Cada día que pasaba en la residencia de los Sellers, Catherine quedaba más afuera de lo que era su propia casa. Ya no tenía los beneficios de ser la única hija. Asunción corría todo el día detrás de Rose Mary y sus caprichosas mellizas. A pesar de eso, y casi sin aliento, con las várices a punto de explotar, las consentía a Cathy y a Sayén con lo que podía.
El colmo fue cuando Rose Mary le pidió a su marido que despidiera a Sayén, le dijo que no era bueno que su preciosa hija estuviese todo el día con la india. Estaba convencida de que sus modales se estaban estropeando abruptamente por no estar con gente normal.
No fue fácil la decisión para James. Andaba medio confundido. A Sayén no le pagaban por lo que trabajaba, le daban un lugar para vivir y comida. Y ella estaba allí desde siempre; con Cathy eran como hermanas.
Cuando finalmente se decidió la llamó a Asunción.
—La india tiene que irse de acá. Si Sayén se va de esta casa, eso tal vez ayude a que Catherine comparta más con sus hermanas. Creo que es una buena idea.
Cathy, que estaba escuchando detrás de la puerta, la abrió de golpe con una patada y le espetó:
—¡No son mis hermanas, padre, la única hermana que tengo es Sayén, y usted la quiere echar a la calle! —gritaba entre llantos.
—No grite, Catherine, tiene razón su madre, usted está perdiendo los modales.
—¡Qué me dice, padre! Esa bruja no es mi madre, usted la trajo a esta casa.
—Tranquila, Catherine, ya se va a calmar y me va a dar la razón —luego de decir las últimas palabras se fue convencido de que el berrinche de su hija era pasajero.
Detrás de la ventana Rose Mary celebraba con las dos víboras de sus hijas.
Catherine, al ver que la decisión de su padre era irrefutable, salió corriendo. Fue a buscar a Sayén. Y luego de que se escondieran en el gallinero, le dijo:
—Sayén, tenés que irte ya mismo, andá a buscarlo a Vittorio —hablaba llorando—. La bruja malvada consiguió que papá te eche de casa, tenés que irte enseguida, si no te va a llevar de regalo a la casa de alguno de sus amigos.
Sayén la escuchaba, no había pensado en eso. “¡Qué locura! Al final don James no era tan distinto al Roca, mi mejor enemigo”, pensó.
—¿Tu padre, echarme como un perro? ¿Estás segura? —insistía Sayén. No podía creer que James no la quisiera, después de todos esos años que había estado en su casa, con su hija. Toda su vida había estado convencida de que moriría viejita junto a Cathy. Pero, claro, ahora con el nuevo matrimonio de Sellers, todo cambiaba para ella también. Se sentía desolada.
—Mi papá ya no es mi papá desde que llegó ella. Ahora solo obedece sus órdenes. Tomá, estas joyas eran de mi madre, dáselas a Vittorio en parte de pago para que te deje estar en su casa. Con esto van a poder vivir un tiempo. Él es buena persona —le decía Cathy con desesperación.
—No puedo ir así, ¿y vos…?
—Yo me tengo que quedar, como vos dijiste, sino la arpía gana. Andá vos y luego mañana cuando pueda me escapo un ratito y voy a ver cómo estás. Pero andate antes de que llegue mi papá. Yo voy a inventar algo. Ya veré. Asunción me va a ayudar. Andá, amiga, hermana, andá. No sé adónde vas a terminar si no te vas ahora. ¡Nunca imaginé esta locura!
—Te amo, Cathy —fueron las únicas palabras que salieron de la garganta de Sayén. Tomó la bolsa, la apretó contra su pecho y sin ninguna de sus pocas pertenencias comenzó a caminar. Asunción estaba ayudando con los corsés a las mellizas y no la vio salir.
—Te amo, Sayén —le dijo Catherine, con los ojos y la nariz enrojecidos del llanto, caminando a su lado hasta la reja—. Te amo como nunca amé a nadie en mi vida —continuaba diciendo.
Salió sin mirar atrás, sola. Nunca se imaginó que algo así pudiera sucederle. Pero qué pava, ¿por qué no debería ocurrirle?
