Estaba ya amaneciendo cuando, exhausto y medio borracho y casi afónico de tanto hablar, me dejé conducir por Maya Fritts al cuarto de huéspedes, o a lo que ella, en ese momento, llamó cuarto de huéspedes. No había una cama, sino dos catres sencillos de apariencia más bien frágil (algún crujido soltó el mío cuando me dejé caer en el colchón, sobre la escuálida sábana blanca, como un cuerpo muerto). Un ventilador aleteaba con furia sobre mi cabeza, y creo que tuve una fugaz paranoia de borracho al escoger la cama que no estaba directamente debajo de las aspas, no fuera a ser que el aparato se desprendiera en mitad de la noche y me cayera encima. Pero antes recuerdo haber recibido, en medio de la bruma del sueño y el ron, ciertas instrucciones. No dejar las ventanas abiertas sin mosquitero, no dejar las latas de cocacola en cualquier parte (se llena la casa de hormigas), no tirar el papel higiénico al inodoro. «Esto es muy importante, a los de la ciudad siempre se les olvida», me dijo o creo que me dijo, con estas palabras o con otras. «Ir al baño es una de las cosas más automáticas que existen, nadie piensa cuando está ahí sentado. Y ni le pinto los problemas que hay después con el pozo séptico.» La discusión de mis funciones corporales por parte de una completa extraña no me incomodó. Había en Maya Fritts una naturalidad que yo nunca había visto, y que desde luego era muy distinta del puritanismo de los bogotanos, capaces de pasarse la vida entera fingiendo que nunca han cagado. Creo que asentí, no sé si dije nada. Me dolía la pierna más que de costumbre, me dolía la cadera. Lo achaqué a la humedad y al agotamiento de tantas horas de trayecto por una carretera impredecible y peligrosa.
Me desperté desorientado. Fue el calor del mediodía lo que me despertó: estaba sudando y mi sábana estaba empapada, como las sábanas del hospital San José bajo los sudores de mis alucinaciones, y al mirar al techo me di cuenta de que el ventilador había dejado de girar. La claridad agresiva del día se filtraba por las persianas de madera y formaba charcos de luz en las baldosas blancas del suelo. Junto a la puerta cerrada, sobre una silla de mimbre, había algo como un atado de ropa: dos camisas de manga corta y diseño a cuadros, una toalla verde. Había un silencio quieto en la casa. A lo lejos se oían voces, las voces de gente que trabaja, y también el rumor de sus herramientas al trabajar: no supe quiénes eran, qué hacían a esa hora y con ese calor, y justo cuando estaba preguntándomelo cesaron sus ruidos, y pensé que se habrían ido a descansar. Abrí las persianas y la ventana y me asomé con la nariz casi pegada al mosquitero, y no vi a nadie: vi el rectángulo luminoso de la piscina, vi el rodadero solitario, vi una ceiba como las que había visto en la carretera, diseñada especialmente para dar sombra a las pobres criaturas que habitaban este mundo de sol inclemente. Debajo de la ceiba estaba el pastor alemán que yo había visto al llegar. Detrás de la ceiba se abría la llanura, y detrás de la llanura, en alguna parte, corría el río Magdalena, cuyo rumor podía fácilmente imaginarme o conjeturar, porque lo había oído de niño, si bien en otras partes del río, muy lejos de Las Acacias. Maya Fritts no estaba por ahí, de manera que me di una ducha fría (tuve que matar a una araña de tamaño considerable que resistió un buen rato en una esquina) y me puse la camisa que me quedara más amplia. Era una camisa de hombre; me dejé atrapar por la fantasía de que hubiera pertenecido a Ricardo Laverde, lo imaginé a él con la camisa puesta; en la imagen que me figuré, por alguna razón, se parecía a mí. Tan pronto salí al corredor se me acercó una mujer joven de bermudas rojas de bolsillos azules en cuya camiseta sin mangas se daban un beso una mariposa y un girasol. Llevaba en las manos una bandeja y en la bandeja un vaso alto de jugo de naranja. También en el salón estaban quietos los ventiladores.
«La señorita Maya le dejó las cosas en la terraza», me dijo. «Que se ven para almorzar.» Me sonrió, esperó a que yo tomara el vaso de la bandeja.
«¿No podemos prender los ventiladores?»
«Es que se fue la luz», dijo la mujer. «¿El señor quiere un tinto?»
«Primero un teléfono. Para llamar a Bogotá, si no es problema.»
«Pues el teléfono está ahí», me dijo. «Eso sí usté se arregla con la señorita.»
Era uno de esos viejos aparatos de una sola pieza, como los que yo había conocido en mi niñez, a finales de los setenta: una especie de pequeño pájaro barrigón y de cuello largo que llevaba por debajo el disco de marcado y un botón rojo. Para descolgar bastaba con levantarlo. Marqué el número de mi casa y me maravilló volver a sentir la impaciencia de mi niñez mientras esperaba a que el disco diera su vuelta antes de poder marcar el siguiente número. Aura contestó antes de que el teléfono hubiera timbrado por segunda vez. «¿Dónde estás?», me dijo. «¿Estás bien?»
«Claro que sí. ¿Por qué no iba a estar bien?»
Su tono cambió, se hizo frío y denso y pesado. «Dónde estás», dijo.
«En La Dorada. Visitando a una persona.»
«¿La del mensaje?»
«¿Qué?»
«¿La del mensaje del contestador?»
No me sorprendió su clarividencia (me había dado muestras de ella desde el comienzo de nuestra relación). Le expliqué la situación sin mucho detalle: la hija de Ricardo Laverde, los documentos que poseía y las imágenes que albergaba su memoria, la posibilidad para mí de entender tantas cosas. Quiero saber, pensé, pero no lo dije. Mientras hablaba escuché una serie de ruidos breves, quizá guturales, y luego el llanto súbito de Aura. «Eres un hijo de puta», me dijo. No me dijo hijueputa, forma comprimida que hubiera sido más eficaz y más idiosincrásica, sino que separó las palabras y las pronunció sin dejarse ni una letra en el camino. «No he pegado el ojo, Antonio. No me he ido a visitar hospitales porque no tengo con quién dejar a la niña. No entiendo, no entiendo nada», decía Aura entre sollozos, y me pareció violenta su manera de llorar, nunca había oído un llanto semejante salir de su boca: era la tensión, sin duda, la tensión acumulada durante toda la noche. «¿Quién es esta persona?», preguntó.
«No es nadie», dije. «Mejor dicho, no es lo que te imaginas.»
«Tú no sabes lo que me imagino. ¿Quién es?»
«Es la hija de Ricardo Laverde», dije. «El que estaba...»
Sonó un resoplido. «Yo sé quién era», dijo Aura, «no me insultes más, por favor».
«Quiere que yo le cuente, yo también quiero que ella me cuente. Nada más.»
«Nada más.»
«No. Nada más.»
«¿Y es bonita? Quiero decir, ¿está buena?»
«Aura, no hagas esto.»
«Pero es que no entiendo», dijo Aura de nuevo. «No veo por qué no llamaste ayer, qué te costaba. ¿No tenías ese teléfono a la mano ayer? ¿No pasaste la noche ahí?»
«Sí», le dije.
«¿Sí qué? ¿Sí tenías el teléfono a mano o sí pasaste la noche ahí?»
«Sí pasé la noche aquí. Sí hubiera podido usar este teléfono.»
«¿Y entonces?»
«Entonces nada», dije.
«¿Qué hiciste? ¿Qué hicieron?»
«Hablar. Toda la noche. Me desperté tarde, por eso llamo hasta ahora.»
«Ah, es por eso.»
«Sí.»
«Ya veo», dijo Aura. Y luego: «Eres un hijo de puta, Antonio».
«Pero aquí hay información», dije, «aquí puedo saber cosas».
«Un desconsiderado y un hijo de puta», dijo Aura. «Esto no se lo puedes hacer a tu familia. Toda la noche despierta, muerta de miedo, pensando las peores cosas. Qué hijo de puta. Las peores cosas. Todo el viernes metida aquí, encerrada aquí con Leticia, esperando noticias, sin salir para que no fueras a llamar preciso en ese momento. Y toda la noche despierta, muerta de miedo. ¿No pensaste en eso? ¿No te importó? ¿Y si hubiera sido al revés? Ahí sí, ¿verdad? Tú imagínate que me voy un día entero con la niña y tú no sabes dónde estoy. Tú que vives cagado del susto, tú que me controlas como si fuera a ponerte los cachos todo el tiempo. Tú que quieres que te llame al llegar a cualquier parte para que sepas que llegué bien. Tú que quieres que te llame al salir, para que sepas a qué horas salí. ¿Por qué haces esto, Antonio? ¿Qué está pasando, qué quieres conseguir?»
«No sé», le dije entonces. «No sé qué quiero.»
En los segundos de silencio que siguieron alcancé a oír y reconocer los movimientos de Leticia, ese rastro sonoro parecido al cascabel de un gato que los padres aprendemos a notar sin darnos cuenta: Leticia caminando o corriendo por el suelo alfombrado, Leticia hablando con sus juguetes o dejando que los juguetes hablaran entre ellos, Leticia moviendo los objetos de la casa (los adornos prohibidos, los ceniceros prohibidos, la prohibida escoba que le gustaba sacar de la cocina para barrer la alfombra: todos los sutiles desplazamientos del aire que su pequeño cuerpo producía). La eché de menos; me percaté de que nunca antes había pasado una noche sin ella, tan lejos de ella; y sentí, como lo había sentido tantas veces, la ansiedad de su desprotección y la intuición de que los accidentes (que la esperaban agazapados en cada habitación, en cada calle) eran más probables en mi ausencia. «¿Está bien la niña?», pregunté.
