Donatella y Stefano estaban sentados uno pegado al otro en el rústico sillón de madera, expectantes y en silencio. Ya estaban casados y ahora seguía la otra parte del plan, la que tal vez nunca llegaría, pero llegó. El viaje al nuevo mundo. No sabían qué les deparaba el destino, tenían la ilusión y la esperanza que les regalaba la juventud y el miedo que les imponía lo desconocido.
Días y noches enteras estuvieron conjeturando acerca de si estaban tomando la decisión correcta. Pedían opiniones a todas las personas con las que se cruzaban, pero claro, cada una contestaba según su parecer y ellos se llenaban cada vez más de dudas y confusiones.
La tía María les había dejado la cabeza dura con las recomendaciones, era la hermana mayor de la madre de Donatella y estaba muy afligida al ver cómo su sobrina desperdiciaba su vida viajando a un lugar tan lejano, tan incierto, y solo porque un amigo de Stefano les había contado que en la Argentina la vajilla era de oro, y que uno se podía volver de pobre a rico en muy poco tiempo.
En cambio, la tía Eulalia tenía otra técnica para retenerlos, les había contado que en el nuevo mundo los indios se comían a las personas, y que esa era la razón por la cual el territorio estaba tan despoblado y prometían tierras y oro a todo el mundo para que fueran.
Pero como en todas las familias siempre hay un tío bueno, el tío Benito los alentó para que viajaran y les enseñó con paciencia y tiempo el idioma español.
Ahorraron todo lo que pudieron y el resto lo pidieron prestado a parientes y amigos.
Y así fue como Stefano Giuseppe Costa y su esposa Donatella Elsa Sabatino, tomados de la mano y llenos de baúles, miedos, incertidumbres y esperanzas, salieron del puerto de Génova hacia el país de las oportunidades, Argentina.
Cuando el barco zarpó, no había vuelta atrás. A Donatella le costaba controlar sus emociones, lloraba viendo a su madre, a su padre, a sus hermanos, a sus parientes y amigos allí parados; sabía con seguridad que sería la última vez que los vería. Pero por otro lado se sentía feliz de irse con su marido, querían salir de la pobreza y esta era una buena oportunidad.
Transformaron ese viaje en tercera clase en una gran aventura en el medio del océano.
Codo a codo, con las miradas perdidas en el mar, cada uno le otorgaba vida a sus sueños, a sus campos, a sus hijos, a la felicidad y sobre todo a la tranquilidad.
—¡Addio, Italia! —gritó Stefano, luego volteó hacia su esposa y le sonrió.
—¡Addio, Italia! —exclamó Donatella devolviéndole la sonrisa—. ¡Saremo felici! —agregó.
—¡Seremos felices! —replicó, en español, Stefano.
La brisa fresca, el firmamento salpicado de estrellas y el rugiente océano plateado fueron reemplazados por la comida escasa, la hediondez, la falta de higiene y el hartazgo de no llegar nunca.
Cuando parecía que ya no soportarían más, el capitán anunció la pronta llegada y la sirena del barco aturdió sus oídos. Un escalofrío recorrió el cuerpo de ambos, cruzaron sus miradas ansiosas, nerviosas. Habían llegado.
Luego de recibir todas las instrucciones para el desembarco, estaban listos. Stefano acomodó su gorra y ciñó el cinto que cerraba su pantalón por arriba de la cintura, y Donatella, luego de ajustar el pañuelo que cubría su cabeza y rodeaba su cuello, apretó fuerte la medallita de la Virgen que traía en el bolsillo de su vestido oscuro, largo hasta los tobillos, que dejaba al descubierto sus toscos zapatos negros y sus medias grises.
El corazón se les vino a la boca cuando subieron a los carros destartalados de madera, con grandes ruedas, que se utilizaban para desembarcar. Mojados hasta la cadera, abrazados y asustados, llegaron a tierra firme. El caos de la muchedumbre fue la primera impresión que tuvieron de una Buenos Aires húmeda y briosa.
