Era india, o una china… Su cara lo decía todo. Su nombre era Sayén.
Los recuerdos recurrentes de su infancia eran los vientos fuertes y fríos, la piel suave acariciando su cuerpo y el olor a carne dulce asada. Las caminatas a la vera del río junto a su madre. Cuando salían a cazar guanacos, a destripar mulitas. Todo eso quedó en el camino aquel día, aquel trágico día donde todo cambió… y para siempre.
Sayén tenía seis años y corría a toda velocidad, tenía que ganarle al ñandú, cuando vio que Aylín, su madre, le hacía señas para que fuera a donde estaba ella. Llegó casi sin aliento a los pies de la mujer que tenía el rostro enrojecido de rabia. Rápidamente repasó en su memoria qué habría hecho para ponerla tan furiosa. Pero se sorprendió mucho cuando su madre, lejos de reprenderla, la abrazó con fuerza y la pegó a su pecho. La besó en las mejillas, en la frente y se quedó de rodillas para mantener las cabezas a la misma altura.
—Sayén, llegó la hora —le dijo Aylín en su idioma indígena.
No pudo seguir hablando, las lágrimas invadieron sus ojos y volvió a abrazarla. Sayén la miraba sin entender lo que sucedía.
—¿Qué hora? —preguntaba la niña, desorientada.
—La hora de comenzar una vida nueva, diferente.
—¿Pero, por qué llorás, entonces?
—Porque estoy… muy emocionada.
En ese momento la niña se dio cuenta de que algo extraño pasaba. El ambiente olía a polvo en suspensión y rareza.
—¿Por qué se van? —le preguntó a Aylín señalando con su dedo índice a un grupo de indios que galopaban hacia el horizonte, a puro grito y boleadora.
—Porque no quieren ir con nosotros a comenzar una vida nueva. ¡Vamos! —le dijo a su hija, luego la tomó en sus brazos y corrió a su toldo.
Sentadas en una cuja de piel, Aylín acariciaba el rostro de su hija. Nunca dejó de llorar.
—No vamos a llevar nada a la vida nueva, así no nos agarra la nostalgia y nos ponemos tristes —le decía a su única hija.
—Pero, ¿nos vamos ahora? ¿Y papá?
—Se fue hace un rato con Inakayal. Me dijo que iba antes, tenía que buscar el mejor lugar para su princesa Sayén.
La niña sonrió.
—¿Vamos a ese lugar que dijo la machi, donde los hombres con vestidos largos nos enseñan…? No me acuerdo.
—Sí, algo así —contestaba su madre sin dar muchas explicaciones.
Sayén seguía preguntando y Aylín lloraba.
El cacique de la tribu y sus hombres más allegados partieron rápidamente a negociar con los blancos apenas se enteraron de que venían a llevárselos a todos. Cuando se dieron cuenta de que eran muchos soldados, dieron vuelta la intención y, protegiendo a su pueblo, trataron de negociar. Primero los escucharon y luego los detuvieron y los enviaron a Buenos Aires.
Pasaron unas horas y los soldados, montados en sus caballos, comenzaron a llegar a la toldería, eran muchos, estaban por todas partes. La pequeña Sayén tenía los ojos abiertos como dos platos. No llegaba a comprender qué estaba pasando. Corrió hacia donde estaba su mamá conversando con otras indias, y abrazadas, se refugiaron detrás de la tienda donde vivían.
La mayoría de los indígenas salió de sus toldos haciendo caso a las recomendaciones del cacique Inakayal que les había indicado que si él no regresaba junto a los soldados, tenían que ser pacíficos, no atacar.
Cuando los indios se dieron cuenta de habían quedado encerrados por los soldados y que les quedaba poco por hacer, los más bravos empezaron a huir, como podían. Otros quedaban muertos, besando el piso. Aylín, al ver que su esposo no regresaba, abrazó a su hija y se quedó junto a los que no iban a atacar ni huir. Solo esperar.
Luego siguieron los preparativos, más llantos, más huidas. Cuando las correrías se calmaron y todo parecía tranquilo, Sayén buscó la muñeca de junco que le había hecho su madre y no se despegó de ella.
