Capítulo 1

LUCAS Vieira estaba furioso. El día no había ido bien. Aunque eso era quedarse corto: había sido un caos. Y ahora se estaba convirtiendo a toda velocidad en una catástrofe.

Había empezado con una taza de café quemado. Lucas no sabía siquiera que algo así pudiera existir hasta que su asistente provisional le preparó algo negro, caliente y aceitoso y le sirvió una taza.

Le dio un sorbo y lo apartó a un lado, abrió el teléfono móvil para ver si tenía mensajes y se encontró con uno del mismo periodista idiota que llevaba intentando entrevistarle desde hacía dos semanas. ¿Cómo había conseguido aquel hombre su número? Era privado, como el resto de su vida.

Lucas valoraba mucho su intimidad. Evitaba a la prensa. Viajaba en avión privado. A su ático de la Quinta Avenida sólo se podía acceder en ascensor privado. Su casa en el mar, en los Hamptons, estaba vallada; la isla del caribe que había comprado el año pasado estaba plagada de carteles de «No pasar».

Lucas Vieira, un hombre misterioso, le había calificado una publicación. No era exacto del todo. Había ocasiones en las que no podía evitar las cámaras, los micrófonos y las preguntas. Era multimillonario, y eso despertaba interés.

También era un hombre que había llegado a lo más alto de una profesión en la que el linaje y la procedencia significaban mucho.

Y él no tenía ninguna de las dos cosas.

O sí, pero no del tipo que se llevaba en Wall Street. Ni tampoco Lucas quería hablar de eso. Las únicas preguntas que llegaba a considerar eran las que se referían a la cara pública de la financiera Vieira, cómo había llegado a convertirse en una empresa tan poderosa, cómo Lucas había alcanzado tanto éxito a la edad de treinta y tres años…

Estaba cansado de que le preguntaran, así que finalmente había ofrecido una respuesta en una reciente entrevista.

–El éxito –había dicho con firmeza–, es cuando la preparación se encuentra con la oportunidad.

–¿Eso es todo? –había preguntado el entrevistador.

–Eso es todo –había contestado Lucas.

Entonces se había quitado el minúsculo micrófono de la solapa, se había puesto de pie, y había salido del estudio pasando por delante de las cámaras.

Lo que no había añadido había sido que para llegar a aquel punto, un hombre no podía permitir que nada, absolutamente nada, se interpusiera en su camino.

Lucas frunció el ceño, apartó la silla de cuero del enorme escritorio de madera de palosanto y miró sin ver a través de la pared de cristal que daba al centro de Manhattan.

Volvió a centrarse en el presente, y en cómo diablos iba a mantenerse firme ahora a aquella premisa.

Tenía que haber una manera.

Había aprendido la importancia de no permitir que nada se interpusiera entre un hombre y su objetivo años atrás, cuando era un niño de siete años, un menino da rua sucio y hambriento que vivía en las calles de Río de Janeiro. Robaba carteras a los turistas, comía de las basuras de los restaurantes, dormía en los callejones y en los parques, aunque en realidad uno no puede dormir demasiado cuando tiene que estar alerta a cada sonido y a cada paso.

Antes de eso, lo único que tenía era a su madre. Y entonces, una noche, un hombre al que ella había llevado a su chabola miró a Lucas, que trataba de hacerse invisible en una de las esquinas de la chabola, y dijo que no pensaba pagar por acostarse con una prostituta con su hijo mirando.

Al día siguiente, la madre de Lucas le llevó a las sucias calles de Copacabana, le dijo que fuera un niño bueno y lo dejó allí.

No volvió a verla nunca más.

Lucas aprendió a sobrevivir. A moverse continuamente, a correr cuando aparecía la policía. Pero una noche, Lucas no pudo correr. Estaba medio enfermo, delirante de fiebre, deshidratado tras haber vomitado lo poco que tenía en el estómago.

Estaba condenado.

Pero en realidad no lo estaba.

Aquella noche su vida cambió para siempre.

