No sabía cuántos días había estado en el cepo. El tiempo se había convertido en infinito, otra vez. Lejos, en algún lugar de su conciencia, sentía que su propia voz le decía que no tenía que ceder. Tenía que seguir estando despierta, Vitto la esperaba. Cuando despertó estaba todo oscuro y cuando quiso moverlo su cuerpo no respondió.
Sintió el ruido de la llave en la cerradura, sabía que venían por ella. Sabía que había llegado su final. La madre Agustina no la iba a perdonar, se había pasado de la raya y muchas veces.
Desde el mismo día en que había ingresado a ese lugar injustamente, juzgada por algunos, diezmada por otros, sin derecho a la vida por ser quién era, había firmado su pena de muerte cuando la atacó.
Solo le hubiese gustado darle un último beso a su hijo, ver a Pedro, despedirse de la gente buena que decidió abrazarla todo este tiempo. ¿Dónde estaba Pedro? Nada de eso habría pasado si él no se hubiera ido.
Se abrió la puerta y la sacaron de ese lugar. Otra vez fue al cuarto donde se había recuperado la vez anterior. No sabía qué hacer para que su cuerpo y su mente no la abandonaran. Podía ver algo, sus labios se movían con la intención de sus palabras pero el sonido estaba atascado. Como una gacela atacada a punto de morir estaba tendida en esa cama de hierro.
Llegó la hermana Concepción, ella era buena. Sintió que ponía algo en su mano. No sabía qué era, pero lo aferró fuertemente. Luego la monja se fue. Otra vez su mente no llegaba a controlar los minutos, las horas. Prefería dormirse, pero se resistía porque tenía miedo de no despertar más. Y Vitto la estaba esperando. Ella no lo iba a dejar solo, como había hecho su madre, ella no. Ella era una tehuelche y tenía que vivir. Tenía que contar la historia.
Finalmente se entregó al sueño, pero por suerte despertó. La soledad era su mejor amiga y los dolores la mantenían alerta. Aún tenía en su mano lo que le había dado Concepción. Lo acercó a sus ojos para ver de qué se trataba. Era la imagen de una Virgen, no sabía cuál. No las conocía, ella pensaba que solo existía una, pero un día se dio cuenta de que Donatella la tenía multiplicada por un montón, cada una con un vestido distinto. No le preguntó nada porque la mujer se exasperaba con ella por su ignorancia religiosa.
La miró, era diminuta, la acercó a sus labios y la besó, luego le dijo:
—Virgen, ayúdame a envejecer al lado de mi hijo y voy a serte fiel, más que cualquiera de los cristianos asesinos que caminan por estas tierras levantándote en gloria. Dame una oportunidad de existir y yo me deberé a vos para siempre.
Las reclusas la espiaban en las horas de la escuela o de los recreos. Todas tenían una vida más o menos normal allí. Con sus vestidos grises, salían en hilera, caminaban en hilera, se sentaban en hilera. Todo lo hacían una al lado de la otra. Ella no podía, no había motivo para que estuviera allí detenida. Pocas veces llegó a compartir con las otras mujeres. Se sentía débil. A veces el dolor desaparecía. Entonces tenía miedo de haber muerto. De allí no se regresa.
Algunas le rezaban, agarradas en los barrotes de la puerta, y otras la maldecían desde el mismo lugar. Sayén era algo así como un bicho extraño sin derecho a la vida humana.
El único contacto con personas que tenía era cuando le traían comida y agua, una vez al día. Sayén trataba de mover sus extremidades de a poco para que tomaran fuerza, no podía, ni quería, rendirse. Muchas veces se calmaba imaginando cómo ardía la madre Agustina, gritando, pidiéndole perdón en el infierno.
Pasaron varios días. Una tarde estaba sentada en la cama, tratando de pararse y hacer algunos pasos, cuando ingresó una de las niñas reclusas. No la conocía, tal vez la había visto alguna vez en el taller de costura, pero no la recordaba. Le sonrió, le dejó unos caramelos en la mano y le dijo al oído:
—Tenés que irte de aquí porque me parece que te van a llevar a fusilar a la cárcel de los hombres —dijo eso y se escabulló por donde había entrado.
Todo se aceleró en su cabeza, nadie le había brindado confianza allí adentro. Estaba encerrada, sin acceso a ninguna de las manualidades, paseo o escuela del Asilo. ¿Cómo se iba a escapar? Se puso de pie y se obligó a caminar, una y otra vez. Se aguantó el dolor. Nunca dejó a la Virgen que le había dado la hermana Concepción, la llevaba con ella, pegada a su cuerpo, para que no tuviera dudas de lo que era su tormento.
Ahora sabía que tenía los días contados. Trató de repasar en su memoria la distribución del Asilo. Si se escapaba por la puerta, la agarrarían a la cuadra. Algunas de las mujeres ya lo habían intentado.
—Ay, Virgen, no quiero morir. ¿Podrás ayudarme?