Tuvieron que hacer largas colas para controlar su documentación en la Comisaría General de Inmigraciones. Stefano hablaba en italiano y en español, y trataba de averiguar cómo eran los trámites y a dónde había que dirigirse para adquirir tierras. Pero nadie sabía nada, allí solo se hacía el control de documentos. A los que llegaban como ellos les otorgaban cinco días de gracia para vivir gratuitamente en un lugar hasta que se pudieran ubicar. Se sintieron un poco más aliviados.
Luego de los papeles y de interminables horas de espera, los montaron en carros con todos sus bártulos y los trasladaron en pequeños grupos al Asilo para Inmigrantes ubicado en la calle Corrientes. El lugar ya estaba atestado de personas de distintas partes del mundo, con los mismos sueños que los Costa.
Cuando se instalaron, les avisaron que deberían trasladarse a otro lugar para recibir la comida. No eran justamente los cinco días de gracia que se habían imaginado, pero era lo que había. Ya acomodados, ambos sentados sobre sus baúles, miraron a su alrededor. Lo que veían era poco gratificante.
Donatella observaba los rostros lúgubres de las personas que tenía a su alrededor. Una sensación de incertidumbre comenzó a invadirla. No eran más que un grupo de humanos acorralados. En ese sitio no había comodidades, ni siquiera camas; solo una música de dialectos desconocidos preponderaba en el lugar.
Stefano se sentía un poco confundido, tal vez había exagerado en sus sueños, en imaginar cómo sería su nueva vida. Los dichos de su padre terminaban teniendo razón: “no sueñes tanto que después la realidad es muy dura”.
Se acercó a conversar con los residentes. Luego de escuchar las historias de varias familias enteras, regresó al lado de Donatella con una sonrisa dibujada en el rostro. No quería preocupar a su joven mujer.
En ese sitio todos esperaban lo mismo, pero nadie sabía dónde buscarlo.
Stefano seguía tratando de encontrar por dónde sonreía este país.
Un italiano le contó que venían “los representantes” con las ofertas laborales; trabajo había y mucho. Algunos se iban a lidiar con la caña de azúcar a Tucumán, los más corajudos se habían largado por su cuenta campo adentro para colonizar. Por lo general, se trataba de lugares descampados y prometedores a la espera de la intervención humana para empezar a ser. Corrían diferentes versiones y se escuchaban comentarios que afirmaban que los indios estaban al acecho de los nuevos pobladores que invadían su territorio. Pero nadie vendía ni otorgaba tierras como pensaba Stefano. Las propuestas eran de trabajo y eran aceptadas bajo el coraje y la necesidad de sobrevivir.
El joven estaba muy indeciso, si bien tenía el dinero para comprar un terreno, no quería gastarlo a los pocos días de haber llegado. Pero la situación apremiaba. El tiempo comenzaba a transcurrir en ese inhóspito lugar, en el cual hombres, mujeres y niños esperaban ver qué les deparaba el destino. ¿Qué esperaban? Solo Dios sabría.
Stefano se preguntaba qué hacer, si buscar un trabajo ahí mismo. Pero, ¿qué trabajo? No le gustaba la idea de irse a otro lugar, temía encontrarse con un panorama parecido al que estaban viviendo ahora. O tal vez peor, con los indios de la tía Eulalia. Había escuchado los comentarios de quienes no quisieron irse tierra adentro por miedo a los indígenas. Lo que hacía un tiempo le sonaba a leyenda, ahora se transformaba en una cruenta realidad.
Luego de dejar a Donatella custodiando los baúles, salió a caminar prestando especial atención a la traza de las cuadras para no perderse y poder regresar.
Preguntó por todos lados si existía una oficina que otorgara tierras a los recién llegados; pero siempre lo enviaban al mismo lugar; la Oficina de Inmigrantes.
