AUDREY suspiró cuando Lucien atrapó sus labios en un beso con el que le comunicó algo más allá del deseo, que ella no supo definir. Había en él pasión, pero también ternura, como si se entregara a una lenta exploración de su boca que hizo cantar a sus sentidos. Sus manos le tomaron el rostro, ladeándole la cabeza para profundizar el beso con caricias y golpecitos de su lengua que hicieron estremecerse y temblar a Audrey. Emitiendo pequeños gemidos de placer, ella alzó las manos a su cabello, deseándolo con la voracidad de un fuego descontrolado. Sentía los senos endurecidos y tensos donde se apretaban contra el pecho de él, los muslos cargados de deseo al rozarse con los de Lucien.
Él alzó la cabeza y fue a tomarla en brazos, pero Audrey lo detuvo.
–No. Peso demasiado. Te vas a hacer daño.
–No seas boba.
La levantó como si fuera una pluma y, tras llevarla al dormitorio, la dejó lentamente en el suelo deslizándola a lo largo de su cuerpo. Luego le retiró el cabello de la cara, le rodeó la cintura con los brazos y pegó sus caderas a las de ella para hacerle sentir su erección.
–¿Sigues estando segura?
Audrey le acarició la mejilla y dijo:
–Nunca he estado tan segura de nada.
Lucien le quitó la camisa y le cubrió los senos con las manos, haciendo rodar los pulgares sobre sus pezones con una exquisita delicadeza. Entonces inclinó la cabeza y pasó la lengua por ellos. Audrey no sabía que sus pechos pudieran ser tan sensibles. No tenía ni idea de que pudieran activar las partes más profundas de su cuerpo al trasmitirse por una red de terminaciones nerviosas que iban activando el placer en su recorrido. Entonces Lucien continuó el asalto a sus sentidos succionándole los pezones alternativamente. Audrey gimió; sentía un fuego ardiente entre las piernas y un vacío en el vientre.
Lucien la echó en la cama y retrocedió. Por un instante, Audrey temió que se hubiera arrepentido, pero él dijo:
–Espera un segundo. Tengo que ponerme un preservativo.
–Creía que habías cambiado de idea –dijo ella.
Lucien la besó, y acariciándole la mejilla, declaró:
–Si fuera un hombre mejor, quizá lo haría.
–Eres un buen hombre –replicó ella con voz ronca–. Si no, no querría que me hicieras el amor.
Lucien le dio otro beso y fue en busca del preservativo. Cuando volvió, Audrey no pudo apartar la mirada de la varonil forma de su cuerpo excitado, y sintió un estremecimiento de anticipación. Lucien se echó a su lado y deslizó la mano lentamente por el costado del cuerpo de Audrey. Luego hizo un recorrido con sus labios desde su cuello hacia sus senos, su estómago y más abajo.
Audrey se tensó y le asió los brazos.
–No estoy segura de…
–Relájate, cariño –dijo Lucien–. Esta es la mejor forma de darte placer sin hacerte daño.
–¿Pero no quieres…?
Lucien posó la mano sobre su pubis.
–Quiero proporcionarte placer y que estés cómoda. Ahora mismo esa es mi prioridad –hizo una breve pausa y añadió–: A no ser que no te guste que te toque.
Audrey anhelaba sus caricias; estaba húmeda y expectante.
–Claro que me gusta.
–Lo haré con cuidado, pero debes decirme si algo no te agrada. ¿Lo prometes?
–Lo prometo.
Lucien le pasó los dedos con delicadeza por el sexo. Luego le separó los pliegues y repitió la caricia, dándole tiempo a acostumbrarse. Audrey se estremeció, asombrada con lo maravilloso que era que la tocara alguien que no fuera ella misma. Lucien continuó la exploración, moviendo los dedos a velocidades cambiantes, y el placer de Audrey se intensificó, acumulándose, concentrándose, llegando a un punto en el que solo necesitaba un pequeño empujón.
