SE ducharon. Se pusieron los albornoces. Y desayunaron. El desayuno les llevó mucho tiempo. No podía ser de otra manera, porque cada bocado iba acompañado de suaves besos que sabían a sirope.
Lucas hizo las tortitas y el café. Caroline encontró algo que hacer después de todo. Frió el beicon. Dijo que las tortitas sabían a gloria. Lucas aseguró que nunca había probado un beicon tan delicioso.
–Gracias, señor –bromeó ella–. Ese piropo casi justifica el tiempo que he pasado en cocinas de cucharas grasientas.
–¿Cocinas de cucharas grasientas?
–Lucas le dio un sorbo a su café–. ¿Qué clase de cocinas son ésas?
Caroline se rió.
–No de la clase que tú conoces, estoy segura.
–¿Quieres decir que no sería así la cocina del restaurante en el que cenamos la noche que nos conocimos?
Era la primera referencia que alguno de los dos hacía para referirse al principio de aquella noche, y la hizo con tanta gracia que sonó como si se hubiera tratado de una cita de verdad.
–Exacto
–Caroline sonrió y comió un trozo de tortita.
Una gota de sirope le deslizó por el centro del labio inferior. Lucas se acercó y se lo lamió antes de cubrir la boca con la suya para darle un beso de verdad.
–Buenos días, señor Vieira.
Caroline dio un respingo, sobresaltada. Lucas maldijo entre dientes. Se le había olvidado que la asistenta iba a ir aquella mañana.
Se giró hacia ella y pensó divertido que la señora Kennelly sería una excelente jugadora de póquer. Su rostro plácido no reflejó nada, aunque nunca antes le había visto desayunando con una mujer.
Y entonces Lucas pensó: Deus, estaba desayunando. Con una mujer. En su propia cocina. Era la primera vez.
Las mujeres a veces se quedaban a pasar la noche. Y se marchaban a primera hora de la mañana. Algún domingo podía llevarse a desayunar fuera a la mujer con la que había pasado la noche, pero esto de estar sentado en su propia cocina, compartiendo el desayuno que habían preparado juntos…
Caroline estaba preparada para salir corriendo. Podía sentirlo. Con calma, como si no ocurriera nada fuera de lo normal, Lucas le agarró la mano.
–Buenos días, señora Kennelly. Caroline, ésta es la señora Kennelly. Mi asistenta.
Miró a Caroline. Estaba sonrojada por la vergüenza. Eso provocó que le dieran ganas de besarla, lo que no tenía ningún sentido. Además, eso sólo serviría para avergonzarla más, así que le agarró con más fuerza la mano y entrelazó los dedos con los suyos.
La señora Kennelly sonrió educadamente.
–¿Qué tal está, señorita?
Lucas escuchó cómo Caroline aspiraba con fuerza el aire y alzaba la barbilla.
–Encantada de conocerla, señora Kennelly.
–La señorita Hamilton va a quedarse una temporada con nosotros.
Caroline le lanzó una mirada fulminante.
–No –dijo en voz baja–. De verdad, yo…
Lucas se puso de pie sin soltarle la mano y la ayudó a incorporarse.
–Nos quitaremos de en medio para que pueda trabajar, señora Kennelly –dijo con tono alegre–. ¿Verdad, querida?
Sólo si quitarse de en medio significaba que la tierra se abriera y se la tragara, pensó Caroline angustiada.
¿Cómo se enfrentaba una mujer a una escena así?
Lucas estaba tranquilo. Y la asistenta también. Ella era la única que se quería morir. ¿No era ridículo? Se había pasado la noche en la cama con él, haciendo cosas. Cosas maravillosas y excitantes.
¿Y ahora lo que le preocupaba era que su asistenta se la encontrara en albornoz en su cocina?
Pero, ¿por qué iban a estar Lucas o la señora Kennelly horrorizados? Le escena debía ser habitual para un hombre como él. El problema era que para ella no lo era. Nunca antes había pasado la noche con ningún hombre, y menos había tenido que enfrentarse a su asistenta a la mañana siguiente.
–¿Caroline?
Ella parpadeó y Lucas le sonrió.
