AVECES, llegaba un momento en que las personas no podían seguir evadiendo la realidad. Le había sucedido a Lucas siendo un niño, el día que su madre lo abandonó.
Ahora le volvía a pasar. Regresar a la ciudad era como lanzarse en picado al helado mundo real. No más noches estrelladas, no más grillos, no más atardeceres en el porche contemplando el mar.
Regresaron a Nueva York a primera hora de la mañana siguiente. A mediodía, la vida había vuelto a ser lo que Lucas había considerado normal durante muchos años.
Estaba en la oficina, vestido con un traje gris de Armani y reunido con su equipo para planear la estrategia de los siguientes tres días, que era el tiempo que el banquero francés estaría en la ciudad.
Alguien había preparado una rápida presentación de PowerPoint. Alguien más había hecho páginas y páginas de números. Su equipo era rápido, inteligente y hábil.
Pero a él le costaba trabajo concentrarse.
Su mente se dirigía una y otra vez hacia los días y las noches en los Hamptons y hacia el pequeño mundo perfecto que Caroline y él habían creado.
Dejarla aquella mañana había sido una de las cosas más duras que había tenido que hacer en su vida.
–Te llamaré en cuanto pueda –le había dicho estrechándola entre sus brazos.
Ella le atusó la corbata, le pasó la mano por el oscuro cabello y sonrió.
–Te voy a echar de menos –había replicado con suavidad.
–No –afirmó Lucas con una rápida sonrisa–. No lo harás. Tienes que lidiar con todas esas cajas de tu despacho.
–Te voy a echar de menos –repitió Caroline, y a Lucas se le borró la sonrisa.
Él también la iba a echar de menos. Mucho. ¿Cómo podía haber conseguido una mujer su… su interés total en tan pocos días?
–Me libraré del francés enseguida.
–No puedes hacer eso, Lucas. No quiero que lo hagas. No voy a mantenerte alejado de tus responsabilidades.
«Tú eres mi responsabilidad», pensó. Y la certeza de que quería que así fuera le sobresaltó.
–¿Qué? –preguntó Caroline, que notó algo en sus ojos.
–Nada.
Todo. Pero no estaba preparado para pensar en lo que aquello significaba. Todavía no. Así que alzó el rostro de Caroline y la besó.
–Iremos a cenar a algún sitio especial. ¿Qué te parece?
–Cualquier lugar será especial si voy contigo –replicó ella.
Y Lucas había sentido como si su corazón tuviera alas.
Ahora, con el paso de las horas, supo que no podría librarse tan fácilmente del banquero francés. Seguramente no llegaría siquiera a casa a cenar, y mucho menos para llevar a Caroline a algún lugar especial.
El francés estaba deseando poner fin a un acuerdo que llevaba meses buscando, y Lucas también. Cuanto antes mejor.
Así podría volver a centrarse en las cosas importantes.
En Caroline.
La llamó por teléfono varias veces a lo largo del día. El teléfono sonó y sonó, y como la señora Kennelly no estaba, le enviaba directamente al buzón de voz.
–Hola –decía cada vez que saltaba el contestador–. Soy yo.
Le dijo que la echaba de menos. Que lo sentía, pero que no llegaría a casa para cenar. Le dijo que acababa de darse cuenta de que no tenía el número de su móvil y que por favor ella lo llamara cuando tuviera la oportunidad.
No llamó.
Y Lucas empezó a preocuparse.
Era una tontería y lo sabía. Caroline era perfectamente capaz de cuidar de sí misma y no era nueva en la ciudad, pero se preocupó de todas maneras. ¿Habría vuelto a su apartamento? No se le ocurría ni una sola razón para que lo hubiera hecho, pero sabía lo obstinada e independiente que era.
Así que estaba preocupado, y eso suponía una nueva experiencia. Preocuparse por algo. Por una mujer. Pensar en ella todo el tiempo.
Le daba miedo.
Sentía como si estuviera en un punto sin retorno. Caroline dominaba sus pensamientos. Albergaba hacia ella sentimientos que incluso trascendían lo que sentía por ella en la cama.
A media tarde, tras una interminable comida con el francés, Lucas regresó a su despacho, comprobó de camino si tenía mensajes en el móvil y el teléfono del despacho cuando llegó. Se pasó la mano por el pelo y se dijo que tenía que dejar de actuar como un idiota…
Y salió del despacho para dirigirse al escritorio de su secretaria.