Aura tardó un pálpito en contestar. «Sí, está bien. Desayunó bien.»
«Pásamela.»
«¿Qué?»
«Pásamela, por favor. Dile que quiero hablar con ella.»
Un silencio. «Antonio, ya son más de tres años. ¿Por qué no quieres superar esto? ¿Qué ganas con quedarte a vivir en tu accidente? No sé qué ganas, la verdad, no sé de qué te sirve esto. ¿Qué es lo que pasa?»
«Que quiero hablar con Leticia. Dale el teléfono. Llámala y dale el teléfono.»
Aura resopló con algo que parecía fastidio o desespero, o tal vez franca irritación, la irritación de quien se siente impotente: son emociones que no es fácil distinguir a través del teléfono, hay que ver la cara de la persona para interpretarlas correctamente. En mi casa de un décimo piso, en mi ciudad colgada a dos mil seiscientos metros sobre el nivel del mar, mis dos mujeres se movían y hablaban y yo las escuchaba y las quería, sí, las quería a ambas y no quería hacerles daño. En eso estaba pensando cuando habló Leticia. «¿Aló?», dijo. Es una palabra que los niños aprenden sin que nadie tenga que enseñársela. «Hola, preciosa», le dije.
«Es papá», dijo ella.
Oí entonces la voz alejada de Aura. «Sí», le dijo. «Pero oye, oye a ver qué te dice.»
«¿Aló?», repitió Leticia.
«Hola», le dije. «¿Quién soy?»
«Papá», dijo ella, pronunciando la segunda P con fuerza, demorándose en ella.
«No», le dije, «soy el lobo feroz».
«¿El lobo feroz?»
«Soy Peter Pan.»
«¿Peter Pan?»
«¿Quién soy, Leticia?»
Ella reflexionó un instante. «Papá», dijo entonces.
«Exactamente», le dije. La escuché reír: una risita breve, el aleteo de un colibrí. Y luego le dije: «¿Estás cuidando a mamá?».
«Ajá», dijo Leticia.
«Tienes que cuidar mucho a mamá. ¿La estás cuidando?»
«Ajá», dijo Leticia. «Te la paso.»
«No, espera», traté de decirle, pero ya era tarde, ya se había desembarazado del auricular y me había dejado en manos de Aura, mi voz en manos de Aura, y mi nostalgia colgando del aire cálido: la nostalgia de las cosas que aún no se han perdido. «Bueno, ve a jugar», oí que le decía Aura con su tono más dulce, hablándole casi en susurros, una canción de cuna en cinco sílabas. Entonces me habló a mí, y el contraste fue violento: había tristeza en su voz, por más próxima que me sonara; había desencanto y también un velado reproche. «Hola», dijo Aura.
«Hola», dije. «Gracias.»
«¿Por qué?»
«Por pasarme a Leticia.»
«Le da miedo el corredor», dijo Aura.
«¿A la niña?»
«Dice que en el corredor hay cosas. Ayer no quiso irse sola de la cocina a su cuarto. Me tocó acompañarla.»
«Es la edad», dije. «Todos los miedos se pasan después.»
«Quiso dormir con la luz prendida.»
«Es la edad.»
«Sí», dijo Aura.
«El pediatra nos lo había dicho.»
«Sí.»
«Es la edad de las pesadillas.»
«Es que no quiero», dijo Aura. «No quiero que sigamos así, Antonio. No se puede.» Antes de que yo pudiera responder, añadió: «No es bueno para nadie. No es bueno para la niña, no es bueno para nadie».
Entonces era eso. «Ya entiendo», dije. «Entonces la culpa es mía.»
«Nadie ha hablado de culpas.»
«Es culpa mía que la niña le tenga miedo al corredor.»
«Nadie ha dicho eso.»
«Qué idiotez, por favor. Como si el miedo fuera hereditario.»
«Hereditario no», dijo Aura. «Contagioso.» Y enseguida: «No quería decir eso». Y luego: «Tú me entiendes».
Me sudaban las manos, en particular la que sostenía el teléfono, y tuve un miedo absurdo: pensé que el aparato podría escurrirse entre mi puño sudoroso y caer al suelo, y la comunicación se cortaría entonces sin que mi voluntad hubiera intervenido. Un accidente: los accidentes pasan. Aura me estaba hablando de nuestro pasado, de los planes que habíamos hecho antes de que una bala que no llevaba mi nombre me tocara en suerte, y yo la escuchaba con atención, juro que lo hacía, pero en mi mente no se formaba ninguna memoria. En el ojo de la mente, se dice a veces. El ojo de mi mente trató de ver a Aura antes de la muerte de Ricardo Laverde; trató de verme a mí mismo; pero fue en vano. «Tengo que colgar», me escuché decir, «estoy en teléfono prestado». Aura —esto lo recuerdo bien— me estaba diciendo que me quería, que podíamos salir de esto juntos, que íbamos a trabajar para lograrlo. «Tengo que colgar», le dije.
«¿Cuándo vienes?»
«No sé», le dije. «Aquí hay información, hay cosas que quiero saber.»
Hubo un silencio en la línea.
«Antonio», dijo entonces Aura, «¿vas a volver?».
«Pero qué pregunta es ésa», dije. «Claro que voy a volver, no sé dónde crees que estoy.»
«Yo no creo nada. Dime cuándo.»
«No sé. Apenas pueda.»
«Cuándo, Antonio.»
«Apenas pueda», dije. «Pero no llores, no es para tanto.»
«No estoy llorando.»
«No es para tanto. La niña se va a preocupar.»
«La niña, la niña», repitió Aura. «Vete a la mierda, Antonio.»
«Aura, por favor.»
«Vete a la mierda», dijo ella. «Nos vemos cuando puedas.»
Después de colgar salí a la terraza. Allí, reposando debajo de una hamaca como un animal de compañía, estaba la caja de mimbre; allí estaban, repartidas en documentos, las vidas de Elena Fritts y Ricardo Laverde, las cartas que se habían escrito, las que habían escrito a otra gente. El aire había dejado de moverse. Me acomodé en la hamaca que Maya Fritts había usado la noche anterior y allí, con la cabeza sobre un cojín de funda blanca y bordada, saqué la primera carpeta y me la puse sobre el vientre, y de la carpeta saqué la primera carta. Era de un papel verdoso y casi translúcido. «Dear grandpa & grandma», decía el encabezado. Y luego la primera línea, suelta y solitaria, apoyada sobre el párrafo que la seguía como un suicida sobre su cornisa.
Nadie me había advertido que Bogotá iba a ser así.
Olvidé el calor húmedo, olvidé el jugo de naranja, olvidé la incomodidad de mi posición (y desde luego no imaginé la tortícolis violenta que me causaría). Acostado en la hamaca de Maya, me olvidé de mí mismo. Después trataría de recordar la última vez que había experimentado algo así, esa anulación sin miramientos del mundo real, ese secuestro absoluto de mi conciencia, y llegué a la conclusión de que nada similar me había pasado desde la niñez. Pero ese razonamiento, ese esfuerzo, vendrían mucho más tarde, durante las horas que pasé hablando con Maya para llenar los vacíos que dejaban las cartas, para que ella me contara todo lo que las cartas no contaban sino apenas sugerían; todo lo que no revelaban, sino que escondían o callaban. Eso sería después, como digo, esa conversación sólo pudo tener lugar después, cuando yo había pasado ya por los documentos y sus revelaciones. Allí, en la hamaca, mientras los leía, sentí otras cosas, algunas inexplicables y sobre todo una muy confusa: la incomodidad de saber que aquella historia en que no aparecía mi nombre hablaba de mí en cada una de sus líneas. Todo eso sentí, y al final todos los sentimientos se redujeron a una soledad tremenda, una soledad sin causa visible y por lo tanto sin remedio. La soledad de un niño.
La historia, según logré reconstruirla y según vive en mi memoria, comenzaba en agosto de 1969, ocho años después de que el presidente John Fitzgerald Kennedy firmara la creación de los Cuerpos de Paz, cuando, tras cinco semanas de entrenamiento en la Florida State University, Elaine Fritts, futura voluntaria con el número 139372, aterrizaba en Bogotá dispuesta a varios clichés: tener una experiencia enriquecedora, dejar su huella, poner su granito de arena. El viaje no comenzaba demasiado bien, pues los ramalazos de viento que sacudieron su avión, un viejo DC-4 de Avianca, la obligaron a apagar su cigarrillo y hacer algo que no hacía desde los quince años: darse la bendición. (Pero fue una bendición rápida, apenas un dibujo descuidado en la cara sin maquillaje, en el pecho adornado con dos collares de cuentas de madera. Nadie la vio.) Antes de partir, su abuela le había hablado de un avión de pasajeros que se había estrellado el año anterior al llegar a Bogotá desde Miami, y allí, mientras el suyo comenzaba el descenso al gris verdoso de las montañas, mientras salía de las nubes bajas en medio de golpes de aire y con las ventanillas marcadas por carreteras de lluvia gruesa, Elaine trató de recordar si en el avión accidentado habían muerto todos los pasajeros. Se aferró a sus rodillas —en sus pantalones quedó la huella arrugada y sudorosa de sus manos— y cerró los ojos cuando el avión, con un estrépito de latas crujiendo, tocó tierra. No dejó de parecerle milagroso haber sobrevivido al aterrizaje, y pensó que escribiría su primera carta a sus abuelos tan pronto se pudiera sentar frente a una mesa en su sitio de acogida. He llegado, estoy bien, la gente es muy amable. Hay mucho trabajo por hacer. Todo va a salir de maravilla.
