Que vas a hacer qué?
Rowan Lindsay le lanzó a su mejor amiga una mirada con la que la avisaba de que no era buena idea reírse de su decisión.
–Ya lo has oído, Melanie. Voy a pasarme una temporada alejada de los hombres. Sin cenas ni citas… sin desastres.
Por supuesto, Melanie se echó a reír de todos modos.
—Adelante, ríete de mí todo lo que quieras —respondió Rowan paseando sus ojos por las antigüedades expuestas en la tienda, antes de añadir—: Pero cuando hayas terminado de reírte, te propongo que intentes encontrar un hombre en todo Detroit que no salga corriendo al enterarse de que la mujer con la que está cenando es madre de unos gemelos de cinco años.
—Vale, vale, ya te entiendo. Pero, ¿no crees que tu decisión es demasiado exagerada incluso para ti?
Eso era muy fácil de decir para una mujer felizmente casada como Melanie. Rowan no había tomado aquella determinación porque no quisiera tener un romance, de hecho se moría de ganas de encontrarlo. Sin embargo, después de analizar su desastroso historial con el género masculino, empezando por su primer beso a los trece años, la respuesta a su pregunta era un rotundo «no», no estaba siendo nada exagerada.
Lo cierto era que a veces, cuando pensaba en su propia vida, le daban ganas de gritar. Quería a Abby y a Mac con todo su corazón, pero eran dos niños de armas tomar. El año anterior había sido muy duro para todos y Rowan había sobrevivido trabajando como una esclava allí, en la tienda de antigüedades de su tía Celeste; y luchando a brazo partido por no hundirse con las continuas travesuras de los gemelos. Echó un vistazo debajo de la mesa donde los había visto por última vez y comprobó que…
¡Habían desaparecido!
Mientras dejaba el plumero sobre un escritorio, Rowan respiró hondo e intentó sofocar la oleada de pánico que se estaba abriendo paso dentro de ella.
—Melanie, por favor, mira a ver si los niños están en la trastienda mientras yo miro por aquí.
—No te preocupes que ya conozco el procedimiento —aseguró su amiga con la resignación de alguien acostumbrado a tener que buscar el rastro de los pequeños.
Se arrodilló en el suelo para asomarse debajo de todos los muebles.
—Abby… Mac, el juego ha terminado. Venga, salid de donde estéis. Vamos, os advierto que, como no salgáis de ahí ahora mismo…
—¿Se le han perdido un par de niños?
Rowan se quedó helada al oír aquella voz desconocida y profundamente masculina. Giró la cabeza sin ponerse en pie ni darse la vuelta del todo, con lo que se quedó en una posición bastante indigna. Frente a sus ojos se encontró con unas botas de cowboy gastadas y, a los lados de estas, dos pares de zapatillas de deporte que reconoció inmediatamente porque las había lavado infinidad de veces. No pudo evitar sentir cierto alivio.
—Me temo que soy la responsable de estos dos trastos —confesó descansando la cabeza sobre el suelo. Fue entonces cuando cayó en la cuenta de lo impropio de su postura; dándole la espalda de aquel modo, quedaba a la vista el lugar al que iban a parar todas y cada una de las calorías innecesarias que ingería sin la menor culpabilidad. Por fortuna, la dignidad nunca había sido un tema que la preocupara especialmente. Se puso en pie y miró al caballero con una tímida sonrisa que había aprendido a utilizar con las sucesivas víctimas de los gemelos. Normalmente toda aquella hostilidad la hacía farfullar apurada.
Aquel hombre sujetaba a Abby y a Mac a cierta distancia de su cuerpo; como si intentara evitar el más mínimo contacto físico. De hecho, Rowan pensó que parecía no haber estado jamás a tan corta distancia de un niño.
—Ya puede soltarlos.
—Claro —nada más hacerlo, dio un paso atrás y pareció tentado de limpiarse las manos en los pantalones, o incluso lavárselas con desinfectante.
—Puede que estén un poco desaliñados, pero le aseguro que no son contagiosos —aseguró ella viéndose obligada a defender a sus pequeños.
