Declaración completa de Henry Jekyll sobre el caso

Nací en el año 18… en una familia de gran fortuna, dotado además de talento, diligente por naturaleza, respetuoso con aquellos semejantes míos que consideraba prudentes y buenos, y por consiguiente, como podría suponerse, con toda clase de garantías en cuanto a un futuro honorable y distinguido. Y de hecho, el peor de mis defectos era una cierta e impaciente predisposición al regocijo, que ha hecho felices a muchos, pero que yo encontré difícil de conciliar con mi imperioso deseo de llevar bien alta la cabeza y mostrar ante el público un semblante más serio de lo que es normal. De ahí que ocultase mis placeres, y que, cuando alcancé la edad de la reflexión y comencé a mirar a mi alrededor y a hacer inventario de mis progresos y de mi posición social, mi vida estuviese ya sometida a una profunda duplicidad. Muchos hombres incluso habrían alardeado de las irregularidades de las que yo era culpable; pero dados los importantes objetivos que me había trazado, yo las respetaba y las ocultaba con una sensación de vergüenza casi enfermiza. Por lo tanto, fue más bien la naturaleza rigurosa de mis aspiraciones, y no una determinada degradación de mis defectos, lo que hizo de mí lo que fui, y lo que separó en mí, abriendo una zanja más profunda incluso que en la mayoría de los hombres, aquellos territorios del bien y del mal que dividen y componen la naturaleza dual del hombre. En este caso, me vi obligado a reflexionar profunda e inveteradamente sobre esa dura ley de la vida, que radica en el fondo de todas las religiones, y es una de las más abundantes fuentes de congoja. Y aunque aquella duplicidad fuese tan profunda, yo no era un hipócrita de ninguna manera; mis dos facetas eran completamente sinceras; no era en mayor medida yo mismo cuando dejaba a un lado cualquier restricción y me sumía en el deshonor, que cuando me esforzaba, a la luz del día, para profundizar en el conocimiento o el alivio de las penas y los sufrimientos.

Y sucedió que la orientación de mis estudios científicos, totalmente dirigidos hacia lo esotérico y lo sobrenatural, sufrió un cambio y arrojó más luz sobre esta percepción de la perenne guerra entre mis miembros. Día tras día, y en las dos facetas de mi inteligencia, la moral y la intelectual, me fui acercando, pues, cada vez más a esa verdad por cuyo descubrimiento parcial he sido condenado a tan espantosa catástrofe: el hombre no es realmente uno, sino dos. Digo dos, porque el nivel de mis conocimientos no me permite ir más allá. Otros seguirán, otros me dejarán atrás en esa misma vía; y me aventuro a conjeturar que, en última instancia, el hombre será conocido como una mera comunidad de múltiples habitantes, incongruentes e independientes entre sí. Por mi parte, dada la naturaleza de mi vida, avancé infaliblemente en una sola dirección. Fue en la faceta moral, y en mi propia persona, donde aprendí a reconocer la completa y primitiva dualidad del hombre; me di cuenta de que, de las dos naturalezas que luchaban en el campo de batalla de mi conciencia, aun cuando podía decirse con razón que yo era cualquiera de las dos, ello se debía únicamente a que era radicalmente ambas; y desde muy temprana fecha, antes incluso de que el curso de mis descubrimientos científicos comenzara a sugerir la más ostensible posibilidad de semejante milagro, ya había aprendido yo a recrearme con placer, como en una querida ensoñación, en la idea de la separación de estos elementos. Si cada uno de ellos, me decía, pudiera alojarse en identidades distintas, la vida se vería exonerada de todo cuanto es insoportable; lo injusto podría seguir su camino, liberado de las aspiraciones y remordimientos de su doble más íntegro; y lo justo podría recorrer con firmeza y tenacidad su senda ascendente, haciendo las buenas obras en las que encontraba placer, sin exponerse más a la ignominia y al remordimiento a causa de un mal ajeno a él. Precisamente era una maldición para la humanidad que aquellas incongruentes gavillas estuviesen así unidas… que esos dobles opuestos tuvieran que enfrentarse continuamente en las atormentadas entrañas de la conciencia. ¿Cómo podían, pues, disociarse?

