Capítulo 7

UN ático de treinta y dos millones de dólares. Un lugar que podría salir en las páginas de las más prestigiosas publicaciones de arquitectura si Lucas no fuera tan celoso de su privacidad.

En las paredes, una mezcla ecléctica de grabados de madera japoneses y un magnífico óleo de Edward Hopper. En los suelos, alfombras persas antiguas sobre la madera de palosanto brasileña. En las doce habitaciones llenas de luz, techos altos, muebles color cereza, sofás de seda blanca y flores frescas en los jarrones de diseño.

Ahora se habían añadido dos piezas nuevas. El helecho que parecía un resto del pleistoceno estaba en la habitación de invitados. Caroline había subido las escaleras con él tras haber acomodado a Oliver. Lucas se había ofrecido a llevarlo, pero ella lo rechazó.

–Soy perfectamente capaz de hacerlo yo misma –le había dicho con frialdad.

Ahora el helecho y ella estaban fueran de su vista.

No así un cajón de gato rojo brillante que habían comprado de camino. Estaba en el elegante lavabo de abajo. Tenía tapa, por supuesto, pero no servía para disimular su propósito. Y menos ahora que Oliver acababa de entrar en él.

Lucas se dio la vuelta y miró por la pared de cristal del salón hacia Central Park, cuyas luces empezaban a encenderse. Se preguntó cómo era posible que un hombre que estaba tan dispuesto a enfrentarse a la mujer que le había mentido, hubiera terminado en aquella situación.

Caroline era una mentirosa. El hecho de que viviera al borde de la pobreza y que cuidara de una planta moribunda y un gato callejero no cambiaba nada.

No podía cambiarlo.

Era lo que era, y él nunca podría aceptarlo. Aunque tampoco tenía por qué hacerlo. Ni tampoco tenía que gustarle el hecho de que Caroline estuviera allí con su planta y su gato, volviendo su vida del revés.

Lucas se apartó de la ventana, recorrió el salón y fue encendiendo todas las lámparas hasta que todo el espacio brilló como una hoguera. Luego se quedó quieto, echó la cabeza hacia atrás y miró hacia el techo.

–Diablos –murmuró.

Entonces entró en su estudio, cerró la puerta y se dejó caer en la butaca de cuero.

En la oscuridad.

La verdad, y a él le gustaba ser sincero, era que él era el único culpable de aquel lío.

Caroline estaba en su vida porque él la había contratado para que interpretara un papel. Estaba en su casa porque él había insistido. ¿Qué clase de hombre dejaría a una mujer, a cualquier mujer, en un lugar con puertas que no se cerraban y con un intruso que podría decidir volver de nuevo de visita?

Sí, había ido a su apartamento a enfrentarse a ella, pero, ¿cómo podría haberlo hecho cuando se lanzó a sus brazos temblando y susurrando su nombre?

Lucas se puso de pie, metió las manos en los bolsillos y comenzó a recorrer la estancia. Había hecho lo correcto. Lo único correcto. Pero tenía los pies en el suelo. No iba a hundirse más. Sabía exactamente cómo manejar las cosas cuando la vida amenazaba con darte la vuelta. Examinar las cosas con lógica. Determinar cuál era el problema y encontrar la solución.

Eso se le daba bien.

Mejor que bien.

Era la razón por la que había llegado tan lejos.

Aquellos instantes de pensamiento racional habían bastado para aclarar la situación.

Conocía a los mejores agentes inmobiliarios. Una llamada de teléfono y el problema quedaría resuelto. Caroline seguramente diría que no podía permitirse lo que le encontrara el agente y él no discutiría. No iba a preguntarle a una mujer que se ganaba la vida vendiendo su cuerpo en qué se gastaba todo su dinero…

Recordó que le había dicho que quinientos dólares era mucho dinero y que los necesitaba. Y que nunca había hecho nada parecido con anterioridad. Tal vez fuera cierto. Tal vez la noche que había pasado con él había sido la primera vez que le puso precio al sexo…

Lucas torció el gesto. ¿Qué más daba eso? Sus finanzas eran asunto suyo. No quería saber nada de ellas, ni tampoco de Caroline. Le pagaría un par de meses de alquiler por adelantado. Qué diablos, le pagaría un año entero, y ahí terminaría todo.

Lucas sacó la agenda del escritorio, la abrió y buscó un agente inmobiliario con el que había tenido trato en el pasado. Era tarde, pero, ¿qué más daba? Poder llamar a alguien a cualquier hora era uno de los privilegios de tener poder y dinero.

