LUCIEN sabía que no era una buena idea que Audrey fuera con él al sur de Francia, pero quería asegurarse de que Sibella y su padre comprendieran hasta qué punto los dos estaban en contra de que se casaran. Tener cerca a Audrey era una mala idea. Una cosa era ayudarla a subir y bajar del tractor, pero ¿quién le obligaba a quedarse mirándole los labios como un adolescente fascinado a punto de dar su primer beso?
Por otro lado, tenía que admitir que le había encantado estrecharla contra sí, ver cómo abría los ojos y se humedecía los labios como si esperara el contacto de los suyos.
Y él había estado muy cerca de sucumbir a la tentación.
Por un instante la lascivia lo había cegado. Sentir sus senos pegados a su pecho le había permitido imaginarse que sus pieles desnudas estaban en contacto. Tener sus muslos tan cerca hizo que se los imaginara rodeándole la cintura al tiempo que él penetraba su aterciopelada y cálida cueva. Él siempre había salido con modelos delgadas, pero había algo en la voluptuosa figura de Audrey que despertaba todo lo que había de masculino en él.
Pero eso no podía ser una excusa. Él no era como su padre, que flirteaba con cualquier mujer incluso cuando tenía pareja. Él tenía una voluntad férrea y no permitiría que las sensuales curvas de Audrey y sus carnosos labios le hicieran perder el dominio de sí mismo.
O eso esperaba.
Audrey se planteó negarse a ir con Lucien, pero sin coche y sin dinero en metálico para alquilar uno, no habría podido continuar la búsqueda de su madre y de Harlan. La idea de pasar el fin de semana en su piso, sin otra cosa que hacer que ver cómo Rosie se preparaba para salir con su último novio resultaba deprimente. O no tan atractiva como la de un fin de semana en San Remy. No porque significara ir con Lucien Fox. Por supuesto que no.
Pero, cuando llegaron al aeropuerto de Londres, a Audrey le horrorizó ver a un grupo de paparazzi esperándolos.
–¡Oh, no! ¿Cómo es posible que nos hayan localizado?
Lucien tenía la expresión sombría de un enterrador.
–¿Quién sabe? No digas nada. Deja que hable yo.
Lucien la ayudó a bajar del coche al tiempo que el grupo de periodistas se acercaba.
–¿Lucien? ¿Audrey? ¿Qué os parece que vuestros respectivos padres vayan a casarse por tercera vez?
–Sin comentarios –dijo Lucien cortante.
–¿Audrey? –el periodista acercó la grabadora a ella–. ¿Qué hay entre Lucien Fox y tú?
–Nada –dijo Audrey, ruborizándose.
–¿Es verdad que habéis pasado la noche juntos en la casa de campo de tu madre?
Audrey tragó saliva. ¿Les habría visto alguien? ¿Lo habría contado Jim Gordon?
–Sin comentarios –replicó.
–¿Qué piensa Viviana Prestonward de la cariñosa relación que tienes con tu hermanastra, Lucien? –preguntó otro periodista.
Audrey habría jurado que oía las muelas de Lucien rechinar.
–No quiero repetirme, pero: sin comentarios –dijo él, con los labios tan apretados que no habría pasado entre ellos ni una hoja de papel. Tomó a Audrey por el brazo y la guio hacia el mostrador de facturación–. Te he dicho que no dijeras nada.
–No he dicho nada que no hayas dicho tú.
–Les has dicho que no hay nada entre nosotros –Lucien tiró de ella para que no la atropellara un señor con su maleta.
–Porque no lo hay.
–Has hecho que sonara como si sí.
Audrey tiró del brazo para soltarse y se lo frotó.
–No es verdad. ¿Qué querías que hiciera? ¿Dejar que siguieran haciendo insinuaciones? De todas formas, no entiendo el problema. Nadie se creería que puedas sentir el menor interés por mí.
Lucien frunció el ceño.
–Esto es culpa de tu madre.
Audrey sintió un peso en el pecho.
–¿Crees que ha avisado a la prensa? ¿Por qué iba a hacerlo?
Lucien apretó los labios en un gesto de escepticismo.
–Porque le encanta liar las cosas. Y cuanta más atención nos dediquen a nosotros, menos les dedicarán a ella y a mi padre.
¿Era eso posible cuando Sibella sabía bien cuánto le desagradaba Lucien?
Pero no parecía tan improbable. Su madre la había bloqueado en su aplicación, pero sí podía localizarla a ella. Era capaz de haber seguido sus movimientos desde que se había marchado de su piso la mañana anterior. Audrey podía imaginarse sin dificultad a Harlan y a su madre riéndose de ellos mientras compartían una botella de vino.