Caminaba, sus emociones habían quedado en neutro. No sabía qué hacer, no sabía qué pensar. Solo sentía el dolor en el medio del pecho y hacía esfuerzos para respirar. Sus manos temblaban y sus piernas se doblaban.
Cerca de la tardecita, cuando James ingresó a su casa, Catherine salió a su encuentro llorando y comenzó a golpear sus puños en el pecho de su padre.
—¡Por su culpa! ¡Por su culpa, padre! Sayén se fue, lejos. Escuchó lo que usted dijo y estaba tan angustiada que se fue, usted es un verdugo. Ahora no sé nada de ella, si está bien, adónde se fue.
Luego de finalizar la obra teatral se fue corriendo a su cuarto. Y se quedó allí, encerrada, llorando.
—Te dije, querido, esa niña no está bien. Tanto tiempo sin madre y con una india como única compañía. Cuánto trabajo voy a tener que hacer —decía Rose Mary con una pícara sonrisa.
—Tenés razón, querida, que agraciado soy de tenerte —le contestaba, embobado, James.
Luego de la cena de la cual Catherine, a pesar de los pedidos de su padre, no participó, las mellizas se fueron al cuarto a jugar a las cartas y James salió desesperado por llevarse a su mujer a la cama para recibir el premio por obedecer todos sus petitorios. Tenía que irse de viaje en unos días y no quería perder el tiempo.
—Vaya, querido, ya lo alcanzo —le dijo su mujercita.
Cuando Rose Mary ingresó al cuarto y vio a su esposo totalmente desnudo con su pene firme como un mástil y los brazos cruzados detrás de su cabeza no tuvo más opción que complacerlo.
Se sacó la ropa lentamente y cuando estuvo desnuda jugueteó con su lengua lamiendo la sal y el sudor de todo su cuerpo. Luego se montó sobre James y en pocos minutos el hombre ya había terminado.
Mientras tanto, en su caluroso cuarto, Catherine pensaba y pensaba. Algo tenía que hacer, resignar todo e irse o esperar para no perder a su padre para siempre.
¿Cómo podía un hombre perder los estribos por una mujer de esa forma? No lo podía comprender y su corazón se desgarraba con cada pensamiento.
Sayén, luego de caminar varias cuadras se dio cuenta de que, en realidad, no sabía dónde vivía Vittorio. Nunca habían ido a su casa y nunca les dijo dónde era. Se le aflojaron las piernas. Seguía pensando en su desventura, ¿cómo es que le había pasado eso?
Recordaba que desde el primer momento Rose Mary no le había caído en gracia. Y sus hijas, tampoco. Todos los días la hacían limpiar su cuarto y acomodar los coloridos vestidos. Sin olvidar cómo se burlaban de ella. Supo mantenerlo en secreto para no herir más a Catherine. Pobrecita. En su propia casa. Siguió caminando sin destino, cruzó varias calles. Estaba completamente perdida. Desolada.
—¡Sayén! ¡Sayén! —sintió una voz que la llamaba, pero no sabía de dónde venía. Empezó a revolear los ojos para todos lados hasta que lo vio. Qué alivio, corrió a su encuentro. A pesar de que lo había conocido hacía poco tiempo, sentía que era su amigo desde siempre. Era Vittorio. Sintió tanta felicidad que corrió hacia el joven y cuando estuvo casi al frente de él se sostuvo para no abrazarlo y ponerse a llorar.
—Sayén, ¿qué haces por acá? —le preguntó.
—La madrastra de Catherine me echó de la casa. Yo tengo algunas joyas para darle a tus padres para poder quedarme con ustedes un tiempo hasta ver, no sé…
—Claro que te quedás con nosotros, no te preocupes —la cortó Vittorio con la respuesta. Se dio cuenta de que estaba desesperada.
Sayén respiró hondo y se quebró. Comenzó a llorar con todo su ser. El muchacho la miraba, no sabía qué hacer. Apoyó la mano sobre su hombro. Sayén levantó la vista, lo miró y se colgó del cuello del flaco, le mojó toda la camisa con sus lágrimas mientras Vittorio, incómodo, le palmeaba la espalda, no sabía cómo actuar.
