Capítulo 10

EL miércoles por la mañana, Lucas volvió a llamar a su oficina y le dijo a su secretaria que no iba a ir.

–Cancela todas mis citas, por favor.

–Sí, señor Vieira.

A Lucas le pareció que había habido una décima de segundo de vacilación en su voz. Pero no podía ser. Tenían una relación cordial, pero ella era su empleada y nunca cuestionaba nada de lo que él hiciera o dijera.

Aunque nunca había faltado a la oficina dos días seguidos a menos que estuviera de viaje de negocios. Su comportamiento era poco habitual, pensó. Pero necesario.

Tenía cosas que hacer. Caroline había mencionado que el semestre había terminado, tenía un despacho en la universidad.

–En realidad se trata de medio armario –le dijo con una sonrisa.

Tenía que recoger sus libros y sus cosas. No se lo había pedido, por supuesto, pero tenía que ayudarla. También tenía que convencerla de que no podía llevarlo a su apartamento. Eso estaba fuera de toda duda. No quería que estuviera allí ni un segundo, ni que hiciera interminables trayectos en metro con los brazos cargados de cajas, ni que subiera las oscuras escaleras hacia aquellas miserables habitaciones que llamaba hogar.

Y tenía que encontrar la manera de evitar que buscara un lugar donde vivir. Caroline había hablado de ello también. Y cada vez que lo hacía, Lucas cambiaba de tema.

Sabía que tendría que irse tarde o temprano. Él también quería que lo hiciera. O al menos no quería la alternativa: una mujer viviendo con él, compartiendo con él las comidas, las mañanas, las noches.

La vida.

Pero le resultaba sorprendentemente placentero. Por ahora. Placentero sin duda porque se trataba de una experiencia nueva tener su ropa en el armario de invitados, su maquillaje, su cepillo, sus cosas en el baño de invitados. Era una tontería, porque Caroline pasaba las noches con él.

En su cama. Entre sus brazos.

Pero no era una solución a largo plazo. Por supuesto que no. Tenía a un agente inmobiliario buscando un apartamento. Algún lugar agradable y seguro. Cerca. Y había llamado a una tienda muy conocida de la Quinta Avenida y había pedido hablar con una estilista personal. Le habían pasado con alguien que parecía muy eficiente.

–Necesito ropa para una mujer joven –dijo con brusquedad, porque de pronto se sentía un estúpido.

–Por supuesto, señor –respondió la estilista personal, como si aquello fuera algo a lo que estuviera acostumbrada–. ¿Qué talla tiene la dama?

–Una treinta y seis –dijo, porque se había anticipado a la pregunta y había echado un vistazo a las etiquetas de la ropa de Caroline.

–¿Y qué estilo tiene, señor? ¿Sigue la moda? ¿Tiene algún diseñador favorito?

El estilo de Caroline era absolutamente particular.

Sencillo. En cuanto a los diseñadores, le daba la impresión de que los escogía por el precio de la etiqueta.

–Le gusta vestir con naturalidad.

Entonces recordó el espectacular vestido que se había puesto la noche que se conocieron, y pensó también que en toda la ropa que había visto en el armario de la habitación de invitados cuando fue a mirar la talla no había nada ni remotamente parecido a aquel vestido corto y aquellos tacones tan altos.

–Pero también le quedan muy bien otras cosas –añadió–. Vestidos de seda. Tacones finos. Cosas suaves y femeninas…

«Deus», pensó a punto de gritar de la vergüenza.

La estilista acudió a su rescate.

–Me ha facilitado un excelente retrato con el que trabajar, señor –dijo con amabilidad.

Lucas esperaba que fuera así. Volver a pasar por aquello sería un martirio. Le pidió que cargara todo en su tarjeta de crédito y que esperara a hacer el envío cuando le facilitara una dirección. Lucas pensó en lo contenta que estaría Caroline con aquella sorpresa, así como con la del apartamento.

Pero no podía sorprenderla en lo que se refería a recoger las cosas de su despacho. Sólo ella sabía lo que iba a llevarse y lo que iba a dejar.