El teléfono de Lucien sonó cuando estaban esperando a embarcar. Al mirar la pantalla, hizo una mueca y tras articular con los labios una disculpa, se alejó de Audrey para hablar. Ella intentó no escuchar. Bueno, en realidad el ruido de fondo de la terminal le impidió oír la conversación, pero la expresión sombría de Lucien fue reveladora. Tras colgar, se guardó el teléfono en el bolsillo.
–¿Problemas en el paraíso? –preguntó Audrey, enarcando las cejas.
Lucien se encogió de hombros como si le diera lo mismo.
–Vamos, es casi hora de embarcar.
Audrey esperó a estar sentados en el avión para volver a sacar el tema de Viviana.
–Así que sí es celosa.
Lucien apretó los labios como si alguien le tirara de una cuerda.
–Si esperas verme destrozado, como mi padre, pierdes el tiempo.
–No espero eso –Audrey se puso el cinturón de seguridad–. Mi teoría era correcta. Tú jamás tendrías una relación con alguien que pudiera abrir la cerradura de tu corazón –se volvió hacia él y le dedicó una sonrisa forzadamente dulce–. Si es que tienes corazón, claro.
Lucien la miró de soslayo.
–Confío en que no seas uno de esos pasajeros pesados que se empeñan en charlar durante todo el viaje.
–No, prefiero leer o ver películas.
–Me alegro –Lucien apoyó la cabeza en el reposa-cabezas y cerró los ojos.
Audrey ojeó la revista que encontró en el bolsillo del asiento, pero su mirada vagaba continuamente hacia su acompañante. Viajaban en clase turista, y tenía que admitir que ese detalle le había gustado. Su madre siempre insistía en viajar en primera, incluso cuando no podía permitírselo. Para ella todo era cuestión de imagen, de cómo la percibiría el público. Para Audrey, eso le hacía llevar una existencia superficial, y siempre se preguntaba cómo reaccionaría cuando su fama fuera declinando, tal y como acabaría sucediendo inevitablemente. Suspiró y tomó el mando a distancia para ver el menú de películas. La fama de su madre se apagaría aún más aceleradamente si no la convencía de que cancelara la boda con Harlan Fox.
Lucien abrió los ojos y se encontró a Audrey descalza, acurrucada en el asiento, llorando y rodeada de envoltorios de chocolatinas. Se secaba los ojos con un pañuelo de papel mientras en la pantalla salían los títulos de crédito de la película.
–¿Era una película triste? –preguntó él, pasándole un pañuelo
Audrey lo miró avergonzada al tiempo que se quitaba los auriculares y tomaba el pañuelo.
–La he visto veintitrés veces y todavía me hace llorar.
–Debe de ser una película muy buena –Lucien se inclinó para ver cuál era–: Notting Hill.
–¿La has visto?
–Una vez, hace muchos años.
Audrey suspiró.
–Es mi película favorita.
–¿Qué te gusta tanto de ella?
–El personaje de Julia Roberts es una de las actrices más famosas del mundo, pero en el fondo es una persona normal de la que se enamora Hugh Grant; pero él está a punto de perderla por los problemas que conlleva que ella sea famosa. Hasta que entra en razón cuando su amigo le dice que es un idiota y… –Audrey frunció los labios–. Perdona, te estoy aburriendo –hizo ademán de cerrar los labios como si fueran una cremallera–. Se acabó. No más conversaciones triviales.
–No me estás aburriendo –a Lucien le sorprendió descubrir que no mentía. Habría estado dispuesto a oírla hablar con aquel entusiasmo de la película durante toda una hora.
–De todas formas, ya la has visto, así que… –Audrey bajó la mirada.
–Tienes chocolate en los labios –dijo Lucien.
–¿Dónde? –Audrey se pasó el pañuelo–. ¿Ya?
Lucien se lo quitó de la mano y, sujetándole la barbilla, le limpió delicadamente la mancha.
«Estás tocándola otra vez».
Lucien hizo oídos sordos a la voz de su conciencia y le pasó el pañuelo por el otro lado de los labios. Aunque no tenía ninguna mancha, no pudo resistirse a ver la reacción de Audrey, que abrió los ojos y luego parpadeó como un gatito gozando de una sensual caricia. Algo en su pecho se relajó, como si súbitamente se le soltara un nudo.
