COMBATE DE ARROYO DEL INFIERNO

El Arroyo del Infierno es un pequeño riachuelo de escaso recorrido que desemboca en el río Palma Mocha. A sus márgenes, alejándonos del río Palma Mocha y subiendo por las laderas de las lomas que lo bordean, llegamos a una pequeña abra circular en el monte donde se levantaban dos pequeños bohíos e hicimos nuestro campamento en esta zona, naturalmente, dejando vacías las casas campesinas.

Fidel calculaba que el ejército vendría en nuestra búsqueda y que más o menos nos localizaría; decidió preparar en esta región la emboscada que sirviera para atrapar algunos soldados enemigos. Consecuentemente con ello distribuyó la gente.

Fidel constantemente vigilaba las líneas y daba recorridos para cerciorarse de la eficacia de la defensa. El día 19 de enero por la mañana, ocurrió un accidente que pudo tener graves consecuencias. Yo había llevado como trofeo de la lucha en La Plata, un casco completo de cabo del ejército batistiano y lo portaba con todo orgullo, pero al ir a inspeccionar las tropas, lo hicimos por pleno monte; y la vanguardia nos oyó venir desde lejos y vio el grupo encabezado por uno que llevaba casco. Afortunadamente en ese momento se estaban limpiando las armas y solamente funcionaba el fusil de Camilo Cienfuegos que disparó sobre nosotros, aunque inmediatamente comprendió su error; el primer disparo no dio en el blanco y el fusil automático se trabó impidiéndole seguir disparando. Este hecho demuestra el estado de tensión que teníamos todos, esperando, como una liberación, el combate. Son instantes en que hasta los más firmes de nervios sienten cierto leve temblor en las rodillas y todo el mundo ansía de una vez la llegada de ese momento estelar de la guerra, que es el combate. Sin embargo no era, ni con mucho, nuestro deseo de combatir; lo hicimos porque era necesario.

En la madrugada del día 22, se oyeron algunos disparos aislados por la zona del río Palma Mocha y esto nos incitó a mantener en mejores condiciones nuestra línea; a cuidarnos más y a esperar la inminente presencia de la tropa enemiga.

Debido a que se suponía que estaban los soldados cerca, no hubo ni desayuno ni almuerzo. Con el guajiro Crespo habíamos descubierto un nido de gallinas y racionábamos el uso que hacíamos de los huevos dejando uno, como es usual, para que siguieran poniendo. Ese día, en vista de los tiros escuchados por la noche, Crespo decidió que debíamos comernos el último huevo, y así lo hicimos. Era mediodía cuando observamos una figura humana en uno de los bohíos; pensamos en el primer momento que alguno de los compañeros había desobedecido la orden de no acercarse a las casas. Sin embargo, no era así; uno de los soldados de la dictadura era el explorador del bohío. Aparecieron después hasta seis, y luego se fueron, quedando tres a la vista; pudimos observar cómo el soldado de guardia, tras mirar a todos lados, quitó unas hierbas, se las puso en las orejas en un intento de camuflaje y se sentó a la sombra, tranquilamente, sin aprensiones en su rostro claramente visible en la mirilla telescópica. El disparo de Fidel, que abrió el fuego, lo fulminó, pues solamente alcanzó a dar un grito, algo así como “¡ay mi madre!” y cayó para no levantarse. Se generalizó el tiroteo y cayeron los dos compañeros del infortunado soldado. De pronto descubrí que en otro bohío más cercano a mis posiciones había otro soldado que trataba de esconderse del fuego nuestro. Se le veían solamente las piernas, pues mi posición elevada hacía que el techo del bohío lo tapara. Tiré a rumbo la primera vez y fallé; el segundo disparo dio de lleno en el pecho del hombre que cayó dejando su fusil clavado en la tierra por la bayoneta. Cubierto por el guajiro Crespo, llegué a la casa donde pude observar el cadáver quitándole sus balas, su fusil y algunas otras pertenencias. El hombre había recibido un balazo en medio del pecho que debió haberle partido el corazón y su muerte fue instantánea; ya presentaba los primeros síntomas de la rigidez cadavérica debido quizás al cansancio de la última jornada que había rendido.

El combate fue de una velocidad extraordinaria y pronto estábamos huyendo cada uno por su lado, luego de logrados, por nuestra parte los objetivos propuestos.

Al hacer el recuento constatamos que habíamos gastado 900 balas aproximadamente y que se recuperaron 70 de una canana llena y un fusil; ése fue el Garand que le correspondió a Efigenio Ameijeiras, el que lo llevó durante buena parte de la guerra. Se contaron cuatro muertos del enemigo, pero meses después nos enteramos, al detener un chivato, que habían sido cinco las bajas. No era una victoria completa, pero tampoco una victoria pírrica. Habíamos medido nuestras fuerzas con el ejército en nuevas situaciones y habíamos superado la prueba.

Esto nos mejoró mucho el ánimo y nos permitió seguir durante todo el día trepando hacia los montes más inaccesibles para escapar a la persecución de grupos mayores del ejército enemigo. Así fuimos a caer del otro lado de la montaña y caminábamos paralelamente a la tropa de Batista, que también había huido, y había cruzado las mismas cúspides para seguir hacia el otro lado; durante dos días nuestras tropas y las del enemigo marcharon casi juntas, sin percatarse de ello; una vez dormimos en dos bohíos, separados apenas por un pequeño río como es el de La Plata, a algún par de recodos unos de otros. El teniente que comandaba la patrulla se llamaba Sánchez Mosquera y su nombre se hizo famoso en la Sierra Maestra debido a sus depredaciones. Es bueno explicar que los balazos oídos por nosotros horas antes de la acción fueron disparados para asesinar a un “pichón de haitiano” que se negara a conducir las tropas hasta nuestro escondite. Si no hubieran cometido ese asesinato no nos hubieran encontrado tan alertas.

Estábamos de nuevo sobrecargados de peso, llevando muchos de nosotros dos fusiles; en esta situación no era muy fácil el camino, pero evidentemente era otra moral la que imperaba, diferente a la que imperaba después del desastre de Alegría de Pío. Pocos días antes habíamos derrotado a un grupo menor en número, atrincherado en un cuartel; ahora derrotábamos una columna en marcha superior en número a nuestras fuerzas y se pudo experimentar la importancia que tiene en este tipo de guerra liquidar las vanguardias, pues sin vanguardia no puede moverse un ejército.