No me pregunten cómo, pero la madre Françoise ha descubierto qué es lo que atormenta mi corazón.
—No me parece cosa prudente enamorarse de uno de los desplazados—me soltó el otro día, así sin prolegómenos y sin que yo le hubiera comentado nada, dejando caer la frase como quien no quiere.
—¿Así que no le parece cosa prudente, madre? —le espeté la pregunta, descargando en ella las malas pulgas que llevo encima desde que empezó este hedor—. ¿Y es que acaso alguna cosa de las que acá ocurren tiene algo que ver con la prudencia?
Me mortifica la intromisión de la madre Françoise, porque prefiero mil veces no tener testigos de este amor sin fundamento ni respuesta. Pero me mortifica aún más el hedor a pezuña quemada, o por mejor decir me hace la vida imposible, porque además coincide con un momento límite en la seguridad del albergue, y con el hecho de que hace ya tres meses que Siete por Tres partió hacia la capital, a ponerse en contacto con cierto organismo que ofrece ayudarlo en la búsqueda de Matilde Lina. En todo este tiempo no hemos recibido noticia de él, ni notificación de posible regreso, y yo, que a la tensión externa le sumo la sospecha de que no volveré a verlo, ando estragada por la ansiedad. Me salva no sé qué instinto de compensación que debe regir a los fluidos corporales, y que hace que cuando llego al borde de mi propio aguante, baje la marea del desconsuelo y mi ánimo encalle en una silenciosa bahía de aguas apáticas.
Tengo anotados los teléfonos de los contactos de Siete por Tres en la capital, pero hago de tripas corazón y me abstengo de llamar a averiguar por su suerte. ¿Él buscándola a ella y yo buscándolo a él? Al menos me queda orgullo suficiente para no hacerlo.
El atosigante olor proviene de una fábrica de sebo que han instalado en un solar justo enfrente del albergue. Todas las mañanas sus obreros traen desde el matadero seis o siete carretilladas de pezuñas de res, que adentro queman a lo largo del día para extraer el sebo, con lo cual logran envenenar los alrededores con un humo nauseabundo. Se trata de un tufo inicial a pelo chamuscado que al rato se transforma en un aroma culinario a carne asada que a un desprevenido puede incluso abrirle el apetito. Poco después esa segunda tonalidad del olor se va volviendo sospechosamente dulce, como si aquella carne puesta al asador estuviera un tanto pasada, muy pasada, más bien putrefacta: el olor doméstico de lo comestible se convierte en fetidez de basurero, y las náuseas me empujan a salir corriendo. Supongo que las pezuñas están hechas de la misma materia de los cuernos y deduzco que no es casual que en español se diga huele a cacho quemado cuando se quiere aludir a un olor insoportable. Este que ahora nos invade pertenece a un reino indeciso entre la materia sana y la descompuesta, entre lo vivo y lo muerto, y a mí me ha dado por creer que no sólo emana de la fábrica de sebo, sino de nosotros mismos y de nuestras pertenencias. Mi piel, mis vestidos, el agua que intento llevarme a la boca, el papel que utilizo para escribir, están impregnados de este olor mórbido, pérfidamente orgánico, que como un mísero Lázaro que intenta resucitar y no acaba de lograrlo, me abraza, a todos nos abraza con su descarnada y atenazadora ambivalencia.
De hecho, dentro de lo crítico que es siempre todo lo que acaece en el albergue, por estos días atravesamos por una situación particularmente crítica debido a las declaraciones recientes de Oquendo, comandante de la xxv Brigada con sede en Tora, según las cuales el nuestro es un refugio para terroristas y criminales, financiado desde el exterior y camuflado tras supuestas organizaciones de derechos humanos. Que le servimos de fachada a la subversión armada, ha denunciado el comandante, y advierte que ante semejante patraña las fuerzas del orden tienen las manos atadas. Es evidente que lo que busca es desatarse las manos para poder brincarse los códigos del derecho humanitario y proceder en contra nuestra, así que, parapetados tras la cuestionada protección simbólica de nuestros muros, esperamos a que en cualquier momento nos allane el ejército o nos caiga encima un escuadrón de la muerte.
Tal vez si fumara me atiborraría de cigarrillos para sobreaguar durante estos días que resultan teatrales de puro angustiosos, pero como no fumo, me ha dado por leer con la compulsión de quien no quiere dejar lugar en su cabeza para ningún pensamiento propio. Pero todo lo que leo me habla de mí misma, como si hubiera sido escrito a propósito para impedirme escapar. No parece haber remedio, pues, ni escapatoria posible. Ni siquiera en la lectura. Tora con su guerra y sus afanes, y Siete por Tres, y Matilde Lina, y la madre Françoise y yo misma ocupamos irremediablemente todo intersticio del aire, hasta el punto de inundar con nuestro olor a chamusquina el paisaje entero y de saturar con nuestras propias señas las entrelíneas de libros escritos en otras partes.
A todas éstas, Siete por Tres parece haberse borrado del mapa; tal vez finalmente se haya reencontrado con Matilde Lina en esos terrenos del nunca jamás que ella regenta. A veces deseo con toda el alma que haya sido así, para que descubra que también ella mide mediana estatura y arrastra pequeñas miserias, como todos nosotros.
—Apiádate, Dios mío—le ruego a una divinidad en la que nunca he creído ni creo—. No me obligues a amar a quien no me ama. Mándame si quieres las otras Siete Plagas, pero de ésa, y de este intolerable olor a mortecino que me envuelve, exonérame por caridad, amén.