A partir de ese día todo sería distinto. Sayén no entendía lo que decían los soldados. Escondida detrás de su madre, se alistó a la caravana que estaba a punto de salir. Los soldados les dieron pocas explicaciones, solo les dijeron que iban a trasladarlos a un lugar mejor. Con falsas promesas, patadas y fusilazos en la cabeza a los que no obedecían en forma inmediata, comenzaron a caminar mansos detrás de los jinetes que les marcaban el camino. ¿A dónde iban? ¿Por qué se iban? ¿Por qué abandonaban su tierra?, esas eran las preguntas de Sayén. Aylín nunca supo, o no quiso contestar.
Mientras el pueblo indígena era diezmado bajo las botas de los soldados y los fusiles Remington, Sayén observaba la situación sin comprender. Esos hombres trepados en sus caballos, que los increpaban a cada rato, empujándolos con sus fusiles, con sus sables. Ella los desafiaba con la mirada, se las podía mantener; algunas veces, incluso, les sonreía. Estaba sorprendida por la variedad de rostros diferentes a los que estaba acostumbrada a ver.
La niña preguntaba, su madre solamente le respondía que tenía que ser amable con el hombre blanco, que esa era la única forma de sobrevivir. Pero sus palabras se contradecían con sus actos, a Aylín se la veía enojada y escupía cada vez que un soldado se le acercaba. A los más audaces les ataron las muñecas para que no perturbaran la paz. Y así, con el frío que calaba los huesos y el alma destrozada, quienes pudieron dominar su carácter se quedaron mansos, esperando no sabían qué.
Una triste caravana se puso en marcha. Los soldados, emponchados sobre sus caballos, les marcaban el camino a los indios que iban caminando por detrás. Primero iban los que estaban encadenados, que eran los más bravos, luego el resto, con las mujeres y los niños. Entreverada en esa masa humana viajaba Sayén con su muñeca en la mano. Su madre le sonreía cuando se encontraban en sus miradas. Eso aliviaba a la niña.
No sabían a dónde se dirigían, cuánto tiempo demorarían ni qué sería de ellos cuando llegaran a quién sabe dónde.
Sayén, colgada de la mano de su madre, miraba para atrás. La toldería abandonada era el centro del paisaje. La caminata más larga de toda su vida estaba en curso.
Cuando los más ancianos se cansaban, un estampido de Remington y caían al piso sin vida.
Pegada a la cintura de Aylín, Sayén caminó hasta que los pies le dolieron, luego su madre la cargó en brazos.
Tenían la suerte de que los caballos se cansaban, entonces debían detenerse para darles agua y algo de comida; allí los indios aprovechaban para descansar los pies y esperanzar sus almas.
Cuando a la tardecita detenían la marcha, los soldados atendían a los caballos y cocinaban para ellos. Los indígenas, menos que los caballos, esperaban que la noche pasara para seguir caminando. A Sayén le chillaban las tripas al sentir el aroma de las mulitas clavadas en los hierros asándose al fuego. Algunas veces, cuando se quedaban dormidos y las guardias estaban descuidadas, la niña se animaba y se escurría a robar un poco de las sobras.
Pasaron los días y los indios comenzaron a enfermarse y morir. Esa tarde, al retomar la marcha, luego del descanso, Sayén presenció algo cuyo recuerdo la acompañaría durante toda su vida. El Ñacho, que no era tan viejo, pero que estaba flaco y consumido, era pariente de Sayén. La machi le había curado los huesos muchas veces porque andaba siempre quejumbroso, aunque el indio era bien compadrito y agrandado. Sayén lo adoraba. Él mismo le había enseñado el paso de la danza de la tierra. Ese día estaba tan cansado y dolorido que se desplomó sobre el suelo. Enseguida un soldado se acercó y lo pinchó con el fusil. El Ñacho se dio vueltas y desde el mismo piso lo escupió. ¡Para qué! El militar se enojó tanto que con su sable lo garroneó. Sayén, al escuchar el grito devastador del Ñacho, se tapó los ojos con las manos. Lloró abrazada a su madre y ya no pudo ver con simpatía a los soldados. Comenzó a sentir desprecio por ellos. A pesar de su corta edad comprendió que los blancos trataban a los indígenas como animales; ni siquiera, porque ella adoraba a los animales. ¿Con qué derecho divino los expulsaban de sus tierras y los arrastraban como bestias? Con la bronca contenida en el pecho y el dolor en el alma, caminaban… caminaban.
Fue tan largo y penoso el camino que mejor olvidar.