–Dejemos que la señora Kennelly trabaje, ¿sim?
Aquel «sim» no era casual. Lucas apenas utilizaba el portugués. Sólo cuando estaba enfadado. O cuando le hacía el amor. Y aquel «sim», que significaba «sí», sólo se le escapaba cuando quería dejar algún punto claro. Y ahora quería dejar claro que quería que se comportara como una adulta. Así que eso hizo. Dejó que se la llevara de allí mientras ella forzaba una sonrisa.
–Por supuesto. Pero déjeme limpiar antes de…
–Tonterías, señorita –dijo la asistenta con brusquedad–. Váyase, yo me ocuparé de esto.
Por supuesto. Si no sabía cómo comportarse al ser descubierta desnuda en la cocina de un hombre, sin duda tampoco sabía cómo actuar con una asistenta.
Lo mejor que podía hacer era seguir sonriendo, seguir manteniendo la mano en la de Lucas y seguirle por el soleado ático hasta las escaleras, subirlas, continuar por el pasillo, entrar en su dormitorio…
Y recordar al instante que aquél no era su lugar, que en lo que Lucas Vieira se refería estaba cometiendo un error tras otro.
Lucas cerró la puerta. Le soltó la mano. Se cruzó de brazos y la miró. Caroline no podía imaginar qué iba a decirle. Y no le importaba. Ella iba a hablar primero.
–Lucas.
Él alzó una ceja. Odiaba que hiciera aquello. Aunque en realidad le encantaba. Le hacía parecer peligrosamente sexy.
–Lucas –volvió a decir–. Yo…
–Mi asistenta es mejor jugadora de póquer que tú.
–¿Perdona?
–Te vio y no expresó ninguna reacción. Tú la viste y parecía como si quisieras que te tragara la tierra.
¿Sabía leer la mente? Caroline imitó su gesto, se cruzó de brazos y lo miró fijamente.
–Estaba… sorprendida.
Lucas torció los labios.
–Quién lo hubiera dicho.
Ella entornó los ojos.
–Tal vez a ti esto te parezca divertido, pero a mí no.
–Me parece… interesante.
–Y una porra –respondió Caroline con brusquedad–. Lo supe desde el principio, te parece divertido.
–Te equivocas. Un hombre que nunca ha compartido el desayuno con ninguna mujer en la cocina de su propia casa y se da cuenta de ello cuando su asistenta le descubre haciéndolo no puede encontrar divertida esta situación.
Caroline parpadeó.
–¿Nunca habías desayunado aquí con ninguna mujer? Lucas se encogió de hombros.
–No.
–Pero no lo entiendo…
–No –la voz de Lucas sonaba de pronto áspera–. Yo tampoco –dejó caer los brazos a los costados y se acercó lentamente a ella con los ojos brillantes–. No entiendo nada de todo esto.
A Caroline empezó a latirle con fuerza el corazón.
–¿Qué es lo que no entiendes? –susurró.
Lucas la estrechó entre sus brazos. Ella suspiró, y a Lucas le pareció el sonido más hermoso que había escuchado de boca de una mujer.
–Tú –respondió–. Yo. Esto.
Reclamó su boca con la suya. Lo que le había ofrecido no era una respuesta, y sin embargo era la única que tenía, la única que tenía sentido.
–Lucas –murmuró ella–. Lucas…
Él le soltó muy despacio el cinturón del albornoz. De su albornoz, pensó. Suyo. Se lo deslizó por los hombros y observó su hermoso rostro y su bello cuerpo sin artificios.
Le dijo que era preciosa. Que era perfecta. Se lo dijo en portugués, y también le dijo lo mucho que la deseaba.
Distinguió el latido de su pulso en la base del cuello.
–¿Y qué hay… qué hay de la señora Kennelly?
A pesar de todo, de la pasión, el deseo y la dureza casi dolorosa de su erección, Lucas se rió.
–No se lo diremos –dijo suavemente.
Caroline se le quedó mirando y luego se rió.
–Buena idea.
Y entonces su sonrisa cambió. Sus ojos color avellana se oscurecieron y le puso la mano sobre la erección.