Hasta ahí había llegado en mis reflexiones, cuando, como ya he dicho, una luz indirecta, procedente de la mesa del laboratorio, comenzó a aclarar el tema que me preocupaba. Empecé a percibir con mayor claridad de lo que jamás se ha afirmado, la trémula insignificancia, la nebulosa transitoriedad, de este cuerpo aparentemente tan sólido en el que vamos envueltos. Descubrí que ciertos agentes tienen el poder de sacudir y arrancar esa vestidura carnal, del mismo modo que el viento podía agitar las cortinas de un pabellón. Por dos buenas razones no entraré más a fondo en este aspecto científico de mi confesión. En primer lugar, porque he tenido que aprender que el destino y la responsabilidad de nuestras vidas los llevamos ligados para siempre a nuestras espaldas; y cuando alguien intenta deshacerse de ellos, no hacen más que volver a gravitar sobre nosotros con una fuerza más desconocida y más tremenda. En segundo lugar, porque, como mi relato, ¡ay de mí!, pondrá en evidencia, mis descubrimientos fueron incompletos. Baste, pues, con decir que no solo llegué a comprender que mi cuerpo material no era más que el aura y refulgencia de ciertas potencias que componían mi espíritu, sino que conseguí elaborar una droga por medio de la cual estas potencias podían ser destronadas de su supremacía, y ser sustituidas por una segunda forma y compostura, no menos naturales en mí, ya que eran expresión y reflejo de los aspectos más viles de mi alma.

Vacilé mucho antes de poner a prueba esta teoría. Sabía muy bien que me arriesgaba a morir; ya que cualquier droga que controlara tan poderosamente e hiciera temblar la fortaleza misma de la identidad podría suprimir totalmente, con la menos escrupulosa sobredosis o la más ínfima inoportunidad en cuanto al momento de administrarla, aquel tabernáculo inmaterial que yo pretendía cambiar. Pero la tentación de un descubrimiento tan singular y profundo superó finalmente cualquier asomo de alarma. Hacía mucho que había preparado mi tintura; en seguida compré, en un mayorista de productos químicos, una gran cantidad de cierta sal que, según sabía por mis experimentos, era el último ingrediente necesario; y bien entrada una infausta noche, combiné los elementos, observé cómo hervían y humeaban en la vasija, y cuando cesó la ebullición, en un inusitado arranque de valor, me bebí la pócima de un trago.

Me acometieron las angustias más atroces: un crujir de huesos triturados, una terrible náusea, y un horror en el alma imposible de superar ni en la hora del nacimiento ni de la muerte. Luego, aquellas angustias empezaron a apaciguarse rápidamente y volví en mí como si saliese de una grave enfermedad. Había algo extraño en mis sensaciones, algo nuevo e inefable y, por su misma novedad, de increíble dulzura. Me sentía más joven, más ligero de cuerpo, más alegre; notaba dentro de mí una impetuosa osadía, una oleada de turbulentas imágenes sensuales se sucedían vertiginosas en mi imaginación, como el agua en el caz de un molino, una disolución de las ataduras del deber, una desconocida, aunque no inocente, libertad de espíritu. Me di cuenta, en el primer aliento de esta nueva vida, de que era más perverso, diez veces más perverso, que estaba esclavizado a mi genio maléfico primitivo; y ese pensamiento, en aquel momento fortaleció mi ánimo y me deleitó como si fuera vino. Estiré los brazos, exultante por la novedad de estas sensaciones, y al hacerlo, de pronto fui consciente de que mi estatura había menguado.

En aquella época no había espejo en mi habitación; el que hay ahora junto a mí mientras escribo fue traído más tarde, con motivo precisamente de esas transformaciones. La noche, sin embargo, estaba ya muy entrada y el amanecer, todavía oscuro, estaba a punto de alumbrar el nuevo día… a aquellas horas, los habitantes de mi casa estaban sumidos en el sueño de rigor, por lo que decidí, rebosante como estaba de esperanzas y de júbilo, aventurarme bajo mi nuevo envoltorio hasta mi dormitorio. Atravesé el patio, donde las constelaciones me miraron asombradas, podía haber pensado, ya que era el primer ser de esa especie que su insomne vigilancia les había revelado; forastero en mi propia casa, llegué a mi habitación y vi por vez primera el aspecto de Edward Hyde.