Pensó en que su chófer la llevara al campus. Pero luego decidió que sería mucho más sencillo si lo hacía él mismo. Tenía un Ferrari rojo guardado en un garaje a varias manzanas de allí. Le encantaban las elegantes líneas de aquel coche y su increíble fuerza, pero no tenía muchas oportunidades de conducirlo. El trabajo consumía cada vez más su tiempo.

Aquélla sería una buena oportunidad para hacerle algunos kilómetros al Ferrari.

Uniendo todo, tenía sentido que se hubiera tomado el día libre.

Desayunaron juntos otra vez. Lucas había decidido darle a la señora Kennelly la semana libre pagándole el sueldo de un mes. Se lo merecía, y si eso significaba que Caroline y él tenían todo el ático para ellos, podían hacer el amor cuando quisieran y donde quisieran.

Era una de aquellas mañanas soleadas de junio en Nueva York, y tomaron el café en la terraza. Lucas le contó a Caroline los planes que había hecho para el día. Ella sonrió.

–Es una oferta muy amable. Pero no quiero que cambies tus planes por mí.

–No lo hago –afirmó él–. Me estás haciendo un favor. El coche necesita hacer kilómetros.

Caroline le puso la mano sobre la suya.

–Gracias –dijo suavemente.

Lucas se puso de pie, la tomó en sus brazos, la llevó a una hamaca y la hizo suya bajo el suave cielo de junio con una ferocidad que se transformó en ternura a tal velocidad que cuando alcanzó el clímax tenía lágrimas en los ojos. Y él…

Él sintió que algo sucedía en lo más profundo de su corazón. Era un hombre adulto, y el sexo había formado parte de su vida durante muchos años, pero nunca había experimentado nada parecido a aquello.

Se ducharon y ambos se vistieron con pantalones vaqueros y camisetas. Lucas le dijo que estaba preciosa, y aunque sabía que nada podría mejorar su belleza porque ya era perfecta, la seda y la cachemira que le llevaría la estilista darían el toque perfecto a su hermoso rostro y a sus femeninas curvas.

Llamó a su garaje. El coche estaba preparado cuando llegaron. Era largo, brillante y rojo, y tenía el carácter de un caballo de carreras.

–Oh –dijo Caroline–. ¡Es precioso!

–Y rápido –sonrió Lucas.

Cuando se metieron entre el tráfico de Manhattan, él le contó cómo era el primer coche que había tenido.

–Era un cacharro más viejo que yo. Caroline se rió.

–Me cuesta trabajo imaginarte conduciendo algo así.

–Eh, me encantaba ese coche. Me llevaba a todas partes… siempre y cuando me parara cada ochenta kilómetros a echar gasolina.

Los dos se rieron, y Lucas pensó lo increíble que era que hubiera recordado aquel viejo coche, y más todavía que le hubiera contado a ella la historia. Nunca compartía nada de su pasado con nadie. Cuando llegó a Estados Unidos, endurecido por la vida en la calle y sin permitir que nadie traspasara las barreras que había construido, un asistente social bienintencionado le dijo que tenía que aceptar su pasado antes de construir su futuro, que fingir que no le habían pasado cosas malas era como vivir en una mentira…

–Pero me has mentido, Lucas.

Miró a Caroline sorprendido.

–No –dijo al instante–. Nunca.

Entonces vio la expresión de su rostro. Estaba bromeando. Dejó escapar el aire de los pulmones.

–Dijiste que me ayudarías a recoger mis cosas.

–Y eso voy a hacer.

–Pero no en esta preciosa máquina. Es demasiado bonita para llenarla de cajas. Además, aunque quisiéramos hacerlo, no hay espacio. Y por otro lado, ¿dónde vas a aparcar? No puedes dejar un coche así en al calle.

Caroline estaba siendo práctica, y eso era más de lo que podía decirse de él. Por supuesto que no podía dejar un Ferrari en la calle.

O sí. Le encantaba aquel coche. Su línea, su elegancia, su velocidad. Había trabajado mucho y muy duro para comprárselo. Pero amar un objeto inanimado no era lo mismo que amar a una mujer.

Aunque él no sabía lo que era amar a una mujer, se dijo al instante. Ni nunca había querido saberlo. El amor era una falacia, sólo se trataba de un concepto, nada más. Eso lo sabía. Lo había sabido desde que su madre se lo enseñó el día que lo dejó en una calle de Copacabana.