La llamada fue breve. Quería un apartamento para una amiga. En Madison Square o en Central Park, o por ahí cerca. De una habitación. Un edificio con portero, por supuesto. Y con sistema de seguridad. El precio no suponía ningún problema.

Colgó y se sintió aliviado.

Decidió no mencionárselo a Caroline hasta que el trato estuviera cerrado. Se levantó y volvió a recorrer la habitación.

El tiempo fue pasando. Escuchó por si oía algún sonido arriba. Nada. Había una mujer en su casa, pero parecía que estuviera solo. Mejor así.

Pero Caroline estaba allí. ¿No pensaba bajar y decir algo? ¿O comer algo? Él estaba hambriento. No había tomado nada excepto un café, y eso fue hacía horas. Ella debía tener hambre también.

¿Estaría esperando una invitación? Tal vez sí. Tal vez esperaba que llamara a su puerta y la invitara a cenar.

O podría llevarla a cenar fuera. Había un restaurante pequeño y tranquilo situado un par de manzanas más abajo. Era muy íntimo. Velas en las mesas. Sólo había estado una vez allí, con Elin, pero a ella no le había gustado.

–Nunca había oído hablar de este sitio –había dicho con disimulado desdén–. Y no veo a nadie conocido.

Lucas sospechaba que Caroline no diría algo ni remotamente parecido. Si su amante la llevaba a un restaurante débilmente iluminado, lo único que le interesaría sería la cara de su amante.

Lucas gruñó. ¿Qué importaba lo que ella diría o dejara de decir? Además, pensó con frialdad, la palabra «amante» no tenía excesivo significado en su vida. Haría y diría todo lo que los hombres querían que hiciese. Eso era lo que había hecho la otra noche, ¿verdad? Empezando por el vestíbulo del hotel, siguiendo por la cena… y terminando en su cama.

¡Diablos! ¿Cuántas veces iba a volver a pensar en aquella tontería? Ya era suficiente, pensó dirigiéndose a la cocina. Que comiera o dejara de comer era asunto suyo. Pero él tenía hambre.

Era el día libre de su asistenta. Daba igual. Siempre había envases marcados con comida para calentar en el congelador, huevos y beicon, y mejor todavía, los menús de los restaurantes con comida para llevar en el cajón de la mesa de la cocina.

Lucas abrió la puerta de la nevera, sacó un botellín de cerveza… y el gato salió de la oscuridad enredándose entre sus piernas. No se supo cuál de los dos se llevó un susto mayor, pero Lucas era el que estaba sujetando la cerveza. Se le cayó y se estrelló contra el suelo.

Dio un paso atrás, pero ya era demasiado tarde. La cerveza fría le había mojado los zapatos y el bajo de los pantalones, había salpicado la puerta de acero de la nevera y las inmaculadas paredes blancas. Lucas observó el desastre y luego alzó los brazos, apretando los puños hacia el cielo.

–Hasta aquí hemos llegado –gritó–. Ya he tenido suficiente. ¡Más que suficiente!

–¿Qué ha pasado?

Se encendieron las luces de la cocina. Lucas se dio la vuelta y vio a Caroline en el umbral. Seguía vestida con el chándal, tenía el pelo aplastado a un lado y los ojos somnolientos. Con sólo mirarla supo que hasta entonces estaba dormida.

Dormida mientras la vida de Lucas estaba del revés. Mientras él caminaba de puntillas por su propia casa como un extraño, mientras se enfrentaba a un gato psicópata, mientras perdía el tiempo tratando de imaginar cómo un hombre normal y corriente podía haberse visto envuelto en una situación así.

Caroline ya no estaba guapa, le hacía falta cepillarse el pelo, ponerse algo de maquillaje y ropa decente.

Entonces, ¿por qué deseaba estrecharla entre sus brazos y besarla hasta dejarla sin aliento?

Ella miró hacia los cristales rotos y luego hacia su rostro.

–Oh, ¿ha sido Oliver? –tragó saliva–. Lucas, no es culpa suya. Está asustado por…

–¿Es la única criatura viva que te importa?

Caroline estaba pálida. Aterrorizada. Podía verlo en sus ojos, pero no le importaba. Él también estaba asustado. Le daba miedo volverse loco, porque sin duda eso era lo que le estaba ocurriendo.