Lucien la acarició entonces con su lengua y Audrey contuvo el aliento. Lucien continuó con sus caricias, acelerando el ritmo y la presión hasta que Audrey se sintió lanzada a un mundo deslumbrante donde los pensamientos desaparecían y solo existía el éxtasis físico. Oleadas de pulsante placer atravesaron su cuerpo, en una espiral que arrancaba del núcleo endurecido de su sexo. Gimió y gritó y asió las sábanas para anclarse, pero el orgasmo no había concluido. Lucien continuó acariciándola hasta arrastrarla a otro clímax, uno aún más largo y violento.
Esperó a que Audrey se aquietara con un profundo suspiro y, sonriendo, le pasó la mano por el lateral del muslo.
–Espero que haya sido tan bueno como ha sonado –bromeó.
–Aún mejor –Audrey le tocó la mejilla con gesto de asombro–. Ha sido increíble. Nunca había sentido nada parecido cuando me… –se ruborizó y bajó la mirada.
Lucien le tomó la barbilla para que lo mirara.
–¿Por qué te avergüenzas de tocarte? Es la mejor manera de conocer tu propio cuerpo.
–Lo sé, pero sigue habiendo una doble moral respecto al sexo –dijo Audrey–. A las mujeres les cuesta expresar su deseo sexual y no sentirse culpables respecto a dar y recibir placer.
Lucien describió un lento círculo alrededor de uno de sus pezones.
–¿Qué quieres ahora?
Audrey le tomó la cara entre las manos.
–Quiero que me hagas el amor. Te quiero dentro de mí.
Lucien frunció el ceño.
–¿Y si te hago daño?
–Ahora que estoy más relajada no me dolerá –dijo Audrey–. Quiero sentirte en mi interior. Quiero darte placer, no solo recibirlo.
Lucien le dio un beso lento y prolongado que volvió a encender el deseo de Audrey. Su lengua bailó con la de ella una danza erótica. Dejó sus labios y bajó a sus senos, a sus costillas y su estómago, antes de volver a sus labios.
Se puso el preservativo y le separó los muslos con suavidad. Deteniéndose a su entrada y mirándola con expresión velada, preguntó:
–¿Seguro que estás lista?
Audrey se asió a sus hombros.
–Tú me has preparado.
Lucien pareció vacilar, pero luego sonrió y agachó la cabeza para besarla. Entonces comenzó a penetrarla lentamente, deteniéndose y continuando hasta asegurarse de que podía acomodarlo sin que le doliera. Inicialmente a Audrey le resultó incómodo; pero lo que sentía no era tanto dolor como una intensa presión. Sin embargo, también esta fue mitigándose y pronto su cuerpo se amoldó al de él, y aunque no fuera tan maravilloso como sentir sus dedos, por fin se liberó de la sensación de vacío interior. Entonces Lucien empezó a mecerse y las sensaciones se intensificaron a la vez que Audrey sentía una creciente ansiedad, un hormigueo que le hizo anhelar un mayor contacto, una fricción más intensa.
Jadeante, empezó a moverse bajo Lucien, buscando el punto de contacto que la impulsara más allá. Justo cuando pensó que no podría aguantarlo más, Lucien metió la mano entre sus cuerpos y la acarició hasta que Audrey estalló en un orgasmo que le erizó cada poro del cuero cabelludo y la lanzó a un torbellino de sensaciones que no había experimentado jamás.
Lucien esperó a que la recorrieran las últimas contracciones antes de dejarse arrastrar por su propio placer. Audrey lo abrazó con fuerza mientras él la embestía una y otra vez, hasta tensarse y dejarse ir con una sucesión de embates que provocaron un eco de contracciones en Audrey.
Ella permaneció en un delicioso estupor mientras su cuerpo iba cayendo en un letargo parecido a la calma tras una tormenta. Se sentía renacida, vivificada. Y supo que su vida había cambiado para siempre.
Lucien se incorporó sobre un codo para mirarla.
–¿Te arrepientes?
–En absoluto –Audrey le pasó los dedos por los labios–. Ha sido increíble. Has sido maravillosamente delicado.