La madre de Elaine había muerto en el parto, y ella había crecido al amparo de sus abuelos desde que su padre, en misión de reconocimiento cerca de Old Baldy, puso un pie sobre una mina antipersonas y volvió de Corea con la pierna derecha amputada hasta la cadera y perdido para la vida. No había pasado un año de su regreso cuando salió a comprar cigarrillos y desapareció para siempre. No se volvió a saber de él. Elaine era una niña cuando eso sucedió, de manera que nunca notó realmente la ausencia, y sus abuelos se hicieron cargo de su educación y también de su felicidad con tanta prolijidad como cuando habían educado a sus propios hijos, pero con mucha más experiencia. Así que los adultos en la vida de Elaine fueron esas dos figuras de otros tiempos, y ella misma creció con nociones de responsabilidad que no eran las de los demás niños. A su abuelo, en reuniones sociales, le escuchaban opiniones que a Elaine la llenaban de orgullo y de tristeza al mismo tiempo: «Así me tendría que haber salido mi hija». Cuando Elaine decidió suspender los estudios de Periodismo para involucrarse con los Cuerpos de Paz, el abuelo, que había hecho un luto de nueve meses tras el asesinato de Kennedy, fue el primero en apoyarla. «Con una condición», dijo. «Que no te quedes por allá, como tantos otros. Está muy bien ayudar, pero tu país te necesita más.» Ella estuvo de acuerdo.
La organización de la Embajada, contaba Elaine Fritts en su carta, la acomodó en una casa de dos pisos vecina del Hipódromo, media hora al norte de Bogotá, en un conjunto de calles mal asfaltadas que se convertían en barro cuando llovía. El mundo donde pasaría las siguientes doce semanas era un lugar en obra gris: la mayoría de las casas no tenían techo, porque el techo era lo más costoso y lo que se dejaba para el final, y el tráfico diario estaba hecho de mezcladoras anaranjadas grandes y ruidosas como abejas de pesadilla, volquetas que descargaban montañas de recebo en cualquier parte, obreros de mojicón en una mano y botella de gaseosa en la otra que le lanzaban silbidos obscenos al verla salir caminando. Elaine Fritts —los ojos verdes más claros que jamás se habían visto por estos lugares, el largo pelo castaño y liso como una cortina que le barría la cintura, los pezones que se le marcaban en la blusa de flores con el frío de las mañanas sabaneras— fijaba la mirada en los charcos, en el reflejo de los cielos grises, y sólo levantaba la cabeza al llegar al lote baldío que separaba el barrio de la autopista Norte, más que todo para asegurarse de que las dos vacas que pastaban allí estuvieran a una distancia conveniente. Lo demás era subirse a una buseta amarilla de horarios impredecibles y paraderos indeterminados y comenzar, desde el primer momento, a abrirse paso a codazos por entre la sopa de lentejas de los pasajeros. «El reto es muy sencillo», escribió al respecto. «Hay que bajar a tiempo.» En la media hora de trayecto, Elaine tenía que llegar desde el torniquete de aluminio de la entrada (que aprendió a mover a golpes de cadera, sin necesidad de usar las manos) hasta la puerta trasera, y bajar del bus sin llevarse por delante a los dos o tres pasajeros que colgaban con un pie en el aire. Todo eso requirió un aprendizaje, claro, y durante la primera semana fue normal pasarse de su lugar de bajada uno o dos kilómetros y tener que llegar al CEUCA varios minutos después de comenzada la clase de las ocho, empapada por la llovizna pertinaz, caminando por calles que no conocía.
El Centro de Estudios Universitarios Colombo-Americano: un nombre largo y pretencioso para unos pocos salones llenos de gente que a Elaine Fritts le resultaba familiar, demasiado familiar. Sus compañeros, en esta fase del entrenamiento, eran blancos como ella, veinteañeros como ella, y estaban cansados como ella de su propio país, cansados de Vietnam, cansados de Cuba, cansados de Santo Domingo, cansados de comenzar las mañanas desprevenidamente, hablando de banalidades con los padres o con los amigos, y acostarse por las noches sabiendo que acababan de asistir a un día único y lamentable, un día que quedaba inscrito de inmediato en la historia universal de la infamia: el día en que un rifle de cañón corto mata a Malcolm X, una bomba debajo de su carro mata a Wharlest Jackson, una bomba en la oficina de correos mata a Fred Conlon, una ráfaga de fusiles policiales mata a Benjamin Brown. Y al mismo tiempo los ataúdes seguían llegando de cada operación vietnamita con nombre inofensivo o pintoresco, Deckhouse Five, Cedar Falls, Junction City. Las revelaciones sobre My Lai comenzaban a asomar la cabeza y pronto se hablaría de Thanh Phong, un acto bárbaro reemplazaba y desplazaba al otro, una mujer violada podía intercambiarse con otra violación ya antigua. Sí, así era: en su país, uno se despertaba y ya no sabía qué esperar, qué broma cruel le jugaría la historia, qué escupitajo le lanzaría a la cara. ¿Cuándo les había ocurrido esto a los Estados Unidos de América? Esa pregunta, que Elaine se hacía de mil maneras confusas todos los días, flotaba en el aire de los salones de clase, encima de todas las cabezas blancas y veinteañeras, y ocupaba también sus tiempos muertos, los almuerzos en la cafetería, los trayectos entre el CEUCA y los barrios de invasión donde los aprendices de voluntarios hacían sus trabajos de campo. Los Estados Unidos de América: ¿quién los estaba echando a perder, quién era responsable de la destrucción del sueño? Allí, en el salón de clases, Elaine pensaba: de eso hemos huido. Pensaba: somos todos escapados.
Las mañanas estaban dedicadas al español. Durante cuatro horas, cuatro arduas horas que la dejaban con dolor de cabeza y una tensión de porteadora en los hombros, Elaine desentrañaba los misterios del nuevo idioma frente a una profesora de botas de jinete y suéteres de cuello de tortuga, una mujer seca y ojerosa que solía traer a la clase a su niño de tres años porque no tenía con quién dejarlo en casa. A cada resbalón con el subjuntivo, a cada género mal utilizado, la señora Amalia respondía con un discurso. «¿Cómo van a trabajar con los pobres de este país si no les entienden?», les decía apoyándose con dos puños cerrados en su mesa de madera. «Y si no logran que les entiendan a ustedes, ¿cómo quieren ganarse la confianza de los líderes comunitarios? En tres o cuatro meses, algunos van a estar llegando a la costa o a la zona cafetera. ¿Creen que los de Acción Comunal van a esperar a que busquen las palabras en el diccionario? ¿Creen que los campesinos se van a sentar en la vereda mientras ustedes averiguan cómo se dice la leche es mejor que la aguapanela?» Pero en las tardes, durante las horas en lengua inglesa que en el programa oficial aparecían como American Studies y World Affairs, Elaine y sus compañeros recibían conferencias de veteranos de los Cuerpos de Paz que por una u otra razón se habían quedado en Colombia, y de ellos aprendían que las frases importantes no eran las que hablaban de la aguapanela o la leche, sino unas bien distintas cuyo ingrediente común era la palabra No: No vengo de Alianza para el Progreso, No soy agente de la CIA y, sobre todo, No tengo dólares, qué pena con usted.
A finales de septiembre, Elaine escribió una larga carta en que felicitaba a la abuela por su cumpleaños, les agradecía a ambos los recortes de la Time, le preguntaba al abuelo si ya había visto la película de Newman y Redford, cuya fama llegaba hasta Bogotá (aunque la película fuera a tardar un poco más). Luego, repentinamente solemne, les preguntaba qué se sabía de los crímenes de Beverly Hills. «Todo el mundo tiene una opinión aquí, no se puede uno sentar a almorzar sin que se hable del tema. Las fotos son horribles. Sharon Tate estaba embarazada, no sé cómo alguien puede hacer algo así. Da miedo este mundo que nos tocó. Abuelo, tú has visto cosas más terribles. Por favor, dime que el mundo siempre ha sido así.» Y luego pasaba a otro tema. «Creo que ya les había contado de los barrios de invasión», escribía. Explicaba que cada clase del CEUCA está dividida en grupos, que cada grupo tiene un barrio, que los otros tres integrantes de su grupo son californianos: todos hombres, muy buenos levantando paredes y hablando con los líderes de la junta local (eso explicaba Elaine), muy buenos también consiguiendo marihuana guajira o samaria de buena calidad y a buen precio en el centro de la ciudad (eso no lo explicaba). Pues bien, con ellos subía una vez por semana a las montañas que hay alrededor de Bogotá, por calles enlodadas donde no era raro patear una rata muerta, entre casas de cartón y madera podrida, junto a pozos sépticos abiertos a la mirada (y a las narices) de todos. «Tenemos mucho por hacer», escribía Elaine. «Pero no les quiero hablar más del trabajo, eso lo dejo para otra carta. Quiero contarles que tuve un golpe de suerte.»