Colocó el pulgar en el labio inferior y al deslizarlo a un lado y a otro sintió que le ardía la sangre. Audrey dejó escapar un gemido contenido que hizo prender el deseo de Lucien como si hubiera aplicado una llama a un leño seco. Aproximó su rostro al de ella lentamente, dándole tiempo a que retrocediera, a detener él mismo aquella locura.
Pero la voz que le exigía parar sonó como una sirena lejana, casi inaudible.
Cubrió los labios de Audrey con los suyos y su suavidad le hizo pensar en seda. Los presionó una vez. Pero no le bastó: quería más, anhelaba más, ansiaba más.
Volvió a presionarlos y ella los entreabrió con un suspiro al tiempo que alzaba las manos a su pecho y se asía a su camisa. La lengua de Lucien encontró la de ella y un dardo ardiente de deseo lo atravesó. Perdió la cabeza. La boca de Audrey sabía a chocolate y a algo que era exclusivo de ella. Su boca era puro néctar. Un potente veneno que debía probar para sobrevivir. Sus labios se fundieron con los de ella, su lengua bailó con la de ella una danza de cortejo como si fueran dos bailarines que se conocieran a la perfección.
Lucien deslizó la mano hacia la nuca de Audrey y una renovada oleada de deseo lo consumió, recorriéndolo con el poder incendiario de una hoguera. La fiereza del deseo que sentía le palpitaba en la ingle. Gimió contra los labios de Audrey y metió y sacó la lengua de su boca en un vaivén erótico. Se movió solo para cambiar de posición, pero Audrey se separó de él con la mirada perdida. Sus labios estaban hinchados y su barbilla enrojecida por el roce de su mentón.
Era la primera vez en su vida que Lucien se quedaba sin palabras.
Carraspeó y se estiró la camisa.
–Bueno. Esto no puede volver a pasar.
Sabía que había sonado antipático y cortante, pero tenía que romper el hechizo sensual en el que Audrey le había hecho caer.
Audrey se tocó el labio superior con expresión sorprendida.
–¿No te ha… gustado?
«Demasiado».
–Claro que sí. Pero no vamos a volver a hacerlo, ¿entendido? –Lucien puso su mejor cara de director de colegio para disimular lo alterado que estaba.
Audrey le miró los labios y asintió.
–Probablemente sea lo mejor… Creía que ibas a arrancarme la ropa y…
Lucien cortó el aire con la mano bruscamente.
–Se acabó. Tú y yo… Sería una locura.
–¿Por qué? –preguntó ella en tono dubitativo.
–¿No me has oído? No volveremos a besarnos ni a tocarnos. Eso es todo.
Audrey sonrió inocentemente.
–¿Por qué le das tanta importancia? No te he pedido que te acuestes conmigo. Ha sido solo un beso.
¿Solo un beso? ¿O un beso capaz de borrar todos los besos pasados y futuros? Lucien todavía sentía un cosquilleo en los labios. Todavía podía saborearla. La sangre aún le bombeaba en las venas.
Necesitaba una ducha fría. Visitar a un psiquiatra. Poner una camisa de fuerza a su deseo.
Su mirada viajaba a los labios de Audrey como si fuera un perro de caza olfateando una presa.
–Escúchame, Audrey –suspiró y desvió la mirada–. Tenemos que ser sensatos. Nuestra misión es evitar que nuestros padres cometan un terrible error. No podemos empezar a cometerlos nosotros.
–No hace falta que insistas –dijo ella–. Entiendo que no te interese besarme, aunque haya parecido lo contrario –lo miró airada–. No deberías mandar señales contradictorias. Puede dar lugar a equívocos. Aunque no sea mi caso. Solo lo digo para que en el futuro tengas más cuidado.
Lucien exhaló bruscamente.
–Olvidémonos del beso, ¿vale?
Audrey se dejó caer sobre el respaldo de su asiento y tomó el mando a distancia.
–¿De qué beso? –preguntó, y presionó un botón como si con ello estuviera desconectando a Lucien.
Él se acomodó y trató de recuperar la compostura, de olvidar el beso. «Olvídalo, olvídalo». Pero cada vez que tragaba sentía el dulce sabor de Audrey. Ya no volvería a tomar chocolate sin acordarse de ella. Y del beso.
Durante seis años se había resistido. Había sido sensato y había rechazado sus avances cuando estaba achispada.
Pero después de besarla…
Con la supuesta relación con Viviana terminada, no había tenido donde esconderse y su control había colapsado como un castillo de naipes. Pero tenía que mantener unos límites precisos. Él no era de los que besaba a una mujer cuando mantenía una relación, por más que esta fuera una farsa.
Él tenía principios.
