Sayén sintió su presencia aún sin verla. Con la escoba en la mano, se quedó quieta por unos minutos, luego la soltó y salió corriendo, se encerró en su cuarto y se metió abajo del catre. Era Catherine, la señorita de la casa. Asunción le había contado de su existencia pero también le había dicho que ella no podía acercarse a la niña. Por eso salió corriendo cuando la vio.
Cada día Yanara se resentía más y su carácter se tornaba más oscuro. A ella sí le costaba olvidar y adaptarse a esta vida nueva que tenían. Por lo general, se las agarraba con Sayén. Y cuando se dio cuenta del vínculo que había entre Asunción y la niña, enloqueció más de lo que estaba.
—Sayén, no creas nada de lo que te dicen, son todas mentiras. Sobre todo la negra grandota —le decía Yanara.
—¿Asunción? Es muy buena, y eso que todavía no sabe que yo soy una princesa.
—¡Qué princesa, en unos años vas a tener que limpiar los orinales de todos!
—Callate, Yanara —le decía Sayén, llorando.
—Es la pura verdad, o por qué creés que tu madre se cortó el cogote. Porque sabía muy bien que no iba a soportar esta miserable vida.
Sayén salió corriendo justo cuando entraba Asunción que no había entendido nada porque hablaban en su idioma, pero intuyó lo que estaba pasando.
—La próxima vez que infles la cabeza de la niña con historias que nunca van a llegar y que se las llevó el diablo, te voy a mandar con tus parientes a trabajar al campo. ¿Entendiste? ¡India desgraciada! ¡No ves que aún es una niña!
Yanara no le entendió absolutamente nada, solo le devolvió una mirada oscura y apenas si bajó la cabeza asintiendo. Luego se fue sin más y cuando estuvo fuera de la vista de Asunción, le echó una maldición seguida de un escupitajo al piso.
No había vuelto a ver a Catherine, pero la curiosidad la carcomía. La imagen de la niña rubia había quedado grabada en la retina de Sayén.
Una tarde no aguantó más. Sigilosamente se metió en la mansión a través de la cocina. Le quedaron los ojos como platos y la boca abierta. Los muebles eran algo que nunca se había imaginado que pudiera existir. Las cortinas eran… interminables. Pero su atención quedó prendada cuando la vio a Catherine, que tendría aproximadamente su misma edad. La niña era muy hermosa, su rostro lechoso y su cabello amarillo como el sol le llamaban tanto la atención que no podía dejar de mirarla. Luego de un rato, y sin que nadie se percatara de nada, regresó a la cocina.
Con el paso del tiempo Sayén ya hablaba español y Asunción era su referente para todo. La niña quería ir a ver a Catherine otra vez. Le preguntaba por qué era blanca, qué hacía en esa casa. Al fin y cansada del acoso de Sayén, Asunción le dijo que había llegado el día en que podía conocer a Catherine. Antes, la llenó de recomendaciones.
—Sayén, no la toques, no le contestes.
—Bueno.
—No le hables si no te habla y no le preguntes nada.
—Bueno, ¿vamos?
—Sayén, ella es la niña de la casa, es la señorita.
—Bueno, vos decile que yo soy la princesa Sayén.
Asunción no esperaba ese comentario. Se quedó pensando.
—Claro, después le decimos que vos sos una princesa, pero ahora tenés que hacer caso a lo que te digo. ¿Entendido?
—Sí. ¿Vamos?
Sayén caminaba despacio detrás de las caderas de Asunción, no se perdía detalle de nada. Las mesas, los adornos, los sillones. Cuando pasaron por los dormitorios, las camas con las telas colgadas de los doseles le parecieron trampas para humanos. Ya había perdido la cuenta de todos los espacios que habían cruzado, ni siquiera sabía cómo volver.
Todo le parecía exagerado. Sin darse cuenta, distraída con todos los lujos de la casa, cuando levantó la vista, estaba frente a Catherine. Asunción le había remarcado que no le hablara y que la consintiera en todo. Ella era la niña de la casa. Se lo había repetido varias veces.
Quedaron frente a frente, se observaron, se analizaron hasta el más mínimo detalle y juntaron sus miradas, desafiantes como dos pumas listos para atacarse.
Cuando Asunción percibió lo que pasaba, se llevó a Sayén tironeada de un brazo hasta la cocina.
A partir de ese momento la vida de Sayén cambió para siempre.
Cathy, así le decían, también había quedado prendada de la niña india. Le pedía a Asunción que la llevara para verla. Bajo amenaza, la dejó ir a Sayén.
Al comienzo, Cathy solo la miraba con detenimiento. Luego se fue animando y comenzó a acercarse más. Jugaba con su cuerpo, la tocaba por todos lados y miraba su cara para ver la reacción. Le tocaba sus partes íntimas y cuando Sayén chillaba, se reía y lo volvía a repetir. La india, parada con los brazos caídos a los costados del cuerpo, era objeto de contemplación e investigación de la niña Cathy.
