Stefano Costa estaba contento con su empleo, aunque en el fondo de su corazón aún conservaba la ilusión de comprar su tierra y establecerse allí con su esposa.
Cuando terminaba la jornada laboral en el Club del Progreso, se iban a fumar y a beber con otros trabajadores a un bar en San Telmo. Allí, Stefano se fue enterando de la realidad del momento. No había una oficina que vendiera tierras, tampoco había planes para los inmigrantes más que penosas ofertas de trabajo de muchas horas y poca paga.
La mayoría de los inmigrantes había venido al país por lo mismo: una esperanza de mejorar la calidad de vida.
Algunos lo hicieron solos, los más audaces habían traído a toda su familia. Unos se habían marchado de la ciudad y habían logrado fundar sus colonias y sobrevivir a los indios; otros se quedaron allí y se emplearon donde pudieron.
Stefano escuchaba atentamente las distintas historias de vida. Y a pesar de las quejas de muchos por la cantidad de horas que trabajaban y por lo poco que les pagaban, Stefano se sentía entusiasmado y con esperanzas.
Caluroso y seco transcurría diciembre. Las mujeres se turnaban para mantener la casa y la comida mientras que los hombres trabajaban de sol a sol.
La mañana se sentía caliente desde muy temprano, Nina y Donatella salieron hacia el mercado, mientras caminaban, conversaban. Nina le contó la historia del Francés.
—Cuando llegó con toda su familia y no encontró el oro que venía a buscar, se amargó tanto que se volvió loco.
—Ma, ¡no digas!, pobre hombre —exclamó Donatella.
—Sí. Se murió tratando de cortarse la cabeza por haber tomado tan malas decisiones. Y ahora la pobre mujer quedó indigente y está en la calle con sus hijos a cuestas. ¿Qué te parece, Donatella?
—No lo puedo creer, qué desafortunado. Lo mató la culpa y no pensó en su familia. ¿Será verdad…?
—Sí, es verdad y no es el único. También me contaron del Polaco que le dijo a su mujer que se iba a trabajar al interior y no volvió más. Ahí está la mujer, con sus cinco hijos. Dicen que de noche hace favores a los hombres y con eso consigue un poco de comida.
—Bueno, nosotros vamos a salir adelante, ¿no?
—¡Claro que sí! Te cuento otra, la esposa del Irlandés. Dicen que era muy linda. Cuando el marido se empezó a hacer el cocorito con los trabajos que encontraba y lo echaban enseguida, la muy doña, se fue con uno de los cogotudos, dueño de una tienda importante. Lo dejó a él y a los dos chicos. Cuentan que la vieron muy almidonada paseando por Palermo.
Nina imitaba a la supuesta mujer caminando con elegancia y Donatella se reía. Llegaron al mercado y comenzaron a regatear precios y a comprar.
La joven Donatella quedó tan impresionada con esa historia que le contó Nina del hombre que se había suicidado como consecuencia de la depresión, que cada día motivaba a su esposo: siempre le repetía que estaban muy bien y que lo mejor aún no había llegado. Se quedó pensando… ¿Y si su Stefano se desalentaba porque no podía comprar la tierra que tanto quería? ¿Y si se deprimía?
Pensó que la solución sería buscar un trabajo para ella, pero a Stefano se le ocurrió la idea de que trabajara como costurera en su casa. Los inmigrantes también necesitaban ropa. Y más que nada arreglar la que tenían. Y así empezó a trabajar Donatella; un arreglo, un botón, una camisa. En poco tiempo se hizo conocida entre los vecinos y el trabajo ya no le faltó.
Como era el mes de la Navidad, con los retazos que le quedaban fabricó ropa, muñecos y pelotas de trapo para los más pequeños. Los envolvió y los guardó para regalárselos en Nochebuena.
Era la primera vez que pasaban la Navidad lejos de sus familias. Las mujeres hicieron magia con los pocos pesos que tenían y fueron al mercado a comprar lo necesario para festejar.
En la precaria cocina a leña prepararon pollo a la canaleta, una receta del abuelo de Donatella, a quien, justamente, le decían Canaleta. A cada pollo lo trozaron bien pequeño, incluyeron el corazón, el hígado y la panza. Apenas lo rebozaron con harina, huevo batido, leche y mucho pimentón, ají molido, sal y un poco de comino. Lo dejaron chillar en el aceite hirviendo. Se las ingeniaron para elaborar exquisitas bombas de papa rellenas con queso y pasas, fritas en el mismo aceite. Terminaron con varias manchas color bordó en sus manos y brazos propias de las quemaduras.
Luego de la misa, las mujeres y los chicos degustaron las frituras y algunos dulces. Cantaron, repartieron los regalos entre los niños, entonaron canciones de sus países, ensayaron algunos pasos de baile y se rieron mucho.
Tarde y bien pasada la medianoche, llegaron los muchachos, cansados. Las mujeres los estaban esperando con la reserva de comida que habían separado para ellos.
Stefano, aún con todo el agotamiento posado en su espalda, revivía sus fuerzas en el cuarto, junto al cuerpo desnudo de su joven esposa. Donatella, siempre con los ojos cerrados y al tanteo acariciaba al muchacho. Si por accidente llegaba a rozarle el pene, sacaba su mano rápidamente, y el joven, pícaro, se la tomaba y la volvía al lugar. Lo enloquecía de placer sentir su miembro contenido en la mano de su mujer. Transformaba su cansancio en excitación. También le gustaba ver cómo su tímida esposa le pedía con su cuerpo, sin hablar, que la penetrara. Levantaba las caderas hacia arriba, frotando los pliegues de su sexo en el glande de Stefano, esperando que la poseyera, que la impregnara, deseando sentirlo adentro suyo. Se gozaban y se amaban, ese momento era para ambos la perfecta culminación de un pesado día.
Tímida y sabrosa, pero con una hermosa sonrisa, la Navidad pasó por la humilde morada de los Costa y sus amigos. “Seguro que lo mejor está por venir”, se consoló Donatella.
Luego de rezar y santiguarse, abrazó a su amado Stefano y con el aroma de su transpiración, mezclado con el humo de los cigarros y las frituras, se durmió.