Con la policía iba aquel día una trabajadora social a la que le gustaba su trabajo. Se lo llevó a una sede que albergaba a una de las pocas organizaciones que veían a los niños de la calle como seres humanos. Allí le atiborraron de antibióticos y zumo de frutas, y cuando fue capaz de comer, le dieron alimentos. Le bañaron, le cortaron el pelo, le vistieron con ropa que le quedaba grande, pero eso no importaba.

Lucas no era ningún estúpido. De hecho, era muy inteligente. Había aprendido él solo a leer y a hacer cuentas. Ahora devoraba los libros que le dejaban, observaba cómo se comportaban los demás, aprendió a hablar apropiadamente, a recordar que debía lavarse las manos y los dientes, a dar las gracias y pedir las cosas por favor.

Y aprendió a sonreír. Eso fue lo más duro. Sonreír no formaba parte de quién era, pero lo hizo.

Pasaron las semanas, los meses, y entonces sucedió otro milagro. Una pareja norteamericana se pasó por ahí, hablaron con él un rato, y lo siguiente que supo fue que se lo iban a llevar a un sitio llamado Nueva Jersey y que ahora era su hijo.

Tendría que haber supuesto que no duraría.

Lucas tenía ahora muy bien aspecto. Pelo negro, ojos verdes, piel dorada. Olía bien. Hablaba bien. Sin embargo, en su interior, el niño que no confiaba en nadie estaba a la defensiva. Odiaba que le dijeran lo que tenía que hacer, y la pareja de Nueva Jersey creía que los niños debían hacer lo que se les ordenara cada minuto y cada hora del día.

Las cosas se deterioraron rápidamente.

Su padre adoptivo decía que no era agradecido, y trató de inculcarle la gratitud a golpes. Su madre adoptiva decía que estaba poseído por el demonio, y le exigía que pidiera misericordia de rodillas.

Finalmente dijeron que nunca lograrían nada de él. Cuando cumplió diez años, le llevaron a un enorme edificio gris y lo entregaron a Servicios Sociales.

Lucas se pasó los siguientes ocho años yendo de una casa de acogida a otra. Dos o tres estuvieron bien, pero el resto… incluso ahora, siendo un adulto, apretaba los puños cuando recordaba algunas cosas por las que él y otros habían tenido que pasar. El último sitio fue tan horrible que la medianoche del día que cumplió dieciocho años metió las pocas cosas que tenía en una bolsa, se la echó al hombro y se marchó de allí. Pero había aprendido la que sería la lección más importante de su vida.

Sabía exactamente lo que quería. Respeto. Eso era todo, en una palabra. Y también sabía que el respeto llegaba cuando un hombre tenía poder. Y dinero. Él quería las dos cosas.

Trabajó duramente, recogió cosechas en los campos de Nueva Jersey durante el verano, hizo todo los trabajos manuales que pudo encontrar durante el invierno. Consiguió el diploma de graduado escolar porque nunca había dejado de leer, y la lectura llevaba al conocimiento. Entró en una universidad pública, asistió a clase cuando estaba agotado y muerto de sueño. Si a aquello se le añadían unos modales aceptables, ropa que cubría el cuerpo musculoso y esbelto del hombre en el que se había convertido, el camino a la cima parecía de pronto posible.

Más que posible. Era factible. A la edad de treinta y tres años, Lucas Vieira lo tenía todo.

O casi, pensó con ironía en aquel día que había empezado con un mal café y una secretaria inepta. Y no podía culpar a nadie más que a sí mismo.

Sintió un arrebato de ira al ponerse de pie y recorrer su enorme despacho.

Aquel repentino ataque de furia era una mala señal. Aprender a contener las emociones era también necesario para conseguir el éxito. Pero no era tan malo como el hecho de no haber captado que su actual amante estaba viendo de forma poco realística lo que ella llamaba «la relación».

Para Lucas no había sido más que una aventura.