—¿Acostumbra a dejarlos estar en la calle a sus anchas? —respondió él haciendo caso omiso a su comentario—. Me los he encontrado en la acera. ¿Quiere saber qué estaban haciendo?
Aquel era un juego del que jamás podría salir victoriosa, así que prefirió decir que no con la cabeza y mantenerse en silencio.
—Habían atado un extremo de un cordón a un parquímetro y el otro a una maceta que había al otro lado de la acera; habían intentado camuflarlo con un montón de hojas secas —como evidencia le mostró un par de ellas que llevaba en la mano—. Si no puede controlarlos, a lo mejor debería ponerles un vigilante armado.
Rowan miró a sus hijos con cara de pocos amigos, pero ellos estaban demasiado ensimismados observando al desconocido como si fuera un superhéroe.
—A ver, vosotros dos —dijo ella chasqueando los dedos para llamar la atención de los pequeños—. Bueno, ya podéis explicarme qué estabais haciendo.
—Intentábamos atrapar algún cliente para la tía Celeste —respondió Mac mientras Abby asentía haciendo que sus rizos negros botaran de arriba abajo.
Por primera vez, Rowan miró al caballero que los había atrapado y sonrió muy a su pesar. «Buen trabajo, chicos… Habéis cazado una magnífica presa», ese fue su análisis inicial.
El desconocido alzó las cejas a la espera de algo que explicara aquella sonrisa. Pero no había explicación posible aparte de una ligera locura transitoria, especialmente después de su resolución de alejarse de los hombres. Pero bueno, esa resolución no prohibía que admirara ciertos ejemplares como quien observara una obra de arte en un museo.
Tenía el pelo un poco largo; en otros hombres habría parecido atrevido, en él resultaba natural. A diferencia de Chip, su odioso ex marido, ese caballero no estaba encorsetado por una camisa abrochada hasta arriba y una corbata bien apretada.
El tipo que tenía en frente era alto y fuerte. Había cierta diferencia de altura entre ellos. Lo justo para que, si bailaran juntos, la cabeza de Rowan quedara justo…
—Me está mirando fijamente.
Tenía una sonrisilla traviesa que le resaltaba los dientes sobre la piel bronceada. Rowan cayó en la cuenta de que le gustaban los hombres que tenían aspecto de haber pasado horas al aire libre. Nunca lo había analizado hasta ese momento, pero con solo mirar a aquel desconocido podía percibir el olor a hierba fresca. Se lo podía imaginar perfectamente trabajando al sol sin camisa…
—Sigue mirándome.
Para ser sinceros, «mirar» era un término demasiado suave para lo que acababa de estar haciendo; lo observaba embobada al igual que lo hacían los gemelos, pero con un interés mucho más adulto que había hecho que el corazón empezara a latirle amenazando con salírsele del pecho. Luchó por encontrar algo que decir para aplacar su acalorada imaginación.
—Lo siento, no tenía intención de… No estaba pensando en usted —aquella evidente mentira la hizo sentirse un poco incómoda.
Él se echó a reír.
—Gracias por intentar fortalecer mi ego. Podría haberme dejado creer que había sido mi aspecto lo que la había dejado sin habla.
Hacía muchos años que no le brillaban los ojos a alguien de ese modo por ella. Ni siquiera estaba segura de que hubiera ocurrido alguna vez.
Sintió un escalofrío. Lo cierto era que en el terreno de la seducción y el flirteo tenía menos práctica que un monja de clausura.
Decidió centrar su atención en un punto algo más seguro, sus hijos:
—¿Cuántas veces os he dicho que tenéis que quedaros dentro de la tienda? Sabéis que…
—A pesar de lo entretenido que promete ser, creo que voy a perderme el discurso maternal. Tengo cosas que hacer.