Ocurrió así. Una tarde, después de una larga sesión con la junta del barrio —en la que se habló de agua contaminada, se declaró la imperiosa necesidad de construir un acueducto, se convino que no había dinero para hacerlo—, el grupo de Elaine acabó tomando cerveza en una tienda sin ventanas. Hicieron falta dos rondas (las botellas de vidrio marrón acumulándose sobre la estrecha mesa) para que Dale Cartwright bajara la voz y le preguntara a Elaine si era capaz de guardar un secreto durante unos cuantos días. «¿Sabes quién es Antonia Drubinski?», le preguntó. Elaine, como todo el mundo, sabía quién era Antonia Drubinski: no sólo porque se trataba de una de las voluntarias más veteranas, ni tampoco porque hubiera sido arrestada ya dos veces por desórdenes en la vía pública —donde desórdenes debe leerse como protestas contra la guerra de Vietnam, y la vía pública debe leerse como frente a la embajada de Estados Unidos—, sino porque Antonia Drubinski se encontraba, desde hacía unos días, en paradero desconocido.
«De todo menos desconocido», dijo Dale Cartwright. «Ya se sabe dónde está, lo que pasa es que no han querido que la cosa se vuelva noticia.»
«¿Quiénes no han querido?»
«La Embajada. El CEUCA.»
«¿Y por qué? ¿Dónde está?»
Dale Cartwright miró a ambos lados y hundió la cabeza.
«Se fue al monte», dijo casi en susurros. «Va a hacer la revolución, parece. En fin, eso no es importante. Lo importante es que su cuarto quedó libre.»
«¿El cuarto?», dijo Elaine. «¿Ese cuarto?»
«Ese cuarto, sí. El mismo que es la envidia de toda la clase. Y pensé que tal vez a ti te gustaría quedarte con él. Ya sabes, vivir a diez minutos del CEUCA, ducharte con agua caliente.»
Elaine se quedó pensando.
«Yo no vine aquí para tener comodidades», dijo al fin.
«Ducharte con agua caliente», repitió Dale. «No tener que moverte como un quarterback para bajar del bus.»
«Pero es que la familia», dijo Elaine.
«¿Qué pasa con la familia?»
«Les pagan setecientos cincuenta pesos por alojarme», dijo Elaine. «Es la tercera parte de lo que ganan.»
«Y eso qué tiene que ver.»
«Pues que no quiero quitarles la plata.»
«Pero quién te crees que eres, Elaine Fritts», dijo Dale con un suspiro teatral. «Te crees única e irrepetible, qué barbaridad. Elaine querida, hoy mismo llegaron quince voluntarios más a Bogotá. Hay otro vuelo de Nueva York el sábado. En todo el país son cientos, tal vez miles, los gringos como tú y como yo, y muchos de ellos van a venir a trabajar en Bogotá. Créeme, tu cuarto se va a llenar antes de que hayas empacado la maleta.»
Elaine tomó un trago de cerveza. Tiempo después, cuando ya había ocurrido todo, recordaría esa cerveza, el ambiente sombrío de la tienda, el reflejo de la tarde que ya se acababa en los cristales del mostrador de aluminio. Ahí comenzó todo, pensaría. Pero en ese momento, ante el ofrecimiento transparente de Dale Cartwright, hizo una ecuación rápida en su cabeza. Sonrió.
«Y cómo sabes que yo hago movimientos de quarterback», dijo al fin.
«Todo se sabe en los Cuerpos de Paz, mi querida», dijo él. «Todo se sabe.»
Y así fue como tres días más tarde Elaine Fritts hacía por última vez el trayecto desde el Hipódromo, pero esta vez cargada de maletas. Le habría gustado que la familia se entristeciera un poco, no lo podía negar, le habría gustado un abrazo sentido, quizás un regalo de despedida como el que ella les había dado, una cajita de música que empezaba a escupir las notas de El golpe cuando uno la abría. No hubo nada de eso: le pidieron la llave y la acompañaron a la puerta, más por desconfianza que por cortesía. El padre salió de prisa, de manera que fue la madre sola, una mujer que llenaba con su figura el vano de la puerta, quien la vio bajar las escaleras y ganar la calle, sin ofrecerse nunca a ayudarla con las maletas. En ese instante apareció el niñito (era hijo único, llevaba la camisa por fuera del pantalón y en la mano un camión de madera pintada de azul y rojo), y preguntó algo que no se entendió bien. Lo último que Elaine escuchó antes de darse la vuelta fue la respuesta de su anfitriona.
«Se va, mijito, se va para una casa de ricos», dijo la mujer. «Gringa desagradecida.»
Una casa de ricos. No era cierto, porque los ricos no recibían a voluntarios de los Cuerpos de Paz, pero en ese momento Elaine no tenía los argumentos para embarcarse en un debate sobre la economía de su segunda familia. La nueva casa de acogida, había que confesarlo, tenía lujos que a Elaine le hubieran parecido inimaginables unas semanas atrás: era una cómoda construcción de la avenida Caracas, de fachada estrecha pero muy profunda, con un pequeño jardín en el fondo y un árbol frutal en una esquina del jardín, junto a un muro tejado. La fachada era blanca, los marcos de las ventanas de madera pintada de verde, y para entrar había que abrir una verja de hierro que separaba el antejardín de la acera pública y que soltaba un chillido animal cada vez que alguien llegaba. La puerta principal daba a un corredor penumbroso pero amable. A la izquierda del corredor se abría la doble puerta cristalera de la sala, y más adelante estaba la del comedor, y más adelante el corredor bordeaba el angosto patio interior donde crecían los geranios en macetas colgantes; a la derecha, tan pronto uno entraba, comenzaban a subir las escaleras. Elaine entendió todo al echarle una mirada a los peldaños de madera: la alfombra roja había sido fina, pero ya estaba gastada por el uso (en ciertos escalones comenzaban a ser visibles las hilachas grises del tejido profundo); las traviesas de cobre que mantenían la alfombra pegada a los escalones se habían soltado de sus anillos, o bien los anillos se habían soltado del suelo de madera, y a veces, cuando uno subía de prisa, sentía un resbalón y el tintineo breve de los metales sueltos. La escalera, para Elaine, fue como un memorando o un testigo de lo que esta familia había sido y ya no era. «Una buena familia venida a menos», había dicho el funcionario de la Embajada cuando Elaine fue a hacer el papeleo para el traslado. Venida a menos: Elaine pensó mucho en esas palabras, intentó traducirlas literalmente, fracasó en el intento. Sólo al fijarse en la alfombra de las escaleras lo comprendió, pero lo comprendió instintivamente, sin organizarlo en frases coherentes, sin hacerse en la cabeza un diagnóstico científico. Con el tiempo todo cobraría sentido, porque Elaine había visto casos similares varias veces en la vida: familias de buen pasado que un día se dan cuenta de que el pasado no da dinero.
La familia se llamaba Laverde. La madre era una mujer de cejas depiladas y ojos tristes cuyo abundante pelo rojo —un exotismo en este país, o bien un producto de tintes— estaba fijo eternamente en un tocado perfecto y oloroso a laca recién puesta. Doña Gloria era un ama de casa sin delantal: Elaine nunca la vio empuñar un plumero, y sin embargo en los tocadores, en las mesas de noche, en los ceniceros de porcelana, no había rastro del polvo amarillo que se respiraba al salir a la calle: todo cuidado con la obsesión que sólo tienen quienes dependen de las apariencias. Don Julio, el padre, tenía la cara marcada por una cicatriz, no recta y delgada como la que hubiera dejado un corte, sino extendida y asimétrica (Elaine pensó, equivocadamente, en una enfermedad de la piel). En realidad no era sólo la mejilla: el daño se extendía hacia abajo desde la línea de la barba, era como una mancha que le resbalara por el maxilar y le bañara el cuello, y era muy difícil no fijar la mirada en ella. Don Julio era actuario de profesión, y una de las primeras conversaciones en el comedor, bajo la luz azulada de la lámpara de araña, estuvo dedicada a hablarle a la huésped de seguros y probabilidades y estadísticas.
«¿Cómo sabe usted qué seguro de vida debe pagar un hombre?», decía el padre. «A las aseguradoras les interesa saber esas cosas, claro, no es justo que un treintañero de buena salud pague lo mismo que un anciano con dos infartos encima. Ahí entro yo, señorita Fritts: a mirar el futuro. Yo soy el que dice cuándo morirá este hombre, cuándo morirá aquél, o qué probabilidad hay de que este carro se estrelle en estas carreteras. Yo trabajo con el futuro, señorita Fritts, soy el que sabe lo que va a pasar. Es una cuestión de números: en los números está el futuro. Los números nos dicen todo. Los números me dicen, por ejemplo, si el mundo contempla que yo muera antes de los cincuenta. ¿Y usted, señorita Fritts, sabe cuándo va a morir? Yo puedo decírselo. Si me da tiempo, lápiz y papel y un margen de error, yo puedo decirle cuándo es más probable que usted muera, y cómo. Estas sociedades nuestras están obsesionadas con el pasado. Pero a ustedes los gringos el pasado no les interesa, ustedes miran para adelante, sólo les interesa el futuro. Lo han entendido mejor que nosotros, mejor que los europeos: en el futuro es donde hay que poner los ojos. Pues eso hago yo, señorita Fritts: yo me gano la vida poniendo los ojos en el futuro, yo sostengo a mi familia diciéndole a la gente lo que va a pasar. Hoy esa gente son las aseguradoras, claro, pero el día de mañana habrá otras personas interesadas en este talento, es imposible que no. En Estados Unidos lo entienden mejor que nadie. Por eso van ustedes adelante, señorita Fritts, y por eso vamos nosotros tan atrás. Dígame si le parece que estoy equivocado.»