–Tú sí que eres maravillosa. Y, si no fuera porque es tu primera vez, sugeriría que volviéramos a hacerlo –dijo él. Y rodó hasta sentarse para quitarse el preservativo.
Audrey le acarició la espalda, tocando cada una de sus vértebras.
–¿Crees que es el sexo lo que hace que tu padre y mi madre vuelvan a estar juntos?
Lucien giró la cabeza para mirarla y se encogió de hombros.
–Puede. Pero el matrimonio debe basarse en algo más que el sexo –se levantó y tendió una mano a Audrey con una mirada chispeante–. ¿No has dicho antes que querías darte una ducha?
Audrey le tomó la mano y él la ayudó a levantarse.
–No sabía que te preocupara tanto ahorrar agua –dijo con una sonrisa tímida.
Lucien sonrió a su vez.
–Ahora mismo, me interesa muchísimo.
Lucien no lograba librarse de un leve sentimiento de culpabilidad mientras llevaba a Audrey a la ducha. Había pensado que acostarse con ella liberaría algo de la tensión sexual que había entre ellos, pero al descubrir que era virgen se había quedado atónito. Y aunque había querido enfadarse con ella por ocultárselo, la comprendía. De haberlo sabido, no le habría hecho el amor. Nunca se había acostado con una virgen. Alguna de sus amantes solo había practicado el sexo un par de veces, pero ninguna había compartido con él su primera vez. Y no estaba seguro de qué sentía al respecto. ¿No era un tanto anticuado que una mujer preservara su virginidad como si fuera un premio para el hombre que la desvirgara? Y sin embargo, no podía negar que el hecho de que Audrey hubiera confiado así en él lo había conmovido.
Esperó a que el agua se calentara antes de meterse con Audrey bajo la ducha. Le bastó aquella proximidad para endurecerse. Le costaba creer que hubiera aguantado tanto sin hacerle el amor. La timidez que ella mostraba respecto a su cuerpo le obligaba a demostrarle hasta qué punto sus curvas le resultaban atractivas y exacerbaban su deseo, azuzando su libido hasta hacerlo enloquecer. Él, que se enorgullecía de su dominio de sí mismo, que se vanagloriaba de no dejarse llevar por su apetito sexual, que resolvía sus necesidades sexuales sin explotar ni herir a sus compañeras, se sentía como un pelele ante Audrey. A su lado, bajo la ducha, le bastaba con acariciar sus senos y las curvas de sus caderas para sentir un pulsante bombeo en su sexo.
Inclinó la cabeza para besarla mientras el agua caía sensualmente sobre ellos. Ella se abrazó a su cuello, sus pezones se clavaron en su torso. Él la asió por las nalgas y la presionó contra su palpitante miembro. Audrey dibujó círculos con las caderas logrando que casi perdiera el control. Lucien sabía que deberían estar buscando a su padre y a Sibella, y sin embargo estaba en la ducha con Audrey y todo lo que quería hacer era perderse en su cálida y húmeda cueva para volver a alcanzar un clímax tan extraordinario como el anterior.
Pero tenía que tener en cuenta que Audrey estaría dolorida y no pensaba poner sus necesidades por delante del bienestar de ella. Aquella no era una relación de tantas. Había entrado en un territorio desconocido; por primera vez no estaba seguro de cómo manejar la situación. Audrey no era una mujer a la que pudiera no volver a ver, ni aun si sus padres se casaran y se volvieran a divorciar. Había entre ellos una conexión que no se rompería tan fácilmente.
–¿Lucien? –Audrey lo sacó de sus reflexiones, arrancándole un gemido al rodearle el sexo con la mano–. Quiero darte placer como tú…
–No tienes que sentirte obligada –dijo Lucien.
–Pero quiero hacerlo –Audrey se arrodilló ante él y siguió acariciándolo–. Avísame si lo hago mal.