–¿Ha llamado la señorita Hamilton?
–No, señor –contestó ella con educación.
Pero Lucas distinguió la curiosidad en sus ojos. El teléfono de la secretaria sonó mientras él estaba ahí.
–Oficina de Lucas Vieira –dijo antes de tapar el auricular y dirigirse a Lucas–. Es un agente inmobiliario, señor.
Lucas asintió, entró otra vez en su despacho y atendió la llamada. Casi se le olvidaba que le había pedido a aquel tipo que le buscara un apartamento a Caroline.
El agente inmobiliario tenía buenas noticias. Había encontrado el sitio perfecto. En Park Avenue. Un edificio con portero, por supuesto. Servicio de conserjería. A un paseo del ático de Lucas en la Quinta Avenida. Tres habitaciones grandes. Chimenea. Terraza. El portero tenía las llaves, por si Lucas quería echarle un vistazo.
Lucas giró la silla y se masajeó la frente con la yema de los dedos.
–Sí –dijo–. Suena bien. Pero…
¿Pero qué?
Pero no quería pensar en que Caroline viviera lejos de él. No quería imaginarse despertando por la mañana sin ella en brazos, ni irse a dormir por las noches sin sentir su cabeza apoyada en el hombro.
Le dijo al agente inmobiliario que él lo llamaría.
Se dijo a sí mismo que necesitaba pensar.
Caroline no se quedaría con él indefinidamente. Por supuesto, no podía ser. Nunca antes había vivido con ninguna mujer. Sus amantes siempre tenían su propia casa; había pagado el alquiler de más de una. Y nunca se la había ocurrido hacer las cosas de otra manera. Pero ahora la posibilidad de vivir con Caroline no sólo le parecía posible, sino también interesante.
Emocionante incluso.
Agarró el teléfono y volvió a llamar a su casa.
–¿Diga? –contestó Caroline sin aliento.
–Cariño
–Lucas exhaló un suspiro de alivio–. Estaba preocupado por ti.
Caroline sonrió. Era maravilloso escuchar aquellas palabras de boca de su amante. Le hacían sentirse querida.
–¿Por qué ibas a preocuparte? Estoy muy bien.
–Lo sé. Estaba siendo… demasiado cauteloso, supongo.
Quería preguntarle si había ido a su apartamento, pero decidió que sería mejor no hacerlo. No tenía derecho a controlarla.
–¿Has tenido un buen día?
Caroline miró el paquete que tenía en la mano. Dentro había un libro sobre estrellas y planetas. Habían utilizado el telescopio de Lucas una noche en la casa de la playa y habían discutido sobre qué grupo de estrellas formaba parte de la constelación de Casiopea y cuáles no.
La discusión había terminado como deberían terminar todas las discusiones, pensó ahora al recordar con cariño cómo Lucas la había estrechado entre sus brazos.
–Sólo hay una manera de resolver esto –había asegurado él con fingida indignación llevándosela a la cama.
El libro iba a ser una sorpresa.
Tenía muchas ganas de regalarle algo, un regalo de su parte que fuera bonito y tuviera algún significado. El libro no era un regalo caro, y menos para un hombre como él, pero Caroline había aprendido que a Lucas no le importaría cuánto había pagado por él. Le encantaría porque le encantaba mirar a las estrellas.
Y tal vez le gustara todavía más porque se lo había regalado ella.
No era tan tonta como para pensar que se había enamorado de ella, pero sí sentía algo, de eso estaba segura. Incluso había dejado de mirarla como hacía al principio, con una expresión que no podía descifrar, pero que la asustaba. Era como si la desaprobara, como si la estuviera juzgando, y cuando eso sucedía sentía la tentación de preguntarle en qué estaba pensando. Pero aquella mirada había desaparecido, y no quería hacer ninguna pregunta que pudiera provocar que regresara.
–Cariño, ¿sigues ahí?
–Sí –contestó Caroline–. Aquí estoy.
–Sé que te dije que llegaría a casa a la hora de cenar, pero…
–No pasa nada –dijo ella, aunque no era cierto. Le echaba muchísimo de menos–. Lo comprendo.