Elaine no dijo nada. Desde el otro lado de la mesa la miraba el hijo menor de la pareja, una sonrisa ladeada y burlona, unas pestañas largas y espesas que le daban a los ojos negros un rasgo vagamente femenino. La había mirado así desde el principio, con una insolencia que a ella, por alguna razón, la halagaba. Nadie la había mirado así en Colombia: meses después de su llegada, todavía Elaine no se había acostado con alguien que no fuera norteamericano, que no tuviera orgasmos en inglés.
«Ricardo no cree en el futuro», dijo don Julio.
«Claro que sí creo», dijo el hijo. «Pero en mi futuro no hay que pedir plata prestada.»
«Bueno, no comiencen con eso», dijo doña Gloria con una sonrisa. «Qué va a pensar la visita, recién llegada como está, y todo.»
Ricardo Laverde: demasiadas erres para el terco acento de Elaine. «A ver, Elena, diga mi nombre», le había ordenado Ricardo al enseñarle el baño que le correspondía y la habitación donde viviría, la mesita de noche de color pastel y la cómoda de tres cajones y la cama con dosel que habían sido de la hermana mayor hasta su matrimonio (había una foto de estudio de la niña: la raya limpia en la mitad del pelo, la mirada perdida en el aire, la firma barroca del fotógrafo). El cuarto de huéspedes: legiones de gringos como ella habían pasado por allí. «Diga mi nombre tres veces y le doy otra cobija», le decía este Ricardo Laverde. Era un juego, pero un juego hostil. Incómoda, Elaine entró en él.
«Ricardo», dijo con la lengua enredada. «Laverde.»
«Mal, muy mal», dijo Ricardo. «Pero no importa, Elena, la boquita se le ve linda.»
«No me llamo Elena», dijo Elaine.
«No le entiendo, Elena», dijo él. «Va a tener que practicar, si quiere le ayudo.»
Ricardo era un par de años menor que ella, pero se comportaba como si le llevara de ventaja toda la experiencia del mundo. Al principio se encontraban al atardecer, cuando Elaine llegaba de sus clases en el CEUCA, y cruzaban algunas frases en el saloncito del segundo piso, casi debajo de la jaula del canario Paco: qué tal, cómo le fue, qué aprendió hoy, diga mi nombre tres veces y sin enredarse. «Los bogotanos son buenísimos para hablar sin decir nada», escribió Elaine a sus abuelos. «I’m drowning in small talk.» Pero una tarde se encontraron en plena carrera Séptima, y les pareció una casualidad notable que ambos acabaran de pasar la mañana gritando consignas frente a la embajada de Estados Unidos, llamando criminal a Nixon y cantando «End it Now, End it Now, End it Now!». Mucho después Elaine se enteraría de que el encuentro no había tenido nada de casual: Ricardo Laverde la había esperado a la salida del CEUCA y la había perseguido durante horas, espiándola desde lejos, escondiéndose entre la gente de la calle y detrás de pancartas con las leyendas Calley = Murderer y Proud to be a Draft-Dodger y Why are We There, Anyway?, y tragándose los cánticos un par de metros detrás de donde Elaine se había estacionado, todo eso mientras ensayaba diversas versiones, diversas entonaciones, de las palabras que eventualmente le dijo:
«Bueno, pero qué coincidencia tan rara, ¿no? Venga, la invito a tomar algo, y así me da todas las quejas que tenga de mis papás.»
Fuera de la casa de los Laverde, lejos de las porcelanas bien arregladas y de la mirada de un militar al óleo y del silbido irritante del canario, su relación con el hijo de los anfitriones se transformó o comenzó de nuevo. Allí, sentada con un chocolate caliente entre las manos, Elaine contó cosas y escuchó lo que Ricardo le contaba. Así supo que Ricardo se había graduado de un colegio de jesuitas, que había comenzado a estudiar Economía —una especie de legado o de imposición de su padre— y que hacía unos meses había dejado la carrera para perseguir lo único que le interesaba: pilotar aviones. «A papá no le gusta, claro», le diría Ricardo mucho después, cuando ya podían hacerse esas confesiones. «Siempre se ha resistido. Pero yo cuento con mi abuelo, mi abuelo está de mi lado. Y papá no puede hacer nada. No es fácil llevarle la contraria a un héroe de guerra. Aunque se trate de una guerra pequeñita, una guerra de aficionados comparada con la que hubo antes y la que hubo después en el mundo, una guerra de entreguerras. Pero en fin, una guerra es una guerra y todas las guerras tienen sus héroes, ¿no? El valor del actor no es una función del tamaño del teatro, decía mi abuelo. Y claro, para mí fue una suerte. Mi abuelo me apoyó con lo de los aviones. Cuando empecé a interesarme por aprender a volar, mi abuelo fue el único que no me dijo loco, inmaduro, desquiciado. Me apoyó, me apoyó francamente, incluso enfrentándose a mi padre, y al héroe de la aviación de guerra no es fácil decirle que no. Mi padre trató, de esto me acuerdo perfectamente, pero sin éxito. Eso fue hace ya un par de años, pero me acuerdo como si fuera ayer. Aquí sentados, mi abuelo donde está usted, debajo de la jaula, y mi papá donde estoy yo. Mi abuelo pasándole una mano a papá por la cicatriz de la cara y diciéndole que no me fuera a pegar los miedos que tenía él. Tuvo que morirse el abuelo para que yo entendiera del todo la crueldad que había en ese gesto, un hombre ya viejo y cansado aunque no lo pareciera dándole palmaditas en la cara a un hombre que era joven y fuerte aunque no lo pareciera. No era sólo eso, claro, sino también la cicatriz, el hecho de que fuera la cicatriz la que recibiera las palmadas... Usted me dirá que era muy difícil darle a mi padre una palmada en la cara sin tocar de algún modo la cicatriz, y sí, puede que sí, y más cuando mi abuelo era diestro. Y claro, las palmadas de un diestro caen sobre la mejilla izquierda del que las recibe, sobre la mejilla izquierda de mi padre, su mejilla dañada.»
La conversación sobre el origen de la mejilla dañada llegaría mucho después, cuando ya eran amantes y a la curiosidad por los cuerpos se había sumado la curiosidad por las vidas. El sexo les llegó sin sorpresa, como un mueble que ha estado ahí todo el tiempo sin que uno se dé cuenta. Todas las noches, después de la cena, el anfitrión y la huésped se quedaban hablando un buen rato, luego se despedían y subían juntos las escaleras, y al llegar al segundo piso Elaine seguía hasta el fondo, se metía al baño, pasaba el pestillo y minutos después volvía a salir con un camisón blanco y el pelo agarrado en una larga cola de caballo. Un viernes de lluvia —el agua estallaba en la marquesina y ahogaba los ruidos—, Elaine salió del baño como había salido siempre, pero, en lugar de encontrarse con el corredor oscuro y el resplandor del alumbrado público que atravesaba las claraboyas del patio interior, se vio frente a la silueta de Ricardo Laverde recostada a la baranda. A contraluz su cara no se veía bien, pero Elaine leyó el deseo en su pose y en su tono de voz.
«¿Se va a dormir?», le dijo Ricardo.
«Todavía no», dijo ella. «Entre y me cuenta cosas de aviones.»
Hacía frío, la madera de la cama crujía con cualquier movimiento de los cuerpos, y además era la cama de una jovencita, demasiado estrecha y corta para estos juegos, de manera que Elaine acabó quitando el cubrelecho de un manotazo y extendiéndolo sobre la alfombra, junto a sus pantuflas de felpa. Allí, sobre el cubrelecho de lana, muriéndose de frío, tuvieron un encontrón rápido y al punto. A Elaine le pareció que sus senos se hacían más pequeños en las manos de Ricardo Laverde, pero no se lo dijo. Volvió a ponerse el camisón para salir al baño, y allí, sentada en el inodoro, pensó que le daría tiempo a Ricardo de volver a su cuarto. Pensó también que le había gustado acostarse con él, que lo haría de nuevo si la ocasión se diera, y que esto que acababa de ocurrir debía de estar prohibido por los estatutos de los Cuerpos de Paz. Se lavó en el bidet, se miró al espejo y sonrió, apagó la luz del baño antes de salir, y al volver a su cama a oscuras, caminando despacio para no tropezar, se encontró con que Ricardo no se había ido, sino que había vuelto a tender la cama y la esperaba allí, acostado de medio lado, la cabeza apoyada en una mano como cualquier galán de cualquier pésima película de Hollywood.
«Quiero dormir sola», dijo Elaine.
«Yo no quiero dormir, quiero hablar», dijo él.
«Okay», dijo ella. «¿Y de qué hablamos?»
«De lo que quiera, Elena Fritts. Usted ponga el tema y yo la sigo.»