Pero fuera lo que fuera, ahora estaba al borde del desastre. Iba a perder la oportunidad de comprar la empresa de Leonid Rostov, valorada en veinte mil millones de dólares. Todo el mundo quería los activos de Rostov, pero Lucas más que nadie. Añadirlos a su formidable imperio haría que compensara lo mucho que había trabajado para convertirse en quien era.

Unos meses atrás, cuando corrió el rumor de que Rostov quería vender y que iba a ir a Nueva York, Lucas asumió un riesgo. No le envió a Rostov cartas ni propuestas. No lo llamó por teléfono a su oficina de Moscú. Lo que hizo fue enviarle una caja de puros habanos, porque el ruso salía en todas las fotos con un cigarro puro en la boca. Y una tarjeta de visita, en cuyo anverso había escrito: Cena en el hotel Palace de Nueva York el próximo sábado a las ocho.

Rostov había mordido el anzuelo.

Disfrutaron de una agradable cena en un reservado. No hablaron de negocios. Lucas sabía que Rostov le estaba poniendo a prueba. El ruso comía y bebía abundantemente. Lucas comía poco y hacía que las copas le duraran mucho. Al final de la noche, Rostov le dio una palmada en la espalda y le invitó a Moscú.

Ahora, tras interminables viajes de ida y vuelta y arduas negociaciones a través de traductores, ya que Rostov apenas hablaba inglés, el ruso estaba otra vez en Nueva York.

–Comeremos juntos una vez más, Lucas, con una botella de vodka, y luego te convertiré en un hombre feliz.

Sólo había un problema. Rostov iba a llevar a su esposa. Ilana Rostov se había unido a ellos la última vez que Lucas estuvo en Moscú. Tenía un rostro bello aunque quirúrgicamente alterado. Se movía en medio de una nube de perfume y de los lóbulos de las orejas le colgaban unos pendientes de diamantes que parecían lámparas de araña del teatro Bolshoi. Hablaba inglés con fluidez y aquella noche había hecho de traductora para su marido.

Y también le había puesto la mano a Lucas en el regazo bajo el dobladillo del mantel.

Lucas se las había arreglado sin saber cómo para superar la cena. El traductor que él había contratado para aquella noche no se dio cuenta de nada, y Rostov tampoco.

Y el ruso iba a volver a llevar a su mujer aquella noche.

–Nada de traductores –aseguró con firmeza–. Los traductores son funcionarios. Pero por supuesto, puedes llevar a una mujer. Aunque mi Ilana se ocupará de ti tan bien como de mí.

Lucas estuvo a punto de reírse, porque tenía un as en la manga.

Se llamaba Elin Jansson. Elin, que había nacido en Finlandia, hablaba ruso con fluidez. Era modelo; era la actual amante de Lucas. Y le serviría de protección contra Ilana Rostov.

Lucas gimió, se acercó a la pared de cristal que había detrás del escritorio y apoyó la frente contra el frío vidrio.

Todo parecía muy sencillo. Tendría que haberlo imaginado. La vida no era nunca sencilla.

–¿Señor Vieira?

Lucas se dio la vuelta. Su asistente temporal sonrió nerviosa desde el umbral. Era joven y hacía un café horrible, pero lo peor de todo era que, dijera él lo que dijera para que se sintiera cómoda, seguía aterrorizada por él. Ahora mismo parecía como si deseara que se la tragara la tierra. Y no era de extrañar. Lucas había dado órdenes precisas de que no se le molestara.

–¿Qué ocurre, Denise?

–Me llamo Elise, señor –la joven tragó saliva–. He llamado pero usted no… –volvió a tragar saliva–. Ha llamado el señor Rostov. Le dije que estaba ocupado, tal y como usted me pidió. Y me dijo que le avisara de que la señora Rostov y él podrían retrasarse unos minutos y…

No siguió hablando.

–Ya me lo has dicho –murmuró Lucas crispado–. ¿Algo más?

–Yo sólo… me preguntaba si debería llamar al restaurante y… avisar de que sólo serán tres para cenar. Aquello iba de mal en peor. ¿Acaso sabía el mundo entero lo que había ocurrido?

–¿Te he pedido que lo hagas?