Lucien no pudo ni hablar ni pensar. Solo pudo concentrarse en el movimiento tentativo de la lengua de Audrey en el extremo de su sexo antes de que lo tomara en su boca y succionara, primero suavemente y luego con más decisión llevándolo hasta el fondo de su boca, humedeciéndolo con su cálida saliva. Y Lucien no pudo ejercer el más mínimo control sobre sí mismo. En segundos, estalló en un orgasmo que lo elevó a un lugar que no había alcanzado nunca antes. ¿Sería por no llevar un preservativo? ¿Por la peculiar naturaleza de la relación que había entre ellos?
¿O habría algo más? Algo que no quería examinar con detalle.
Él no quería una relación. No creía que existiera el amor verdadero por mucho que algunas parejas duraran. Si alguna vez se casaba, sería una decisión tomada racionalmente.
Audrey se abrazó a su cuello; sus ojos brillaban con una nueva seguridad en sí misma.
–¿Qué tal lo he hecho para ser una novata?
Lucien le tomó el rostro entre las manos y la besó.
–A la perfección –dijo él. Y volvió a besarla.
Audrey no recordaba haber disfrutado nunca tanto de una ducha. Dar placer a Lucien le había resultado tan… natural.
Pero ya se habían vestido y Lucien acababa de sugerir que salieran a cenar. Y aunque Audrey tenía hambre, sabía que cenar fuera no era solo una cuestión de comer o de estar juntos, y mucho menos de hacer algo romántico. Sino de intentar localizar a su madre y a Harlan.
Esa era la misión de Lucien, no una cena íntima para celebrar que acababan de hacer el amor.
–¿Por qué no pedimos servicio de habitaciones? –sugirió Audrey.
–No tiene sentido –dijo Lucien estirándose los puños de la camisa–. Ya sabes que a tu madre y a mi padre les gusta salir a cenar. ¿Cómo se llamaba el restaurante que les gustaba tanto? Solían ir a diario.
Aunque lo recordaba, Audrey no pensaba decírselo.
–No lo sé… No consigo recordar los nombres franceses.
Lucien tomó la tarjeta-llave de la habitación y se la guardó en el bolsillo.
–Vamos. Démonos un paseo a ver si lo encontramos. No puede estar lejos.
Audrey tenía que mandarle un mensaje a su madre advirtiéndola.
–¿Puedes esperar un segundo? Tengo que peinarme.
–Estás muy bien así.
–Pero necesito ir al cuarto de baño –Audrey sonrió–. Solo serán unos segundos.
Audrey fue al baño apresuradamente y escribió a su madre. Esperó a que le contestara, pero vio la señal de que el mensaje había llegado pero no había sido leído. Abrió el grifo para que el agua amortiguara el sonido y llamó a Sibella, pero saltó el mensaje de que el móvil estaba apagado o fuera de cobertura.
¿Cómo pensaba que podía dar con ella si apagaba su teléfono?
Lucien llamó a la puerta.
–¿Estás bien?
Audrey abrió la puerta con una amplia sonrisa.
–Perfectamente.
Lucien escrutó su rostro.
–¿Pasa algo?
–Nada en absoluto.
Lucien deslizó los dedos por su mejilla.
–¿Seguro que no estás dolorida?
Audrey supo que, si contestaba afirmativamente, aquella noche no harían el amor. Pero ¿qué otra manera tenía de conseguir que se quedaran en el hotel?
–No… pero no tengo nada de apetito.
Lucien la miró entornando los ojos.
–Está bien. Pero, si no te importa, yo iré a tomar algo. Volveré en una hora.
Audrey entró en pánico. No podía arriesgarse a que Lucien saliera solo.
–Bueno… he cambiado de idea. Tengo un poco de hambre y el aire fresco me sentará bien.
Lucien le tendió la mano y ella se la tomó.
–Muy bien. Por un momento me has preocupado.
–¿Porque no quería comer?
Lucien la miró largamente con gesto inquisitivo.
–¿Estás siendo completamente sincera conmigo, Audrey?
Audrey sintió que se le encogía el estómago.
–¿Respecto a qué?
–Pareces agitada.
–Qué va –replicó Audrey demasiado deprisa como para sonar convincente.
Lucien le tomó ambas manos.
–¿Qué te preocupa, cariño? ¿Que nos vean en público ahora que somos amantes? ¿Te da vergüenza?