Aquí me veo obligado a hablar solo en teoría, diciendo no lo que sé, sino lo que me imagino más probable. El lado malo de mi naturaleza, al que había transferido el sello de la eficacia, era menos robusto y estaba menos desarrollado que el lado bueno al que acababa de deponer. Además, en el transcurso de mi vida, que había sido, después de todo, una vida de esfuerzo, virtud y control en sus nueve décimas partes, dicho lado había sido mucho menos ejercitado y estaba mucho menos agotado. De ahí, creo yo, que Edward Hyde fuese mucho más pequeño, más ligero y más joven que Henry Jekyll. Del mismo modo que el bien resplandecía en el semblante de uno, el mal estaba claramente grabado en el rostro del otro. Además, el mal (al que todavía debo considerar el lado letal del hombre) había dejado en aquel cuerpo una impronta de deformidad y de decadencia. Y sin embargo, al contemplar en el espejo aquella fea imagen, no sentí la menor repugnancia, sino más bien un impulso de bienvenida. Aquel también era yo. Parecía natural y humano. Traía a mis ojos una imagen más realista del espíritu, parecía más directo y simple que el semblante imperfecto y escindido que hasta entonces solía considerar mío. Y en eso tenía indudablemente razón. He observado que cuando adoptaba la apariencia de Edward Hyde, nadie podía acercarse a mí al principio sin una visible aprensión física. Esto, según creo, se debía a que todos los seres humanos, tal como los conocemos, son una mezcla del bien y del mal; mientras que Edward Hyde era el único representante del mal puro en todo el ámbito del género humano.

Me quedé sólo un momento ante el espejo: el segundo y concluyente experimento todavía quedaba por hacer; aún quedaba por ver si había perdido irremediablemente mi identidad y debía huir, antes de que amaneciese, de una casa que ya no era mía; y volví corriendo a mi gabinete, preparé otra vez la pócima y me la bebí, sufrí una vez más los tormentos de la disolución, y de nuevo volví a mi ser, recobrando la naturaleza, la estatura y el rostro de Henry Jekyll.

Aquella noche había llegado a una encrucijada fatal. Si hubiera enfocado mi descubrimiento con un espíritu más noble, si hubiera corrido el riesgo del experimento estando bajo la influencia de aspiraciones generosas o piadosas, todo habría sido diferente, y de aquellas angustias de muerte y de nacimiento habría surgido un ángel en lugar de un demonio. La droga no tenía ningún efecto discriminatorio; no era ni diabólica ni divina; tan solo hacía temblar las puertas de la cárcel de mi temperamento y, como los cautivos de Filipos,11 lo que estaba dentro salía al exterior. Por aquel entonces mi virtud dormitaba; lo que había de malo en mí, que la ambición mantenía despierto, estaba alerta y dispuesto a no dejar escapar la ocasión; y lo que estaba planeado era Edward Hyde. Por lo tanto, aunque ahora tenía dos naturalezas lo mismo que dos apariencias, una de ellas era completamente malvada, y la otra seguía siendo el viejo Henry Jekyll, ese incongruente compuesto de cuya reforma y mejora había aprendido ya a desesperar. Así que la tendencia estaba totalmente orientada hacia lo peor.

Ni siquiera entonces había superado todavía mi aversión a la aridez de una vida dedicada al estudio. A veces seguía teniendo una alegre disposición; y como mis placeres eran indecorosos (por no decir otra cosa peor), y no solo era bien conocido y muy considerado, sino que me estaba haciendo mayor, esa incoherencia de mi vida se iba haciendo cada día más incómoda. Fue por ahí por donde mi nuevo poder me tentó hasta hacerme caer en la esclavitud. No tenía más que beber la pócima e inmediatamente me libraría del cuerpo del eminente profesor y adoptaría, como un grueso capote, el de Edward Hyde. La idea me hacía sonreír; en aquel tiempo me parecía graciosa; por tanto hice mis preparativos con el mayor esmero posible. Alquilé y amueblé aquella casa en el Soho adonde llegó la policía siguiendo la pista de Hyde; y contraté como ama de llaves a una criatura de cuyo silencio y pocos escrúpulos tenía buena constancia. Por otra parte, anuncié a la servidumbre que un tal Mr. Hyde (del que di su descripción) debía gozar de total libertad y plenos poderes en mi casa de la plaza; y, para evitar contratiempos, incluso la visité bajo mi nueva caracterización para que se familiarizasen con mi presencia. Luego redacté aquel testamento al que tantos reparos pusiste; de modo que, si algo me sucedía en mi personificación del doctor Jekyll, pudiera pasarme a la de Edward Hyde sin pérdidas pecuniarias. Y fortalecido así en ambos flancos, eso creía, empecé a sacar provecho de las inesperadas inmunidades de mi situación.