–Hazme el amor –le susurró.
Lucas la tomó en brazos. La llevó a la cama. La tumbó sobre ella de modo que su cabello formaba un halo alrededor de la almohada. Luego se quitó los pantalones del chándal, se colocó encima de ella y le hizo el amor con tanta ternura y delicadeza que cuando terminó, Caroline lloró.
Y Lucas…
La estrechó contra sí, sintió su corazón latiendo contra el suyo, su respiración en el cuello, y luego la acarició y la besó y se preguntó qué diablos le estaba pasando.
Tenía que ir a trabajar.
Gente, reuniones, correos, llamadas telefónicas y papeleo le esperaban.
Se lo dijo a sí mismo. Y se lo dijo a Caroline.
–Por supuesto –dijo ella.
–Por supuesto –repitió Lucas con solemnidad.
Entonces estiró el brazo para agarrar el teléfono y llamar a su secretaria. Le dijo que no iba a ir y que podía localizarle en el móvil si ocurría algo importante.
–Algo vital –puntualizó para dejar las cosas claras. Hizo una pausa y añadió–. Pensándolo bien, no me llames para nada.
Colgó y se rió al imaginar la cara de su secretaria.
–¿Qué te hace tanta gracia? –preguntó Caroline.
Y Lucas la besó, y volvió a besarla otra vez, y ella se rió y lo miró y de pronto él supo que nunca en toda su vida había sido tan feliz.
Aquel pensamiento le cortó la risa.
–¿Qué ocurre? –preguntó Caroline.
Pero no había nada que él pudiera decir que no resultara peligroso, así que la tomó en brazos. –¿Dónde me llevas? Lucas, ¿dónde….? Caroline gritó cuando entró en la ducha con ella en brazos y abrió todos los grifos hasta que estuvieron envueltos en una deliciosa y cálida lluvia. Las protestas de Caroline desaparecieron cuando la besó, la dejó en el suelo, le besó los senos y le deslizó la mano entre los muslos.
–Lucas –susurró.
–¿Qué, cariño? –dijo contra su boca, pero Caroline no tenía respuesta, no tenía ninguna respuesta que pudiera darle, porque se sentía feliz, muy feliz, y sabía que una felicidad así no podía durar…
–Rodéame con tus brazos –le pidió Lucas. Dio un paso atrás, se apoyó en la pared y la levantó. Entonces no hubo preguntas ni respuestas. No hacían falta porque estaban perdidos el uno en brazos del otro.
Caroline le dio de comer a Oliver. Le cambió el agua del cuenco. Le limpió el cajón de arena. El gato ronroneó alrededor de sus tobillos.
–Te veré pronto, cariño –murmuró ella recogiéndolo del suelo y dándole un beso en la cabeza.
El chófer de Lucas les llevó al apartamento de Caroline.
A él no le hacía gracia la idea.
–No me gusta la idea de que estés aquí –dijo–, aunque sea por poco tiempo.
Caroline no respondió. ¿Qué podía decir? El día anterior estaba convencida de que no podía vivir en aquel lugar. Ese día estaba más tranquila. Sabía que no tenía elección. Había tardado mucho en encontrar su apartamento; resultaba difícil encontrar alquileres que pudiera permitirse en Manhattan con su sueldo de profesora auxiliar y sus ahorros como camarera. Las miserables habitaciones que había alquilado eran mejor que la mayoría de lo que había visto.
Había pensado en el problema y había llegado a una solución sencilla: aceptaría la hospitalidad de Lucas durante un par de días. Tres como máximo. Y luego buscaría un apartamento. Si no encontraba ninguno, y estaba casi segura de que no lo encontraría, volvería allí.
Pero sabía que eso no debería decírselo a Lucas. Se limitó a entregarle las llaves y a permanecer detrás de él cuando le abrió la puerta del apartamento.
La puerta se abrió. Lucas entró en el salón y le hizo una señal para que entrara.
La habitación estaba como la había dejado. No, no del todo. Habían instalado una nueva ventana y también un nuevo cierre. Eso, al menos, le hacía sentirse mejor.