–Bien –pero no estaba bien. Hubiera querido que le dijera que estaba tristísima por la noticia–. Seguramente llegue muy tarde, así que si estás cansada no me esperes despierta, ¿sim?
–Sim –respondió Caroline con dulzura.
Pero cuando llegó a casa justo después de medianoche, ella le estaba esperando en el salón con Oliver en el regazo. Pero en cuanto le vio salir del ascensor dejó el gato a un lado y corrió directamente a sus brazos.
–Te he echado de menos –dijo.
Y mientras Lucas la estrechaba contra su corazón, supo que no iba a firmar el alquiler de aquel apartamento para ella.
No estaba preparado para dejarla marchar.
Y en el fondo de su mente se preguntó si alguna vez lo estaría.
Se despertó a las seis de la mañana del día siguiente, se duchó, se vistió, depositó un beso suave en el pelo de Caroline mientras ella seguía dormida y se dirigió a la cocina por una taza de café.
Le había dicho a su equipo que estuviera preparado para trabajar el fin de semana. Lo habían entendido. El acuerdo era importante. Lo que no podían imaginar era que Lucas quería terminar con aquello para poder tomarse dos semanas de vacaciones. No había estado en su isla del Caribe desde que la compró. Quería ir allí con Caroline. A ella le encantaría. La intimidad, el mar…
–Buenos días.
Se giró y la vio en el umbral de la puerta, bostezando, con el cabello en los ojos, descalza y con una de sus camisetas. Y Lucas pensó: «De ninguna manera voy a ir a trabajar hoy».
Se lo dijo a ella mientras servía el café para los dos y se sentaba a su lado en la blanca encimera de piedra. Caroline sacudió la cabeza.
–Por supuesto que vas a ir –aseguró.
–Eh –protestó Lucas con una falsa sonrisa de indignación–. Yo soy el jefe, ¿recuerdas?
–Exacto. Tú eres el jefe. La gente depende de ti
–Caroline batió las pestañas y se inclinó hacia él–. Debí haber imaginado que mi imagen a estas horas de la mañana sería demasiado para ti.
Caroline se rió, pero él no. Realmente la encontraba deliciosa con el pelo revuelto, sin maquillaje y con una pequeña arruga en la mejilla por haber dormido con la cara apoyada en su hombro.
«Te amo», pensó. Y aquella certeza le atravesó con la fuerza desatada de una marea.
–Caroline –dijo–. Caroline…
No. Aquél no era el momento. Esperaría hasta la noche, cuando no tuviera que salir corriendo por la puerta. La llevaría a algún lugar tranquilo y romántico. Velas, música, toda la parafernalia romántica que siempre le había parecido ridícula, y pondría su corazón en sus manos.
Era una perspectiva aterradora, pero Caroline sentía algo por él. Estaba seguro. Lo amaba. Diablos, tenía que amarlo…
–¿Lucas? –ella le puso la mano sobre la suya–. ¿Qué ocurre?
–Nada. Yo… es que… nunca me diste tu número de móvil, ¿sabes? –dijo sacando su teléfono del bolsillo y pasándoselo.
Caroline marcó los números y luego se lo devolvió.
–No te preocupes si no me localizas –aseguró–. Voy a buscar trabajo. Y apartamento. Bueno, no pretendo conseguir las dos cosas hoy, pero…
–No necesitas hacer ninguna de las dos.
A Caroline le dio un vuelco al corazón. ¿Qué quería decir? ¿En qué estaba pensado? Todo era posible, pensó.
Incluso un milagro.
–Tienes un lugar donde vivir –dijo Lucas con un gruñido–. Y si necesitas dinero... –sacó la cartera y agarró un puñado de billetes.
Adiós a los milagros.
–No lo hagas –le pidió ella con repentina frialdad–. No hagas eso.
–Pero si necesitas dinero…
–Sé cómo ganarlo.
Lucas la miró. La barbilla alzada. La desafiante línea de la boca. El brillo decidido de sus ojos avellana.
Y por un espantoso instante, se preguntó, «¿cómo?»
Y se odió a sí mismo por ello.
Se había equivocado respecto a ella desde el primer momento. Caroline nunca había aceptado dinero a cambio de sexo. Era increíble en la cama, pero sólo porque había algo especial entre ellos. Poseía una pasión innata; él sólo había sido el hombre afortunado que supo encontrar esa pasión en ella y liberarla.