Audrey aprovechó el salvavidas que acababa de lanzarle.
–¿Qué vamos a decirle a la gente? Ya sé que mi madre insinuó a la prensa que había algo entre nosotros, pero ahora que es verdad… ¿Cómo vamos a definirlo? Un «rollo» suena un poco vulgar.
Lucien apretó los labios como si acabara de tomar una decisión.
–Diremos que mantenemos una relación.
Audrey suspiró aliviada. No quería que la incluyeran en la lista de relaciones de una noche de Lucien. No quería ser solo un nombre más.
Quería ser especial.
Porque Lucien le hacía sentirse especial. Sus caricias le hacían sentir como si fuera la única mujer a la que hubiera hecho el amor. Para ella era inimaginable hacer el amor con otro hombre después de haberlo hecho con él. Lucien conocía su cuerpo incluso mejor que ella misma. Había despertado en él respuestas que ella no había sabido que fuera capaz de experimentar. Su cuerpo estaba enamorado de él, aunque su mente se negara a explorar esa idea.
¿Sería una locura desear que al cuerpo de él le sucediera lo mismo?
Soplaba una brisa fresca. Él tomó a Audrey por la cintura, y aunque una parte de ella se sentía feliz de ir en compañía de Lucien, otra estaba aterrorizada por la posibilidad de encontrarse con sus padres. Había mirado el teléfono varias veces, pero no tenía respuesta de su madre. Intentó relajarse porque percibió que Lucien la miraba de soslayo.
Había varios restaurantes en la calle del hotel y Audrey sabía que el que le gustaba a su madre y a Harlan estaba solo a un par de calles de distancia. Se detuvo delante de un coqueto local cuyo menú se exhibía en una pizarra exterior.
–Este parece agradable –señaló el cartel–. Aun con mi limitado francés veo que tiene mi postre favorito.
–Hay muchos más en esta zona. ¿No quieres verlos antes de decidir?
–Es que ahora estoy muerta de hambre.
Lucien sacudió la cabeza como si estuviera tratando con una niña a la que no pudiera negar un capricho.
–Está bien. Quedémonos aquí.
Entraron y Lucien pidió una mesa para dos en un francés perfecto. El camarero preguntó si preferían estar junto a la ventana o en un reservado.
–Junto a la ventana –dijo Lucien.
Una vez se sentaron y les llevaron vino, agua y pan recién horneado, Audrey preguntó:
–¿Y si yo hubiera preferido una mesa más apartada?
Lucien la miró.
–No crees que Sibella y mi padre estén aquí, ¿verdad?
Audrey se alegró de que la tenue luz de la sala ocultara el rubor que sintió en las mejillas.
–Para ahora pueden estar en cualquier parte.
–¿Has sabido algo de tu madre desde el último mensaje?
Audrey tuvo que pensar un momento para recordar a qué mensaje se refería.
–No –esperó un segundo antes de añadir–: ¿Por qué tú estás convencido de que sí están aquí?
Lucien bebió de la copa de vino que había pedido y la dejó sobre la mesa con un suspiro.
–Mi padre vino a este pueblo tras su última ruptura, después de que yo consiguiera que se pusiera en pie. De hecho, creo que fue lo que lo salvó: pasear entre gente normal y no como una estrella de rock. Volvió con un aspecto y un ánimo renovados.
Audrey se entretuvo con una miga de pan antes de decir:
–Mi madre también lo pasó fatal –alzó la mirada hacia Lucien–. Realmente fatal.
Lucien la observó con inquietud.
–¿Qué quieres decir?
Audrey exhaló lentamente. ¿Por qué no contarle a Lucien lo que había sufrido por su madre? Él le había contado el proceso de su padre.
–Tomó un par de sobredosis de píldoras mientras se alojaba conmigo. No tantas como para necesitar hospitalización, pero las bastantes como para aterrorizarme.
Lucien la miró con una mezcla de compasión e inquietud.
–Debió de ser terrible para ti. ¿Por qué no insististe en llevarla al hospital?