Mientras recorría las calles sedientas de lluvia, el pegote le subía por el cuerpo ocasionándole fuertes picazones en el cuero cabelludo. Se sacó la gorra y se la metió en el bolsillo. Luego revolvió su cabello, así estaba mejor. Siguió caminando mientras pensaba qué hacer. Las ideas rebotaban en su cabeza.
Caminó y caminó y cuando se dio cuenta había ingresado a una zona de la ciudad un poco más linda, mejor cuidada. Se notaba en la gente que transitaba por las calles, los carruajes eran lujosos. Era otra Buenos Aires, las mujeres encorsetadas, ataviadas con vestidos y sugerentes sombreros sobre sus cabezas. Caballeros gustosos en sus cabriolé biplaza sobre dos ruedas, con sus galeras al viento.
Se detuvo en la esquina justo antes de cruzar, dejando que pasaran unos caballos. Instintivamente se dio vuelta y vio las palabras en el cartel: Club del Progreso. “¡Qué lindo nombre, del progreso!”, pensó. Se acomodó para ver mejor. Por la puerta principal ingresaban señores muy distinguidos. Se acercó un poco más y se quedó mirando.
Las horas siguieron pasando y Stefano estaba allí, clavado como una estaca, al frente del Club del Progreso. Soñando con los ojos abiertos con su propio progreso.
Se abrió una puerta lateral y un hombre salió, se trataba del portero. Stefano, sin pensarlo, se acercó.
—Buenas. Sé hablar español, y estoy buscando trabajo…
El robusto hombre lo miró con extrañeza, luego pegó media vuelta y se fue sin responder. Stefano se quedó allí, parado, lleno de decepción. Miró hacia adentro del edificio y lo que vio iluminó sus ojos. A los pocos minutos una figura interrumpió sus pensamientos. Era otro señor, vestido de mozo.
—Dice el portero que buscás trabajo —le dijo en italiano.
Stefano estrujó su gorra apretándola contra el pecho e inclinándose hacia adelante le contestó:
—Sí, señor, también hablo español y sé cocinar. Ma propriamente no tengo cómo demostrarlo, recién llego de Italia.
El desconocido lo contempló de arriba abajo. Stefano enseguida se enderezó y luego de mover su cinto de un lado para el otro con ambas manos, hasta dejarlo en su lugar por encima del ombligo, se acomodó la gorra sobre el cabello ondulado y transpirado y pegó sus brazos a los costados del cuerpo.
—Pasá, presto, hombre, que el Vasco se enfermó y nos faltan mozos —le dijo apenas terminó la inspección ocular.
Stefano experimentó una fuerte sonrisa interna. De esas que no se ven por fuera pero que te hacen vibrar por dentro. Caminó detrás del hombre, firme como un soldado. Tenía los ojos abiertos como un pescado, no podía dar crédito a todo lo que veía. Contó hasta seis arañas de bronce dorado colgadas del techo, con bombitas de más de cuarenta luces de gas. Brazos de pared, cortinados de seda. Las paredes empapeladas con ribetes de oro. Miró hacia arriba como si pudiera traspasar el techo y comunicarse directamente con el firmamento y le dijo a su querido San José: “quiero trabajar aquí”.
El lugar se veía tan impecable como las personas que lo atendían.
Sintió alivio. Tener trabajo le ayudaría a seguir conservando el dinero para comprar un pedazo de tierra. Estaba ansioso, quería salir corriendo y contarle todo a Donatella.
Lorenzo era el nombre del italiano, y era el jefe de personal del Club del Progreso. Luego seguía Dieter, a quien le decían el Alemán. Y Ahmed, el Turco. Eran muchos más los empleados, pero entre estos tres había una amistad muy particular.
