SEIS

Image

Me pregunto cómo habrá resistido semejante golpe el adolescente de doce o trece años que debía ser por aquel entonces Siete por Tres. En qué silencios habrá caído, qué tan hondo habrá descendido en las aguas de su propio ser, qué desconciertos tuvo que atravesar hasta el día en que haciendo acopio de todas sus fuerzas volvió a salir a flote, transformado en este hombre a quien amo sin esperanzas de retribución.

—Su peor tormento ha sido siempre la culpa—me dice Perpetua, y respalda su argumento con la autoridad que le confiere el conocerlo desde antes de la tragedia.

—¿La culpa?

—Culpa de no haber impedido que se la llevaran. De no buscarla con suficiente empeño. De seguir vivo, de respirar, de comer, de caminar: cree que todo es traicionarla. Como le pasan los años sin dar con ella, se ha ido enredando en una telaraña de recriminaciones que lo persiguen despierto y lo revuelcan en sueños.

Cómo puede ser, si en el albergue tanto pregona Siete por Tres la buena maña de perdonar. «Las faltas del pasado se dejan en la puerta. El que aquí se refugie debe saber que de ahora en adelante sólo tiene cuentas pendientes con su conciencia y con Dios.» Así les advierte a todos, hasta a los que vienen acompañados de escandalosa reputación, sea de ladrón, de puta, de guerrero o de asesino. A quien murmura suciedades sobre el pasado ajeno se lo dice de frente: «Mejor cállese, don Fulano, que aquí adentro no hay ni buenos ni malos.»

—Ésa es la enredadera que toda razón enreda—me responde la anciana—. Al único que Siete por Tres no puede perdonar es a su propia persona.

—¿Por qué anda purgando un crimen que ni cometió ni pudo impedir? —insisto yo—. ¿Por qué se castiga de esa manera?

—Porque son otros los vericuetos de su culpa. Siete por Tres no miraba a Matilde Lina como a una madre—me revela lo que sé mejor que nadie—. Yo, que parí siete y perdí tres, conozco la forma de mirar de un hijo. Matilde Lina sufría extravagancias de temperamento, pero era mujer de empaque fuerte, cara aniñada y pechos grandes. Muchos codiciaban su cuerpo, y si no lograron hacerlo suyo, fue porque ella sabía defenderse a patadas y a mordiscos. La vi lavando en el río con la blusa zafada y a medio abotonar, y vi al Siete por Tres a su lado, muchacho de apenas bozo y pelusa que le iba naciendo allí donde no se atrevía a confesar. Los senos de ella que se asoman y el niño que los contempla, quieto como si fuera de piedra, sofocando el resuello: haciéndose hombre en esa visión.

También yo puedo ver a Matilde Lina al filo del agua, ocupada en su oficio, sumergida en sí misma e inconsciente de su desnudez, en ese momento de intimidad profunda que nada logra perturbar, ni siquiera la fiebre de amores que quema las pupilas del muchacho.

—No habrá sido el primer adolescente que le vea los pechos a la madre—le objeto a Perpetua, y ella se ríe.

—No, no habrá sido—me contesta—. Ni será el primero que de ahí en más ande buscándolos en todos los otros pares que se le crucen por delante.