JORNADAS DE MARCHA

Los primeros 15 días del mes de mayo fueron de marcha continua hacia nuestro objetivo. Al iniciarse el mes, estábamos en una loma perteneciente a la cresta de la Maestra, cercana al pico Turquino; fuimos cruzando zonas que después resultaron teatro de muchos sucesos de la Revolución. Pasamos por Santa Ana, por El Hombrito; después Pico Verde, encontramos la casa de Escudero en la Maestra, y seguimos hasta la loma del Burro. El viaje en esta dirección que sigue el rumbo Este, se producía para buscar unas armas que se dijo iban a llegar de Santiago y a depositarse en la zona de la loma del Burro relativamente cerca del Oro de Guisa. Durante este recorrido, que duró un par de semanas, una noche, al ir a cumplir un cometido intrascendente, equivoqué los caminos y estuve perdido dos días hasta volver a encontrar a la gente en un paraje denominado El Hombrito. En aquel momento pude darme cuenta de que llevábamos en las espaldas todo lo necesario para bastarnos a nosotros mismos. La sal y el aceite, tan importantes; algunas comidas enlatadas, entre las que había leche; todo lo necesario para dormir, hacer fuego y la comida y un aditamento en que confiaba mucho hasta ese momento, la brújula.

Al encontrarme perdido, la mañana siguiente de la noche en que ocurriera, tomé la brújula y guiándome por ella seguí un día y medio hasta darme cuenta de que cada vez estaba más perdido, me acerqué a una casa campesina y allí me encaminaron hasta el campamento rebelde. Después nosotros nos percataríamos de que en lugares tan escabrosos como la Sierra Maestra, la brújula solamente puede servir de orientación general, nunca para marcar rumbos definidos; el rumbo hay que trazarlo con guías o conociendo por sí mismo el terreno, como lo conocimos después al tocarme a mí, precisamente, operar en la zona de El Hombrito.

Fue muy emocionante el reencuentro con la columna en aquella zona por el caluroso recibimiento que se me hizo. Cuando llegué se acababa de realizar un juicio popular en que tres chivatos fueron juzgados y uno de ellos, Nápoles de apellido, condenado a muerte. Camilo fue el presidente del tribunal.

En aquella época tenía que cumplir mis deberes de médico y en cada pequeño poblado o lugar donde llegábamos realizaba mi consulta. Era monótona pues no tenía muchos medicamentos que ofrecer y no presentaban una gran diferencia los casos clínicos de la Sierra; mujeres prematuramente avejentadas, sin dientes, niños de vientres enormes, parasitismo, raquitismo, avitaminosis en general, eran los signos de la Sierra Maestra. Todavía hoy se mantienen, pero en mucho menores proporciones. Los hijos de estas madres de la Sierra han ido a estudiar a la ciudad escolar “Camilo Cienfuegos”; ya están crecidos, saludables, son otros muchachos diferentes a los primeros escuálidos pobladores de nuestra pionera Ciudad Escolar.

Recuerdo que una niña estaba presenciando las consultas que daba a las mujeres de la zona, las que iban con mentalidad casi religiosa a conocer el motivo de sus padecimientos; la niñita, cuando llegó su mamá, después de varios turnos anteriores a los que había asistido con toda atención en la única pieza del bohío que me servía de consultorio, le chismoseó: “Mamá, este doctor a todas les dice lo mismo.”

Y era una gran verdad; mis conocimientos no daban para mucho más, pero, además, todas tenían el mismo cuadro clínico y contaban la misma historia desgarradora sin saberlo. ¿Qué hubiera pasado si el médico en ese momento hubiera interpretado que el cansancio extraño que sufría la joven madre de varios hijos, cuando subía una lata de agua del arroyo hasta la casa, se debía simplemente a que era mucho trabajo para tan poca y tan baja calidad de comida? Ese agotamiento es algo inexplicable porque toda su vida la mujer ha llevado las mismas latas de agua hasta el mismo destino y sólo ahora se siente cansada. Es que las gentes de la Sierra brotan silvestres y sin cuidado y se desgastan rápidamente, en un trajín sin recompensa. Allí, en aquellos trabajos empezaba a hacerse carne en nosotros la conciencia de la necesidad de un cambio definitivo en la vida del pueblo. La idea de la reforma agraria se hizo nítida y la comunión con el pueblo dejó de ser teoría para convertirse en parte definitiva de nuestro ser.

