En la estancia de los Martínez Peña los años también pasaron. Pancracia pasó de ser una criada maltratada por su ama a ser una madre adorada por su hijo del corazón. Pedrito, a pesar de su condición, crecía sano, era un niño muy inteligente y curioso. Su altura nunca había superado la de una silla.
Pancracia era muy cuidadosa con él y lo protegía de todo, le había dicho que sus padres estaban en Europa y que regresarían a buscarlo. Ella, en su interior, sabía que algún día iba a aparecer don Rafael para llevarse a Pedrito para siempre. Agradecía cuando pasaba el tiempo y no venía. Era Rudecindo, el capataz, el que iba y venía todo el tiempo a Buenos Aires. Don Rafael trasladó su preciado haras a otro de sus campos y allí dejó lo que había de ganado y siempre en manos de Rudecindo.
Toda la peonada adoraba a Pedro. El que sabía leer, le enseñaba, el que sabía escribir, también. Su infancia se desarrolló en la naturaleza y con mucha lectura. Algunas noches tenía dolores en las articulaciones y Pancracia corría con sus ungüentos a frotarlo hasta que se calmaba y se dormía.
Otro de los peones, Gervasio, le había construido una silla especial a su medida y un banquito para que llegara a la mesa. Cuando no estaba explorando en el campo, se subía al banquito y ayudaba a Pancracia a cocinar. Ella le daba todos los gustos, no lo reprendía jamás y lo llenaba de abrazos y besos. Amaba a ese niño con todo su corazón.
La criada se había dado cuenta enseguida de que ese niño era hijo del padre Gastón. Con solo mirarlo la imagen del pobre cura muerto se presentaba en ese rostro. Tenía el pelo ondulado, la tez bronceada por sus largas estadías al sol y los ojos verdes, intensos. Los párpados recostados sobre su mirada, era todo un seductor.
Orgulloso y agrandado, caminaba como un rey con la cabeza en alto y hamacándose de un lado al otro por las complicaciones en sus piernas. Nunca sintió que era diferente al resto. Creció sabiendo que era un ser único y especial. Lleno de amor. Además, investigaba en sus libros todo lo que no podía responderse a sí mismo.
Cada vez que Rudecindo llegaba con la carreta llena de provisiones y sus pedidos especiales, él lo esperaba en la tranquera. Apenas asomaba la polvareda desde el horizonte ya levantaba sus brazos para saludar.
Los pedidos especiales de Pedro eran, por lo general, libros, golosinas, ungüentos para el dolor y ropa. Era muy pituco. Cada domingo se vestía con una prenda nueva y lo festejaban con guitarreada y asado debajo de los árboles en verano, y adentro en invierno.
Pedro comenzaba a transitar su adolescencia y nunca había salido de la estancia, nunca había recibido la visita de nadie, su contacto era exclusivamente con criados, sirvientes y con los que trabajaban en el campo.
Cuando el adolescente tomó posesión del niño, comenzaron las preguntas. Su cuerpo se ponía raro y Pancracia no sabía qué decirle o qué contestar a sus preguntas.
Ya no se creía el cuento de que sus padres estaban en Europa y que vendrían a buscarlo. Su condición empezó a fastidiarlo. Ya no le gustaba ser un enano.
Pancracia, con todo el dolor del mundo, se sentaba a su lado y con mucha delicadeza le contaba solo algunas cosas de su verdadera historia. Le dijo que su madre lo había tenido siendo muy joven y que su padre era una persona muy importante en Buenos Aires y que ella no se explicaba por qué no habían regresado a buscarlo… Eso lo dejaba así, con puntos suspensivos.
Nunca salió de su boca que lo habían abandonado porque era un enano. Le inventaba algunas historias, como que los niños no podían salir de sus casas hasta los veinte años. Trataba por todos los medios que le brindaba la palabra y la imaginación de acomodarle la realidad lo mejor posible, para evitarle todo tipo de sufrimiento.
Pedro dejaba de ser un niño alegre y, de a poco, se iba convirtiendo en un adolescente solitario y orgulloso.
Las estaciones pasaban y Pedro seguía ensimismado, algunas veces enojado, sin saber muy bien por qué. Había duplicado su pedido de libros. Ya había leído filosofía, incursionó en las matemáticas, tenía un gran don con ellas. Algunas novelas españolas como El hijo del Diablo. Leyó a Dumas. Se interesó mucho por la medicina. La geografía lo tuvo entretenido varios meses.