Hablaron de todo menos de ellos mismos. Estaban desnudos, Ricardo dejaba que su mano se paseara por el vientre de Elaine, que sus dedos peinaran sus vellos lacios, y hablaban de intenciones y proyectos, convencidos, como sólo pueden estarlo los amantes nuevos, de que decir lo que uno quiere es lo mismo que decir quién es. Elaine hablaba de su misión en el mundo, de la juventud como arma de progreso, de la obligación de enfrentarse a los poderes terrenales. Y le hacía preguntas a Ricardo: ¿Le gustaba ser colombiano? ¿Le gustaría vivir en otra parte del mundo? ¿También odiaba a los Estados Unidos? ¿Había leído a los Nuevos Periodistas? Pero fueron necesarios otros siete polvos a lo largo de las dos semanas siguientes para que Elaine se atreviera a hacer la pregunta que la había intrigado desde el primer día: «¿Qué le pasó a su papá en la cara?». «Qué prudente es la señorita», dijo Ricardo. «Nunca nadie se había demorado tanto en preguntarme lo mismo.» Estaban subiendo en teleférico a Monserrate cuando Elaine hizo la pregunta: Ricardo la había esperado a la salida del CEUCA y le había dicho que era tiempo de hacer turismo, que uno no podía venir a Colombia sólo a trabajar, que dejara de comportarse como una protestante, por amor de Dios. Y ahora Elaine se agarraba de Ricardo (pegaba la cabeza a su pecho, cerraba las manos sobre los parches de sus codos) cada vez que pasaba una ráfaga de viento y la cabina se sacudía en su cable y los turistas soltaban un grito unánime. Y a lo largo de la tarde, suspendidos sobre el vacío o sentados en las bancas de la iglesia, dando vueltas en redondo en los jardines del santuario o viendo a Bogotá desde tres mil metros de altura, Elaine comenzó a escuchar la historia de una exhibición aérea en un año tan remoto como 1938, escuchó hablar de pilotos y de acrobacias y de un accidente y el medio centenar de muertos que el accidente dejó. Y al despertar a la mañana siguiente un paquete la esperaba junto a su desayuno recién servido. Elaine rasgó el papel de regalo y encontró una revista en español con un marcapáginas de cuero metido entre las páginas. Alcanzó a pensar que era el marcapáginas el regalo, pero entonces abrió la revista y vio el apellido de los anfitriones y una nota de Ricardo: «Para que entienda».
Elaine se dedicó a entender. Hizo preguntas y Ricardo las contestó. La cara quemada de su padre, explicó Ricardo a lo largo de varias conversaciones, ese mapa de piel de un color más oscuro y rugoso y áspero como el desierto de Villa de Leyva, había formado parte del paisaje que lo rodeó toda la vida; pero ni siquiera de niño, cuando uno lo pregunta todo y nada se da por asumido, se interesó Laverde por las causas de lo que veía, la diferencia entre la cara de su padre y la de los demás. Aunque era posible también (decía Laverde) que su familia no le hubiera dado ni siquiera tiempo de sentir esa curiosidad, pues el relato del accidente de Santa Ana había flotado entre ellos desde entonces sin evaporarse nunca, repitiéndose siempre en las circunstancias más diversas y gracias a los más diversos narradores, y Laverde recordaba versiones escuchadas en novenas de Navidad, versiones de viernes en salón de té y otras de domingo en estadio de fútbol, versiones de camino a la cama antes de dormir y otras de camino al colegio en las mañanas. Se hablaba del accidente, sí, y se hacía en todos los tonos y con todas las intenciones, para demostrar que los aviones eran cosas peligrosas e impredecibles como un perro con rabia (según su padre), o que los aviones eran como los dioses griegos, siempre ponían a cada uno en su lugar y no toleraban la arrogancia de los hombres (según su abuelo). Y muchos años después también él, Ricardo Laverde, contaría el accidente, lo adornaría o adulteraría hasta darse cuenta de que eso no era necesario. En el colegio, por ejemplo, contar los orígenes de la cara quemada de su padre era la mejor forma de captar la atención de sus compañeros. «Traté con las hazañas de guerra de mi abuelo», dijo Laverde. «Luego me di cuenta de que nadie quiere escuchar historias heroicas, y en cambio a todo el mundo le gusta que le cuenten la desgracia ajena.» Y eso lo recordaría, las caras de sus compañeros cuando él les hablaba del accidente de Santa Ana y luego les enseñaba fotos de su padre y su cara quemada para que vieran que no mentía.
«Hoy estoy seguro», dijo Laverde. «Si hoy en día quiero ser piloto, si nada más me interesa en el mundo, es por culpa de Santa Ana. Si alguna vez llego a matarme en un avión, será por culpa de Santa Ana.»
Esa historia tenía la culpa, decía Laverde. Esa historia tenía la culpa de que hubiera aceptado las primeras invitaciones de su abuelo. Esa historia tenía la culpa de que hubiera comenzado a ir a las pistas del Aeroclub de Guaymaral para volar con el veterano heroico y sentirse vivo, más vivo que nunca. Se paseaba entre los Sabre canadienses y conseguía que le dejaran sentarse en las cabinas (su apellido las abría todas), y luego conseguía (de nuevo el apellido) que los mejores profesores de aviación del Aeroclub le dedicaran más horas de las que había pagado: la historia de Santa Ana tenía la culpa de todo eso. Nunca sentiría como sintió en esos días lo que es ser un delfín, lo que es tener un poco de poder heredado. «Lo he aprovechado, Elena, se lo juro», decía. «He aprendido bien, he sido buen alumno.» Su abuelo siempre le dijo que tenía buena madera. Sus profesores eran otros veteranos: de la guerra con el Perú, sobre todo, pero alguno había que voló en Corea y fue condecorado por los gringos, o por lo menos eso se decía. Y todos opinaban que este muchachito era bueno, que tenía un instinto raro y unas manos de oro y, lo más importante, que los aviones lo respetaban. Y los aviones nunca se equivocan.
«Y así hasta hoy», dijo Laverde. «Mi papá se quiere morir, pero yo ya soy dueño de mi propia vida, con cien horas de vuelo uno es dueño de su propia vida. Él se pasa los días adivinando el futuro, pero es el futuro de otros, Elena, mi padre no sabe lo que hay en el mío, ni sus fórmulas ni sus estadísticas se lo pueden decir. Yo he perdido mucho tiempo tratando de averiguarlo, y sólo ahora, en los últimos días, he llegado a entender la relación que hay entre mi vida y la cara de papá, entre el accidente de Santa Ana y esta persona que usted ve aquí, que va a hacer grandes cosas en la vida, un nieto de héroe. Yo voy a salir de esta vida mediocre, Elena Fritts. Yo no tengo miedo, yo voy a recuperar el apellido Laverde para la aviación. Yo voy a ser mejor que el capitán Abadía y mi familia se va a sentir orgullosa de mí. Yo voy a salir de esta vida mediocre, me voy a ir de esta casa donde uno sufre cada vez que otra familia nos invita a comer porque nos va a tocar invitarlos después. Yo voy a dejar de contar centavos como hace mi mamá todas las mañanas. Yo no voy a tener que ponerle una cama a un gringo para que mi familia tenga con qué comer, perdone si la ofendo, no es para ofenderla. Qué quiere, Elena Fritts, yo soy un nieto de héroe, yo estoy para otras cosas. Grandes cosas, así es, lo digo y lo sostengo. Le pese a quien le pese.»
Bajaban en teleférico, igual que habían subido. Atardecía, y el cielo bogotano se había convertido en un gigantesco manto violeta. Debajo de ellos, en la luz escasa, los peregrinos que habían subido a pie y a pie bajaban eran como chinchetas de colores en las escaleras de piedra. «Qué luz tan rara hay en esta ciudad», dijo Elaine Fritts. «Uno cierra los ojos un segundo y ya se ha hecho de noche.» Pasó una ráfaga de viento, sacudió la cabina, pero esta vez los turistas no gritaron. Hacía frío. El viento soltó un susurro al cruzar la cabina. Elaine, abrazada a Ricardo Laverde, recostada a la barra horizontal que protegía la ventana, se vio de pronto a oscuras. Las cabezas de los pasajeros se recortaban contra el cielo, negro sobre negro. La respiración de Ricardo le llegaba en oleadas, un olor de tabaco y agua limpia, y allí, flotando sobre los cerros orientales, viendo la ciudad encenderse para la noche, Elaine quiso que esa cabina nunca llegara abajo. Pensó, acaso por primera vez, que una persona como ella podría vivir en un país como éste. En más de un sentido, pensó, este país estaba todavía comenzando, apenas descubriendo su lugar en el mundo, y ella quería ser parte de ese descubrimiento.
