Tras la estampida de la caravana, el día de la desaparición de Matilde Lina, Siete por Tres no fue el único que quedó abandonado en el pico de Las Águilas. Por sabia cabriola del azar, que no es arbitrario como se sospecha, allí apareció también la imagen conocida como la Bailarina, solitaria y naufragando a medias en las espesuras del tremedal.
—A la hora de la emboscada no quiso protegernos, nuestra Virgen protectora—todavía hoy la sigue recriminando Siete por Tres, y me cuenta que al reconocerla desfallecida entre el fango, sintió que una vaharada de rencor le incendiaba el rostro.
—Pedazo de leño viejo, abusiva, recostada. ¡Triste muñeca de palo!—fueron, según recuerda, las blasfemias que le gritó—. Años y años cargándote en andas como si no pesaras, de noche alumbrada con velones y de día protegida de los rigores del clima por un baldaquino de duquesa, para que al final permitieras que nos llevara la calamidad.
Tratando de acallar ese rumor de soledad que había regresado de repente, Siete por Tres dio en culpar de la desaparición de Matilde Lina a la Virgen bailarina, única compañía que la vida no le había confiscado, y profería contra ella esos insultos y otros más severos, hasta que comprendió que aquella señora, que antes parecía bailar sevillanas con los mismos ademanes con los que ahora chapoteaba entre el pantano, no sólo no era infalible como protectora, sino que por el contrario, estaba sumamente urgida de protección.
—Entonces la perdoné y me enredé en la obligación de seguir cargando yo solo con ella, así que la rescaté de aquel fangal, la enlustrecí como pude, me la eché a la espalda y arranqué a caminar, hacia destinos que ni ella ni yo teníamos previstos ni estábamos en condiciones de determinar. Te pido mil perdones, mi Reina Bendita, pero hasta aquí te llegó la procesión: así le advertí para que se fuera olvidando del privilegio de las andas y para que renunciara de una buena vez a las candelas encendidas en su honor, a los salmos y a los himnos y a las rositas cecilias con las que le urdían guirnaldas. De aquí en más, le anuncié con franqueza, vas a tener que seguir la travesía a lo pobre; a lomo de indio, sin otro manto que este costal de yute ni otro lujo que esta soga. Como quien dice: se te acabó el reinado, mi Reina; ahora empiezan tus andanzas de persona del montón.
—Dios, que no olvida a sus hijos, quiso dejársela por socia y guardiana—Perpetua se santigua y besa una cruz que forma colocando el pulgar sobre el índice, y yo, que voy atando cabos, comprendo que Matilde Lina y la santa bailarina deben ser, de alguna extraña manera, una misma figura, virgen y madre, a la vez pródiga en amor e inalcanzable.
La vida, avasalladora, siguió su curso y cada quien se defendió como pudo, y en las décadas siguientes, que por falta de testigos sólo he podido reconstruir a parches, Siete por Tres, quien como he dicho tiene la costumbre de no hablar de sí, creció y llegó a adulto, se diría que contra toda evidencia. Supongo que si lo logró fue gracias a su obstinación de peregrino, a las leyes solidarias del camino, al amparo de los generosos y a la benevolencia de su Virgen tutelar. Tal vez al sexto dedo de la buena suerte y, por encima de todo, a ese inexorable empeño en seguirle el rastro a su amor.
Se había acabado la llamada Guerra Chica y había empezado otra que ni nombre tenía y que andaba mermando a la población, cuando apareció Siete por Tres en esta ciudad petrolera y ardiente de Tora, vestido de lienzo blanco como la gente del campo, con su Virgen bailarina bien envuelta en plástico y amarrada con piola, y afianzada en la cabeza la convicción de que aquí encontraría por fin a Matilde Lina, según información que le había suministrado una mujer en San Vicente de Chucurí.
—¿Ya la buscó en Tora? —le había dicho aquella señora—. Allá conocí a una que se ganaba la vida lavando y planchando, y que encaja justo con su descripción.
Miles acudían acicateados por la necesidad a esta feria de las ilusiones, adivinando en el oro negro su tabla de salvación y atraídos por los decires que flotaban en el aire con aleteo de futuro.
—Allá hay trabajo; en la refinería necesitan gente.
—En dos meses mi tío ganó suficiente para vivir todo el año.
—El petróleo da para todos.
—En Tora las cosas van a andar mejor.
Mientras los hombres soñaban con conseguir enganche en la refinería, las prostitutas y las muchachas casaderas soñaban con conseguirse un obrero petrolero, famosos en el país por bien pagos, despilfarradores y dispuestos. Se decía que el billete que soltaban alcanzaba no sólo para la manutención de esposas y queridas, sino también para el bienestar de vivanderas, vendedoras de empanadas y mazorca asada, masajistas, rezanderas, destiladoras de aguardiente, modistas, estriptiseras y vendedoras de lotería.