¿Por qué se le cruzaba ahora por la mente un pensamiento tan feo?
–Casi se me olvida –dijo tratando de frivolizar el momento–. La reina de la cuchara grasienta.
Caroline no se movió. No cambió la expresión de su rostro. Hasta que finalmente asintió.
–Ésa soy yo –dijo.
Pero Lucas percibió la tensión en su voz. Quería decirle que no necesitaba ni trabajo ni un lugar donar vivir. Aquella noche le diría que quería que se quedara con él. Que estuviera con él. Que fuera…
La cabeza le daba vueltas. Tenía muchas cosas en las que pensar. El acuerdo con el francés. Y ahora esto.
Aquella noche habría tiempo para hablar. Para aclarar las cosas. Por el momento murmuró su nombre y la estrechó entre sus brazos. Tras unos instantes Caroline dejó de estar tensa y se apoyó contra él con un suspiro.
–Cariño, yo sólo quiero que seas feliz.
–Soy feliz –aseguró ella en voz baja.
Le acompañó al ascensor. Le levantó la cara y la besó. Pero cuando el ascensor lo apartó de ella, Caroline se abrazó a sí misma para contener un repentino escalofrío.
«Yo no soy mi madre», pensó con firmeza. Y Lucas no era como los hombres que habían utilizado a su madre. Pero seguía reteniendo aquella imagen horrible de Lucas sacando el dinero de la cartera. Y sin saber por qué, volvió a pensar en el modo en que la miraba de vez en cuando al principio de su relación.
Estuvo a punto de apretar el botón del ascensor e ir tras él, pero no estaba vestida. Además, sería una tontería.
Algo suave se le apretó contra el tobillo. Era Oliver.
–Una tontería –dijo Caroline tomando al gato en brazos.
Era el típico día de junio en Nueva York. Fresco por la mañana, cálido por la tarde y caluroso para cuando Caroline había recorrido varios restaurantes y cafeterías.
Sin ningún éxito.
Nadie necesitaba una camarera.
A aquellas alturas del año, la posibilidad de conseguir un trabajo como traductora era casi nula. Pero se pasó por el campus de todas maneras por si había suerte. No la hubo, al menos con las traducciones, aunque sí con cierto trabajo de investigación sobre Pushkin. Pero el profesor encargado no vendría hasta el día siguiente.
Su teléfono móvil sonó un par de veces. Era Lucas, que dijo que sólo quería escuchar su voz. Y eso la ayudó a sentirse mucho mejor.
Pero regresó a casa de Lucas sudorosa y cansada. El portero la saludó por su nombre, y el conserje también. Le gustaba saber que la conocían.
Pero no podía ni debía acostumbrarse a ello.
Oliver la saludó con su maullido habitual. Caroline se dirigió a la cocina, agarró un vaso, lo llenó de agua… y sonó su teléfono móvil.
No era Lucas. Era Dani Sinclair. Sorprendida, Caroline respondió a la llamada.
Dani fue directamente al grano.
–Tengo un trabajo de traducción que no puedo hacer –dijo con brusquedad–. Mañana, a las cuatro de la tarde en el hotel Roosvelt. No te llevará más de un par de horas. ¿Te interesa?
Caroline se sentó en la encimera.
–No haré nada como lo de la última vez, Dani. No fingiré ser alguien que no soy. Dani se rió.
–Relájate, querida. Éste es un trabajo muy claro. Un pez gordo ruso tiene una suite allí y se va a reunir con un tipo del Ayuntamiento. El representante del alcalde llevará su propio traductor. El ruso quiere tener también el suyo. Me ha llamado porque he trabajado para él con anterioridad, pero tengo otro compromiso. ¿Qué me dices?
A pesar de las garantías de Dani, Caroline vaciló. La noche que había pasado fingiendo ser otra mujer le había provocado sentimientos encontrados. La había llevado a conocer a Lucas y eso era maravilloso, pero había sido una velada extraña.
–Escucha, no me digas que no necesitas el trabajo. No hay muchas opciones en el mercado. Ya sabes cómo son las cosas en la universidad durante el verano.