Rowan notó que otro escalofrío le recorría el cuerpo al oír aquella voz suave y profunda. El caballero se detuvo a unos pasos de la puerta, como si realmente no quisiera irse y, por un momento, ella tampoco quiso que se marchase. Pero entonces se acordó de que su último visitante masculino se había ido con una bonita mancha en los pantalones por cortesía de un encantador niño de cinco años.
Además, había decidido alejarse de los hombres por un tiempo porque tenía claro que era lo mejor para todos.
—Bueno, muchas gracias —le dijo Rowan con dulzura.
—No ha sido nada —respondió él despidiéndose de los gemelos con un gesto.
—Oye, Rowan —era Melanie, que acababa de salir de la trastienda y se había quedado anonadada mirando al caballero—. ¿Ese alejamiento tuyo tiene que incluir a «todos» los hombres? Porque eso que acaba de salir por la puerta parecía un ejemplar de los que es mejor no desperdiciar.
Rowan se echó a reír con una mezcla de nerviosismo y excitación que le había provocado la presencia de aquel tipo.
—No te dejes engañar, Mel. Por muy atractivos que parezcan, en el fondo no son más que unos críos. Todavía no he conocido a un solo hombre que se comporte como tal.
—Eso es porque te deshaces de ellos antes de poder comprobarlo de manera veraz.
Al oír aquello sintió una punzada.
De lo que no había conseguido deshacerse era del recuerdo de ciertas discusiones con Chip. «¿Es que no puedes ser como todo el mundo? ¡Un solo niño no era suficiente, tenías que tener dos! Y esa ropa que te haces. ¿Por qué no fuiste a ver a la estilista que contraté para ti?»
Levantó la cabeza con la determinación de espantar el fantasma de su relación con Chip.
—No más hombres. Está decidido.
—¡Por amor de Dios! —exclamó su amiga torciendo el gesto—. Solo tienes veinticinco años. ¿Es que tienes la intención de pasar sola el resto de tu vida? —entonces se le iluminó el rostro al recordar algo—. Por cierto, Dan dice que tiene un compañero nuevo en la oficina…
Rowan puso las manos para que le sirvieran de escudo. Tenía la sensación de que el marido de Melanie disponía de todo un arsenal de amigos solteros deseando conocerla… hasta que aparecían los gemelos corriendo hacia ellos con los brazos abiertos y gritando: «¡Papi!» Su jueguecito había provocado más de un susto.
—Ni hablar, Mel. Además, te recuerdo que no estoy sola precisamente —dijo señalando a Mac y Abby, que se habían quedado con la nariz pegada al cristal de la puerta, viendo cómo se alejaba su nuevo héroe—. Me temo que estos dos van a ocupar los próximos doce años de mi vida. A lo mejor en ese tiempo alguno de los críos que he conocido habrá conseguido madurar.
—Solamente es necesario que madure uno, solo uno. Ese hombre que se acaba de marchar, por ejemplo; a mí me ha parecido bastante maduro.
Antes de que Rowan se viera obligada a rebatir aquella verdad irrefutable, Melanie miró la hora.
—¡Son casi las cuatro! Tengo que irme corriendo —se detuvo poco antes de llegar a la puerta—. Sé que estás ocupada, pero, ¿mañana podríamos trabajar un poco en ese maravilloso vestido que estás diseñando para mí?
—Claro —pero por el momento eso tendría que esperar. En cuanto Melanie hubo salido de la tienda, Abby y Mac la rodearon.
—¿A que era divertido ese señor, mami? —gritaba Mac sin dejar de pegar saltitos—. Lo hemos asustado, y eso que era mucho más grande que nosotros.
—Lo habíamos atrapado —intervino Abby con risilla traviesa—. ¡Nuestra trampa funcionó! Es una lástima que nos hiciera quitarla. Oye, mami, deberías haber hecho que comprara algo.
—No hemos hecho nada malo —dijo Mac al ver la expresión del rostro de su madre—. Dijiste que podíamos salir.
—¡Yo no dije nada de eso!
—Más o menos.
—¿Cómo he podido decir más o menos que podíais salir? —Rowan se inclinó hacia su hijo, ansiosa por ver cómo se las arreglaba para salir de esa. Con mucha astucia, seguramente.
