DIECISIETE

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El albergue estaba ya de por sí copado hasta el tope la tarde en que llegaron los cincuenta y tres sobrevivientes de la masacre de Amansagatos. Lograron escapar de la prepotencia armada de la guerrilla tirándose con niños, ancianos y heridos a las aguas del Opón y atravesando la selva, en extenuantes jornadas nocturnas, por el silencioso cauce del río. Las monjas resolvieron acogerlos pese al hacinamiento, y durante la emergencia Siete por Tres y yo hemos debido compartir vivienda en los tres metros cuadrados de la oficina de la administración.

Para separar, al menos simbólicamente, su privacidad de la mía, colgamos por la mitad una tela amplia y liviana, de floripondios desteñidos. La guindamos baja, fuera del alcance de las aspas del ventilador, que a golpes de aire la sacude y la mece creando en el pequeño cuarto una atmósfera de escenario. Largas e inciertas han sido para mí estas noches, él dormido de aquel lado y yo velando de éste, sabiéndolo lejano aunque nos cobije la misma oscuridad y el mismo soplo roce nuestros cuerpos.

Cien veces he estado a punto de acercármele pero me contengo: el paso que nos distancia me parece infranqueable. Cien veces he querido estirar mi mano y tocar la suya pero un movimiento tan simple se me antoja desatinado e imposible, como atravesar a nado un mar. Me invade la zozobra del clavadista que quiere y no puede lanzarse desde las alturas de una roca hacia un pozo profundo, y que se para justo al borde, avanzando centímetro a centímetro hasta que sus pies asoman al vacío, pero en el instante previo al decisivo prefiere retroceder, aunque ya en el aleteo de su vértigo intuye el contacto con el agua que ha de envolverlo. Todo me empuja hacia allá, pero no me atrevo. Esta tela volátil que divide en dos nuestro espacio común me frena como una tapia de piedra, y los floripondios pálidos parecen estar ahí como señales de tránsito que me impiden traspasar. Así, mientras permanezco a la espera, he llegado a distinguir las intensidades de su respiración y a conocer sus jerigonzas sonámbulas.

—¿Mi Ojos de Agua descansó? —me pregunta al alba, cuando nos encontramos en la cocina.

—Yo sí pero tú no, a juzgar por las ojeras . . . —le replico tanteando terreno, y él se ríe.

—Vaya piropo—es todo lo que comenta.

Así transcurren, una tras otra, nuestras horas nocturnas, él perdiéndose en sus pesadillas y yo bregando a encontrarlo. Tan pronto se queda dormido, aguzo el oído para colegir aquello que lo conturba y lo escucho enredarse en una media lengua frondosa que no tiene traducción. Una vez, recién pasadas las cinco, buscaba yo la punta de la madeja para desenredar su maraña, cuando lo escuché gritar. No pude contener la compasión por él, o sería más bien por mí misma, el caso es que me eché la chalina sobre los hombros y atravesé la cortina.

Pese a tanta convivencia y a tanto trabajo en común, en el último tiempo era poco lo que habíamos conversado los dos, tal vez porque la confianza mutua se nos había pasmado tras el primer envión, o por temor a remover heridas que ya se sabían incurables, o por pura falta de tiempo, porque las innumerables tareas del albergue no dejaban un minuto para asuntos personales.

Mientras las monjas echaban a andar el día arrastrando por el corredor sus pasos apurados, le acerqué a Siete por Tres un vaso de agua y me senté a sus pies, a esperar a que hablara. Pero los silencios enquistados tienen dura la costra. Él se guardaba sus cosas, yo me guardaba las mías y cada quien soportaba por dentro la marcha de su propia procesión. Mucho ansiaba yo que él rompiera el silencio, y él, callando, lo dejaba en manos mías.

Desde su regreso de la capital, Siete por Tres no había vuelto a mencionar a Matilde Lina. Yo me alegraba y se lo agradecía, inclinándome a interpretarlo como una señal favorable. Pero las palabras no dichas siempre me han infundido temor, como si permanecieran latentes y esperaran la ocasión de saltarnos a la cara, y en el fondo las resentía como si fueran una pérdida, como si se hubiera debilitado el lazo más íntimo que nos ataba, el puente hasta ahora indispensable para pasar desde su aislamiento hasta el mío.

Pensar así era arbitrario y absurdo y yo lo sabía bien; a todas luces lo primordial en el cambio que durante las semanas anteriores se había operado en Siete por Tres era su estado de exaltación, la confianza con que ahora asumía su protagonismo y su liderazgo, su compenetración con el entusiasmo colectivo. O mejor aún, el despliegue de esa fuerza interior que lo convertía en el eje del entusiasmo colectivo. Anda fuera de sí, habíamos comentado con la madre Françoise al verlo trabajar sin descanso desde la madrugada hasta después de la medianoche.