Ingresaron a Buenos Aires con el último aliento, muertos de hambre, consumidos y enfermos. Dejando atrás a esposos, hijos y hermanos muertos en el camino.
Sayén también estaba flaca, sucia y desgreñada; siempre con su muñeca colgada de la mano. Sus ojos se le abrieron como uvas cuando ingresaron a la urbanidad, las casas, los carruajes, las personas vestidas con tantos trapos. Todo eso la emocionó, caminaba altiva, como si fuera uno de los soldados vencedores y no una vencida. Le gustaba sentir la mirada de las personas sobre ella, como si fuera un bicho raro. En cambio, Aylín estaba resentida, enojada. Los escupía. Los maldecía. Pero cuando tomaba conciencia de la presencia de su hija se tranquilizaba por un rato.
Luego del desfile por las calles de la ciudad, los amontonaron en el Hotel de los Inmigrantes. Allí esperarían por su incierto futuro, escrito por las manos humanas. A los encadenados y a los revoltosos los llevaron directamente a la isla Martín García. Al padre de Sayén y al Cacique ya los habían trasladado a Tigre.
Esa noche, a pesar de la incomodidad, pudieron descansar un poco los huesos. Cuando Sayén escuchó lo que conversaban los adultos tuvo mucho miedo: se decía que a los hombres les iban a cortar los huevos, y las ubres a las mujeres para que no pudieran procrear más indios. En ese momento agradeció no tener todavía sus tetas grandes. Y a partir de ese momento se las empezó a controlar por las dudas que le crecieran. Aylín no pudo saber dónde estaba su esposo. Los habían separado y enviado a todos a diferentes lugares. Estaba muy confundida y sin saber qué hacer. Las peores suposiciones pasaban de boca en boca.
—Sayén, no olvides nunca que sos la princesa Sayén. Mirame a los ojos —le repetía Aylín a su hija.
—¿Adónde vamos ahora? ¿Esta es la vida nueva?
—No, todavía no llega. Pero prometeme que siempre vas a ser amable con los blancos. Prometeme que vas a mantenerte con vida. Pase lo que pase.
—¿Y qué va a pasar? ¿Y papá?
—Siempre tenés que decir que sí, no escupir ni maldecir.
Sayén se estaba asustando cada vez más. La pequeña entendía que las cosas no estaban bien.
—No tengas miedo, no ataques, no escapes. Siempre voy a estar con vos.
Cuando regresaron los soldados, Sayén, temerosa, se escondió detrás de su madre. Los hombres comenzaron a darles instrucciones que los indios no entendían. En un momento se acercó uno de los militares y tomó a Aylín del brazo para ubicarla en una fila, ella se defendió con patadas y escupitajos. Algunas mujeres más se sumaron a la fiesta de la escupida, pero enseguida fueron reducidas a golpes y quedaron tiradas en el piso. Sayén corrió a abrazarse a la cadera de su madre, que había quedado tendida junto a su amiga Yanara.
Luego de que los soldados armaran distintos grupos, Sayén quedó junto a Aylín y a Yanara, que no se separaban por nada del mundo. Los sacaron al exterior y los subieron a unos carros con ruedas grandes y tirados por caballos. La niña, aunque estaba aterrada, contenía su llanto. Pero finalmente las lágrimas embarradas con tierra y miedo se escaparon de sus ojos y rodaron en silencio sobre las mejillas de Sayén.
Los caballos echaron a andar con el carro lleno de indios, Sayén podía sentir el bamboleo de la carreta y tuvo que aferrarse a la cintura de Aylín para no caerse al piso. Cuando los caballos se detuvieron, tuvo la sensación de que seguiría volando hacia adelante. Pero no. Con unas varas largas y duras los golpearon en la espalda para que bajaran e ingresaron a un lugar caracterizado por unas paredes corcoveadas y altas.
Allí los desnudaron y luego les tiraron agua con lejía. Sayén trataba de escaparse, pero su madre la tenía apretada junto a ella. Luego unas mujeres les revisaron la boca, la cabeza, les dieron ropa y los acomodaron a todos contra una pared.
Luego de esperar varias horas allí parados, ingresaron tres hombres y los trasladaron a otro lugar, sin explicaciones.
Cuando Sayén vio al cura, un hombre grande con sotana, se escondió entre la pared y Aylín. Unos minutos más tarde, después de limpiar el lugar, comenzaron a ingresar mujeres y hombres de la más alta sociedad porteña, ataviados con lujosos trajes. La niña los observaba, espiando detrás de su madre. ¿Cómo hacían para llevar encima tanta cantidad de tela?, se preguntaba. Hasta le causaba un poco de risa.