A Lucas no le importó nada. Cerró la puerta, se dirigió a la ventana, agarró el marco de hierro y lo agitó.
–Es demasiado pequeño –gruñó.
–Parece suficientemente fuerte.
–Tal vez. Pero los cerrojos de la puerta no disuadirían ni a un aficionado.
De acuerdo. Aquélla no iba a ser una discusión fructífera. Además, no tenía sentido hablar de ello. Lucas vivía en otro planeta. Nunca entendería su vida, ni ella esperaba que lo hiciera.
En lugar de responder, se dirigió al minúsculo dormitorio y abrió el armario, empezó a sacar cosas de las perchas, la poca ropa que necesitaba para los siguientes días de búsqueda de apartamento.
Lucas se aclaró la garganta.
–Podrías dejar todo eso aquí y empezar de cero.
Caroline lo miró.
–No –respondió–. No podría.
Él abrió la boca y luego la cerró. Mejor. ¿De verdad pensaba que podía permitirse tirar aquella ropa y comprar una nueva? No sólo era de otro planeta, sino también de otra galaxia.
Se giró de nuevo hacia el armario, añadió dos pares de zapatos y un pequeño bolso al conjunto de cosas que había sobre la cama.
¿Qué más?
Algunos libros de texto. El ordenador portátil. Unos apuntes. Lo puso todo en una mochila, metió la ropa y los zapatos en un bolsa de tela, echó un último vistazo a su alrededor y se giró hacia Lucas.
–Ya está –dijo–. Ya tengo todo lo que…
La expresión de su mirada la silenció. Lucas estaba mirando a su alrededor como si nunca hubiera visto un sitio tan pequeño y tan lamentable en su vida. Y sí, era las dos cosas, pero era suyo, pagaba por él de forma honrada y no le debía nada a nadie.
–¿Hay algún problema?
Su intención era sonar fría y divertida, pero sólo sonó fría.
Lucas la miró.
–No tendrías por qué vivir así –gruñó.
Caroline se cruzó de brazos.
–No todo el mundo puede vivir en el cielo.
–¿Te refieres a mi ático?
–Sí. Tal vez te sorprenda, pero en el mundo real…
–¡No utilices ese tono conmigo!
–¡Utilizo el tono que quiero! Como te decía, en el mundo real…
–¡Yo lo sé todo sobre el mundo real, maldita sea! –se acercó a ella de dos zancadas y la agarró de los hombros–. ¿Crees que he nacido en el cielo, como tú dices?
–Suéltame.
–Responde a mi pregunta. ¿Crees que he sido siempre rico? –apretó los labios–. ¿Sabes lo que es una favela?
Caroline se le quedó mirando fijamente.
–He oído la palabra. Es una barriada brasileña.
Lucas soltó una carcajada amarga.
–Una barriada está mucho más arriba en la escala socioeconómica, querida.
Estaba enfadado. Muy enfadado. A Caroline se le pasó la rabia.
–No era mi intención entrometerme, Lucas.
–Nací en una chabola con un tejado muy fino. Un par de años después, las cosas empeoraron y nos cambiamos a lo que era básicamente una caja de cartón en un callejón.
Caroline alzó las cejas. ¿Se debería al impacto de lo que estaba diciendo o a su tono cortante? ¿Y por qué le estaba contando aquello? Nadie sabía su historia. No porque se avergonzara de ella.
O no exactamente.
Pero es que no era bonita. La pobreza. El abandono de su madre. Las casas de acogida.
Los robos. Las carteras que había birlado. Feo, y sí, estaba avergonzado. Además, su vida personal era suya; no veía razón para compartirla con nadie más.
Y sin embargo… sin embargo…
Por primera vez en su vida sentía la tentación de contarle a alguien quién era. Quién era de verdad. La gente lo conocía como él se presentaba, como un hombre inmensamente rico que controlaba su vida.
Pero a veces, en la oscuridad de la noche, se preguntaba cómo le vería la gente si supiera de dónde venía.
¿Qué pensaría Caroline si conociera todos los detalles? ¿El Lucas Vieira al que apreciaba era un hombre rico y poderoso, o simplemente un hombre?
