Jake no podía dejar de reírse. Se había apoyado en la pared y se había limitado a dejar que su estado de ánimo fluyera hacia el exterior. Por primera vez desde la adolescencia, deseaba tener rayos X en la vista. El poder de su imaginación no era lo bastante fuerte para ver a la dulce madre de los gemelos perder los nervios y ponerse a golpear la pared.
—¡Cómo me gustaría poder verla! —murmuró mientras se enjugaba las lágrimas de los ojos. Cuando hubo recuperado la calma, se aproximó hacia su nueva pieza.
Hacía algunos meses, un día que por algún motivo no había tenido que ir a trabajar, había visitado uno de sus lugares preferidos, el Instituto de Ciencias; allí había una exposición de lurs, unos antiguos instrumentos daneses encontrados en unas ciénagas del país escandinavo. Las curvas de aquel instrumento lo habían dejado maravillado. Claro que, no era de extrañar teniendo en cuenta lo atractivas que le resultaban las curvas en general.
Allí mismo había decidido que su próximo proyecto sería fabricar y aprender a tocar uno de esos extraños instrumentos. La recompensa a tanto esfuerzo era la reacción de Rowan, que también tenía unas curvas maravillosas.
En ese instante sonó el teléfono rompiendo la magia del momento. Solo tres personas tenían su número; su padre estaba pescando en Florida, su hermano mayor jamás lo llamaba… Solo quedaba Victoria, que había conseguido el teléfono a través de su padre.
Jake dejó que saltara el contestador automático e inmediatamente la voz suave de su ex novia llenó el apartamento:
—Jake, sé que estás ahí. Contesta, por favor. No seas infantil, no puedes tratarme así.
Al oír aquello se echó a reír; lo que era infantil eran las continuas rabietas de Victoria cada vez que llamaba por teléfono.
—Solo quiero saber si estás bien —el tono de voz se hizo más conciliador, como si hubiera dado un paso atrás al llegar al precipicio. Pero era demasiado tarde porque hacía ya meses que había saltado desde aquel acantilado—. Me pasé por allí, pero tienes todos los escaparates tapados. De verdad, estoy preocupada por ti.
Jake resopló. Había estado con Victoria el tiempo suficiente para saber lo que significaba para ella estar «preocupada»; lo que ocurría era que sufría el Síndrome de Cama Vacía y no sabía cómo decir que lo que necesitaba era sexo. Ella jamás se había preocupado realmente por él, solo había intentado convertirlo en otra persona por miedo a que alguna vez hiciera el ridículo en una de las fiestas de su empresa. Pero nunca se había preocupado por lo que él quería o sentía. Era duro admitirlo, todavía le dolía.
—Llámame, Jake.
—De eso nada, Vicki.
Ella lo había abandonado en cuanto se había enterado de sus planes de abrir una tienda. No había ningún problema en que una alta ejecutiva viviera con un tipo que a duras penas había terminado el instituto, siempre y cuando fuera el propietario de una de las mayores empresas de jardinería del estado. Pero la cosa cambiaba si estaba desempleado.
Las apariencias lo eran todo para Victoria y había intentado modelarlo a él a su gusto. Le había enseñado los modales de los que carecía para moverse en el mundo de los negocios y, algún tiempo después, Jake había lamentado todas aquellas lecciones porque, cuantas más cosas hacía a su modo, más crecía el negocio. Se había hecho tan grande, que había estado a punto de comérselo vivo hasta que había decidido abandonarlo, y entonces Vicki lo había abandonado a él. Y parecía que ahora se estaba arrepintiendo de haberlo hecho. Pero él no. Bueno, quizá un poco y ese era el motivo por el que prefería no responder a sus llamadas. Algunas noches, cuando se sentía solo, se preguntaba si sería tan estúpido como para volver con ella. Sin embargo, por muy solo que se sintiera, lo prefería a que lo quisieran solo por su dinero, y eso era lo único que le había interesado siempre a Victoria de él. Eso y el sexo, por supuesto; siempre y cuando no se despeinara ni trastocara sus horarios de trabajo.
Lo más divertido de todo aquello era que en ese momento tenía mucho más dinero del que había tenido nunca mientras estuvo con Vicki. La cláusula más interesante de su contrato de venta de Greenworks era algo que se denominaba Pacto de No Competencia, por el que se comprometía a dejar pasar al menos dos años antes de volver a entrar en el negocio de la jardinería. Durante ese tiempo le pagaban por no hacer nada. No estaba nada mal si sabías en qué emplear las horas.
Se acercó a la mesa de trabajo, estaba cubierta de silbatos, tambores y guairas fabricados con todo tipo de materiales, desde madera hasta PVC. Siempre le había gustado hacer instrumentos musicales que solía regalar a amigos y familiares. Pero había guardado los mejores con la intención de hacer algún día lo que planeaba hacer ahora.