En la primera fila, la más cocorita de todas, que no paraba de hablar y de dar órdenes, era Josefa, la esposa de don Rafael Martínez Peña. Cuando pasó al lado de los indios, se detuvo al frente de Aylín, impulsó a la niña a salir detrás de su madre y pararse al lado. Tenía tanta firmeza en su mirada clara que Sayén obedeció sin decir una sola palabra. Siguió caminando, ni loca se llevaba una india con cría a su casa.
Comenzó la esperada entrega de indios, chinas y los pequeños a las familias. A los más corpulentos los habían separado y enviado a las estancias amigas del colonizador Roca. El resto estaba ahí para ser repartido, regalado a quienes quisieran. Fue desgarrador cuando una mujer se quiso llevar a una india, pero no a su hijo. Sayén pudo ver cómo quien había sido su compañero de juegos quedaba tendido en el piso, mientras que a su madre se la llevaban a la fuerza, tirándola de ambos brazos. Se asustó tanto que se estrechó a su mamá con todas sus fuerzas y comenzó a llorar. Aylín se agachó, la abrazó y la besó con ternura y le habló al oído.
—Hija, no te rindas jamás. Tenés que negociar tu vida a cualquier precio.
—Pero, mamá, no entiendo…
—Vas a vivir, Sayén, vas a salir adelante y vas a contar nuestra historia. Nunca olvides que sos una princesa tehuelche —luego corrió hacia un hombre que tenía un cuchillo en la mano, con el que les habían cortado el pelo hacía un rato. Se lo arrebató, le dio la espalda a su hija y se degolló allí mismo.
Sayén, incrédula, sintió cómo sus piernitas se doblaban y caía al piso. Se arrastró hasta donde estaba Aylín y la estrechó con todas sus fuerzas. Allí quedó abrazada a su madre muerta, llena de sangre y dolor.
Yanara, debiendo aplicar la fuerza, la sacó de ahí antes de que se la llevaran junto al cuerpo de Aylín. La apostó a su lado y quedó parada en el mismo lugar que estaba minutos antes de la tragedia.
James Sellers, que había presenciado el drama, enseguida se apuró para elegir a Yanara y a la niña ensangrentada. El inglés había leído el aviso en el diario El Nacional donde se informaba que ese día sería el primero en el que entregarían indios y chinas a las familias que lo necesitaran para el servicio doméstico. Su empresa seguía incrementado su flota de barcos y la mano de obra gratis era otro regalo de este generoso país. Luego de la pérdida irreparable de su joven esposa, Sellers había quedado solo con su caprichosa hija, Catherine. Sin embargo, sus negocios con la Argentina estaban cada vez mejor. No era tiempo de irse. Era tiempo de seguir sembrando y cosechando riquezas. Con la llegada tan prometida de las nuevas vías del ferrocarril los tiempos para acercar los cereales y animales al puerto se acortaban.
Los indios que obsequiaban estaban en su mayoría muy maltrechos, habían perdido el espíritu de vida. Los que estaban buenos ya habían sido designados a familias de Buenos Aires o a estancieros amigos de los colonizadores. Luego de revisar un largo rato, había seleccionado seis, aunque no de gran porte, pero que con una buena alimentación se pondrían aprovechables.
Ahora tenía que ir en busca de algunas chinas para que colaboraran con las sirvientas en su casa. Desde el fallecimiento de su bella esposa, su hija Catherine había quedado en manos de la servidumbre, sobre todo cuando él se ausentaba debido a sus largos viajes. Ya conseguiría una nueva esposa para que se encargara de la niña. El hombre era todo un mezquino. Pero, bueno, eso le servía para aumentar su tesoro día a día.
James le indicó a un sirviente que subiera a Yanara y Sayén, junto a los otros indios, en un carro que los llevaría a su mansión. Durante un rato recorrieron las calles porteñas hasta que ingresaron por la parte trasera de la residencia. Allí los bajaron y los separaron: los hombres fueron para un lado, y a ellas dos las llevaron a un cuarto lleno de baldes y una tina con agua. Era la primera vez que Sayén veía algo así. Se asustó y se escondió debajo de una mesita que había en un rincón. Allí vio por primera vez a Asunción. Era una negra grandota y gorda. La mujer se agachó, la agarró del pequeño y mugroso pie y comenzó a tironear. Sayén se aferró con todas sus fuerzas, y luego de raspar el piso con la cola, abrazada a la pata de la mesa, Asunción cedió y la dejó ahí.
