—Aquí llegan los que escapan del infierno—le digo a Siete por Tres mientras recorremos el patio central, los baños colectivos y los galpones de los siete dormitorios, dispuestos en apretadas filas de camas camarote.
Le presento a Elvia, una quindiana menuda y curtida que alimenta con trozos de fruta a sus azulejos, que son todo lo que conserva de lo que fue su finca, cerca de La Tebaida.
—También alcancé a sacar mis pollos—nos cuenta Elvia, con un azulejo parado en el hombro y otro en la cabeza—. Pero la caja en que venían se cayó de la canoa y se ahogaron en el río. No se sabe quién chilló más, si los pollos o yo.
—A los perros los abandonan porque ladran por el camino y los delatan—le comento a Siete por Tres, y le muestro cómo funcionan los hornos de pan—. En cambio es frecuente que se presenten aquí con sus pájaros.
Sentadas en una banca están las únicas tres inquilinas de planta, doña Solita, su hija Solana y su nieta Marisol. Mucha gente viene y se aleja al socaire de la guerra, pero ellas permanecen sentadas en su banca, almidonadas y compuestas como tres muñecas en la vitrina de una juguetería. Alzo a Marisol, mi ahijada, una criatura de meses que nació aquí, en el albergue.
—Nadie llega aquí para siempre; esto es sólo una estación de paso y no ofrece futuro. Durante cinco o seis meses les damos a los desplazados techo, refugio y comida, mientras se sobreponen a la tragedia y vuelven a ser personas.
—¿Será posible volver a ser persona? —me pregunta Siete por Tres sin mirarme, porque conoce la respuesta mejor que yo.
—No siempre. Sin embargo el albergue no puede alargar el plazo, así que deben seguir camino para enfrentar de nuevo la vida y empezar de cero. Pero ellas tres, ¿adónde van a ir? Doña Solita no puede trabajar porque tiene las manos impedidas por la artritis. Le mataron a los demás hijos y le dejaron embarazada a Solana, que sufre un severo retraso mental. ¿Dónde en el mundo pueden vivir esos tres ángeles del cielo, si no es aquí?
—Si no es aquí—repite Siete por Tres, que tiene la maña de devolver la última frase que escucha, como un eco.
—Al llegar acá—le digo—vi lo mismo que estás viendo ahora; mujeres en los lavaderos, hombres trabajando en la huerta, niños que escuchan la lectura de un libro: demasiado silenciosos, lentos y sonámbulos, con la mente en otra cosa mientras intentan llevar un remedo de vida normal. No encontré hostilidad en ellos, al contrario, una cierta mansedumbre derrotada que me oprimió el corazón. La madre Françoise me dijo que no debía engañarme. «Detrás de ese aire de derrota está vivísimo el rencor», me advirtió. «Huyen de la guerra pero la llevan adentro, porque no han podido perdonar.»
Desde su primer día entre nosotros, Siete por Tres demostró que no sabía lo que era la inactividad y dejó ver que poseía una habilidad sorprendente para cualquier oficio, fuera resanar paredes, sacrificar cerdos, organizar brigadas de limpieza o manejar el camión; ninguna tarea le quedaba grande ni existía problema al que no le hiciera el intento.
Por confesiones que se le escapan, sé que se ha ganado la vida en los muchos oficios que le van saliendo al paso, porque mientras más busca a Matilde Lina, más las oportunidades lo encuentran a él. Le pregunto por qué nunca come carne y me entero de que fue aseador de una carnicería de Sincelejo, donde en vez de sueldo le pagaban con hueso y bofe. Sabe suturar heridas, saca muelas y remienda huesos porque ejerció de enfermero en San Onofre; maneja bus porque reemplazó choferes por la ruta Libertadores; echó musculatura como bracero en el Magdalena; fue desguazador de autos en Pereira, recolector de papa en Subachoque, afilador de cuchillos en Barichara.
Entre todas sus destrezas, hay una en particular que para nosotros resulta imprescindible: Siete por Tres sabe mediar cuando se arman pleitos. En el albergue estalla el conflicto con demasiada frecuencia porque es mucha la gente que se amontona adentro: gente que a veces no se conoce entre sí y que se ve obligada a convivir en poco espacio por largo tiempo, compartiéndolo todo, desde el excusado y la estufa hasta el llanto adulto, sofocado por la almohada, que se escucha de noche en los dormitorios. Para no hablar de la tensión y la desconfianza extremas que se generan cuando se aloja un grupo que simpatiza con la guerrilla y otro que viene huyendo de ella. Siete por Tres ha demostrado tener un talento nato para manejar situaciones inmanejables con delicadeza y autoridad, y se ha vuelto tan necesario para las monjas que la madre Françoise le ha dado el cargo de intendente. Con esto pretende además amarrarlo al albergue, porque Siete por Tres se aleja cada vez que soplan vientos de otros lados.
Basta con que a sus oídos lleguen noticias de que a los bajos del Guainía está migrando gente en busca de oro, o que a Araracuara y al río Inírida acuden miles de todo el país a vivir de la siembra de la coca, para que enseguida su tormento, por un rato apaciguado, vuelva a estremecerlo y le infunda la certeza de que Matilde Lina debe andar por esos rumbos, refundida entre aquella gente.
—Pero ¿hacia dónde te vas, si éste es el propio fin de la Tierra? ¿Hasta cuándo crees que puedes echar a caminar, si aquí terminan todos los caminos? —le pregunto yo, pero él pone oídos sordos y se calza sus zapatos del Campesino Colombiano como si fueran botas de siete leguas. Entonces volvemos a verlo tal como llegó el primer día, de sombrero de fieltro calado, pantalón de lienzo blanco y ruana calentana, y yo lo acompaño con el corazón en vilo, desde la ventana, mientras se pierde carretera abajo.
Hasta ahora siempre ha vuelto al cabo de unas cuantas semanas, derrengado de cansancio y enfermo de decepción, pero con el morral repleto de naranjas y panelitas de leche que trae de regalo para su Ojos de Agua y para la madre Françoise, y con una caja de bocadillos de guayaba que reparte entre Perpetua, Solana, Solita y Marisol.
Seguramente, si regresa es por no abandonar a su Virgen Bailarina, o por no fallarle a tanto ser, tan urgido de su ayuda, que lo espera aquí. Yo sé que no es cierto, pero cierro los ojos y me hago la ilusión de que quizás, quién quita, también vuelve un poco por mí.