El sueño de Siete por Tres era propio suyo, no compartido con nadie. Recorría el territorio en dirección contraria a la multitud, con la única expectativa de toparse cara a cara con su Desaparecida a la vuelta de cualquier esquina, y toda esquina era una ansiedad que tras el cruce se volvía desengaño.
—Le compré una medalla de oro y una camisa de encaje—me cuenta—para que no me sorprendiera el reencuentro sin un regalo que darle, y no me daba el lujo de un descanso por temor a quedarme dormido y que ella pasara de largo.
Una medalla de oro y una camisa de encaje. Una medalla de oro y una camisa de encaje. Esta noche no puedo dormir: me lo impide el calor. Me lo impide saber que alguna vez quiso regalarle una medalla de oro y una camisa de encaje.
—Aquí viene a parar el mundo entero, y tarde o temprano tendrá que venir también ella—se repetía por ese entonces Siete por Tres cada vez que sentía avecinarse una crisis de fe, y dejaba que sus días transcurrieran entre los malleros, pero sin hacer causa común con ellos. El mallero es uno que se cuelga a la esperanza, pegándose a la alta malla metálica que rodea a la refinería para impedir que penetren los afueranos y los sin–carné. Un mes, dos, cinco meses puede permanecer el mallero allí parado, a sol y a sereno, aguardando a que lo dejen entrar y lo enganchen en la nómina. A lo largo de la malla se agolpan por racimos, aferrados a esa promesa que nadie les ha hecho, al aguardo de la oportunidad que la vida les está debiendo.
En medio de aquel hacinamiento, Siete por Tres veía desfilar toda suerte de pájaros, arremolinados, expectantes y alertas: soldadores que venían siguiendo la voz del tubo de petróleo desde Tauramena, Cusiana o Arabia Saudita; esmeriladores que ya habían probado suerte en Saldaña, Paratebueno o Irak; egresados del Sena, bachilleres técnicos, aventureros, pichones de ingeniero, siendo el más raro de todos el propio Siete por Tres, que deambulaba sin otro propósito que ir preguntando si alguien por casualidad conocía, de vista o de oídas, a una mujer sasaimita de mirada inconstante y poco hablar, de nombre Matilde Lina, lavandera de oficio. Si le pedían especificaciones reconocía en un susurro que era igual a todas, ni alta ni baja, ni blanca ni negra, ni linda ni fea, ni coja, ni boquinche ni lunareja, nada, nada en el mundo que la distinguiera de las demás, salvo los muchos años de vida que él había empeñado en buscarla.
La oferta de trabajo abundó para los primeros en llegar, alcanzó para los segundos, escaseó para los terceros. La empresa cerró la contratación de personal y de ahí en adelante el resto se quedó esperando, sin límite de aguante, hasta el día sin cuenta en que la malla se abriera para acogerlos.
—Nos habíamos convencido de que el petróleo era varita mágica que remediaba todo mal—dice Perpetua, quien también llegó a Tora montada en el embeleco—. Y alguna vez quizás lo fuera pero después ya no, aunque a muchos la idea se les había incrustado en la confianza como piedra en el zapato. Mientras unos se largaban, empujados por el desencanto, otros tantos iban llegando. Los veíamos aparecer sin equipaje, mirando alrededor con unos ojos de ojalá que sabíamos reconocer, porque todos alguna vez tuvimos que mirar de ese modo. Los que estábamos desde antes nos apretábamos para abrirles sitio y no les advertíamos, porque ya la experiencia se encargaría de apagarles el ojalá de la mirada.
A punta de pasar tiempo y de no comer, enflaquecieron los hombres al pie de la malla. Las mujeres de las empanadas alzaron con sus canastos para ir a vender a otra plaza y las niñas solteras dieron en soñar más bien con militares o con buscadores de esmeraldas. Hasta el ánimo inquebrantable de Siete por Tres presentó señales severas de descreimiento y de fatiga, como esa noche aturdida que tanto habría de pesarle en la conciencia, cuando invirtió el último billete en una parranda de ron blanco, le regaló la blusa de encaje destinada a Matilde Lina a cualquier puta joven de sonrisa honesta y, tras una hora de amor, le encimó la medalla.
Y yo aquí pensando en todo esto, tan lejos de mi propio entorno y acostada en esta cama revuelta, sin poder dormir. Me lo impide el calor. Me lo impide el ruido de la planta eléctrica. Me lo impide el miedo que de noche se agazapa en los rincones de este lugar asediado. Me lo impide saber que un hombre llamado Siete por Tres, si es que tal cosa es nombre, una vez, hace tiempo, le compró a su amada una camisa de encaje y una medalla.