Escribo fuera de sí y me pregunto por qué será que Occidente carga negativamente esa expresión, como si implicara la desintegración o la locura, cuando estar fuera de sí es lo que permite estar en el otro, entrar en los demás, ser los demás. Siete por Tres andaba fuera de sí y parecía que buscara liberarse de la obsesión que lo enclaustraba. Parecía. Parecía pero no se sabía a ciencia cierta; nunca se debe subestimar la fidelidad que cada quien le guarda a sus viejos dolores.

Mientras se tomaba el agua, me propuse quebrar la autocensura que frente a él me imponía, y le conté largamente sobre mi arribo al albergue tres años atrás. Le hablé de la entrañable amistad con mi madre, quien no ve la hora de que regrese a su lado; del amadísimo recuerdo de mi padre, muerto hace demasiado tiempo; de mis estudios universitarios; de los hijos que nunca he tenido; de mi afición por escribir todo lo que me acontece.

—Y de sus amores, ¿no me dice nada? —me preguntó y yo pensé: O le hablo ahora o no le hablo nunca. Pero me lo había preguntado con cara de yo no fui, de estar eximido del tema, y ahuyentó de mí cualquier atisbo de coraje.

—Una mujer como usted debe haber roto muchos corazones . . .

—En el pasado, tal vez. A mi edad, el único corazón que uno rompe es el propio.

Sonaron las campanas llamando a misa de seis y yo supe que había dejado escapar el momento. Desde los dormitorios colectivos llegó el eco de toses somnolientas, algún radio soltó su letanía de noticias, los soplos asmáticos del ventilador sucumbieron ante la entrada de la masa espesa de luz, y yo tuve que volar a cumplir con mis tareas del desayuno.

Siete por Tres entró al comedor, y yo, mientras repartía tazas de cacao con mogolla y queso blanco, buscaba en el rebujo de mi cabeza la palabra que lo acercara.

Se quemó los labios al tomar el cacao hirviente y luego se asomó al espejo que cuelga sobre el lavaplatos. Lo vi ponerle gomina al peine y pasta al cepillo; ya se lavaba los dientes, ya me daba las gracias y se despedía; mientras tanto yo recogía los platos y comprendía que era ahora o no sería nunca.

—No es a Matilde Lina a quien buscas—me atreví por fin, y mis palabras rodaron, redondas, por entre las mesas ya vacías del comedor—. Matilde Lina es sólo el nombre que le has dado a todo lo que buscas.

Esta noche un aguacero cae como bendición sobre el recalentado albergue, disipando la tensión y el exceso de presencia humana. Yo me vine a acostar más temprano que de costumbre y ahora paso las horas despierta, escuchando en la negrura el roce de ráfagas de agua contra el techo de cinc, los ronquidos irregulares de la planta eléctrica, el silbido de víbora que emite el farol de la esquina al alumbrar de verde un redondel de lluvia. Todavía está oscuro y sin embargo cacarea el primer gallo y ocupa el aire de afuera un revuelo de gaviotas que alborotan y chillan como monos macacos. El gallo canta y canta hasta que logra avivar la humedad y yo prendo el ventilador, que deja caer sobre mí su brisa artificial y su matraqueo de helicóptero de bolsillo.

Todo está bien, constato, y registro sin asombro que la calma bienhechora que se extiende afuera se ha instalado también dentro de mi pecho. Hace ya más de un mes que se fueron el párroco de Vistahermosa y su colorida corte, pero el hechizo de su solidaridad todavía pesa, protector, sobre nosotros. La vida es tan bondadosa, pienso, y la muerte al fin de cuentas es tan mansa. De momento, ha cedido la angustia que suele gravitar sobre el albergue, disolviéndose con modestia en la amplitud de su contrario, que es el resplandor que me deslumbra en esta noche quieta, y que me regala estas ganas de creer que nos arrullan días amables, pese a todo. Por primera vez desde que conozco a Siete por Tres, el pulpo de la ansiedad ha dejado de oprimirme el corazón. Esta paz se asemeja a la felicidad, pienso, y como no quiero que el sueño ni el aire la disipen, agradezco la vigilia y apago el ventilador.

Ya flotan por el albergue los maitines de las monjas y percibo los pasos de Siete por Tres, que entra a su medio lado del cuarto. Por algún paralelismo predecible y favorable, los segmentos de un todo disperso encajan en su lugar con la pasmosa naturalidad de un destino que se cumple.

Adivino su silueta a través del telón del centro y sé que Siete por Tres se sienta en su catre y que se demora, botón por botón, al quitarse la camisa. Intuyo su mata de pelo y la siento respirar en la sombra, como un animal en reposo. Hasta mí llega, muy vivo, el olor de su cuerpo, y lo veo descolgar la tela de trama difusa y figuras borrosas que nos separaba.