–Le rogué que me dejara llamar a una ambulancia o llevarla yo misma al hospital, pero se puso histérica porque no quería que sus fans se enteraran, y al final cedí –dijo Audrey–. Por lo menos conseguí que me dejara llamar a un médico, que confirmó que solo había tomado suficientes pastillas como para estar aturdida.
Lucien frunció el ceño.
–Eso fue muy arriesgado. ¿Y si hubiera tomado más píldoras de las que dijo?
–Lo sé. Pero el médico no pareció preocuparse. Y yo me quedé un par de días en casa cuidándola.
–Has dicho que lo intentó dos veces –insistió Lucien–. ¿Cuándo tomó la siguiente?
–En realidad, fueron tres –dijo Audrey–. Una cada semana de las tres que estuvo conmigo.
–¿Y ni tú ni el médico insististeis en llevarla al hospital?
Audrey ignoró el tono de crítica de la pregunta.
–Escucha, lo hice lo mejor que pude. El médico dijo que en el hospital corría el riesgo de ser acosada por sus fans y que estaría más tranquila en casa. Y no quise incumplir la palabra que le había dado, aunque acabe de hacerlo ahora mismo al contártelo. Es la única madre que tengo y no quise arruinar nuestra relación actuando en contra de sus deseos. Las sobredosis fueron un grito de ayuda, y yo se la di hasta que dejó de necesitarla.
–Perdona, no pretendía criticarte.
–¿Te he criticado yo por no haber metido a tu padre en rehabilitación? No, porque sé que es difícil conseguir que un padre haga lo que uno cree que es lo mejor para él. Pero ¿te has planteado si en el fondo estamos en lo cierto?
Lucien la miró desconcertado.
–¿Qué quieres decir?
Audrey lamentó no haber mantenido la boca cerrada.
–No sé… Quizá que si no conseguimos impedir que se casen a lo mejor deberíamos aceptarlo. ¿Quién sabe? Tal vez, si dejamos de censurarlos, esta vez funcione.
–¡No puedes estar hablando en serio!
Audrey se obligó a sostenerle la mirada a Lucien.
–¿Le has dicho alguna vez a tu padre algo positivo sobre mi madre?
Lucien frunció el ceño, como si intentara recordar.
–Creo que no.
–A eso me refiero, yo tampoco recuerdo haber dicho nada bueno de tu padre a mi madre –afirmó Audrey–. No son malas personas, Lucien. Solo cometen errores. Y cuanto más intentemos separarlos, más se empeñarán en llevarnos la contraria.
La frente de Lucien se frunció como un mapa de isobaras.
–¿Estás diciendo que abandonemos la búsqueda? ¿Que les dejemos seguir adelante y confiemos en que vaya bien? Yo no puedo actuar así. Lo siento, pero no pienso permitir que tu madre lo destroce una tercera vez.
–¿Y si no lo destroza? –preguntó Audrey–. ¿Y si ahora mismo es lo mejor que puede ocurrirle a Harlan?
La expresión de Lucien pasó del ceño fruncido a la suspicacia.
–¿Qué te ha hecho cambiar de idea? Mi padre te cae tan mal como a mí tu madre.
–Eso no es verdad –dijo Audrey–. A mí se me ocurren un montón de cosas buenas sobre tu padre.
–Por ejemplo…
Audrey se mordió el labio inferior.
–Bueno… es un gran músico.
–¿Y?
–Es guapo, o lo era de joven.
–¿Y?
Audrey suspiró.
–Vale, me cuesta hacer una lista, pero he pasado poco tiempo con él. Y no he hecho el menor esfuerzo por conocerlo. Para serte sincera, siempre me ha intimidado un poco.
–¿Por su fama?
–En parte. Y porque siempre he pensado que me comparaba con mi madre –Audrey suspiró de nuevo–. Cuando nos conocimos me preguntó si era adoptada.
Lucien le tomó la mano.
–Siento que hiriera tus sentimientos. A veces puede ser un cretino. O casi todo el tiempo –acarició los dedos de Audrey–. A mí me ha herido o me ha dejado en la estacada en un sinfín de ocasiones.