¿Y qué diablos estaba haciendo pensando en todo aquello? ¿Por qué suponía que Caroline le apreciaba? Se sentía atraída hacia él, sí. Le estaba agradecida por lo que había hecho por ella el día anterior. Y le gustaba el sexo con él, o al menos eso parecía. A menos que fuera una farsa, otra parte del juego que habían empezado a jugar aquella primera noche.
–¿Lucas?
Él parpadeó y la miró.
–Tú no me conoces, Caroline. No sabes absolutamente nada de mí.
–No –respondió ella en voz baja alzando la mano para acariciarle la mandíbula–. La verdad es que no sabemos nada el uno del otro.
La tensión de Lucas se había relajado durante un instante. Ahora volvió a sentirla.
–Tienes razón –dijo–. Por ejemplo, no entiendo por qué vives en un lugar como éste.
Caroline retiró la mano.
–Porque es lo único que puedo permitirme con mi sueldo de profesora auxiliar. Y con las propinas que gano como camarera. Para ser un hombre que asegura haber crecido en la pobreza, no entiendes mucho.
Lucas le apretó con más fuerza los hombros.
–¿Es eso lo único que haces? ¿Dar clases? ¿Servir mesas?
–¿Qué quieres decir?
–Te di mil dólares.
Caroline se sonrojó.
–¿Quieres decir que me pagaste mil dólares por una noche de trabajo?
Lucas apretó las mandíbulas.
–Ciertamente.
–¿Y qué? ¿Eso te da derecho a preguntarme qué hice con ese dinero?
No se lo daba. Lucas lo sabía. Y sabía que estaba a punto de decir algo de lo que se arrepentiría, pero tenía preguntas, muchas preguntas. El día anterior estaba tan centrado en el peligro de dónde vivía Caroline, en lo que había estado a punto de sucederle, que no había pensado en nada más.
Ahora veía lo pobres que eran sus muebles. Lo desgastada que estaba su ropa. ¿Qué hacía con el dinero que ganaba vendiendo su cuerpo?
Si es que vendía su cuerpo. Tenía que recordar aquel «si» condicional.
–Lucas.
La tarifa de Dani Sinclair por una noche era mucho más de lo que él le había pagado a Caroline. Caroline debería haber cobrado veinte veces más. Era todo lo que un hombre podía desear, en la cama y fuera de ella. Era cálida, dulce y divertida. Generosa, cariñosa y excitante. Se reía de sus chistes, alababa su modo de cocinar, suspiraba entre sus brazos y se entregaba completamente a él cuando hacían el amor. Y luego estaba su devoción hacia aquel gato infernal y hacia el patético helecho…
¿Cómo podía ser una mujer que se vendía? ¿Cómo iba a entregarse a alguien que no fuera él? Porque de eso se trataba todo. Quería que se entregara sólo a él.
–¡Lucas, me estás haciendo daño!
Lucas vio que le estaba apretando los hombros con tanta fuerza que podía sentir cada dedo clavado en su piel.
Deus, estaba perdiendo la cabeza.
La soltó con cuidado. Caroline dio un paso atrás y él sacudió la cabeza, le tomó las muñecas con suavidad y la atrajo hacia sí.
–Caroline –susurró en voz baja–. Cariño, perdóname.
Distinguió el brillo de las lágrimas en sus ojos.
–No lo entiendo –dijo ella con voz trémula–. ¿Qué quieres de mí?
Lucas le sostuvo la mirada durante un largo instante mientras buscaba una respuesta, no sólo para ella sino también para sí mismo. Luego le deslizó muy despacio el pulgar por la curva de su labio inferior, inclinó la cabeza y la besó.
–Te quiero a ti –dijo suavemente–. Sólo a ti.
Le dio otro beso. Caroline no respondió. Volvió a besarla, susurró su nombre. Y finalmente ella le besó también.
Aquello era lo único que quería. Los besos de Lucas. Sus brazos alrededor del cuerpo. Aquellas cosas sencillas, y la certeza de que a su corazón le estaba sucediendo algo tan maravilloso como aterrador.