Luego, con delicadeza, comenzó a guiarla hacia su casa, caminaron despacio, en silencio. Vittorio iba armando un discurso para sus padres. Les llevaba otra persona más a vivir en la diminuta vivienda.
Cuando ingresaron por la única puerta a la calle que tenía la casa, se encontraron con Pedro tomando mates con Donatella. Ambos se quedaron callados al verlos entrar, y más aún cuando vieron los ojos llorosos de Sayén.
—¡Qué tal! —dijo Vittorio, incómodo—. Bueno, a Pedro ya lo conocés, ella es mi madre, Donatella.
Cuando Pedro se dio cuenta de que era Sayén se puso de pie, nervioso. La saludó y comenzó a acomodarse su camisa y el cabello.
Donatella se quedó mirando a Sayén.
—Mamma, ella es una amiga nuestra que también la echaron de su casa.
Silencio.
—¿Ma qué le pasa a las personas que echan a todos los jóvenes de las casas? —preguntó Donatella con preocupación—. Venga, mi niña querida, vamos a descansar un poco y a conversar —completó.
—Señora, yo tengo unas joyas para que usted pague el alquiler y compre comida. Aquí están —le dijo, entregando la bolsa que tenía aferrada.
—Guarde eso, niña, que Dios nos ampare y que no lo necesitemos jamás. Usted se queda y vamos a estar bien —la mujer se había dado cuenta de que la niña era una india y se imaginó el resto.
Donatella había comenzado a transitar un capítulo de su vida sumamente entretenido, con Pedro que no paraba de conversar; tenía tanta charla acumulada, el pobre… Y ahora con la llegada de Sayén, no hacía más que pensar en qué preparar de comida para que alcanzara, en la ropa que tendría que confeccionarle a cada uno, en todo.
Cuando llegó Stefano se encontró con la multitud en su casa. Se puso contento de ver que su familia se agrandaba. Solo corría por su cabeza ver la forma de cómo mantenerlos a todos.
Luego de comer la pasta casera, que a pesar del calor estaba exquisita, Stefano se marchó a descansar; Donatella se fue con sus carreteles de hilos y sus telas. Sayén, Vitto y Pedro se sentaron en el umbral de la puerta que daba a la calle, bien apretaditos para entrar los tres y miraban pasar a las personas por la vereda.
Sayén se sentía extrañamente a gusto allí, en el medio de los dos. Solo faltaba Cathy.
Se quedaron despiertos hasta bien entrada la noche. Conjeturaban distintas estrategias para ir a secuestrar a Cathy, Vitto en menos de un minuto había organizado todo un operativo. Pedro lo frenó.
A partir de ese día, para Sayén comenzaba otra etapa de su vida. Otra casa, otra familia. Esa noche los muchachos durmieron en el piso y Sayén en la cama de Vitto. Se sentía extraña durmiendo con los dos muchachos en el suelo. Tenía una sensación rara en el pecho. Una mezcla de angustia e incertidumbre. Lloraba en silencio hasta que comenzaron los ronquidos de Vitto. Primero los escuchó, luego comenzó a reír. No podía roncar de esa forma. Pedro también se despertó. Estuvieron más de una hora viendo cómo dormía y roncaba Vitto, se reían. Parecía un burro.
Al día siguiente, al levantarse luego de dormitar un poco, le dolía todo el cuerpo. Se sentó en la cama de Vitto y ahí, al frente, ya estaba Pedro con un plato y una naranja partida al medio sobre él.
—Buenos días, princesa india —le dijo con una sonrisa que llenó su corazón de gozo y borró toda secuela de la mala noche.
—Gracias, Pedro. Sos muy bueno —le dijo.
Se levantó, aún estaba con el mismo vestido. No tenía otro. Salió al fondo y fue al retrete. Enjuagó su cara con el agua que había en la jofaina, estiró los brazos hacia el cielo y se dispuso a empezar su nueva vida. Otra vez, y sin saber lo que ahora le deparaba su destino.