Los amigos de Victoria habían dicho desde el principio que lo que él creaba era «arte»; en aquel momento, Jake se había burlado de la idea puesto que para él era solo un pasatiempo, una manera de descargar tensiones. Con el tiempo se había dado cuenta de que en realidad no importaba si lo que hacía era arte, terapia o ambas cosas a la vez. Tenía pensado ganar el dinero suficiente con su hobby como para considerarlo un trabajo. Si no era así, cuando venciera el Pacto de No Competencia empezaría un nuevo negocio. Eso sí, entonces tendría la vista suficiente para detener la expansión antes de que lo matara.
Echó un vistazo a su nuevo lugar de trabajo y se dio cuenta de que todavía quedaban muchas cosas por hacer antes de poder abrirlo al público. Unas horas más tarde, ya había retirado unas estanterías torcidas y viejas y las había sacado al contenedor. La pared que habían dejado al descubierto era, después de eliminar la gruesa capa de suciedad, de un color aguamarina que le recordó a la casa de su tía Beatrice y le trajo a la memoria un montón de imágenes de la infancia.
Tenía previsto pintar todo el local de blanco, pero antes tendría que pintar el techo de negro y colgar unas estupendas lámparas estilo industrial. El suelo era de unas baldosas rojas y negras de estilo retro que irían muy bien con el resto de la decoración. Le llamó la atención una enorme rejilla de hierro que seguramente era parte de una antigua instalación de calefacción; tendría que encontrar algo con que taparla, no estaría bien que alguna dama de buena familia se enganchara el tacón y se torciera un tobillo. Al pisarla oyó que algo se movía por el conducto haciendo eco.
—Ratones —dedujo al tiempo que pensaba que tendría que comprar algunas trampas. El sonido se hizo más fuerte—. Deben de ser ratas, y muy grandes —un escalofrío le recordó cuánto odiaba aquellos encantadores animales. Tendría que llamar a un exterminador y olvidarse de las trampas.
—Ssshhh, por aquí —al principio se oyó tan bajo, que le pareció haberlo imaginado, la voz salía de la rejilla.
—Yo estoy callado. ¡Cállate tú!
—Vaya, ratas parlantes.
Había oído aquellas voces antes. Sí, todas las tardes y todas las mañanas lo sometían a la tortura de tener que escuchar ese sonido agudo y chirriante.
—Mis roedores vecinos.
Melanie se paseaba por el estrecho pasillo de la tienda, los hombros erguidos de forma exagerada para parodiar los andares de las modelos.
—Es increíble, Rowan. Me he pasado toda la vida intentando esconder todo esto —dijo señalándose las generosas caderas y el pecho—, y ahora tú has conseguido que me guste enseñarlo —añadió maravillada.
—Eres muy sexy, yo lo único que he hecho es resaltarlo. ¿Te gusta?
—¡Muchísimo! Dan se va a caer de bruces cuando me vea. Quería algo especial para nuestra fiesta, pero esto es lo más elegante que me he puesto en toda mi vida. Es perfecto —se dio la vuelta para mirarse en el espejo de uno de los armarios expuestos en la tienda—. La casa va a estar plagada de banqueros.
—Pensé que yo era la única que ponía a los banqueros a la misma altura que las alimañas —eso era debido a las dos veces que le habían denegado un préstamo para montar su negocio. Habían argumentado que no disponía de la experiencia necesaria, y que además no contaba con ninguna garantía.
Melanie sonrió comprensivamente.
—Es que no todos pueden ser tan encantadores como mi Dan. Aun así, Rowan, deberías venir; algunos de esos banqueros están solteros. Ya sabes, podrías matar dos pájaros de un tiro —antes de que pudiera contestarle, ella misma rebatió su idea—. Lo sé, lo sé, quieres mantenerte alejada de los hombres. ¿Cómo lo llevas, por cierto?
—Es pan comido —mintió.
—¿Has vuelto a ver al tipo ese tan guapo?
—Pues hoy precisamente.
—¡Cuéntame!
Rowan se encogió de hombros intentando no darle mayor importancia al encuentro. No quería que Melanie comenzara con sus preguntas de agencia matrimonial y se enterara de que había estado reconsiderando su decisión solo una semana después de tomarla.
—No hay mucho que contar. Nos encontramos por la calle y nos saludamos.
—Es un comienzo —dijo aquella optimista empedernida.
—Entonces debo de tener un tórrido romance con el mensajero porque me saluda todos los días.
Pero Melanie no se amilanó.
—Te doy dos semanas, tres como mucho, antes de que empecéis a salir. Acuérdate de mis palabras.
Rowan se echó a reír, no sin cierto nerviosismo.
—Vamos, McConnell, déjalo ya y sube a cambiarte al apartamento. Creo que el estilo no es el adecuado para la ocasión.
Cuando Melanie salió de allí, ella entró en la trastienda a ver qué estaban haciendo los niños. Descorrió la cortina y se encontró con los libros de colorear abiertos sobre la mesa, el suelo lleno de lápices pero ni rastro de los gemelos, por supuesto. Salió corriendo por la puerta trasera de la tienda hasta llegar a su casa.