Cuando los gemelos tenían tres años habían aprendido a leer solos, dejando boquiabierto a todo el mundo. Resultó que tenían un coeficiente intelectual muy por encima de la media. Rowan había tenido que admitir que sentía una mezcla de orgullo, emoción y miedo ante la idea de criar a unos niños tan listos.
—Bueno, amiguito, ¿qué tienes que responder? —presionó al pequeño.
Mac puso un gesto de concentración y su madre tuvo que hacer un verdadero esfuerzo para reprimir una sonrisa al ver sus propios gestos en el pequeño rostro del niño.
—Cuando íbamos a salir, yo susurré, quería hablar muy bajo porque nos habías dicho que no hiciéramos ruido; bueno, el caso es que te dije que estaríamos en la acera justo al lado de la tienda. Y tú dijiste que sí con la cabeza.
—¿Ah, sí?
—Bueno, a lo mejor solo pestañeaste —admitió a regañadientes.
Rowan ya no pudo aguantar la risa por más tiempo.
—Mac Wilmont, debes creer que nací ayer. Vas a tener que buscarte una explicación más convincente —al ver que no se le ocurría nada, decidió preguntar a su cómplice—. ¿Y tú tienes algo que decir?
—No… Bueno, sí, que sabemos que no naciste ayer porque eres muy vieja, casi tanto como la tía Celeste.
—… Que está a punto de entrar en la tercera edad —añadió la mencionada entrando por la puerta que provenía de la trastienda. En realidad, Celeste era una mujer inteligente y aguda, aunque el aspecto que le daban aquellos estrafalarios vestidos que elegía no encajaba con su verdadero carácter. Por supuesto, eso no le afectaba lo más mínimo a Rowan, que también era famosa por la excentricidad de su ropa—. ¿Qué tal va todo por aquí? —preguntó mirando a los pequeños.
—¡Muy bien! Salimos a cazar clientes y atrapamos uno.
—Sí, pero mamá nos obligó a dejarlo marchar —añadió Abby, apenada.
«Sí, y eso que era un ejemplar digno de retener», pensó Rowan preguntándose qué se sentiría zambullendo los dedos en aquel pelo tan brillante.
—¿Y cómo conseguisteis atrapar un cliente? —preguntó la tía Celeste, intrigada.
—Pues con un cordón —respondió Mac como si fuera algo obvio.
—Claro. La verdad es que sois unos verdaderos expertos en marketing. Pero ahora necesito que vayáis a jugar a la trastienda, vuestra mamá y yo tenemos que hablar.
Rowan se preguntó qué le tendría que decir su tía mientras ella miraba el correo.
—He encontrado un inquilino para el apartamento y el local de al lado —anunció al tiempo que hojeaba un catálogo—. Nunca pensé que volvería a alquilarlos.
Rowan se acercó a la silla más cercana y se sentó inmediatamente porque la cabeza le daba vueltas, pero Celeste continuaba con la mirada perdida en el catálogo.
—El nuevo inquilino desea mucha tranquilidad. Hasta me ha pedido que condenemos la puerta que conecta la tienda con el otro local. También me preguntó si la gente que vivía en el apartamento contiguo, es decir vosotros, era ruidosa. Yo intenté no mentir y le dije que erais tan tranquilos como los ratones de una iglesia.
Rowan asintió ausente y sin dejar de mirar al arco que comunicaba con el local. No era ninguna maravilla, pero para ella era el más bonito del mundo. De hecho, llevaba tiempo planeando comprárselo a Celeste tan pronto como tuviera dinero para hacer de él su taller de diseño.
Bueno, eso había sido hasta hacía solo unos segundos. Pero, a pesar de la noticia que le acababa de dar su tía, no podía renunciar a su sueño sin luchar:
—¿Y a qué se dedica ese nuevo inquilino para necesitar tanta tranquilidad? Resulta un poco sospechoso, ¿no crees? ¿Le has pedido referencias, o has comprobado si tiene antecedentes?