–¿Por qué insistes en tener una relación con él si ni siquiera te cae bien?
Lucien dejó escapar una risa seca.
–Lo sé, es extraño. No me cae particularmente bien, pero le quiero porque es mi padre. Parece absurdo, ¿no?
Audrey le apretó la mano.
–En absoluto. Mi madre me pone de los nervios, pero aun así la quiero y haría cualquier cosa por ella. Supongo que porque antes de hacerse famosa fue una buena madre. Mucho mejor que la suya, que la echó de su casa cuando se quedó embarazada de mí.
–¿Siguen sin hablarse?
–Inevitablemente, porque mi abuela murió –dijo Audrey–. Se mató en un accidente de coche antes de que pudieran reconciliarse. Yo creo que eso es lo que la lleva a beber cuando pasa por una crisis –estaba asombrada de todo lo que estaba contando sobre su madre. No había nadie a quien pudiera hablarle de ella sin que tuviera la sensación de estar manchando su nombre. Pero en aquel momento se sentía como si se hubiera quitado un peso de los hombros.
Lucien la miraba con gesto pensativo.
–¡Qué triste! Supongo que nunca me había planteado las circunstancias que habían contribuido a forjar la personalidad de tu madre. Me cayó mal desde el primer momento porque me pareció que estimulaba la parte más irresponsable de mi padre. Pero puede que él tenga el mismo efecto en ella.
Audrey sonrió con melancolía.
–Una vez leí que quienes se enamoran a primera vista, se enamoran de las heridas emocionales del otro. La relación no suele durar a no ser que se enfrenten a ello y sanen esas heridas.
–Es una idea interesante –comentó Lucien.
–¿Cuál es la tuya?
Lucien frunció el ceño.
–¿Mi qué?
–Tu herida.
Lucien esbozó una sonrisa, pero sus ojos permanecieron apagados.
–¡Vaya, estamos poniéndonos intensos! A ver que piense… Supongo que desconfío de invertir demasiado en una relación porque me han decepcionado demasiadas veces.
–¿Tu padre?
–No exclusivamente –contestó Lucien con un brillo herido en la mirada–. Mi madre también, aunque no fuera culpa suya. Sufrió un aneurisma cerebral. Murió súbitamente.
–Lo siento –dijo Audrey, pensando en el secreto que le estaba ocultando sobre la salud de su padre y cuánto podría herirle sentirse excluido–. ¿Qué hiciste? ¿Te fuiste a vivir con tu padre?
Lucien emitió un sonido entre la risa y el gruñido.
–No, me dio una buena cantidad de dinero para que me alquilara un piso y acabara el colegio. Ni siquiera asistió a su funeral. Estaba de gira y no quiso cancelarla. Cuando acabé la secundaria, me fui a vivir al campus de la universidad.
Audrey no sabía que hubiera sido tan autónomo… aunque también ella había tenido que serlo forzosamente.
–Tiene gracia que la gente desde fuera piense que somos afortunados por tener padres famosos y no se dan cuenta de que pagamos un precio que no compensa.
–¿Cuál es tu herida? –preguntó Lucien.
Audrey se arrepintió de haber dado pie a que se hicieran confidencias. Le hacía sentirse frágil y dependiente, cuando llevaba años intentando que Lucien tuviera la impresión contraria de ella.
–Supongo que te lo conté el otro día. Me cuesta decidir si la gente quiere estar conmigo por mí misma o por mi madre.
Lucien la miró con una ternura que le encogió el corazón.
–¿Y cómo vas a curar esa herida?
Incapaz de sostenerle la mirada, Audrey observó el agua de su copa como si las burbujas fueran fascinantes.
–Espero conocer algún día a alguien que me amé por quien soy.
Se produjo un silencio cargado… como el del público conteniendo el aliento ante la escena crucial de una obra de teatro
Lucien lo rompió. Con voz ronca, dijo:
–Estoy seguro de que esa persona aparecerá, Audrey.
«Pero no serás tú».