Pero la ironía era que Viviana no había roto la relación por el tweet de la madre de Audrey, sino porque se había enamorado de un fotógrafo en una sesión fotográfica, alguien a quien conocía desde hacía años.
Así que él se encontraba inoportunamente libre. Porque sin la protección de una «relación» podía dejarse llevar por la tentación de tener un affaire con Audrey.
Una tentación extremadamente peligrosa.
Tanto que, por más argumentos que usara para convencerse, era en lo único en lo que podía pensar. Después de todo, eran un par de adultos que sentían una fuerte atracción mutua. Además, ninguno de los dos quería casarse.
Él siempre había elegido a sus parejas cuidadosamente para que no exigieran ni promesas ni ataduras. Nunca había estado con nadie que le hiciera perder el control. Era un hombre con los deseos y las necesidades normales, pero siempre había sido selectivo respecto a cómo expresar sus pasiones.
Con Audrey nada de eso funcionaba. Lo sabía a un nivel básico. Audrey tenía la capacidad de hacerle perder el control que tanto se había esforzado en mantener.
Pero tal vez si se acostaba con ella se le pasaría, exorcizaría de una vez para siempre los fantasmas que lo acosaban.
Audrey apagó la pantalla y se volvió hacia él.
–Para acabar de romper con una mujer con la que ibas a casarte, pareces haberlo superado indecentemente deprisa.
Audrey no tenía ni idea de hasta qué punto sus pensamientos eran indecentes. Pero Lucien decidió decirle la verdad respecto a Viviana.
–Solo fingíamos estar saliendo. Le estaba haciendo un favor.
Audrey frunció el ceño.
–¿Quieres decir que erais amigos con derecho a roce?
–Sin ningún derecho. Viviana solo quería que su ex creyera que había superado el golpe de la separación.
–Ah –Audrey se mordió el labio inferior–. Qué… amable por tu parte. ¿No te tentaba acostarte con ella? Es preciosa.
–¿Y tú? Asumo que no estás con nadie, ¿o tengo que temer que alguien quiera romperme las piernas?
Audrey frunció los labios.
–Hace tiempo que no salgo con nadie.
–¿Cuánto tiempo?
Audrey apartó la mirada y dijo:
–No me creerías.
–Inténtalo.
Audrey le miró fijamente y Lucien sintió una descarga eléctrica.
–¿Estás pensando en el beso? –preguntó ella.
–No –era una mentira tan patente que Lucien temió que lo partiera un rayo.
–Entonces, ¿por qué me miras los labios todo el rato?
–No es verdad –dijo él, subiendo la mirada a sus ojos.
–Claro que sí. ¿Lo ves? Acabas de hacerlo.
–Estaba fijándome en que te he raspado la barbilla –Lucien le pasó los dedos–. ¿Te duele?
Audrey se estremeció como si el roce de sus dedos le diera corriente.
–Me has vuelto a tocar –dijo con una voz ronca que provocó un estremecimiento en Lucien.
Dejó caer la mano y apretó el puño.
–Volviendo al tema anterior –Lucien pasó al ataque–. ¿Por qué me miras los labios todo el tiempo?
–¿Eso hago? –preguntó Audrey.
–Sí
Audrey se los miró.
–Puede que porque nadie me había besado nunca así.
«Lo mismo digo, cariño».
–¿Nadie?
–Nadie.
Lucien le pasó el dedo por el labio inferior. Ella cerró los ojos y se inclinó levemente hacia él. Lucien movió el dedo bajo su barbilla y se la elevó para que lo mirara.
–Olvídalo.
–¿El qué? –preguntó ella con expresión inocente.
Lucien se rio quedamente.
–Estás pensando lo mismo que yo, así que no lo niegues.
Audrey se humedeció los labios.
–¿Cómo lo sabes? No puedes leerme el pensamiento.
El deseo fluyó por Lucien como un dolor sordo.
–Me deseas.
–¿Y? Eso no significa que vaya a hacer nada al respecto. Además, has dicho que ni más besos ni más contacto –Audrey batió las pestañas–. Pero quizá te lo decías a ti mismo.
–No te preocupes. Soy capaz de controlarme.
Audrey enarcó una ceja.
–Así que, si me inclinara y posara mis labios en los tuyos, ¿no me besarías?
Lucien tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para no mirarle los labios.
–¿Quieres comprobarlo?
Audrey sonrió y luego se puso seria.
–No.
¿No? ¿Qué quería decir con eso? Él quería demostrarle que podía resistirse. Por eso se sentía desilusionado. Solo por eso. ¿Qué más le daba que ella no quisiera besarlo?
