó.

–Voy a volver a la cama –fue a pasar de largo junto a Lucien, pero él la sujetó por el brazo. Sus miradas se encontraron, pero Audrey enarcó levemente las cejas como una institutriz airada–. ¿Quieres algo, Lucien?

Lucien bajó la mano antes de cometer el error de decirle impulsivamente lo que quería de ella.

–No. Buenas noches.

 

 

Cuando Audrey bajó al día siguiente, encontró a Lucien listo para partir.

–Nos vamos –dijo.

Audrey sintió que se le revolvía el estómago como si ya estuviera en el helicóptero.

–¿Cuándo? ¿Ya?

–He quedado con un granjero en el puente. Nos va a cruzar el río en su tractor y al otro lado nos espera un coche de alquiler.

–¿No vamos en helicóptero? –preguntó ella aliviada.

–No.

–¿Por qué has cambiado de idea?

–No quiero llamar la atención. Cuanta menos gente sepa que hemos pasado aquí la noche, mejor.

El alivio de Audrey colisionó con el enfado de que Lucien prefiriera evitar que lo vieran en público con ella. ¿Tan espantosa le resultaba la idea de que alguien pensara que «habían pasado la noche juntos»?

Estaba segura de que no le importaría tanto de haberse tratado de Viviana. A ella la habría bajado del helicóptero en brazos, mostrándola como un trofeo.

La idea hizo que Audrey sintiera náuseas y ganas de dar un puñetazo.

–Si tanto te molesta que te vean conmigo, ¿por qué insistes en que te acompañe? Puedo volver a Londres y hacer mis propias pesquisas mientras tú haces las tuyas.

–Olvidas que tu coche no está en condiciones de ir a ninguna parte.

–Puedo alquilar uno.

Lucien la miró con una irritada determinación.

–No, iremos juntos. Tenemos que presentar un frente común cuando los encontremos. Creo que puedes tener razón respecto a San Remy. Mi padre ha ido allí varias veces en los últimos años.

Audrey apretó los labios. ¿Por qué insistía Lucien en que lo acompañara cuando no quería llamar la atención?

–¿Qué me dices de Viviana?

–¿Qué pasa con ella?

–¿Qué pensará de que pasemos tanto tiempo juntos?

Una expresión peculiar cruzó el rostro de Lucien.

–No es celosa.

Audrey enarcó una ceja.

–¿Porque no soy delgada y guapa como ella?

Lucien cerró los ojos como si intentara hacer acopio de paciencia.

Ve a por tu bolsa de viaje. El granjero debe de estar ya esperándonos.

 

 

Un poco después llegaban al puente. Al otro lado, el granjero los esperaba en el tractor, junto a un coche de alquiler. Audrey no pudo dejar de admirar la capacidad de organización de Lucien, además de confirmar con ello lo decidido que estaba a impedir el matrimonio de sus padres. Ni siquiera un puente roto se interpondría en su camino.

El granjero le saludó con un movimiento de la mano y procedió a cruzar el río unos metros más abajo de donde el puente había colapsado. El tractor trepó por la ribera del río hasta detenerse delante de Lucien y Audrey. Esta reconoció al granjero de otras visitas a la casa y le agradeció su ayuda.

–No hay de qué –dijo Jim Gordon–. Sujétate bien, jovencita Merrington. El agua no es demasiado profunda, pero el fondo está muy desnivelado.

Lucien le dio a Jim la bolsa de Audrey; luego se colocó detrás de ella y la tomó por las caderas para ayudarla a subir al tractor. El contacto de sus manos, incluso a través de la ropa, hizo que los sentidos de Audrey se revolucionaran. Puso el pie en el peldaño de metal y se impulsó hacia arriba. Lucien la siguió de un salto y, sentándose junto a ella, le pasó la mano por la cintura para mantenerla segura.

–¿Estás bien? –preguntó él.

–Sí –dijo Audrey, casi sin aliento por tenerlo tan cerca.

Jim puso el tractor en marcha y enseguida alcanzaron la otra orilla. Lucien bajó y alargó las manos hacia Audrey. Ella posó las manos en sus hombros y Lucien la tomó por la cintura y la bajó como si fuera una pluma.

Por un instante permanecieron quietos, ella con las manos en los hombros de él; Lucien con las suyas en la cintura de Audrey. Incluso los pájaros parecieron detener sus trinos, como si alguien hubiera dado a un botón de «pausa». Los ojos azules de Lucien mantenían hipnotizada a Audrey; sus muslos prácticamente rozaban los de ella. Podía sentir el calor que emanaba de su cuerpo. Lucien bajó la mirada a sus labios y sus manos le presionaron la cintura, como si estuviera a punto de atraerla hacia sí. A Audrey se le aceleró el corazón. Miró los labios de Lucien y en su vientre algo vibró, como las páginas de un libro arremolinadas por una juguetona brisa. Se humedeció los labios… pero el sonido del tractor al ponerse en marcha rompió el hechizo.

Lucien la soltó y se volvió hacia Jim.

–Gracias de nuevo.

–La llave del coche está en el contacto –dijo Jim, señalando el coche con la cabeza–. Yo me ocuparé de que lleven el de la joven Merrington al taller, tal y como usted me ha pedido.

Aunque Audrey se sintió súbitamente como una débil mujer rodeada de hombres fuertes y capaces que solucionaban sus problemas, decidió tragarse su orgullo de mujer emancipada.

Lucien abrió la puerta del coche para ella.

–Si me dejas en la estación de tren más próxima… –empezó Audrey.

–¿Llevas tu pasaporte en la bolsa de viaje?

–Sí, pero…

Lucien la miró de una manera que hizo estremecer a Audrey.

–Nos vamos a San Remy.