El subdirector de los Cuerpos de Paz en Colombia era un hombrecito delgado y distante, de gafas de marco grueso a la Kissinger y corbata tejida. Recibió a Elaine en camisa, lo cual no hubiera tenido nada de particular si el hombre no usara camisas de manga corta, como si estuviera en el calor insoportable de Barranquilla o Girardot en lugar de morirse de frío en estos páramos. Usaba tanta brillantina en el pelo negro que la luz de un tubo de neón podía producir la ilusión de canas prematuras en sus sienes, o de raíces blancas en su carrera nítida como la de un militar. No podía saberse si era norteamericano o local, o un norteamericano hijo de locales, o un local hijo de norteamericanos; no había pistas, ni afiches en las paredes ni música sonando en ninguna parte ni libros en las estanterías, que permitieran conjeturar una vida, unos orígenes. Hablaba un inglés perfecto, pero su apellido —el largo apellido que miraba a Elaine desde el escritorio, grabado en una enseña de bronce que parecía maciza— era latinoamericano o por lo menos español, Elaine no sabía si había alguna diferencia. La entrevista era una rutina: todos los voluntarios de los Cuerpos de Paz habían pasado o pasarían por esta oficina oscura, por esta silla incómoda donde ahora Elaine se soliviaba para alisarse con las manos la larga falda aguamarina. Aquí, frente al delgado y distante Mr. Valenzuela, todos los que habían sido entrenados en el CEUCA se sentaban tarde o temprano y escuchaban un pequeño discurso sobre cómo se acercaba el final del entrenamiento, cómo pronto los voluntarios estarían viajando a los lugares donde cumplirían su misión, discursos sobre la generosidad y la responsabilidad y la oportunidad de marcar la diferencia. Escuchaban las palabras permanent site placement y enseguida la misma pregunta: «¿Tiene usted alguna preferencia?». Y los voluntarios pronunciaban nombres de adquisición reciente y de contenido ignoto: Bolívar, Valledupar, Magdalena, Guajira. O Quindío (pronunciado Cuindio). O Cauca (pronunciado Cohca). Luego eran trasladados a un lugar cercano al destino final, una especie de escala intermedia donde pasaban tres semanas junto a un voluntario de más experiencia. Field training, se llamaba. Todo eso se decidía en media hora de entrevista.
«Bueno, what’s it gonna be?», dijo Valenzuela. «Cartagena no se puede, ni Santa Marta. Ya están llenos. Todo el mundo quiere ir allá, es por el Caribe.»
«Yo no quiero ciudades», dijo Elaine Fritts.
«¿No?»
«Creo que puedo aprender más en el campo. El espíritu de los pueblos está en sus campesinos.»
«El espíritu», dijo Valenzuela.
«Y uno puede ayudar más», dijo Elaine.
«Bueno, eso también. Vamos a ver, ¿tierra fría o tierra caliente?»
«Donde más pueda ayudar.»
«Ayuda se necesita en todas partes, señorita. Este país está a medio hornear todavía. Piense también en las cosas que usted sabe, las que se le dan bien.»
«¿Las cosas que sé?»
«Claro. No se va a ir a cultivar papas si no ha visto un azadón ni en fotos.» Valenzuela abrió una carpeta marrón que había tenido bajo la mano todo el tiempo, pasó una página, levantó la cara. «Universidad George Washington. Estudiante de Periodismo, ¿no?»
Elaine asintió. «Pero he visto azadones», dijo. «Y aprendo rápido.»
Valenzuela hizo una mueca de impaciencia.
«Pues tiene tres semanas», dijo. «Eso, o convertirse en una carga y hacer el ridículo.»
«Yo no voy a ser una carga», dijo Elaine. «Yo—»
Valenzuela removió unos papeles, sacó una nueva carpeta. «Mire, en tres días me reúno con los líderes regionales. Ahí voy a saber quién necesita qué, y voy a saber dónde puede usted hacer el field training. Pero lo que sé con seguridad es que hay un sitio cerca de La Dorada, ¿sabe de qué le estoy hablando? El valle del Magdalena, señorita Fritts. Es lejos, pero no es otro mundo. En el sitio este no hace tanto calor como en La Dorada, porque queda subiendo un poco la montaña. Se va uno en tren desde Bogotá, es fácil llegar y devolverse, usted ha visto que aquí los buses son un peligro público. En fin, es un buen sitio y poco solicitado. Es bueno saber montar a caballo. Es bueno tener un estómago fuerte. Hay que trabajar mucho con los de Acción Comunal, desarrollo comunitario, ya sabe usted, alfabetización, nutrición, esas cosas. Son sólo tres semanas. Si no le gusta, hay manera de echar marcha atrás.»
Elaine pensó en Ricardo Laverde. De repente, tener a Ricardo a unas cuantas horas en tren le pareció buena idea. Pensó en el nombre del lugar, La Dorada, y tradujo en su cabeza: The Golden One.
«La Dorada», dijo Elaine Fritts, «me parece bien».
«Primero el otro sitio, luego La Dorada.»
«Sí, el sitio ese también. Gracias.»
«Bueno», dijo Valenzuela. Abrió un cajón metálico y sacó un papel. «Mire, antes de que se me olvide. Esto es para que lo llene y lo devuelva en Secretaría.»
Era un cuestionario, o más bien una copia al carbón de un cuestionario. El encabezado era una sola pregunta, escrita a máquina en letras mayúsculas: ¿En qué se diferencia su hogar en Bogotá de su lugar de origen? Debajo de la pregunta había varios apartes separados por espacios generosos, ostensiblemente para ser llenados por los voluntarios con tanto detalle como fuera posible. Elaine contestó el cuestionario en un motel de Chapinero, acostada boca abajo en la cama destendida y olorosa a sexo, usando un directorio telefónico para apoyar la página y cubriéndose las nalgas con la sábana para protegerse de la mano de Ricardo, sus vagabundeos atrevidos, sus incursiones obscenas. Bajo el capítulo Incomodidades y molestias físicas, escribió: «Los hombres de la familia nunca levantan el bizcocho para orinar». Ricardo le dijo que era una muchachita quisquillosa y malcriada. En Restricciones a la libertad de los huéspedes escribió: «Cierran con tranca pasadas las nueve, y siempre tengo que despertar a mi señora». Ricardo le dijo que era demasiado trasnochadora. En Problemas de comunicación escribió: «No entiendo por qué tratan de usted a los niños». Ricardo le dijo que todavía le quedaba mucho por aprender. En Comportamiento de los miembros de la familia escribió: «Al hijo le gusta morderme los pezones cuando se viene». Ricardo no le dijo nada.
La familia entera la acompañó a coger el tren en la Estación de la Sabana. Era un edificio grande y solemne de columnas estriadas con un cóndor de piedra en la parte alta de la fachada, las alas extendidas como si estuviera a punto de levantar el vuelo y llevarse el ático en las garras. Doña Gloria le había regalado a Elaine un ramo de rosas blancas, y ahora, al atravesar el vestíbulo con una maleta en la mano y la cartera terciada sobre el pecho, las flores se le habían convertido en un estorbo detestable, una suerte de plumero que se estrellaba contra los otros transeúntes dejando en el suelo de piedra un rastro de pétalos tristes, y cuyas espinas Elaine se clavaba cada vez que intentaba agarrarlo mejor o protegerlo de la hostilidad ambiente. El padre, por su lado, había esperado hasta llegar al andén central para sacar su regalo, y ahora, en medio del ajetreo de la gente y de las ofertas de los limpiabotas y de las peticiones de los mendigos, explicaba que era el libro de un periodista, que había salido hace un par de años pero seguía vendiéndose, que el tipo era un guache pero el libro, por lo que decían, no estaba mal. Elaine rasgó el papel de regalo, vio un diseño de nueve marcos azules de esquinas cortadas, y en los marcos vio campanas, soles, gorros frigios, esbozos florales, lunas con cara de mujer y calaveras cruzadas con tibias y diablillos bailantes, y todo le pareció absurdo y gratuito, y el título, Cien años de soledad, exagerado y melodramático. Don Julio puso una uña larga sobre la E de la última palabra, que estaba al revés. «Me di cuenta después de comprarlo», se disculpó. «Si quiere, tratamos de cambiarlo por otro.» Elaine dijo que no importaba, que por una errata tonta no iba a quedarse sin lectura para el tren. Y días después, en carta a sus abuelos, escribió: «Mándenme lectura, por favor, que por las noches me aburro. Lo único que tengo aquí es un libro que me regaló mi señor, y he tratado de leerlo, juro que he tratado, pero el español es muy difícil y todo el mundo se llama igual. Es lo más tedioso que he leído en mucho tiempo, y hasta hay erratas en la portada. Parece mentira, llevan catorce ediciones y no la han corregido. Cuando pienso que ustedes estarán leyendo el último de Graham Greene. Es que no hay derecho».
La carta sigue así:
Bueno, déjenme que les cuente un poco dónde estoy y dónde voy a estar las próximas dos semanas. Hay tres cadenas montañosas en Colombia: la Cordillera Oriental, la Central y (sí, lo adivinaron) la Occidental. Bogotá queda a 8.500 pies de altura en la primera. Lo que hizo mi tren fue bajar la montaña hasta llegar al río Magdalena, el más importante del país. El río corre por un valle hermoso, uno de los paisajes más bonitos que he visto en mi vida, es verdaderamente el Paraíso. El trayecto hasta acá también fue impresionante. Nunca había visto tantos pájaros y tantas flores. ¡Cómo envidié al tío Philip! Envidié sus conocimientos, claro, pero también sus binóculos. ¡Cómo disfrutaría él aquí! Díganle que le mando mis mejores deseos.