Consiguió componer una sonrisa.
–Cobarde.
Aun dos horas después de haber aterrizado en Marsella, Audrey seguía reviviendo el beso. Habían alquilado un coche y estaban cruzando el pueblo camino de la casa solariega a las afueras de San Remy. Audrey se tocaba los labios cuando Lucien no la miraba, preguntándose cómo podían seguir tan… despiertos, tan sensibles, tan vivos. Cada vez que se pasaba la lengua, saboreaba a Lucien. Cada vez que se miraba en el espejo, veía la marca de la fricción de su barba. El beso había sido apasionado, cautivador, mágico. Sus bocas habían respondido como las llamas de dos fuegos fundiéndose en una única llamarada cuyo calor seguía quemándole las entrañas. Podía sentir la pulsante inquietud del deseo insatisfecho en su cuerpo, un dolor que se intensificaba con cada respiración.
Miró por la ventanilla y contempló las bonitas tiendas del pueblo, lamentándose de que no pudieran detenerse a explorarlas. El pueblo estaba rodeado de una muralla y muchos de sus preciosos edificios medievales databan del siglo xv.
Lucien desaceleró para dejar que una madre cruzara la calle con sus dos hijos y su perro.
–¿Sabías que Nostradamus, el autor de las profecías, nació en San Remy en el siglo xvi? –preguntó él.
–Sí –dijo Audrey–. Y también es donde Vincent Van Gogh fue tratado de su enfermedad mental. Me encantaría que nos diéramos un paseo por el pueblo.
–No hemos venido a hacer turismo.
–Ya, pero ¿y si mi madre y Harlan no están en la casa?
–He llamado al dueño desde Londres.
–¿Te ha confirmado que están aquí?
–No.
–¿Y por qué vamos hacia allí si no crees que…?
–Estaba nervioso y ha eludido mis preguntas, lo que me ha hecho pensar que ocultaba algo.
–Pero tú eres el hijo de Harlan, sois familia. ¿Cómo no iba a decírtelo?
Lucien se encogió de hombros.
–No formamos ese tipo de familia.
«Nosotras tampoco».
Audrey volvió a mirar por la ventanilla. Se alegraba de que hubiera sido Lucien quien había iniciado el beso en lugar de haberse humillado ella una vez más. Aunque intentara disimularla, la atracción que Lucien sentía hacia ella era evidente. La percibía cada vez que la miraba, cada vez que la rozaba.
Le había sorprendido descubrir que no mantenía una relación de verdad con Viviana. Y le había encantado. Pero había dejado que todo el mundo, incluso ella, lo creyera. Hasta que Viviana le había llamado, con toda seguridad después de ver el tweet de su madre. ¿Habría creído Viviana que había algo entre Lucien y ella?
En cualquier caso, siempre le había extrañado que Lucien pensara en casarse si se esforzaba por evitar el amor. Incluso los matrimonios de conveniencia terminaban con los cónyuges enamorándose. ¿O estaba decidido a proteger siempre su corazón?
¿Tan decidido como ella?
Porque su determinación era férrea. Nunca se enamoraría tal y como había visto hacer a su madre, perdiendo todo sentido de la dignidad y entregándose a hombres que acababan dejándola o decepcionándola.
Pero eso no significaba que no quisiera experimentar la sensualidad: sentir las caricias de un hombre, su piel, sus labios en los de ella, sobre sus senos, en su…
«Podrías tener un affaire con Lucien».
Se permitió contemplar esa posibilidad unos segundos…
Lucien se sentía atraído por ella. A ella le gustaba él. Ninguno de los dos estaba comprometido.
¿Qué mal podían hacer? Eran dos adultos. A Lucien no le interesaba la fama de su madre, así que no tendría que preocuparse por sus intenciones. Solo lo movería el deseo.
Igual que a ella.
Lucien frenó bruscamente y la asió por el brazo, por un instante, Audrey creyó que le había leído el pensamiento.
–Mira, ¿esa que está al lado de ese puesto de mercado no es tu madre?
Audrey miró en la dirección que le señalaba.
–¿Qué puesto?
Aunque no era miércoles, el día oficial de mercado, había algunos puestos de fruta y verdura, pan fresco y deliciosos quesos de la región.
Entonces vio una cabeza rubia antes de perderla entre el laberinto de puestos.
–No estoy segura. Podría ser, pero…
–Aparcaré para que hagamos una búsqueda a pie –dijo Lucien–. Puede que no se hayan alojado en la casa de costumbre, sino en el pueblo. Aunque sea pequeño, es fácil pasar desapercibido entre la gente.