–Tienes razón –reconoció Caroline. Oliver maulló y se le subió al regazo–. Pero puede que mañana me salga algo con Ethan Brustein.
–Qué horror.
Caroline se rió. El profesor Brustein no era muy querido. Tenía muy mal genio.
–Lo sé, Brustein no es mi idea de la diversión, pero sólo me necesitaría una hora o dos.
–El trabajo del hotel es de tres horas mínimos, podrían ser cuatro. –¿Cuatro horas? –repitió Caroline–. ¿Y sólo tendré que tratar con ese hombre?
–¿No te lo acabo de decir? –dijo Dani impaciente.
–Bueno… de acuerdo. Dame su nombre y el número de la suite. Ah, y dime cuánto va a pagarme y… –¡Miau! Oliver saltó al suelo y se puso a bufar con el lomo arqueado y el pelo erizado. Caroline se dio la vuelta y vio a Lucas en el umbral. Todo su cansancio desapareció. Se puso de pie y sus labios se curvaron en una sonrisa.
–Lucas, qué agradable sorpre…
Se detuvo a media frase. Lucas tenía el rostro sombrío. Con expresión seria. Sus ojos verdes eran del color del mar en invierno.
A Caroline le dio un vuelco al corazón.
–Dani, tengo que irme –dijo por el teléfono.
–No, espera. No te he dado el nombre del tipo, y…
–Te llamaré más tarde –la atajó Caroline colgando el teléfono–. ¿Qué ocurre, Lucas?
Los labios de Lucas se curvaron en una aterradora sonrisa falsa.
–¿Por qué tendría que ocurrir algo?
–No lo sé, por eso te lo pregunto –murmuró mirándolo.
Allí estaba otra vez aquella expresión fría y acusadora. No. Ésta era peor todavía. Tenía la postura rígida y los puños apretados.
–Cariño, por favor, ¿qué ha pasado?
Lucas sintió que se ahogaba en rabia.
Era la primera vez que Caroline utilizaba un apelativo cariñoso para dirigirse a él en lugar de su nombre. Debería haberle llenado de felicidad. Pero sólo sirvió para aumentar su furia. ¿Cómo podía llamarlo «cariño» después de lo que acababa de oír? Aquella charla de negocios con Dani Sinclair. La vuelta al trabajo de Caroline…
Sintió la bilis en la garganta.
Ahora estaba delante de él mirándolo con los ojos muy abiertos. Llevaba puestas unas sandalias, una camiseta de algodón rosa y una falda blanca de algodón. Todavía llevaba el bolso colgando del hombro.
Estaba claro que acababa de volver a casa. Así se lo había dicho el portero, y Lucas había subido al ascensor con una combinación de felicidad y de terror respecto a lo que estaba a punto de decir. Entró, escuchó su voz, fue a buscarla y la encontró allí, tan guapa, dulce e inocente…
Tal vez aquél fuera su fuerte. Su aspecto de niña inocente. Aquella supuesta ingenuidad. Con él había funcionado.
Pero no volvería a funcionar jamás.
–¿Lucas?
Caroline le puso la mano en el brazo. Él se la sacudió.
–Ya te he dicho que no pasa nada. Todo está bien. He regresado un poco antes, eso es todo.
Caroline se le quedó mirando. Por supuesto que algo iba mal. Muy mal, y fuera lo que fuera, tenía que ver con ella. Tragó saliva y se humedeció los labios con la punta de la lengua.
–Me… me alegro que lo hicieras.
Más palabras para atormentarlo. Lucas pensó en cómo había perdido de pronto todo el interés en el contrato que el francés y él habían estado discutiendo, cómo se había puesto de pronto de pie mientras tomaban una copa.
El banquero se había mostrado tan sorprendido como el propio Lucas. Y entonces, tal vez porque era francés y se suponía que los franceses eran expertos en asuntos del corazón, o tal vez porque Lucas no podía dejar de hacer lo que sabía que tenía que hacer, le dijo que había una mujer, que lo sentía pero que tenía que irse.
El banquero había sonreído, se había levantado de la silla y le había tendido la mano. –¿Cómo dicen ustedes los americanos? ¡A por ella, muchacho!
Lucas se había reído, había corrido hacia la puerta, había parado un taxi y le había dicho al conductor que le daría una propina extra de cincuenta dólares si le llevaba a su casa en un tiempo récord.