La guerrilla y el campesinado se iban fundiendo en una sola masa, sin que nadie pueda decir en qué momento del largo camino se produjo, en qué momento se hizo íntimamente verídico lo proclamado y fuimos parte de la masa campesina. Sólo sé, en lo que a mí respecta, que aquellas consultas a los guajiros de la Sierra convirtieron la decisión espontánea y algo lírica en una fuerza de distinto valor y más serena. Nunca han sospechado aquellos sufridos y leales pobladores de la Sierra Maestra el papel que desempeñaron como forjadores de nuestra ideología revolucionaria.

En aquel mismo lugar Guillermo García fue ascendido a capitán y se hizo cargo de todos los campesinos que ingresaran nuevos a las columnas. Tal vez el compañero Guillermo no recuerde esa fecha; está anotada en mi diario de combatiente: 6 de mayo de 1957.

Al día siguiente Haydée Santamaría se iba con precisas indicaciones de Fidel a hacer los contactos necesarios, pero, un día más tarde, llegó la noticia de la detención de Nicaragua, el comandante Iglesias, que era el encargado de traernos las armas. Esto provocó un gran desconcierto entre nosotros, pues no nos podíamos imaginar cómo se haría ahora para traerlas; sin embargo, resolvimos seguir caminando con el mismo destino.

Llegamos a un lugar cercano a Pino del Agua, una pequeña hondonada con una “tumba” abandonada en el mismo filo de la Sierra Maestra; había allí dos bohíos deshabitados. Cerca de un camino real, una patrulla nuestra tomó prisionero a un cabo del ejército. Este cabo era un individuo conocido por sus crímenes desde la época de Machado, por lo que algunos de la tropa propusimos ejecutarlo, pero Fidel se negó a hacerle nada; simplemente lo dejamos prisionero custodiado por los nuevos reclutas, sin armas largas todavía y con la prevención de que cualquier intento de fuga le costaría la vida.

La mayoría de nosotros siguió el camino con el fin de ver si las armas habían llegado al lugar convenido y, si estaban, transportarlas. Fue una larga caminata, aunque sin peso, ya que nuestras mochilas completas quedaron en el campamento donde estaba el prisionero. La marcha, sin embargo, no nos dio ningún resultado; no habían llegado los equipos y lo atribuimos, naturalmente, a la detención de Nicaragua. Pudimos comprar bastante alimento en una tienda existente y volver, con distinta pero también bien recibida carga hacia el lugar de partida.

Volvíamos por el mismo camino, a paso lento, cansón, bordeando las crestas de la Sierra Maestra y cruzando con cuidado los lugares pelados. Oímos de pronto disparos en dirección de nuestra marcha, lo que nos preocupó porque uno de nuestros compañeros se había adelantado para llegar cuanto antes al campamento; era Guillermo Domínguez, teniente de nuestra tropa y uno de los que habían llegado con el refuerzo de Santiago. Nos preparamos para cualquier contingencia mientras mandábamos una exploración. Después de un tiempo prudencial aparecieron los exploradores y venía con ellos un compañero llamado Fiallo, que pertenecía al grupo de Crescencio, incorporado nuevamente a la guerrilla en el intervalo de nuestra ausencia. Venía del campamento base nuestro y nos explicó que había un muerto en el camino y que habían tenido un encuentro con los guardias, los que se habían retirado en dirección a Pino del Agua, donde había un destacamento mayor y que quedaba bastante cerca. Avanzamos con muchas precauciones encontrándonos un cadáver al que me tocó reconocer.

Era Guillermo Domínguez, precisamente; estaba desnudo de la cintura para arriba y presentaba un orificio de bala en el codo izquierdo, un bayonetazo en la zona supramamilar izquierda y la cabeza literalmente destrozada por el disparo, al parecer, de su propia escopeta. Algunas municiones eran el testimonio en las carnes laceradas de nuestro infortunado compañero.

Pudimos reconstruir los hechos analizando diferentes datos: los guardias, parece que en un recorrido buscando a su compañero prisionero, el cabo, oyeron llegar a Domínguez, que venía a la delantera, confiado, pues había pasado por allí mismo el día anterior, y lo hicieron prisionero, pero algunos de los hombres de Crescencio venían a hacer contacto con nosotros por la otra dirección del camino (todo esto se produce en las mismas alturas de la Maestra). Al sorprender por la espalda a los guardias, la gente de Crescencio hizo fuego y éstos se retiraron asesinando antes de huir a nuestro compañero Domínguez.

Pino del Agua es un aserrío en plena Sierra y el camino seguido por los guardias es una vieja trocha de acarrear madera que nosotros debíamos atravesar luego de caminar 100 metros por ella, para seguir nuestro estrecho sendero del firme de la divisoria de las aguas. Nuestro compañero no tomó las precauciones elementales en estos casos y tuvo la mala suerte de coincidir con los guardias. Su amargo destino nos sirvió de experiencia para el futuro.