Por su lado, la niña tomaba clases en su casa. Desfilaban a diario los maestros de piano, idiomas, literatura y matemáticas. Y Sayén se había convertido en su sombra, mientras Cathy estudiaba ella estaba parada detrás, era su guardiana, y lo que la niña renegaba con sus profesores, Sayén… lo aprendía. Algunas veces se desplomaba en el piso de tanto estar parada. Asunción la llevaba a la cocina y le daba un trago de los licores que ella misma preparaba. La niña escupía, pero enseguida se recomponía.
Sayén descubrió que Cathy era tan solitaria como ella, tenían casi la misma edad y a ambas les faltaba la mamá. Con pocas palabras, pero siempre juntas, comenzaron a compartir los días bajo la amorosa mirada de Asunción.
—Sayén, te voy a educar —le dijo Cathy con seriedad una tarde apenas se había ido el profesor de matemáticas.
—¿Educar? ¿Qué es eso?
—Te voy a enseñar a leer y escribir.
Sayén se emocionó, tantas veces tuvo en sus manos libros de Cathy, sin poder entender lo que decían.
—Después te voy a enseñar todo lo que me enseñan a mí. Pero me vas a tener que pagar, como paga mi padre a los maestros.
—Pero yo no tengo con qué pagar —le dijo angustiada Sayén.
—Bueno, después vemos cómo me pagas. Ah, ¡ya sé! Me tenés que entretener.
—¿Y eso qué es? —preguntó Sayén.
—Hacer cosas divertidas para mí, para que yo me divierta.
Sayén siguió al pie de la letra las indicaciones y en ese mismo instante se convirtió en un payaso para Cathy. Comenzó practicando las danzas que recordaba, canciones en su lengua, y cuando veía cómo se reía la niña exageraba los movimientos. Terminaba revolcándose en el piso, imitando un animal recién cazado y muriendo desangrado.
Cathy se reía sin parar y Sayén seguía exagerando. Luego ambas niñas se sentaron a la mesa y Cathy comenzó a enseñarle las letras a Sayén.
—Me tenés que llamar señorita Catherine. Soy tu maestra.
—Bueno —contestó muy entusiasmada la niña lista para aprender.
Asunción le pidió permiso al señor James para que Sayén compartiera tiempo con su hija. Le dijo que le hacía bien jugar con alguien de su edad y que Sayén la divertiría. James frunció un poco el ceño, se rascó la nariz y luego le dijo que sí.
El tiempo seguía pasando y Cathy dejó de verla como un animalito exótico. Finalmente la incluyó en la categoría de los humanos y comenzaron a charlar. A partir de ese momento fueron inseparables.
Cathy le enseñaba, pero no era una buena maestra, le tiraba de los pelos cuando se equivocaba o le pegaba en la cabeza para que le entraran los conocimientos, o se enojaba y la dejaba plantada. Pero Sayén había ejercitado tanto su capacidad de aprovechar todo lo que pasaba a su alrededor que asimilaba todo rápidamente.
Con Asunción aprendió a cocinar las comidas de los blancos. Lo que más le gustaba eran los dulces de zapallo y de naranja. Poco a poco se fue integrando a la vida de la casa. Le gustaba y disfrutaba de la comodidad de dormir en un catre, de comer sentada en una silla y delante de una mesa. Asunción le arregló algunos vestidos viejos que Cathy ya no usaba. Los rompió un poco y les cortó el ruedo para que ella los pudiera usar sin parecer una niña, sino una criada.
Un domingo por la tarde, mientras James navegaba por el Atlántico en uno de sus barcos, Asunción se aventuró y vistió a Cathy con un hermoso vestido de popelina blanca y bonete de encaje. Y a Sayén le puso un vestido de la niña, también de popelina, con una cinta lavanda en la cintura. Sayén estaba tan emocionada, parecía una princesa. La niña india portaba el vestido con seriedad. Caminaba derechita, dura, no doblaba las rodillas para que el vestido no se arruinara.
Las llevó a dar una vuelta en mateo por Palermo. Cuando Sayén subió al carruaje no quiso sentarse para no ensuciar su vestido nuevo. Al estar parada en el vehículo en movimiento, tuvo tanto vértigo que casi vomitó. Y cuando el mateo se detuvo, estuvo a punto de caerse si no fuera por la mano de Asunción que la agarró al vuelo. Asunción se moría de la risa y Cathy imitaba a Sayén tambaleándose para todos lados, revoleando los brazos, parada en el sulky de paseo.
Fue uno de los días más hermosos para las niñas. Regresaron tan emocionadas y alborotadas del paseo que Asunción tuvo que calmarlas con unas gotas de licor adentro del té.