Las sirvientas tomaron a Yanara de los brazos y los pies y la metieron en la tina con agua, la enjabonaron, la enjuagaron, le estiraron el cabello y se lo cortaron al ras de la nuca; parecía un ñandú, la pobre. Sayén tiritaba entera de solo pensar que la iban a meter ahí adentro. Pensaba que la iban a ahogar. Cuando terminaron con Yanara, se fueron todas. Entonces Sayén soltó la pata de la mesa, ya le dolían los brazos. Al rato ingresó de nuevo Asunción, esta vez sola. Cuando la niña la vio entrar volvió a abrazarse a la mesa con fuerza. Seguía con atención los pasos de la negra, quien se detuvo justo al frente de ella. Sayén casi se muere del susto y lanzó un grito aterrador cuando, entre sus pantorrillas, apareció la cara regordeta de la criada, mirándola. Le dijo unas palabras que la niña no entendió y luego le extendió la mano. Sayén dudó, pero no se animó a salir. Asunción se fue fastidiada.
Al rato entraron varias personas. Levantaron la mesa y Sayén se resbaló y quedó enrollada en el piso. Así nomás como estaba, la tomaron entre todos y la metieron en la tina con agua. La niña tragó agua, sintió que la muerte la acechaba. Y a los manotazos quedó parada en la bañera. Asunción aprovechó y con la rapidez de una gacela le sacó la manta y la dejó desnuda. Luego la presionó por los hombros hasta que cayó sentada. La lavaron bien, le frotaron la cabeza. Para Sayén no fue tan horrible. Aunque después del baño, la niña se sentía desprotegida sin toda la mugre cubriéndole el cuerpo.
Luego de peinarla, seguía el corte de cabello. Pero antes de que la tijera llegara a su cabeza, Sayén mordió la mano de la criada y se ligó un golpe en la cara que le dejó el cachete rojo. Cuando estuvo lista, Asunción la abrazó con una túnica que despedía aroma a lavanda. La negra estaba prendada de esa niña india, tan pequeña, tan sola. Cuando la quiso tomar en sus brazos para llevarla hasta la cocina, Sayén le pateó los tobillos y le pegó sin parar con los puños cerrados. Luego de aferrar sus dos muñecas juntas, como cuando agarraba las gallinas, Asunción la levantó en sus brazos y se la llevó.
Sayén lloraba porque había perdido todo, hasta su muñeca. No recordaba dónde la había dejado. La pedía a gritos en su idioma que nadie más que Yanara entendía.
La sentaron en la mesa frente a Yanara y, mientras una sirvienta las vigilaba, les pusieron una taza con agua y varios platos con gallina hervida trozada, papas, huevos duros y pan. Yanara la rechazó y no comió nada. Sayén se atragantó, no podía parar de comer, tomaba los pedazos de gallina con las manos y los metía en su boca al mismo tiempo. Comía rápido y revoleaba los ojos para todos lados. Y lo que sobró se lo guardó debajo de la túnica. Asunción la miraba y cuando pudo acercarse le acarició la cabeza.
Se llevaron a Yanara de la cocina y la niña quedó sentada donde estaba. A los minutos regresó Asunción, la llevó a su cuarto y la acostó en un catre que tenía al lado del suyo. Con un ojo dormía y con el otro la espiaba. Sayén se durmió como un tronco a los pocos minutos de estar acostada. Entre sueños, roncaba y se revolcaba en el catre. Asunción se despertó sobresaltada cuando escuchó el golpe seco. La niña se había caído al piso. La negra la observó para ver qué hacía. Sayén se acomodó y siguió durmiendo donde había caído. Con fiaca en las piernas, Asunción se levantó, la alzó con delicadeza y la volvió a acomodar en el catre.
La casona de los Sellers era muy grande. Cuando Sayén se despertó al día siguiente, salió a la puerta y no supo para qué lado ir. Tardó todo el día en entender que cuando Asunción la agarraba no era para atraparla o cazarla, sino que solo la quería abrazar. La hizo correr a la pobre negra varias veces por los distintos patios.
