Esquivando las garras del sargento Moravia, unas familias huyeron por escarpaduras donde apenas se podía apoyar el pie; otras lo intentaron dejándose venir por la montaña hacia abajo, forcejeando contra el reclamo del abismo. Perpetua, que con sus hijos buscó escondrijo en la espesura, no supo cuánto tiempo permaneció agazapada y haciéndose la delgadita, agarrotados los miembros y el oído embotado por los latidos del corazón, sintiendo o creyendo sentir el paso del enemigo por encima de su nuca y soltando muy despacio el aire para no delatarse con el sonido de su propio aliento. Mucho terror debió correrle por el cuerpo antes de que se atreviera a averiguar por los demás. Entre el barro amasado con sangre encontró unos vivos, otros muertos y otros idos: refundidos para siempre por el ancho mundo.
Décadas después habría de contarnos Siete por Tres, con la parquedad desganada con que se refería a sí mismo, que ese día se había rezagado con Matilde Lina para darle leche con el dedo a los gatos aquellos que habían intentado salvar; que siguieron en lo suyo sin escuchar la conmoción y que del peligro no supieron nada hasta que tuvieron encima los insultos y los culatazos de la emboscada. Se entregaron a la muerte sin oponer resistencia, pero la muerte, que le saca el quite a quien se le ofrenda, no quiso pasarles la cuenta de cobro de un solo envión.
—La Muerte tiene una hermana, más taimada y perseverante, que se llama Agonía. La dama Agonía me sostiene en sus brazos desde aquella vez—me dice Siete por Tres, y yo siento el súbito impulso de acariciarle ese pelo de indio arhuaco que tiene, tan robusto y retinto y tan al alcance de mi mano en este plácido momento en que cae la tarde, mientras Siete por Tres y yo, doblados sobre un surco, sembramos legumbres el uno al lado del otro. El sol, que nos fustigó sin clemencia durante todo el día, se ha entregado por fin a la mansedumbre; los enjambres de zancudos vibran en la última luz, desentendidos de nosotros; la tierra fértil que removemos suelta un olor que apoya y reconforta, y mi mano, decidida, va adivinando la textura de ese pelo lacio y pesante que está a punto de tocar. La yema de mis dedos se alegra en lo ya-casi del roce. Hacia allá se estira, confiado, mi brazo, pero yo lo contraigo enseguida: algo me grita que no debo seguir. El pelo negro se aleja, reverberando y quemando, en centelleo de señales contradictorias.
Releo lo que acabo de escribir y me pregunto por qué me subyuga su pelo, su pelo, siempre su pelo. O mejor dicho el pelo, todo pelo: el lujo y el lustre y la conmovedora tibieza de los seres dotados de pelo, como si mis dedos hubieran sido creados para desaparecer entre la suave densidad de un pelo oscuro; como si un irracional instinto de mamífero huérfano guiara mis afectos.
—A Matilde Lina la maltrataron, la arrancaron del niño y la llevaron arrastrada hasta algún lugar del cual no se tuvo noticia—me dice la señora Perpetua, haciendo silbar las eses contra esa prótesis dental que tanto la martiriza y la enorgullece.
A partir de entonces el rastro de Matilde Lina se borra del mundo de los hechos y se entroniza en las marismas de la expectativa. De nada le valieron las patadas de potranca que sabía repartir, ni los tarascazos que pintaron la marca de sus dientes en tanta piel ajena. ¿La doblegaron trincándola del cabello, la tildaron de perdida y de demente, la obligaron a hincarse entre el barro, la quebraron en dos, le partieron el alma? ¿Retumbaron sus alaridos por las hondonadas del monte? ¿O lo que erizó las pieles fue el currucutú del búho saraviado, o el graznido de algún otro pajarraco, de todas las aves que conocían su nombre y que empezaron a gritarlo en letanía atolondrada?
Siete por Tres no lo sabe. No lo sabe o no quiere saberlo. Y si sabe nada cuenta, guardándose para sí todo el silencio y todo el espanto. Me habla de ella como si se le hubiera refundido ayer: el paso del tiempo no mitiga el ardor de sus recuerdos.
Después de la emboscada de Las Águilas, Matilde Lina no volvió a aparecer ni en vida ni en muerte, y no hubo quien diera razón chica o grande de esa mujer refundida en el tráfago de la guerra, como tantas y tantas. A Siete por Tres lo dejaron vivo pero condenado a morir, librado a la improbabilidad de su destino de niño solitario por segunda vez, por segunda vez huérfano y tirado al abandono. Un hijo del monte, volando al capricho de los cuatro vientos, en medio de un país que se niega a dar cuenta de nada ni de nadie.
Desde aquí puedo verlo: lelo, como debió quedar después de la desgracia. Sumido en un trance, sentado al borde del camino mientras se va haciendo noche, muy despacio. Nada se mueve a su alrededor y el tiempo no lo apremia: no tiene adónde ir. Mientras espera va envejeciendo sin darse cuenta: sólo sabe que la mujer que ha desaparecido de su lado tiene que reaparecer, algún día. Cuando ella regrese el niño despertará, ya adulto, y echarán a andar hombro con hombro. Por el camino y sin hacer ruido, van pasando los días, los meses y los años en un aletargado transcurrir, pero la mujer que debe regresar no halla cómo hacerlo.
—Tanta vida y jamás . . . —suele suspirar de vez en cuando Siete por Tres, y repite un par de veces esa frase que ya he escuchado antes, en boca de otro y en otro lugar, sin entenderla del todo en aquel entonces y tampoco ahora.
—Tanta vida, tanta vida . . .
—¿Y jamás? —completo yo, por seguirle la corriente.