–No, señor, yo sólo pensé que…

–No pienses. Limítate a hacer lo que te digo.

A la joven se le desencajó completamente el rostro. Diablos, menos mal que iba a controlar sus emociones.

–Siento haberte hablado así, Denise.

–Me llamo Elise –repitió ella con voz temblorosa–.

Y no tiene que disculparse, señor. Yo sólo… quiero decir, sé que está usted triste.

–No lo estoy –aseguró Lucas forzando una sonrisa, como cuando era niño–. ¿Por qué iba a estarlo?

–Bueno, la señorita Jansson… cuando estuvo aquí hace un rato –volvió a tragar saliva–, el señor Gordon estaba en mi escritorio. No pudimos evitar oírlo. No pude evitar que la señorita Jansson pasara por delante de mí y luego, cuando entró en su despacho…

–Así que tenía público –murmuró Lucas entre dientes–. ¿Y qué hay de los trabajadores de las otras plantas? ¿También estaban escuchando?

–No lo sé, señor Vieira. Puedo preguntarlo, si es eso lo que…

–Lo que quiero –la interrumpió él–, es que no vuelvas a mencionar este asunto nunca más. Ni conmigo ni con nadie, ¿está claro?

La joven asintió.

Lucas se dijo que le subiría el sueldo a su secretaria habitual cuando regresara de vacaciones si le juraba que no volvería a dejar su puesto bajo ninguna circunstancia.

–Sí, señor. Y quiero que sepa cuánto lamento que usted y la señorita Jansson…

–Vuelve a tu escritorio –le espetó él–. Y no vuelvas a interrumpirme si no quieres acabar en Recursos Humanos cobrando el finiquito, ¿lo has entendido?

Al parecer. Denise, Elise o como diablos se llamara, se fue y cerró la puerta tras ella. Lucas se dejó caer entonces en la silla, echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando al techo.

Maravilloso. En un par de horas iba a encontrarse con un hombre que hablaba poco inglés y con una mujer que sólo quería coquetear con él. No tenía traductor, y ahora su vida privada era tema de discusión entre sus empleados.

¿Y por qué no iba a serlo? Elin había montado toda una escena, exigiendo saber quién era aquella «rubia tonta» mientras arrojaba una foto sobre su escritorio. Había aparecido en Internet, en alguna página de cotilleos, le dijo. A Lucas le bastó una mirada para ver que se trataba de un milagro del photoshop, pero estaba tan bien hecho que la «rubia tonta» parecía estar encima de él.

Lucas alzó la vista sonriendo para decirle exactamente eso a Elin. Pero entonces vio sus ojos fríos, la línea dura de la boca, y de pronto los detalles nimios cobraron importancia.

La bolsa de maquillaje de Elin, que había dejado en un cajón de la cómoda. Los vaqueros, la camiseta y las zapatillas deportivas que había en el armario. Para poder volver a las siete de la mañana a su casa en taxi sin levantar sospechas, le había dicho en un ronroneo.

«Qué estúpido soy», se dijo Lucas. A Elin no le importaba el qué dirán. Además, la mitad de las mujeres de Manhattan se subían a taxis a primera hora de la mañana vestidas con la misma ropa que la noche anterior.

Y tal vez la parte más obvia de aquella mentira era que podía contar con los dedos de una mano el número de veces que Elin o cualquier otra mujer había dormido en su cama la noche entera.

Lucas no era partidario de eso. El sexo era sexo, y el sueño, sueño. Una cosa se hacía con una mujer, y la otra, solo.

–¿Te parece divertido haberme engañado?

–Elin se había puesto en jarras–. Estoy esperando una explicación.

Lucas se puso de pie. Elin era alta, pero él, con su metro noventa, la sobrepasaba con creces.

–Yo no engaño –dijo con frialdad–. Y yo no doy explicaciones. Ni a ti ni a nadie.

Ella se había quedado muy quieta, lo que para Lucas supuso un avance. Y entonces le explicó con calma cómo eran las cosas entre ellos. Estaban disfrutando de una aventura, pero nada más.