–Lucas

–Caroline se rió y le dio un pequeño codazo–. Te acabas de pasar el campus. Así era. ¿En qué estaba pensando? No en su trabajo, ni en las citas que había cancelado, ni en nada útil.

Frunció el ceño.

¿Qué diablos estaba haciendo comportándose como un adolescente enamorado cuando era un hombre con un imperio multimillonario que dirigir?

Apretó las manos en el volante.

Todavía era temprano. Había tiempo de sobra para regresar al centro, guardar el coche, quedar con James para que fuera a recoger a Caroline y a sus cosas mientras él se ponía un traje, regresaba a la oficina y trabajaba un poco.

–Tienes razón –dijo–. Este coche es demasiado pequeño y aquí no tengo dónde aparcarlo.

–Así es –asintió Caroline–. Ha sido una idea preciosa, pero…

–Pero poco práctica.

El semáforo se puso verde. Lucas giraría a la izquierda para dirigirse a la Quinta Avenida.

Llegó a la intersección. Murmuró algo entre dientes mientras viraba a la derecha en lugar de a la izquierda y se dirigía a la carretera que llevaba a Long Island.

Tomó la mano de Caroline y entrelazó los dedos con los suyos.

–Olvídate de recoger tus cosas –gruñó–. Hace un día demasiado bonito para eso.

–Entonces, ¿dónde vamos?

–Tengo una casa en…

Guardó silencio. Había comprado su casa de los Hamptons un par de años atrás. Los pueblos del sureste de Long Island eran encantadores, las playas magníficas, y estaban a un par de horas de la ciudad. Los ricos y famosos tenían casas de verano allí.

Eso le había influido, no porque quisiera formar parte de aquel mundo, sino porque había oído que la gente de los Hamptons comprendía el valor de la privacidad.

Para él aquel lugar era un refugio. Arena. Mar. La inmensidad del cielo azul.

Y también la soledad.

La casa era muy grande. El océano, infinito. Sin trabajo que le mantuviera ocupado, se sentía inquieto. Tal vez aquélla fuera la razón por la que había pasado un par de fines de semanas allí con mujeres con las que salía entonces.

Dos mujeres. Dos fines de semana. Y con eso había bastado. Fue tan estúpido como para pensar que la arena y el cielo serían suficiente entretenimiento para ellas.

¿Iba a cometer el mismo error de nuevo? Le había resultado molesto las anteriores ocasiones, pero si Caroline no estaba contenta en su casa de la playa…

–¿Una casa? –preguntó ella–. ¿Dónde?

Lucas la miró. Las ventanillas estaban abiertas; el sol le iluminaba el rostro y el cabello. El momento era tan perfecto que deseaba parar el coche y estrecharla entre sus brazos. Pero no era posible hacer algo así en medio del tráfico de Nueva York.

–Tengo una casa en la playa. En los Hamptons. El guardés la mantiene abierta todo el año.

–¿Y cómo es tu casa?

Lucas se encogió de hombros. Lo cierto era que le encantaba, igual que el Ferrari.

–Está bien –respondió–. Ya sabes, una casa de playa. Mucho cristal. Un porche. Una piscina. Y el mar.

Caroline suspiró.

–¿Eso es todo?

Lucas sintió una punzada de desilusión.

–Eso es todo –se aclaró la garganta–. Tal vez no sea una buena idea. Ir, me refiero. Todavía hace un poco de fresco. Además, estamos a mitad de semana. Muchas discotecas estarán cerradas, y…

–No vas allí por las discotecas, ¿verdad?

–Bueno, no. Pero no habrá mucho que hacer.

–¿Se pueden ver las estrellas? En la ciudad no se ven.

Lucas pensó en el gigantesco telescopio que tenía en el salón. Lo había comprado antes incluso de encargar los muebles.

–Sí. Se puede.

–¿Y se oyen los grillos por la noche?

El tono de Caroline era animado. Lucas la miró y volvió a aclararse la garganta.

–Al atardecer es una auténtica sinfonía de grillos.

Ella se giró para mirarlo.

–Yo crecí en el campo.

Lucas se sintió algo culpable, porque eso él ya lo sabía.