–Lucas, por favor. Habla conmigo. ¿En qué estás pensando? ¿Por qué me miras así?
Él apretó las mandíbulas.
«Tranquilo», se dijo. «Tranquilízate y piensa».
Pero no podía.
Sentía como si estuviera muriendo y la única manera de evitarlo fuera seguir adelante y hacer lo que tenía que haber hecho desde el principio.
Sacar a Caroline Hamilton de su vida.
O meterla en ella, pero de la única manera que ambos entendían.
Le pidió que lo siguiera.
Caroline obedeció, y siguió su paso firme hacia el ascensor. Al vestíbulo. A la calle.
Tuvo que trotar para ir tras él.
–¿Dónde vamos? –preguntó.
Pero Lucas no respondió, y finalmente ella se rindió y se concentró en no perderle de vista mientras cruzaban Madison Avenue y se dirigían por Park Avenue a un edificio alto de apartamentos. Cruzó unas palabras con el portero y luego una llave cambió de manos.
–¿Quiere que alguien suba con usted, señor? –preguntó el portero.
Lucas no se molestó en responder. Puso la mano en la espalda baja de Caroline y casi la empujó al vestíbulo y luego al ascensor.
Caroline sentía como si el corazón se le fuera a salir del pecho.
–Lucas –dijo con voz trémula–. Lucas, ¿de qué va todo esto?
No obtuvo respuesta.
El ascensor se detuvo. Las puertas se abrieron. Lucas salió. Caroline se dijo que debería plantarse. ¿Por qué tenía que seguirlo si no le decía dónde iban? ¿Y por qué no le hablaba? Pero la curiosidad y la ira se apoderaron de ella y le siguió por el pasillo. Pasaron por delante de dos puertas. De tres. Entonces Lucas se detuvo. Vio cómo aspiraba con fuerza el aire y luego metía la llave en la cerradura. La puerta se abrió a un recibidor que daba a un bonito salón. Caroline vio una terraza. Una chimenea. Una vista de Park Avenue.
Los ojos de Lucas se mostraban fríos e inexpresivos mientras la urgía a entrar y cerraba tras de ella. Caroline se giró y lo miró. Sentía el pulso latiéndole en los oídos.
–¿Qué es este lugar?
–Es tu nuevo hogar, cariño. Tres habitaciones y una vista preciosa.
–No… no comprendo…
–Puedes escoger tú misma los muebles. O llamar a algún decorador.
–No lo entiendo –repitió ella, pero con una voz tan baja y tan patética que ni ella misma reconoció, porque por supuesto, de pronto lo entendía todo.
–Ya te he encargado algo de ropa. Te la traerán cuando…
–No quiero nada de esto. ¿Qué te hizo pensar que sí?
–El apartamento está a mi nombre. Puedes también cargar los muebles a mi cuenta.
–¡Lucas!
–Caroline se puso delante de él y observó su rostro de piedra. Temblaba y sentía las piernas débiles–. No hagas esto. Te lo suplico. No…
–Además, te ingresaré cuarenta mil dólares mensuales en el banco que me digas… Caroline se llevó la mano a la boca. La cabeza le daba vueltas. Se iba a desmayar. O iba a vomitar.
–¿No es suficiente? Cincuenta mil, entonces
–Lucas le puso la llave sobre su mano inerte–. Sólo hay una condición.
Caroline contuvo el aliento cuando le agarró las muñecas y posó la boca sobre las suyas con dureza.
–Me perteneces –gruñó–. Hasta que yo quiera. A nadie más. A ningún otro hombre. No habrá acuerdos con Dani Sinclair ni con ningún otro intermediario –apretó los labios–. No quiero que huelas a nadie más ni que tengas el sabor de otra persona. Sólo yo, ¿entendido? Sólo yo hasta que me canse de…
Caroline se apartó. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
–Te odio –dijo–. Te odio. Te odio, te odio, te…
Un grito de dolor le atravesó la garganta. Se dirigió hacia la puerta. La abrió. Lucas extendió la mano hacia ella y luego la dejó caer.
El ascensor se la tragó. Lucas se quedó solo.
Nada nuevo. Siempre había estado solo.
Pero nunca tanto como en aquel terrible momento.