Elin le había gritado algo en finlandés. Algo que sin duda no era un cumplido. Y un segundo más tarde, se había marchado.

No pasaba nada, se dijo Lucas. De hecho hacía ya tiempo que tendrían que haberse dicho adiós. Pero entonces se impuso la realidad.

La cena. Leonis Rostov. Su esposa. Durante un instante, Lucas pensó en ir tras Elin y preguntarle si eso significaba que no iba a ir a cenar con él aquella noche…

Se dirigió hacia el armarito de madera de palosanto que había al otro lado del despacho, lo abrió y sacó una copa de balón y una botella de whisky escocés de malta.

Todo era culpa suya. Tendría que haber evitado mezclar los negocios con el placer, pero en su momento le pareció perfecto. Una mujer bella y sofisticada que sabría qué tenedor utilizar mientras traducía del ruso al inglés y del inglés al ruso. ¿Dónde diablos podría encontrar a una mujer así a aquellas horas de la noche?

–Se… señor Vieira.

–Maldición –murmuró Lucas dirigiéndose hacia la puerta.

Su asistente estaba temblando. A su lado, maldita sea, se encontraba Jack Gordon. Lucas le había contratado hacía un año. Gordon era brillante e innovador. Sin embargo, Lucas se preguntaba a veces si no había en Gordon algo más de lo que se veía a simple vista.

O tal vez menos.

Lucas giró la cabeza. Denise–Elise dio un paso atrás y cerró la puerta. Lucas miró con frialdad a Gordon.

–Más vale que esto sea bueno.

Gordon palideció, pero se mantuvo firme. Lucas no pudo evitar admirarlo por ello.

–Señor, creo que cuando escuche lo que tengo que decir…

–Dilo y luego sal de aquí.

Gordon aspiró con fuerza el aire.

–Esto no es fácil –volvió a tomar aire–. Sé lo que ha ocurrido entre usted y la señorita Jansson. Pero un momento, no estoy aquí para hablar de eso.

–Más te vale.

–Se suponía que ella iba a ir con usted esta noche. A esa reunión –se apresuró a explicarse Gordon–. El lunes por la mañana mencionó que Rostov no quería traductores profesionales, así que él hablaría con usted a través de su mujer y…

–Ve al grano.

–Conozco a alguien que habla ruso con fluidez.

–Tal vez no escuchaste bien todo lo que dije el lunes –aseguró Lucas con fría precisión–. Rostov no quiere que haya ningún funcionario presente esta noche. Así es como considera él a los traductores oficiales.

–Dani puede fingir que es su pareja.

Lucas torció el gesto.

–No creo que consiga hacerle creer al ruso que de pronto me gustan los hombres.

–Dani es una mujer, señor. Una mujer preciosa. Y también es inteligente. Y habla ruso.

Lucas sintió una punzada de esperanza. Pero entonces se enfrentó a la realidad. ¿Una mujer a la que no conocía para una velada tan importante como aquélla? De ninguna manera.

–Olvídalo.

–Podría funcionar, señor.

Lucas sacudió la cabeza.

–Es un acuerdo de veinte mil millones de dólares, Jack. No puedo arriesgarme a que esta mujer lo ponga en peligro.

Gordon se rió. Lucas entornó los ojos.

–¿He dicho algo gracioso?

–No, no, por supuesto que no. Conozco a Dani desde hace años. Es exactamente lo que necesita para esta situación.

–Y si estuviera lo suficientemente loco para decir que sí, ¿por qué razón lo haría ella?

–Porque somos viejos amigos. Lo haría como un favor.

Lucas apretó las mandíbulas. ¿Un acuerdo de veinte mil millones de dólares que dependía de un hombre que bebía demasiado vodka, una mujer que tenía las manos más largas que un pulpo y de otra mujer a la que no conocía?

Imposible. E imposible dejarlo pasar.

–De acuerdo –dijo bruscamente–. Llámala. Dile a…

–Dani. Dani Sinclair.