Celeste resopló y dejó sobre la mesa los papeles que tenía en la mano.
—Es el hijo de un viejo amigo… un buen amigo.
Estaba claro que se trataba de uno de esos a los que el conservador padre de Rowan denominaba «los romances bohemios de la tía Celeste». Tenía que admitir que aquella batalla estaba más que perdida.
—Y puede permitirse el alquiler, no necesito saber nada más.
—Eso es un poco confiado por tu parte. Recuerda que ya no estamos en la granja en Hart.
Celeste se colocó las gafas como si no pudiera creer lo que veía, después miró a Rowan con el ceño fruncido.
—Sí, ya había notado que nos habíamos alejado mucho de Hart pero, dejando a un lado la geografía, Rowan, llevo viviendo en Royal Oak casi treinta años; aquí he conseguido sacar adelante mi negocio sin dejar de confiar en la gente.
—De acuerdo, mensaje recibido —respondió su sobrina en tono sombrío—. Seguro que todo va bien.
—Mira, no sé qué es lo que te tiene de tan mal humor y sé que no me lo vas a contar.
—No me pasa nada. Solo dime qué es lo que quieres que haga —«a lo mejor quieres que me clave unas cuantas agujas bajo las uñas».
—Para empezar, podrías dejar de comportarte como si estuviera a punto de ocurrir lo peor. En tu caso, seguramente eso ya ha ocurrido, si eso te sirve de consuelo.
—Me temo que tampoco a partir de ahora va a ser mucho mejor —especialmente ahora que acababa de perder la posibilidad de realizar su sueño.
—Vamos, anímate. El nuevo inquilino no es ningún psicópata y no creo que esté maquinando la destrucción del mundo. A lo mejor hasta te gusta, quién sabe.
Rowan reprimió el grito de «¡imposible!» que luchaba por salir de su boca.
—Quizá podrías ir a presentarte.
—No, he decidido alejarme de los hombres —anunció con determinación al tiempo que se acomodaba en la silla de coleccionista en la que estaba sentada.
—Rowan Wilmont, eres un verdadero misterio para mí.
—Rowan Lindsay, me he deshecho del apellido de Chip.
—Entonces ahora solo te queda deshacerte de todas las cosas desagradables que le dejaste que te metiera en el corazón y en la cabeza —sugirió su tía con igual firmeza—. ¡Y levántate de esa silla inmediatamente! Bueno, en realidad la verdadera noticia —continuó una vez que comprobó que su sobrina se había puesto en pie sin rechistar— …es que me voy a ir un tiempo fuera de la ciudad, unas tres semanas. Un anticuario que conozco en Seattle va a cerrar su negocio y voy a ver qué encuentro. Se me ha ocurrido que, ya que estás tú aquí, voy a tomarme las primeras vacaciones desde hace un montón de tiempo, creo que desde el concierto de Woodstock —recordó con sonrisa pícara y nostálgica.
Rowan volvió a notar que se le iba la cabeza. Tres semanas atada a la tienda sin ayuda mientras veía cómo se le escapaba la oportunidad de su vida. Las agujas bajo las uñas cada vez parecían mejor alternativa.
Por otra parte, su tía la había acogido tras el divorcio, cuando trataba de huir de Chip, de su amante y de todos los cotilleos de Boston. Sin ella habría acabado viviendo otra vez con sus padres, a quienes quería enormemente, pero mudarse con ellos habría sido como una admisión pública de fracaso. En una ciudad tan pequeña como Hart resultaba imposible tener secretos.
—¿Tres semanas? —preguntó resignada.
—Relájate, en otoño nunca hay mucho trabajo. Además, esto es una tienda de antigüedades, no una fábrica de dinamita; lo único que tienes que hacer es estar aquí. ¡Y deja de morderte las uñas, por Dios!
«Maldita sea. Estaba haciéndolo otra vez». Bajó la mano con furia. La última vez que se había mordido las uñas había sido cuando Chip la abandonó.
—De acuerdo, no te preocupes.