–Por favor, dime qué ha pasado.

–Te diré lo que pasado –le espetó él.

La ira era una emoción que comprendía bien, y sin duda ya no entendía muchas más cosas. Se dirigió hacia ella pisando los cristales con los zapatos y se detuvo a un centímetro.

–Te contraté para que hicieras de traductora para mí, y tú… tú…

–¿Yo qué? –preguntó ella asombrada.

–Tú… tú

–Lucas le agarró los hombros–. Maldita sea, Caroline –gruñó estrechándola entre sus brazos y besándola.

La besó con pasión. Con fuerza. La besó una y otra vez sujetándole el rostro entre sus grandes manos, hundiéndole la lengua entre los labios, forzando los besos…

Hasta que se dio cuenta de que no era así. Caroline le estaba devolviendo los besos.

Tenía los labios entreabiertos. Las manos agarradas a su camisa. Estaba de puntillas, y de su garganta surgían unos pequeños gemidos excitados.

–Lucas –susurró contra su boca–. Lucas…

Él gimió, le agarró el trasero y la apretó con ansia contra su cuerpo. Caroline contuvo el aliento y se frotó contra él.

–No podemos hacer esto –susurró.

–Sí podemos. Tenemos que hacerlo.

–No. No está bien…

–Entonces dime que pare. Dilo y te dejaré ir.

–Para –dijo Caroline.

Pero su cuerpo estaba apretado contra el suyo, su cálida boca abierta a la de él. Lucas le agarró las muñecas.

–Te deseo. Te deseo más de lo que he deseado nunca a ninguna mujer. Y tiene que ser lo mismo para ti, ¿lo has entendido? Tienes que desearme. A mí. A Lucas Vieira. Sin juegos ni farsas. Porque si para ti no es así…

–Es exactamente así –dijo ella.

Lucas la tomó en brazos y subió con ella escaleras arriba hasta su dormitorio. Hasta su cama. Le temblaban las manos y el cuerpo. Deseaba tomarla como debió haber hecho la primera vez que estuvieron juntos.

Pero no podía esperar. El deseo que sentía resultaba casi insoportable. Pero utilizó el poco control que le quedaba para tratar de hacerle entender lo que iba a suceder.

–Escúchame –dijo con voz ronca–. Quiero hacerte el amor muy despacio. Quiero acariciarte hasta oírte suplicar –le deslizó la mano bajo el chándal, le cubrió un seno y le acarició el pezón hasta que ella gritó y se arqueó contra él–. Pero no puedo. Ahora no. ¿Lo entiendes? Te deseo muchísimo.

–Maldición –dijo Caroline–. Maldición, Lucas... –le apartó la mano. Se sentó. Se sacó la parte de arriba del chándal por la cabeza. Se quitó los pantalones.

Llevaba un sujetador de algodón blanco. Braguitas de algodón blancas. Nada exótico, nada de seda ni encaje. Sólo ella, justo lo que Lucas deseaba.

Le dijo en portugués lo hermosa que era, lo mucho que la deseaba, y mientras lo hacía se quitó la ropa y le quitó a ella lo que quedaba.

Caroline se tumbó boca arriba. Se entregó a él. A su boca. A sus manos. A su cuerpo. Se le oscurecieron los ojos, se le aceleró la respiración, su nombre se le escapó de entre los labios, su piel sudada se encontró con la suya y el extremo de su henchido pene se frotó contra ella.

–Caroline –dijo con urgencia entrando en ella.

Caroline gritó. No con dolor, aunque estaba tan profundamente dentro de ella que durante un instante se preguntó si podría albergarlo entero.

Fue un grito de éxtasis. De plenitud. De conciencia al saber que había sido creada para aquello. Los músculos le temblaron, su cuerpo aceptó la exquisita intrusión.

–Lucas –sollozó–. Oh, Lucas…

Las lágrimas le resbalaron por las mejillas. Él se las secó a besos. Le besó la boca. Y luego empezó a poseerla, a llevarla hacia aquel lugar al que él y sólo él la había llevado con anterioridad.

Sus embates se hicieron más fuertes. Más exigentes. Posesivos. A Caroline le encantaba, le encantaba sentirse suya, saber que le pertenecía, que la estaba reclamando.

Y entonces dejó de pensar. La visión se le nubló. Caroline gritó, Lucas echó la cabeza hacia atrás y gimió, y ambos cruzaron juntos los límites del universo.