–Me encanta la ciudad. La energía, los sitios maravillosos por descubrir… pero siempre habrá cosas del campo que echaré de menos. El silencio –sonrió–. Las estrellas. El ruido de los grillos –se rió–. Supongo que suena ridículo, pero…

Al diablo con el tráfico.

Lucas miró por el espejo retrovisor, se abrió camino entre el tráfico en medio de un estruendo de cláxones y se detuvo en el bordillo. Se quitó el cinturón de seguridad, desabrochó el de Caroline, la estrechó entre sus brazos y la besó.

Casi habían llegado a la casa de la playa cuando Caroline contuvo el aliento y dijo:

–¡Oh, Dios mío, Oliver!

Lucas asintió. Por supuesto, Oliver. El gato tenía comida, agua y la actitud de un león. Tenía la impresión de que podría cuidar de sí mismo durante un día, pero no lo dijo. Lo que hizo fue llamar a la señora Kennelly por el móvil, disculparse por la intrusión y preguntarle si podía pasarse por su casa para atender al gato.

–Sé que le dije que podía tomarse la semana libre y que esto es mucho pedir…

–Haré algo mejor, señor –dijo la asistenta–. Me quedaré con él.

–Oh, no tiene por qué…

–Estaré encantada de hacerlo. Oliver es un gato tan dulce…

¿Dulce? Lucas creyó haber oído mal.

–De acuerdo –dijo cuando hubo colgado–. La señora Kennelly se quedará con Oliver.

–Gracias.

Lucas tomó la mano de Caroline. Y sintió una punzada en el pecho. La casa estaba justo ahí. ¿Le gustaría?

–Ya hemos llegado –dijo.

Caroline se incorporó. Delante había un impresionante muro de piedra con grandes puertas de hierro. Lucas apretó un botón, las puertas se abrieron y ella contuvo el aliento.

No era una ingenua. Había vivido en Nueva York lo suficiente como para saber que las casas de los Hamptons eran caras, pero la visión de la de Lucas la dejó sin aliento.

Había dicho cristal. Y un porche, y una piscina. Lo que no había mencionado era que parecían acres de cristal. Y que el porche parecía estar suspendido sobre una playa que se extendía por las dunas hacia el mar, ni que sobre la piscina caía una cascada, y que la piscina no tenía bordes alrededor.

–Las llaman piscinas infinitas –dijo Lucas cuando le mostró el lugar.

–Es una maravilla. Todo –aseguró ella sonriendo.

Lucas asintió.

–Sí –dijo como si no le importara, aunque le importaba mucho–. Está bien. –¿Está bien?

–Caroline se rió, le soltó la mano y se puso a bailar delante de él–. ¡Es increíble!

Lo que era increíble, pensó Lucas, era el color de las mejillas de Caroline, el brillo de sus ojos. Verla le devolvía la emoción que había experimentado al diseñar la casa, al explicarles a los arquitectos y diseñadores lo que quería.

Cuando cruzaron por la puerta de entrada, Caroline soltó una exclamación maravillada.

Techos altos. Paredes blancas. Suelos de cerámica italiana en algunas habitaciones, bambú en otras.

–Es como un sueño –dijo en voz baja–. ¡Es perfecta!

–Perfecta –repitió Lucas estrechándola entre sus brazos.

–¿Cómo es el resto de la casa?

Él sonrió.

–Te la enseñaré. Te lo enseñaré todo. Pero ahora –la tomó en brazos–, déjame mostrarte el dormitorio principal. Caroline le echó los brazos al cuello y apoyó el rostro.

–Eso es una idea excelente –dijo.

Y pensó: «si esto es un sueño, que por favor no se acabe nunca».

Hicieron todas las cosas que Lucas había imaginado hacer allí, pero que por alguna razón no había hecho nunca.

Hicieron el amor. Se metieron desnudos en la piscina climatizada después de que le asegurara a Caroline que no había vecinos; su propiedad tenía más de veinte mil metros cuadrados alrededor y detrás de la casa. Encontró una camisa vieja que le prestó a ella; Lucas se puso unos pantalones cortos y miraron en los armarios de la cocina y en la nevera buscando algo de comer.

Al atardecer pasearon por la orilla de la playa y el frío Atlántico les mojó los dedos de los pies. Bajaron a cenar a un tranquilo café del pueblo iluminado con velas. Cuando volvieron a casa, el cielo estaba negro como el carbón y las estrellas brillaban con fuerza por encima de sus cabezas.