—Ah, una cosa más sobre el inquilino: tiene… mucha personalidad. No dejes que te intimide —la aconsejó Celeste antes de salir de la tienda.
—No podrá si lo intimido yo antes —se dijo en voz alta al tiempo que se dejaba caer sobre el asiento de la preciosa silla de coleccionista de su tía.
Jake Albreight sabía que tenía motivos para estar contento: había conseguido un local y un lugar para vivir. Debería sentirse aliviado de haber dado un paso más en el tortuoso camino hacia la libertad. Sin embargo, estaba más cansado que satisfecho y no podía culpar a nadie excepto a sí mismo.
Le habían tendido una emboscada.
Ahora estaba deseando dejar la escena de su caída, así que se metió en su furgoneta y dejó en el asiento de atrás el contrato de arrendamiento que acababa de firmar. Había sospechado algo unas semanas antes, cuando Celeste Lindsay le había ofrecido alquilar el local contiguo a su tienda de antigüedades.
Conocía a Celeste desde los doce años, cuando salía con su padre, que había quedado viudo hacía ya mucho tiempo. Habían mantenido el contacto incluso después de que ella y su padre rompieran. No era tanto como una madre para él, pero a veces podía llegar a ser igual de entrometida, y su accidental mención de Rowan, la «encantadora sobrina con dos hijos que vive encima de la tienda», no había hecho más que confirmarlo.
No tenía la menor intención de buscar ningún tipo de relación sentimental, no después de la pesadilla que había vivido con Victoria, la mujer que había estado con él solo por su dinero. Por el momento necesitaba estar solo y curar las heridas.
En cualquier caso, implicarse con una mujer con hijos era totalmente descabellado. Los niños eran como un tremendo lastre que no dejaba volar. ¡Si ni siquiera se había gustado a sí mismo de niño! Siempre había pensado que lo único que su padre había obtenido mientras los criaba a él y a su hermano mayor había sido una billetera vacía y muy mal genio. Jake no quería pasar por lo mismo.
Claro que, el precio que le había dado Celeste por el local y la casa estaba muy bien, especialmente teniendo en cuenta el lugar privilegiado de la ciudad en el que se encontraba, con multitud de galerías de arte y vecinos jóvenes y relajados. Aquel era el sitio perfecto, así que había decidido establecer unas cuantas normas para mantener a raya a sus vecinos más cercanos.
Sin embargo, durante unos minutos había olvidado todas esas normas. Había olvidado hasta su nombre y lo que estaba haciendo en la tienda de Celeste con aquellos dos salvajes. Había tenido suerte de que su madre también pareciera algo confusa, porque había tardado bastante en acordarse incluso de cómo respirar. Al verla había tenido la sensación de que alguien hubiera estado oprimiéndole el estómago. Tenía los ojos grandes y atentos como los de un animal salvaje, el pelo negro y rebelde y una boca hecha para besar.
Él también la había puesto nerviosa y, aunque sentía haberlo hecho, le resultaba divertido. Había intentado ser amable, de verdad; si le hubiera mostrado siquiera una décima parte del interés que sentía por ella, habría salido corriendo despavorida.
Le había ocasionado un enorme placer notar que ella también se había fijado en él, la intensidad con la que lo había mirado… Se preguntaba qué se sentiría teniendo el privilegio de despertarse a su lado por las mañanas. Qué se sentiría al tocarla…
Jake se sacudió ese loco pensamiento. Solo hacía unos meses que se había deshecho de todas las complicaciones de su vida vendiendo su negocio de jardinería por una considerable cantidad de dinero. No quería que hubiera ninguna mujer en su vida, menos aún una con dos hijos que parecía sobrevivir gracias a la amabilidad de los demás. No quería que volvieran a utilizarlo. Nunca más.
Conocía las dos caras de la moneda; había sido pobre y rico y había algo que tenía muy claro: el dinero tenía el poder de complicar las cosas. Lo que necesitaba ahora era libertad, no una mujer, por muy dulce que esta fuera…