—Está bien, chicos —dijo nada más abrir la puerta—. Os estáis metiendo en un lío. ¿Abby, Mac, estáis ahí?
No, parecía que no estaban. Volvió a bajar las escaleras hacia la tienda.
—Esto no es ningún juego —avisó nada más entrar—. ¡Salid de donde estéis inmediatamente! —miró debajo de todos los muebles, se asomó hasta el último rincón—. Vamos, chicos, esto no es divertido.
—Estamos aquí —se oyó la vocecilla de Mac, que provenía de cerca de la puerta de entrada.
—¿Dónde estabais? —preguntó Rowan, enfadada mientras caminaba hacia ellos.
Abby le lanzó una sonrisa angelical, pero el efecto de tal dulzura se vio contrarrestado por los restos de polvo y telarañas que les adornaban el pelo y la ropa.
—Estábamos jugando al escondite, te tocaba a ti encontrarnos.
—No podía tocarme a mí porque yo no sabía que estaba jugando.
—Por eso hemos salido porque te hemos oído decir que esto no era un juego —Mac se había enganchado la camiseta y tenía la cara aún más sucia que su hermana.
—¿Y de dónde habéis salido, si puede saberse?
Mac y Abby se rozaron las manos en un gesto de apoyo mutuo. A veces daba la sensación de que podían llegar a mantener verdaderas conversaciones sin decir una palabra. La comunicación entre gemelos era algo apasionante. Estaba claro que ahora se habían puesto de acuerdo en algo.
—De debajo de esas camas —respondió Abby con naturalidad.
Rowan le pasó la mano por el pelo a la niña para quitarle las telarañas y cualquier otro ser desagradable que pudiera haberse quedado allí escondido.
—¿Vais a decirme que os habéis puesto así de sucios solo por andar por debajo de esas camas?
—Sí, más vale que limpies antes de que vuelva la tía Celeste o se enfadará muchíííísimo —le aconsejó Mac con la más absoluta desfachatez.
—¿No tenéis la menor intención de contarme la verdad?
Volvieron a recurrir a las miradas inocentes.
—Pero si esa es la verdad, mami.
—Ya, seguro que sí.
Jake se quedó de pie en mitad del sótano, que por cierto no era su lugar preferido. Prefería lugares donde hubiera más… aire, y un poco más de espacio para no tener la sensación de que las paredes se le venían encima. Respiró hondo y se repitió las consignas de siempre.
«Vamos, sé valiente. Compórtate como un hombre y toma el control de la situación».
Ya estaba mejor, bueno… más o menos. Logró prestar atención a lo que tenía alrededor, que no era más que un montón de cajas que todavía no había desembalado y otras cosas que había dejado olvidadas el anterior inquilino. Pero nada que le diera una pista del lugar del que podrían haber salido las ratas. Sabía que tenían que seguir allí porque no había otra salida aparte de las escaleras. Claro que, pensándolo bien, esa también era la única manera de entrar; la estrecha y oscura escalera que llevaba a su trastienda. Agitó la cabeza sin comprender. Dos enanos traviesos se le habían colado sin ni siquiera darse cuenta.
Tampoco los había oído el otro día cuando le habían untado de mermelada el pomo o cuando le habían llenado el buzón de serpientes de goma.
Era consciente de que, aunque no se hubieran dedicado a tenderle emboscadas como aquellas, tampoco habría sabido muy bien cómo relacionarse con ellos. Los niños nunca habían sido su debilidad. De hecho, sus interminables preguntas y el tono de su voz tenían el mismo efecto en él que oír cómo alguien arañaba una pizarra. El problema en definitiva era que no sabía qué hacer con los niños… bueno, en ese caso se los devolvería a su madre.
—Deberíais salir porque estáis atrapados —no obtuvo respuesta, ni siquiera notaba ese sexto sentido que solía avisarlo de que alguien lo estaba mirando.
Retiró algunas cajas con la esperanza de descubrirlos.
—Tenéis que estar ahí. Vamos, salid, no voy a haceros nada. Quiero decir que ni siquiera voy a regañaros.
Al dar un paso atrás, se tropezó y estuvo a punto de acabar en el suelo. Al menos eso le sirvió para convencerse de que allí no había nadie, ningún niño normal habría podido aguantar la risa al ver a un adulto hecho y derecho a punto de caerse de bruces. Jake recabó la poca dignidad que le quedaba y se dispuso a salir de allí en busca de espacio y aire que respirar.
—Las voces debían de salir de otro sitio, eso es todo —se dijo en voz alta por si alguien lo estaba escuchando, y mantuvo en silencio lo que realmente pensaba: «estaban ahí, tío. De eso no hay ninguna duda».
Tarde o temprano volverían a colarse y entonces se verían obligados a darle una explicación convincente.