Antes los hombres alquilaban matones para llevar a cabo sus crímenes, mientras que sus propias personas y su reputación quedaban a cubierto. Yo fui el primero que hizo eso para satisfacer mis placeres. Era el primero que podía, de esta manera, aparecer públicamente revestido de una cordial respetabilidad, y un instante después, como un colegial, despojarme de aquellos préstamos y tirarme de cabeza al mar de la libertad. Y sin embargo, envuelto en un manto impenetrable, para mí la seguridad era completa. Imagínate… ¡ni siquiera existía! Me bastaba con poder escapar por la puerta del laboratorio, y disponer de un par de segundos para mezclar y tomarme el bebedizo que siempre tenía preparado; y, fuera lo que fuese lo que hubiera hecho, Hyde desaparecería como el vaho del aliento en un espejo; y en su lugar, tranquilamente en su casa, despabilando la lámpara de su despacho a medianoche, pudiéndose permitir reírse de cualquier sospecha, sería Henry Jekyll.

Los placeres que me apresuré a buscar bajo este disfraz fueron, como he dicho, indecorosos; no me atrevería a emplear un término más severo. Pero, en manos de Edward Hyde, pronto empezaron a derivar hacia lo monstruoso. Cuando volvía de aquellas correrías, a menudo me sumía en una especie de asombro ante mi vicaria depravación. Aquel demonio familiar que hice surgir de mi propia alma, y solté para que hiciese cuanto se le antojara, era un ser de una maldad y vileza inherentes; todos sus actos y pensamientos se centraban en sí mismo; bebía el placer con avidez bestial infligiendo a los demás toda clase de torturas; era tan implacable como una estatua de piedra. Henry Jekyll se horrorizaba a veces ante los actos de Edward Hyde; pero la situación estaba al margen de las leyes ordinarias, y se evadía insidiosamente del control de la conciencia. Después de todo, el culpable era Hyde, y solo Hyde. Jekyll no estaba peor; volvía a despertarse con sus buenas cualidades aparentemente intactas; incluso se apresuraba, cuando ello era posible, a reparar el mal hecho por Hyde. Y así su conciencia se adormecía.

No tengo intención de entrar en detalles acerca de la infamia de la que, de este modo, fui cómplice (pues ni siquiera ahora puedo admitir apenas que la cometí); solo quiero señalar las advertencias y las sucesivas etapas mediante las cuales se fue acercando mi castigo. Sufrí un accidente que, como no tuvo consecuencias, no haré más que mencionar. Un acto de crueldad con una niña atrajo sobre mí la ira de un transeúnte, al que reconocí el otro día en la persona de un pariente tuyo; el médico y la familia de la niña se unieron a él; hubo momentos en que temí por mi vida; y por fin, para apaciguar su más que justo enfado, Edward Hyde tuvo que llevarlos hasta la puerta y pagarles con un cheque extendido a nombre de Henry Jekyll. Pero aquel peligro fue fácilmente eliminado en lo sucesivo, abriendo una cuenta en otro banco a nombre del propio Edward Hyde; y cuando, torciendo un poco la escritura, hube proporcionado una firma a mi doble, creí hallarme a salvo de los embates del destino.

Unos dos meses antes del asesinato de sir Danvers, había salido yo a correr una de mis aventuras, de la que regresé muy tarde, y al día siguiente me desperté en la cama con unas sensaciones un tanto extrañas. En vano miré a mi alrededor; en vano vislumbré el decoroso mobiliario y las amplias proporciones de mi habitación en la casa de la plaza; en vano reconocí el estampado de los cortinajes del lecho y el diseño del armazón de caoba; algo seguía insistiendo en decirme que no me encontraba donde creía encontrarme, que no me había despertado donde parecía estar, sino en la pequeña habitación del Soho en la que solía dormir en el cuerpo de Edward Hyde. Sonreí para mis adentros y, siguiendo mis hábitos psicológicos, me puse a investigar lentamente los componentes de aquella ilusión y, mientras lo hacía, volví a caer, de vez en cuando, en una agradable somnolencia matutina. Seguía ocupado en aquello cuando, en uno de los momentos en que me encontraba más despierto, mis ojos repararon en una de mis manos. Pues bien: Henry Jekyll (como me has comentado muchas veces) tenía las manos típicas de un profesional tanto en forma como en tamaño: grandes, firmes, blancas y delicadas. Pero la mano que vi en aquellos momentos con bastante claridad a la luz amarillenta de la media mañana londinense, medio cerrada sobre el embozo de la cama, era delgada, nervuda, nudosa, de una palidez fosca, y estaba cubierta por abundante vello oscuro. Era la mano de Edward Hyde.