–Dani. Dile que la recogeré a las siete y media. ¿Dónde vive?

–Ella se reunirá con usted –se apresuró a decir Jack.

–En el vestíbulo del Palace. A las ocho en punto. No, que sea a menos diez –así tendría tiempo para pagar el taxi de la señorita Sinclair y librarse de ella si resultaba no ser adecuada para el trabajo.

–Dile que se vista de manera apropiada –se detuvo un instante–. Puede hacerlo, ¿verdad?

–Irá vestida de manera adecuada, señor.

–Y por supuesto, déjale claro que le pagaré por su tiempo. Digamos mil dólares por toda la velada.

Se dio cuenta de que Gordon contenía otra vez una carcajada. Lucas pensó con frialdad que si aquello no funcionaba, le despediría con cajas destempladas.

–Muy bien, señor

–Gordon extendió la mano–. Buena suerte.

Lucas miró hacia la mano extendida, reprimió una sensación de repugnancia que sabía que era absurda y aceptó el apretón de manos.

Jack Gordon regresó a toda prisa a su propio despacho antes de sacar el móvil y marcar un número.

–Dani, cariño, tengo un trabajo para ti.

Se lo explicó lo más rápidamente posibles. Dani Sinclair no era de las que hablaban mucho, pero tampoco los hombres le pagaban por ello. Cuando hubo terminado la escuchó suspirar.

–A ver si lo he entendido. Dices que un tipo…

–No es un tipo cualquiera, cariño. Es Lucas Vieira. Tiene más dinero que nadie. –¿Le has dicho que tendré una cita con él?

–Sí, pero no ese tipo de cita. Esto es una cena con

Vieira, un tipo ruso y su mujer. Tienes que actuar como si Vieira y tú tuvierais algo. Y tienes que traducir

–Jack se rió suavemente–. Supongo que sacarse ese título en lenguas cirílicas fue una buena idea después de todo.

–Estoy estudiando el postgrado –aseguró Dani–. Una chica tiene que pensar en su futuro –guardó silencio un instante–. ¿Cuánto has dicho que me va a pagar?

–Mil dólares.

Ella se rió.

–¿Has olvidado cuál es mi tarifa, Jack? Son diez mil por noche. Pero te haré un descuento especial. Cinco mil.

–Cielos, ¿por una cena?

–Y por supuesto, mi tarifa habitual si tu señor Vieira quiere algo más.

Jack Gordon se rascó la cabeza.

–Si quiere algo más puedes negociar directamente tú la tarifa.

Dani se rió entre dientes.

–Jack, eres un zorro. No le has dicho lo que soy. ¿Quieres que le dé un patatús?

–Quiero que me deba una –aseguró Jack Gordon con tono súbitamente frío–. Y así será, salgan como salgan las cosas.

–Estupendo. De acuerdo. Entonces, ¿cuándo va a ser esto?

–Creí que te lo había dicho. Esta noche. En el vestíbulo del Palace. Diez minutos antes de las ocho.

–Oh, pero yo…

Dani guardó silencio. Estaba muy bien cenar en un sitio increíble, hablar un poco de ruso y fingir que era la pareja de Lucas Vieira, el tipo duro, sexy y atractivo de Wall Street. Y mejor todavía si al final de la cena quería prolongar la velada.

Resultaba muy tentador. Si es que podía hacerlo. El problema era que ya tenía una cita aquella noche con un magnate del petróleo texano que venía a la ciudad una vez al mes como un reloj. Tenía que haber una manera de…

–¿Dani? Y la había. Podía conseguir cuatrocientos cincuenta sin hacer nada más que una llamada telefónica.

–Sí –dijo bruscamente–. Muy bien. En el vestíbulo del Palace a las ocho menos diez.

Colgó, buscó en la agenda del móvil y marcó un botón. Una voz femenina respondió al tercer timbre. Parecía tener prisa.

–¿Caroline? Soy Dani, la del seminario de Chejov. Escucha, tengo un trabajo de traducción para el que no tengo tiempo y he pensado al instante en ti.