El Tano, como le decían a Lorenzo, le indicó a Stefano que tenía que hacer los trámites para poder incorporarlo al plantel de trabajo. Debía dirigirse al Hospital General de Hombres, conseguir el certificado de sanidad y regresar con sus documentos. Si todo estaba en orden comenzaría a trabajar enseguida.
Donatella había acomodado sus baúles y se había sentado encima de ellos a esperar a su esposo. Mientras pasaba el tiempo seguía mirando todo a su alrededor. El desasosiego era general. Tuvo la necesidad de taparse disimuladamente la nariz con un pañuelo para no dejar que la hediondez ingresara directamente en sus fosas nasales. Los niños eran muchos y todos orinaban allí mismo. Apenas lo viera ingresar a Stefano se iba a tomar ella el tiempo para poder salir a respirar un poco de aire fresco.
Inmersa en sus propios pensamientos desgraciados no vio a su marido que ingresaba corriendo, con la respiración agitada. Le contó todo y se propuso cumplir cuanto antes con los mandatos solicitados para ingresar a su nuevo trabajo. Ahora sí podía buscar un sitio para vivir y sacar a Donatella ya mismo de ese lugar. Y bueno, después de todo, el país le había regalado una sonrisa.
Luego de una larga noche sin amor, tomados de la mano y apoyados en sus pertenencias, durmieron algunas horas. Pensamientos de todos los colores inundaron sus mentes.
A la mañana siguiente Stefano salió a completar todos los trámites que le habían solicitado en el Club del Progreso, mientras que Donatella sentía la necesidad imperiosa de salir a tomar un poco de aire fresco. No iba a soportar todo el día allí encerrada. Conversó con una joven irlandesa que hablaba un poco de italiano, y que estaba apostada con su familia justo al lado de ella, y le pidió que le cuidara sus bártulos por un momento. Así podría salir a cambiar el aire de sus pulmones. En cuanto estuvo afuera se sintió renovada. Compró pastelitos y fruta, y luego regresó.
Pasaron dos días más. Donatella y la irlandesa se turnaban para salir a refrescarse. Cuando le tocaba el turno a ella, salía corriendo a abrazar la calle polvorosa. Estaba distraída con sus pensamientos cuando levantó la vista y lo que vio le llamó la atención: su marido venía, junto a dos hombres, montado en un carro desvencijado. Se bajó del mismo y llegó corriendo hasta donde estaba su esposa. Eufórico, le hablaba a los gritos:
—¡Presto, Donatella! ¡Nos vamos a mudar ahora!
Ella lo miraba sin entender. Él seguía hablando sin esperar respuestas.
—Te presento al Alemán —le dijo.
Donatella lo seguía mirando, incrédula, ¿dónde había hecho amigos su marido? ¿En tan poco tiempo? ¿Y un alemán?
Stefano tomaba aire y continuaba.
—¡Andiamo, Donatella, el Alemán nos va a acompañar a una casa donde alquilan habitaciones!
—Ma, Stefano, ¿estás seguro? —preguntaba la joven, aturdida.
—¡Claro, mi Donatella, nos vamos! ¡Presto! No tenemos mucho tiempo.
Ingresaron al Asilo. Donatella se despidió de la joven irlandesa y su familia. Cargaron sus pertenencias en el precario carro que habían alquilado a un criollo que los esperaba afuera. Subieron los tres, y Donatella, sostenida del brazo de Stefano para no caerse con el bamboleo del carromato, observaba y rezaba por lo bajo. ¿Qué había hecho su marido, a dónde la llevaba? Siempre tan impulsivo. Pero, en fin, salir del hacinamiento en el que estaban era bueno.
Los cuatro, con los baúles arriba del carro tirado por un caballo, comenzaron a balancearse después de que el látigo sonara sobre el lomo del animal.
Con la cosquilla en la panza y el vértigo que le producía ir montada allí arriba, Donatella se regaló una sonrisa. Un poco mareada y llena de intrigas se entregó a lo que vendría.