Debí de quedarme mirándola fijamente cerca de medio minuto, sumido como estaba en el mero estupor del asombro, antes de que el terror despertase en mi pecho, tan inesperado y sobrecogedor como el estrépito de unos platillos, y saltando de la cama, me precipitara hacia el espejo. Al ver lo que se encontraron mis ojos, me pareció que mi sangre se volvía menos espesa y sumamente helada. Sí, me había acostado como Henry Jekyll y había despertado como Edward Hyde. ¿Cómo podía explicarse eso?, me pregunté; y luego, con otro sobresalto de terror: ¿cómo iba a remediarlo? Aquello ocurrió ya muy entrada la mañana; la servidumbre ya se había levantado; todas mis drogas estaban en el gabinete… desde donde me encontraba, paralizado por el terror, tenía que recorrer un largo trayecto: bajar dos tramos de escaleras, recorrer el pasillo de atrás, cruzar el patio y atravesar la sala de anatomía. Podría, en efecto, cubrirme el rostro; pero ¿de qué serviría eso, si no podía ocultar el cambio de estatura? Y entonces, con gran alivio consolador, me vino a la memoria que la servidumbre estaba ya acostumbrada a las idas y venidas de mi segundo yo. En seguida me vestí, lo mejor que pude, con ropas de mi propia talla; no tardé en atravesar la casa, donde Bradshaw me miró fijamente y retrocedió al ver a Mr. Hyde a semejante hora y con tan extraño atavío; y diez minutos después, el doctor Jekyll había recuperado su propia apariencia y estaba sentado, con expresión sombría, fingiendo que desayunaba.

La verdad es que tenía poco apetito. Aquel inexplicable incidente, aquella inversión de mi experiencia anterior, parecía deletrear mi sentencia, como los dedos sobre el muro babilónico;12 y empecé a reflexionar más seriamente que nunca acerca de las consecuencias y posibilidades de mi doble existencia. Aquella parte de mí que yo tenía el poder de proyectar últimamente había sido muy ejercitada y fomentada; en los últimos tiempos tenía la impresión de que el cuerpo de Edward Hyde había aumentado de estatura, como si (cuando adoptaba aquella forma) notara una mayor afluencia de sangre; y empecé a barruntar el peligro de que, si aquello se prolongaba mucho, mi equilibrio mental podría ser destruido irreparablemente, que podría perder la facultad de cambiar a voluntad, y que la personalidad de Edward Hyde se apoderaría de mí irrevocablemente. El poder de la droga no siempre se había manifestado igual de eficaz. Una vez, muy al principio de mi carrera, me había fallado por completo; a partir de entonces en más de una ocasión me había visto obligado a doblar la dosis, e incluso una vez, arrostrando un infinito peligro de muerte, a triplicarla; y hasta la fecha aquellas raras incertidumbres habían sido la única sombra que empañaba mi satisfacción. Ahora, sin embargo, a la luz del accidente de aquella mañana, llegué a la conclusión de que, en tanto que al principio la dificultad había residido en quitarse de encima el cuerpo de Jekyll, posteriormente, de forma gradual aunque decidida, dicho inconveniente se había transferido al lado contrario. Por consiguiente, todo parecía indicar que estaba perdiendo lentamente el control de mi personalidad original y mejor, y que poco a poco me estaba convirtiendo en mi segundo y peor yo.

Me di cuenta de que debía elegir entre las dos. Mis dos naturalezas compartían una misma memoria, pero todas las demás facultades estaban bastante desigualmente repartidas entre ellas. Jekyll (que era un compuesto), unas veces con el más sensible recelo, otras con vehemente entusiasmo, planeaba y compartía los placeres y aventuras de Hyde; pero a Hyde le tenía sin cuidado Jekyll, o a lo sumo se acordaba de él como el bandolero montaraz recuerda la cueva en la que se oculta de sus perseguidores. Jekyll se interesaba más que un padre; Hyde mostraba mayor indiferencia que un hijo. Unir mi suerte a la de Jekyll suponía renunciar a aquellos apetitos a los que durante tanto tiempo había cedido a escondidas y que últimamente había empezado a consentir. Compartirla con Hyde significaba renunciar a miles de intereses y aspiraciones, y convertirme, de golpe y para siempre, en un ser despreciado y sin amigos.

La apuesta podía parecer desigual; pero había que sopesar otra consideración; pues mientras que Jekyll padecía con desazón los ardores de la abstinencia, Hyde ni siquiera era consciente de todo lo que había perdido. Por extraña que fuera mi situación, los términos de este debate son tan viejos y vulgares como el hombre mismo; pues son poco más o menos los mismos estímulos y temores los que deciden la suerte de cualquier pecador que se enfrenta tembloroso a la tentación; y me sucedió lo que a la inmensa mayoría de mis semejantes: que elegí la mejor parte pero descubrí que carecía de energías para ceñirme a ella.