Caroline Hamilton utilizó la cadera para cerrar la puerta de la cocina y se sujetó el móvil entre la oreja y el hombro. Dejó las bolsas de la compra para poder liberar una mano y cerrar los tres pestillos de la puerta.

¿Dani del seminario de Chejov? Caroline trató de recordarla mientras recorría los dos metros cuadrados que su casero insistía en llamar cocina. De acuerdo, Dani, una compañera del master de estudios rusos y eslavos. Alta, impresionante y vestida a la última moda. Nunca se habían dirigido la palabra más que para decirse «hola» y darse los teléfonos por si necesitaban intercambiar apuntes en alguna ocasión.

–¿Un trabajo de traducción, dices? –preguntó Caroline.

–Así es. Uno poco habitual. Implica cena.

A Caroline le rugió el estómago. No había comido. No tenía tiempo ni mucho menos dinero.

–Como supuesta novia de un tipo rico. –¿Cómo?

–Como te he dicho, es una cena. Te encuentras en el vestíbulo del hotel Palace con este guapísimo hombre de negocios y finges ser su novia. Hay otra pareja y ellos son rusos. Tu novio no habla ruso, así que tú le haces de traductora.

Caroline se quitó la chaqueta, se apartó la lisa melena de la cara y abrió mucho sus ojos de gacela.

–Gracias, pero paso. Suena muy, muy raro.

–Cien dólares.

–Dani, yo…

–Doscientos. Y la cena. Luego se acabó la noche y te vuelves a casa con doscientos dólares en el bolsillo de los vaqueros. Aunque por supuesto, no puedes llevar vaqueros –se apresuró a aclarar.

–Pues no hay nada más que decir, porque yo desde luego no tengo…

–Yo tengo una talla treinta y seis. ¿Tú?

–También, pero…

–Y treinta y siete de zapatos, ¿verdad?

Caroline se dejó caer sobre el taburete de madera de la cocina.

–Sí. Pero sinceramente…

–Trescientos –la interrumpió Dani–. Y voy de camino. Vestido, zapatos y maquillaje. Va a ser muy divertido.

En lo único en que Caroline podía pensar era en los trescientos dólares. No hacía falta ser lingüista para traducirlo en un buen pedazo del alquiler del próximo mes.

–Necesito tu dirección, Caroline. Se nos acaba el tiempo.

Caroline se la dio. Se dijo que debía ignorar el escalofrío que le recorrió la espina dorsal. Y volvió a decírselo dos horas más tarde, cuando Dani la giró hacia el espejo y vio a…

–Cenicienta –dijo Dani riéndose ante la expresión de asombro de Caroline–. Oye, una última cosa, ¿de acuerdo? Deja que el tipo piense que eres yo. Verás, el amigo que me ha buscado esto cree que soy yo la que va a hacer el trabajo, y será más fácil para todos si lo dejamos así.

Caroline volvió a mirar su reflejo. El acondicionador de cincuenta dólares de Dani había hecho que su pálida melena adquiriera un brillo dorado. Los ojos le brillaban gracias a la sombra dorada que se había aplicado en los párpados. Tenía los pómulos y la boca de un delicado rosa, y el vestido era casi transparente, de color negro, y mostraba más pierna de la que ella había enseñado nunca sin estar en bañador o en pantalones cortos. En los pies llevaba puestas unas sandalias doradas con un tacón tan alto que se preguntó si sería capaz de caminar con ellas.

Ya no parecía ella misma, y eso la aterrorizaba.

–Dani, yo no… no puedo…

–Vas a encontrarte con él dentro de media hora.

–No, de verdad, esto no está bien. Mentir, fingir que soy tú, que soy la novia de ese tal Luke Vieira…

–Lucas –la atajó Dani con impaciencia–. De acuerdo. Quinientos. Caroline se la quedó mirando fijamente. –¿Quinientos dólares?

–Se nos acaba el tiempo. Dime sí o no. Caroline tragó saliva. Y dijo lo único que podía decir.

–Sí.