–Las estrellas –dijo Caroline en un susurro.

Observaron el firmamento desde el porche. Lucas le pasó el brazo por el hombro y la atrajo hacia sí. Podía sentir el latido de su corazón.

Algo dentro de él creció y echó el vuelo.

Era feliz.

–Caroline –susurró.

La giró entre sus brazos. Ella alzó la vista hacia él con su rostro pálido bajo la luz de la luna.

–Caroline –repitió. Y como sabía que había algo más que decir y le daba miedo hacerlo, inclinó la cabeza y la besó.

Y luego la desvistió.

La despojó de la ropa con la luna y las estrellas como testigos. La desnudó y se estremeció cuando ella se acercó y empezó a desnudarle también.

Cuando ambos estuvieron desnudos la guió dentro, a su dormitorio, hacia una enorme cama situada bajo un tragaluz que dejaba pasar la brillante luz del cielo.

Lucas la besó en la boca. En los senos. En los rosados pezones. Le besó el vientre, los muslos, le acarició la suave piel entre ellos con las yemas de los dedos.

–Mírame mientras te hago el amor –le pidió.

Y Caroline quiso decirle que le gustaría mirarlo para siempre, que lo adoraba, que lo amaba, que lo amaba…

Entonces Lucas entró en ella y el mundo desapareció.

Al día siguiente bajaron al pueblo, a una pequeña tienda en Jobs Lane tan sencilla por fuera que Caroline supo instintivamente que nunca podría permitirse comprarse algo allí, pero necesitaba una muda.

Lucas quería comprarle todo lo que veía. Ella dijo que no con énfasis, escogió un sujetador, braguitas, una sudadera de algodón y unos pantalones de talle bajo.

–Te lo devolveré –susurró cuando la dependienta fue a envolver la ropa. Él se rió, se inclinó, le dio un beso exagerado y le dijo que sí, que claro.

Caroline también se rió. Sabía que estaba de broma, que nunca le permitiría darle los cientos de dólares que habían costado aquellas prendas, y fue una repentina dosis de realidad, un recordatorio de que le quedaba poco dinero en la cuenta del banco, que tenía que encontrar un trabajo y rápido.

Y tenía que encontrar un sitio donde vivir.

Aquella certeza le hizo estar inusualmente callada en el camino de vuelta a la casa de la playa. ¿Cómo había llegado a ser tan dependiente de aquel hombre? Pensó en su madre y se estremeció.

–¿Quieres que ponga la calefacción, cariño?

–No –contestó Caroline al instante forzando una sonrisa–. No, estoy bien. Tal vez me haya dado demasiado sol esta tarde, ¿tú qué opinas?

–Yo opino –dijo con solemnidad tomándole la mano y llevándosela a los labios–, que sólo hay una manera de combatir los escalofríos.

¿Cómo no iba a reírse? Lo hizo, y Lucas la miró y sonrió. Le encantaba su risa. Era sexy y al mismo tiempo ingenua.

–¿Ah, sí?

Sim –afirmó él, y se lo demostró en cuanto llegaron a la casa.

Se quedaron en la playa dos días.

Lucas se hubiera quedado el resto de la semana, pero su secretaria lo llamó al móvil para decirle que el dueño de un banco francés al que llevaba meses tratando de contactar había llamado para solicitar una reunión.

–Siento haberle molestado, señor Vieira, pero…

Lucas le aseguró que había hecho bien en llamar. Y sin embargo, cuando le dijo a Caroline que había llegado el momento de volver a la ciudad, no pudo evitar sentir que algo irremplazable estaba tocando a su fin.

Ella parecía presentir lo mismo. Se refugió en sus brazos mientras Lucas le acariciaba el pelo.

–Ya lo dice el refrán –susurró Caroline con una sonrisa triste–. Todo lo bueno se acaba.

Lo dijo con tono jovial, pero Lucas sintió un escalofrío.

–Volveremos el fin de semana –dijo–. Te lo prometo.

Pero no volvieron el fin de semana. Lucas tendría que haber sabido que no lo harían.

Tendría que haber sabido que Caroline estaba en lo cierto.

Todo lo bueno se acaba.