Sayén se rió a carcajadas cuando se reencontró con Yanara; a la niña le causaba gracia verla así, vestida. Yanara estaba malhumorada, enojada y resentida. Ninguna de las dos entendía nada de lo que les decían. Solo se podían comunicar entre ellas.
—Yanara, llevame con vos —le pedía Sayén.
—No nos vamos a ningún lado, acá moriremos limpiando la bosta de esta gente.
—¿Qué? ¿Y mi papá? ¿Cuándo viene a buscarme? ¿Ya sabe de mi mamá?
—Qué niña tonta que sos. Tu papá está muerto como tu mamá.
Sayén se puso a llorar y se abrazó a Yanara.
—Salí, andá y cuídate porque la negra que te limpió, ahora te va a engordar bien para después meterte en la olla y comerte con papas.
Sayén se apartó aterrorizada. ¿Qué le pasaba a Yanara? Estaba desconocida.
—¡Mentira, decís puras mentiras! —le gritaba la niña, asustada.
—Mentira es lo que nos dijeron a nosotros. ¡Cuidate de la negra! ¿Acaso alguna vez viste a alguna persona con el color de la noche? La negra tiene todos los secretos malignos de la noche y le gusta comer niños indios.
Sayén se asustó mucho y otra vez comenzó a estar atenta a los pasos de Asunción; cuando caminaba hacia ella corría con todas sus fuerzas y se escondía. Asunción, con toda la paciencia del mundo, trataba de acercarse despacio.
Poco a poco Sayén se fue resignando a su nueva vida, pero no podía sacar de su cabecita la imagen de su madre degollada. Dejó de escaparse de Asunción, y tampoco creía todo lo que le decía Yanara, quien era a la única a la que le entendía cuando hablaba.
Una vez intentó cortarse el cuello como había hecho su madre, pero luego de frotar varias veces el cuchillo desafilado y herrumbrado solo logró lastimarse un poco. Otro día trató de quitarse la vida con una cuerda, se la puso como collar y comenzó a tironear para ahorcarse. Pero tampoco le dio resultado y terminó con el cuello ardido como por una semana, pero viva.
Asunción, que no le perdía pisada, se dio cuenta de lo que tramaba la niña así que la empezó a vigilar de cerca. Sayén no se dejaba tocar por ella y cuando se alimentaba, la espiaba de reojo. Tenía miedo de que ahí mismo la metiera en la olla para comérsela.
Mientras Yanara seguía muriendo en vida, llena de odio y rencores, Sayén estaba atenta a todo. Cada mañana se despertaba antes que Asunción y se paraba cerca de la puerta a mirarla. La negra ya no sabía qué hacer para poder acercarse a la pequeña hasta que descubrió que le gustaba mucho el dulce de zapallo.
Sin tocarla, y a una determinada distancia, comenzó a relacionarse con Sayén. Comenzó ofreciéndole el dulce y otras delicias y luego, poco a poco, con mucha paciencia empezó a enseñarle algunas palabras en español. Eso cambió su vida por completo. Sayén era una niña muy inteligente, con un poco de atención comenzó a aprender y cuando se dio cuenta de que eso le facilitaba la comunicación con el resto, le puso más énfasis. Cambió los intentos fallidos de quitarse la vida por el aprendizaje del nuevo idioma.
Le gustaba barrer el último patio con el palo en cuyo extremo tenía un puñado de paja. Pasaba la mayor parte del tiempo en el fondo donde estaba el gallinero y el resto de los animales, se sentía una más de ellos. Cuando Asunción la perdía de vista, sabía dónde encontrarla. Caminando despacio, iba en su búsqueda. Antes de llamarla la observaba. Siempre estaba en el mismo lugar, sentada entre las gallinas y llorando desconsolada. Cuando la veía a Asunción la niña quedaba parada como un soldado.
Esa tarde lloraba y mencionaba el nombre de sus padres. Asunción se acercó sin hacer ruido y la levantó en brazos con rapidez. Sayén trató de zafarse e irse corriendo, pero con firmeza la mujer la puso a la altura de sus ojos, la miró fijo un momento y luego la abrazó con todas sus fuerzas. Sayén estiró sus bracitos alrededor del cuello de Asunción y lloró una hora seguida.
—No tengas miedo, niña, no te voy a hacer daño y no voy a dejar que nadie te haga daño —le decía mientras acariciaba su cabecita.