En fin, les hablaba del río. En otros tiempos venían vapores de pasajeros desde Mississippi e incluso desde Londres, así de importante era el río. Y todavía hay barcos por aquí que parecen sacados directamente de Huckleberry Finn, no estoy exagerando. Mi tren llegó hasta un pueblo llamado La Dorada, que es donde voy a estar estacionada permanentemente. Pero por disposición de los Cuerpos de Paz, los voluntarios tenemos que hacer tres semanas de site training en un lugar distinto del permanent site y en compañía de otro voluntario. Teóricamente el lugar de tránsito debe quedar cerca del destino definitivo, pero no siempre es así. Teóricamente el otro voluntario debe tener más experiencia, pero no siempre es así. Yo he tenido suerte. Me pusieron en un municipio a pocos kilómetros del río, en las faldas de la cordillera. Se llama Caparrapí, un nombre que parece diseñado para que me vea ridícula diciéndolo. Hace calor y mucha humedad, pero se puede vivir. Y el voluntario que me tocó es un muchacho terriblemente simpático y sabe muchísimas cosas, en particular sobre los temas que yo ignoro del todo. Se llama Mike Barbieri, es un drop-out de la Universidad de Chicago. Uno de esos tipos que te hacen sentir bien inmediatamente, dos segundos y ya sientes que los conoces de toda la vida. Hay gente así, con carisma. La vida en otros países es más fácil para ellos, de eso me he dado cuenta. Ésta es la gente que se come el mundo, la que no va a tener problemas para sobrevivir. Ojalá yo fuera más así.
Barbieri llevaba dos años ya en los Cuerpos de Paz de Colombia, pero antes había pasado otros dos en México, trabajando con campesinos entre Ixtapa y Puerto Vallarta, y antes de México había pasado unos cuantos meses en los barrios pobres de Managua. Era alto, fibroso, rubio pero bronceado, y no era raro encontrárselo sin camisa (un crucifijo de madera colgaba invariablemente sobre su pecho), con unas bermudas y unas sandalias de cuero por toda prenda. Le había dado la bienvenida a Elaine con una cerveza en la mano y un plato de pequeñas arepas de una textura que para ella era novedosa. Elaine nunca había conocido a alguien tan locuaz y a la vez tan sincero, y en pocos minutos se enteró de que iba a cumplir veintisiete años, de que su equipo eran los Cubs, de que detestaba el aguardiente y eso por aquí era un problema, de que les tenía miedo, no, verdadero pavor, a los alacranes, y le aconsejaba a Elaine que comprara zapatos abiertos y los revisara bien todos los días antes de ponérselos. «¿Hay muchos alacranes por aquí?», preguntó Elaine. «Puede haberlos, Elaine», dijo Barbieri con voz de pitonisa. «Puede haberlos.»
El apartamento tenía dos cuartos y un salón sin apenas muebles, y quedaba en el segundo piso de una casa de paredes de color azul cielo. En la primera planta funcionaba una tienda con dos mesas de aluminio y un mostrador —panelitas de leche, mantecadas, cigarrillos Pielroja—, y detrás de la tienda, donde el mundo se volvía doméstico por arte de magia, vivía la pareja que regentaba la tienda. Su apellido era Villamil; su edad no bajaba de los sesenta. «My señores», dijo Barbieri al presentárselos a Elaine, y, al darse cuenta de que sus señores no habían comprendido muy bien el nombre de la nueva inquilina, les dijo en buen español: «Es una gringa, como yo, pero se llama Elena». Y así se referían los Villamil a ella: así la llamaban para preguntarle si tenía agua suficiente, o para que se asomara a saludar a los borrachos. Elaine lo soportaba con estoicismo, echaba de menos la casa de los Laverde, se avergonzaba por esos pensamientos de niña malcriada. Con todo, evitó a los Villamil siempre que le fue posible. Una escalera de concreto adosada a la pared exterior de la construcción le permitía subir sin ser vista. Barbieri, afable hasta la impertinencia, nunca la usaba: no había día en que no pasara por la tienda para contar su día, los logros y los fracasos, para escuchar las anécdotas que tuvieran los Villamil y aun sus clientes, y para empeñarse en explicarles a estos viejos campesinos la situación de los negros en Estados Unidos o el tema de una canción de The Mamas & the Papas. Elaine, muy a su pesar, lo veía hacer y lo admiraba. Tardó más de lo debido en descubrir por qué: a su manera, este hombre extrovertido y curioso, que la miraba con desfachatez y hablaba como si el mundo le debiera algo, le hacía pensar en Ricardo Laverde.
Durante veinte días, los veinte días calurosos que duró el aprendizaje rural, Elaine trabajó codo con codo junto a Mike Barbieri, pero también junto al líder de Acción Comunal para la zona, un hombre bajito y callado cuyo bigote cubría un labio leporino. Tenía un nombre simple, para variar: se llamaba Carlos, Carlos a secas, y había algo hermético o amenazante en esa simpleza, en su carencia de apellido, en la cualidad fantasmal con que aparecía para recogerlos en las mañanas y volvía a desaparecer en las tardes, después de dejarlos de nuevo. Elaine y Barbieri, por una especie de acuerdo previo, almorzaban en casa de Carlos, un interregno entre dos jornadas intensas de trabajo con los campesinos de las veredas circundantes, de entrevistas con políticos locales, de negociación siempre infructuosa con los terratenientes de la zona. Elaine descubrió que todo el trabajo en el campo se hacía hablando: para enseñarles a los campesinos a criar pollos de carne blanda (encerrándolos en lugar de dejarlos correr salvajemente), para convencer a los políticos de construir una escuela con recursos de aquí (ya que nadie esperaba nada del Gobierno central) o para tratar de que los ricos no los vieran simplemente como cruzados anticomunistas, había primero que sentarse alrededor de una mesa y beber, beber hasta que ya no se entendieran las palabras. «Así que me la paso montada en caballos moribundos o hablando con gente semiborracha», escribió Elaine a sus abuelos. «Pero creo que estoy aprendiendo, aunque no me dé cuenta. Mike me explicó que en colombiano esto se llama cogerle el tiro a algo. Entender cómo funcionan las cosas, saber hacerlas, todo eso. Interiorizarlas, digamos. En eso estoy. Ah, una cosita: no me escriban más aquí, que la próxima carta sea a Bogotá. De aquí voy a Bogotá y paso un mes con los últimos detalles del entrenamiento. Luego a La Dorada. Ahí empieza lo serio.»
El último fin de semana llegó Ricardo Laverde. Lo hizo por sorpresa, arreglándoselas él solo, tomando solo el tren a La Dorada y de ahí llegando a Caparrapí en bus y después preguntando, pidiendo señas, describiendo a los gringos de cuya existencia, por supuesto, sabía todo el mundo en los alrededores. Para Elaine no tuvo nada de raro que Laverde y Mike Barbieri se cayeran tan bien: Barbieri le dio a Elaine la tarde libre para que le mostrara el lugar al novio bogotano (usó esas palabras, «novio bogotano») y le dijo que se verían por la noche, para comer. Y esa noche, en cuestión de horas —horas pasadas, es cierto, en mitad de un potrero, alrededor de una fogata y en presencia de una jarra de guarapo—, Ricardo y Barbieri descubrían lo mucho que tenían en común, porque el padre de Barbieri era piloto de correos y a Ricardo no le gustaba el aguardiente, y se abrazaban y hablaban de aviones y a Ricardo se le abrían los ojos al contar de sus cursos y sus profesores, y entonces Elaine intervenía para elogiar a Ricardo y repetir los elogios que otros hacían de su talento como piloto, y luego Ricardo y Mike hablaban de Elaine en su presencia, lo buena muchacha que era, lo bonita, sí, también lo bonita, con esos ojos, decía Mike, sí, sobre todo los ojos, decía Ricardo y soltaban una carcajada y se decían secretos como si en lugar de acabar de conocerse hubieran sido compañeros de frat house, y cantaban For she’s a jolly good fellow y lamentaban a coro que Elaine se tuviera que ir a otro site, this site should be your site, fuck La Dorada, fuck The Golden One, fuck her all the way, y brindaban por Elaine y por los Peace Corps, for we’re all jolly good fellows, which nobody can deny. Y al día siguiente, con todo y el dolor de cabeza del guarapo, Mike Barbieri los acompañó él mismo a coger el bus. Los tres llegaron a la plaza del pueblo a caballo, como colonos de otros tiempos (aunque los suyos fueran jamelgos escuálidos que por nada del mundo hubieran pertenecido a colonos de otros tiempos), y en la cara de Ricardo, que iba cargando cortésmente su equipaje, Elaine vio algo que no había visto nunca: admiración. Admiración por ella, por la soltura con que se movía en el pueblo, por el cariño que le había tomado la gente en sólo tres semanas, por la naturalidad y al mismo tiempo la autoridad innegable con que ella se hacía entender de los lugareños. Elaine vio esa admiración en su cara y sintió que lo quería, que impredeciblemente había comenzado a sentir cosas nuevas y más intensas por este hombre que también parecía quererla, y al mismo tiempo pensó que había llegado a ese punto feliz: cuando este lugar ya no podía sorprenderla demasiado. Cierto, había siempre imprevistos, en Colombia la gente siempre se las arreglaba para ser impredecible (en su comportamiento, en sus maneras: uno nunca sabía qué estaban pensando en realidad). Pero Elaine se sentía dueña de la situación. «Pregúntame si le cogí el tiro a la vaina», le dijo a Ricardo cuando se subieron al bus. «¿Le cogiste el tiro a la vaina, Elena Fritts?», preguntó él. Y ella respondió: «Sí. Le cogí el tiro a la vaina».
No tenía manera de saber cuánto se equivocaba.