Sí, elegí al médico descontento y de edad avanzada, rodeado de amigos y que tan honradas esperanzas abrigaba; y me despedí resueltamente de la libertad, la relativa juventud, el paso ligero, los impulsos repentinos y los placeres secretos de los que había disfrutado bajo el disfraz de Hyde. Tomé aquella decisión quizás con cierta reserva inconsciente, pues no abandoné la casa del Soho, ni destruí la ropa de Edward Hyde, que todavía sigue lista en mi gabinete. Sin embargo, durante un par de meses fui fiel a mi determinación; durante dos meses llevé una vida más austera de lo que nunca había conseguido llevar, y disfruté de las compensaciones de una conciencia tranquila. Pero finalmente el tiempo empezó a hacerme olvidar la inmediatez de aquellos temores; los halagos de la conciencia comenzaron a convertirse en cosa normal; empecé a sentirme torturado por angustias y anhelos, como si Hyde forcejeara para liberarse; y al fin, en un momento de debilidad moral, volví una vez más a preparar y apurar de un trago el bebedizo transformador.

Supongo que cuando un borracho razona consigo mismo acerca de su vicio, ni una sola vez entre quinientas se siente afectado por los peligros que le hace correr su brutal insensibilidad física; tampoco yo, por mucho que haya examinado mi situación, tuve bastante en cuenta la completa insensibilidad moral y la insensata disposición al mal, que eran los rasgos dominantes de Edward Hyde. Sin embargo, a causa de ellos fui castigado. Mi demonio llevaba mucho tiempo enjaulado y salió rugiendo. Era consciente, incluso mientras me tomaba el bebedizo, de que mi propensión al mal era cada vez más desenfrenada, más furiosa. Debió de ser eso, imagino, lo que provocó en mi alma aquella tempestuosa impaciencia con que escuché las cortesías de mi desdichada víctima; al menos, declaro ante Dios que ningún hombre moralmente sano podía haber sido culpado de aquel crimen en base a tan irrisoria provocación; y que le golpeé con la misma falta de juicio con que un niño enfermo podría romper un juguete. Pero me había despojado voluntariamente de todos aquellos instintos compensatorios mediante los cuales incluso el peor de nosotros sigue su camino con cierto grado de estabilidad en medio de las tentaciones; y en mi caso, ser tentado, aunque fuera levemente, suponía caer.

En el acto se despertó en mí el espíritu infernal y me puse furioso. Con un arrebato de júbilo, vapuleé aquel cuerpo que no ofrecía resistencia, saboreando con deleite cada golpe; y solo cuando empezó a manifestarse el cansancio, sentí de pronto, en la cima de mi delirio, que un frío estremecimiento de horror me traspasaba el corazón. Al disiparse aquella niebla, comprendí que mi vida estaba sentenciada; y hui del escenario de aquellos excesos, exultante y tembloroso al mismo tiempo, complacidas y estimuladas mis ansias de mal, más exaltado que nunca mi amor a la vida. Corrí a mi casa en el Soho, y (para mayor seguridad) destruí mis documentos; salí de allí a las calles iluminadas por farolas, con la mente escindida por el mismo éxtasis, recreándome en mi crimen, tramando despreocupadamente otros para el futuro, y sin embargo apresurándome y atento por si oía los pasos de mis perseguidores.

Hyde tenía una canción en los labios mientras preparaba el brebaje, y al tomárselo brindó por el hombre muerto. Todavía no habían terminado de desgarrarlo los tormentos de la transformación, cuando Henry Jekyll, derramando abundantes lágrimas de gratitud y remordimiento, cayó de rodillas y alzó al cielo las manos entrelazadas. El velo de la autocompasión se había rasgado de arriba abajo y vi mi vida en su totalidad; la seguí desde los días de mi infancia, cuando paseaba de la mano de mi padre, y a través de los trabajos abnegados de mi vida profesional, hasta llegar una y otra vez, con la misma sensación de irrealidad, a los tremendos horrores de aquella noche. Estuve a punto de gritar; traté de calmar con lágrimas y oraciones la repugnante multitud de imágenes y sonidos que se desbordaban en mi recuerdo; y sin embargo, en medio de las súplicas, el feo rostro de mi iniquidad miraba al interior de mi alma. Cuando aquel remordimiento agudo empezó a desvanecerse, lo siguió una sensación de júbilo. El problema de mi conducta estaba solucionado. A partir de entonces Hyde ya no era posible; lo quisiera yo o no, ahora estaba reducido a la mejor parte de mi existencia; y ¡oh, cómo me regocijó pensar en eso!, ¡con qué complaciente humildad abracé de nuevo las restricciones de la vida normal!, ¡con qué sincera renunciación cerré la puerta por la que tan a menudo había entrado y salido, y destrocé la llave bajo mis pies!