Algunos días se despertaba bien temprano y ya no salía a disfrutar del campo, leía, todo el tiempo leía.
A veces pasaba horas encerrado, planeando una terrible venganza en contra de sus padres. Otros días planificaba viajes a Europa. El denominador común de todos los proyectos era irse. Dejar la estancia.
Su cuerpo se cubrió de vellos, su barba marcó su rostro. Era un adolescente en pleno. Pancracia estaba muy preocupada, su conducta era errática. No sabía qué hacer. Lo que ella aún no sabía era que Pedro había tomado una decisión: con o sin aprobación, se iría de allí. Lo iba a planear bien, tiempo le sobraba. Ardua tarea, no tenía idea ni de dónde estaba. Pero trabajó duro y concentrado. Libros y muchas preguntas a todos los que podía.
El día que cumplió catorce años, le contó su plan a Pancracia. La negra, que ya era una regordeta y simpática mujer, casi se muere de un ataque.
—No, mi niño. Usté se va a morí allá.
—De todas maneras me voy a ir. Si me querés ayudar…
—¿Por qué se quiere ir? ¿Acaso no soy buena madre pa usté?
—No, Pancracia. Vos sos mi madre. Siempre serás mi madre. Pero yo quiero conocer más personas, niños, mujeres. Todo eso que me decís, quiero ponerle realidad a mis imágenes. Soy un enano, no un asesino que está preso. No tengo porqué seguir pagando pena estando aquí escondido.
—Si lo ven, lo van a matar.
—Yo voy a matarlos primero y luego…
La mujer lanzó un grito tan fuerte que hasta los caballos del corral relincharon.
—Usté no sabe lo que es su madre, y su padre… No, mi niño. Usté no se va pa ningún lado.
—Me voy, ya lo decidí, Pancracia, no hagas que me escape, ayúdame.
Luego de discutir por un largo tiempo, Pancracia no tuvo más opción que acompañar a Pedro en la decisión que había tomado. Pero lo hizo con una condición, debían hacerlo con tiempo para que las cosas salieran bien. Comenzarían a planear cada detalle y él se iría después de cumplir los quince años. Pancracia tenía la esperanza de que con el tiempo dejara de lado la idea de irse.
A partir de ese día las cosas cambiaron para Pedro. Estaba todo el tiempo concentrado en su partida. El viaje. Dibujaba mapas de todo lo que le contaban de Buenos Aires, de las casas, de la iglesia. Todo. Estaba tan entretenido al mismo tiempo que Pancracia tan preocupada.
Los ojos de Pedro volvieron a brillar y unos dientes blancos se descubrieron detrás de su sonrisa.
Ponía imágenes en su mente con las palabras de Pancracia. ¿Cómo sería todo? Una vez le preguntó si había muchos enanos y dónde estaban. Así él podía conocerlos y empezar siendo su amigo. Cuando Pancracia no sabía qué contestar, seguía fiel a su método de inventar historias. Por ejemplo, le había dicho que no se preocupara, que luego de los dieciocho años, cuando fuera mayor, como a todos los enanos, le crecerían las piernas y se convertiría en un hombre como todos. Esa promesa le dio una ilusión muy grande a Pedro. Las cuestiones así planteadas daban un giro a la situación, el joven comenzó a postergar todas sus decisiones para luego de que le crecieran las piernas. Cuando Pancracia se dio cuenta de lo que había logrado con su mentira, se quiso morir y estuvo una semana entera buscando las palabras justas para decirle que no, que luego de los dieciocho años seguiría siendo enano.
Como nunca había salido de campo, Pedro estaba un poco confundido con las historias de Pancracia y los consejos de Rudecindo. Crecía entendiendo que el mundo era así, como se lo contaban. La luz de la realidad humana solo la podía interpretar en los libros y en algunos diarios viejos. Ahora solo quedaba planificar y esperar; soñaba con ponerle su propio color a las cosas.
Se iría. A buscar respuestas, a entender la vida. A enfrentar sus limitaciones físicas con la sociedad porteña. A conocer a sus padres, de los cuales no tenía ningún recuerdo. No tenía recuerdos de nada. Solo rencores. Su cuarto estaba lleno de un futuro incierto. De esperanzas. Sueños de venganzas. Amores por conocer. Faltaba poco…