Al día siguiente llegó la noticia de que el asesinato había sido investigado, que la culpabilidad de Hyde era evidente para todo el mundo, y que la víctima era un hombre muy estimado públicamente. No fue solo un crimen, había sido un trágico desatino. Creo que me alegré de saberlo; creo que me alegré de que mi terror al patíbulo hubiese apuntalado y protegido mis mejores impulsos. Jekyll era ahora mi baluarte; si Hyde asomara por un momento, todo el mundo alzaría las manos para detenerlo y matarlo.

Decidí redimir el pasado con mi conducta futura; y puedo decir con toda sinceridad que mi decisión produjo algún bien. Tú sabes con cuánto empeño me esforcé en los últimos meses del año pasado por aliviar los sufrimientos; y también sabes lo mucho que hice por los demás, y que los días pasaban tranquilamente, casi felizmente para mí. Tampoco puedo decir realmente que me cansara de aquella vida inocente y caritativa; creo, por el contrario, que cada día disfrutaba más de ella; pero todavía padecía mi dualidad de propósitos; y mientras se embotaba el primer filo de mi arrepentimiento, mi parte más ruin, consentida durante tanto tiempo y tan recientemente encadenada, empezaba a refunfuñar pidiendo licencia. No es que pensara en resucitar a Hyde; la simple idea de hacer eso me asustaba hasta el paroxismo: no, era mi propia persona la que una vez más estaba tentada de jugar con mi conciencia; y a escondidas, como un vulgar pecador, fue como acabé cediendo a los asaltos de la tentación.

A todas las cosas les llega su fin; incluso la medida de mayor capacidad termina por colmarse; y aquella breve condescendencia con lo que había de malo en mí finalmente destruyó el equilibrio de mi alma. Y sin embargo, no estaba alarmado; la caída parecía normal, como una vuelta a los viejos tiempos anteriores a mi descubrimiento. Era un hermoso y claro día de enero, con el suelo mojado por haberse fundido la escarcha, pero sin nubes en el cielo; y Regent’s Park estaba lleno de gorjeos invernales y dulces fragancias primaverales. Me senté al sol en un banco; el animal que llevo dentro se relamía en sus recuerdos; el lado espiritual estaba un poco adormecido, prometiendo un posterior arrepentimiento, pero sin decidirse a empezar. Después de todo, pensaba, soy como mis semejantes; y entonces sonreí, comparándome con los demás hombres, comparando mi buena voluntad tan activa con la desidiosa crueldad de su negligencia. Y en el momento mismo en que aquel pensamiento de vanagloria cruzaba mi mente, me sobrevino un mareo, una náusea horrorosa y unos tremendos escalofríos. Los síntomas desaparecieron, pero quedé exhausto; y entonces, cuando a su vez disminuyó la debilidad, empecé a darme cuenta de un cambio en mis pensamientos, una mayor audacia, un desprecio al peligro, una disolución de las ataduras del deber. Bajé la mirada; mis ropas colgaban informes sobre mis miembros encogidos; la mano que reposaba sobre mi rodilla era nudosa y peluda. De nuevo me había convertido en Edward Hyde. Un momento antes era digno del respeto de todo el mundo, rico y querido… la mesa preparada me esperaba en el comedor de mi casa; ahora, en cambio, me había convertido en una vulgar presa de los hombres, un perseguido, sin hogar, un conocido asesino, candidato al cadalso.

Mi razón flaqueó, pero no me falló del todo. Más de una vez había observado que, en mi segunda personificación, mis facultades parecían haberse agudizado hasta cierto punto y mi ánimo haberse vuelto más tenso y elástico; y así sucedió que, allí en donde Jekyll quizás hubiese sucumbido, Hyde estuvo a la altura de las circunstancias. Mis drogas estaban en una de las vitrinas de mi gabinete; ¿cómo llegar a ellas? Ese era el problema que (estrujándome las sienes con las manos) me puse a resolver. Había cerrado la puerta del laboratorio. Si intentaba entrar por la casa, mis propios criados me enviarían al patíbulo. Comprendí que tenía que utilizar a otra persona, y pensé en Lanyon. Pero ¿cómo llegar hasta él?, ¿cómo persuadirlo? Suponiendo que lograse evitar que me capturasen en la calle, ¿cómo iba a abrirme paso hasta él?, y ¿cómo podía yo, un visitante desconocido y desagradable, convencer al famoso médico para que desvalijara el despacho de su colega, el doctor Jekyll? Entonces recordé que todavía me quedaba una parte de mi personalidad original: podía escribir con mi propia letra; y en cuanto tuve aquella brillante ocurrencia, el camino a seguir quedó iluminado desde el principio hasta el final.

Inmediatamente después, me arreglé la ropa lo mejor que pude, y llamando a un cabriolé con pescante que pasaba por allí, me dirigí a un hotel en Portland Street, cuyo nombre recordé por casualidad. Al ver mi aspecto (que la verdad es que era bastante cómico, por trágico que fuera el destino que aquella ropa ocultaba), el cochero no pudo ocultar la risa. Rechiné los dientes ante él en un acceso de furia diabólica, y la sonrisa se desvaneció de su rostro… afortunadamente para él… pero todavía más para mí, pues si se hubiera prolongado solo un momento más sin duda lo habría arrojado de su pescante. Cuando entré en la posada, miré a mi alrededor con tan adusto semblante que hice temblar a los empleados; no intercambiaron ni una sola mirada en mi presencia, sino que atendieron servilmente mis órdenes, me condujeron a una habitación privada y me trajeron recado de escribir. Cuando su vida peligraba, Hyde se convertía en una criatura nueva para mí: se estremecía desmesuradamente de ira, se excitaba hasta bordear el asesinato, deseaba hacer sufrir a sus semejantes. Sin embargo aquel ser era astuto; dominó su furia con un gran esfuerzo de voluntad; escribió dos cartas importantes, una para Lanyon y otra para Poole; y, para asegurarse de que eran cursadas, las mandó con instrucciones de que fueran certificadas.

A partir de entonces permaneció todo el día en su habitación junto al fuego, mordiéndose las uñas; allí cenó, sentado a solas con sus temores, con el camarero visiblemente acobardado en su presencia; y desde allí, cuando se hizo completamente de noche, partió en un coche de alquiler cerrado, oculto en un rincón, y fue conducido de un lado a otro por las calles de la ciudad. Digo él… pues no puedo decir yo. Aquel ser infernal no tenía nada de humano; en él no habitaba más que el miedo y el odio. Y cuando por fin, creyendo que el cochero había empezado a abrigar sospechas, despidió el coche y, ataviado con sus ropas demasiado grandes que le hacían llamar la atención, se aventuró a andar en medio de los transeúntes nocturnos, aquellas dos degradantes pasiones bramaban en su interior como una tempestad. Caminaba deprisa, perseguido por sus temores, hablando consigo mismo, escondiéndose en las calles menos transitadas, contando los minutos que todavía lo separaban de la medianoche. En una ocasión le habló una mujer, ofreciéndole, creo, una caja de cerillas. Él la golpeó en el rostro y ella huyó.

Cuando volví a mi ser en casa de Lanyon, quizá me afectó un poco el horror manifestado por mi viejo amigo: no lo sé; al menos fue solo una gota en el océano de odio con que rememoraba aquellas horas. Un cambio se había producido en mí. Ya no era el miedo al patíbulo, era el pavor de ser Hyde lo que me atormentaba. Acogí la condena de Lanyon en parte como un sueño; y en parte como un sueño regresé a mi propia casa y me metí en la cama. Tras el abatimiento de aquel día, dormí con un sueño intenso y profundo que ni siquiera pudo interrumpir la pesadilla que me dejó extenuado. Me desperté por la mañana desconcertado, debilitado, pero repuesto. Seguía odiando y temiendo la idea de que en mi interior dormía una bestia, y no había olvidado, por supuesto, los peligros del día anterior; pero estaba otra vez en casa, en mi propia casa y cerca de mis drogas; y la gratitud por haber logrado escapar brillaba tan intensamente en mi alma que casi rivalizaba con el resplandor de la esperanza.

Paseaba sin prisas por el patio después del desayuno, aspirando con deleite el frescor del aire, cuando volvieron a apoderarse de mí aquellas sensaciones indescriptibles que anunciaban el cambio; y apenas si tuve tiempo de ponerme a cubierto en mi gabinete, cuando una vez más las pasiones de Hyde me pusieron furioso y me dejaron paralizado. En aquella ocasión necesité una dosis doble para volver a ser yo mismo; y, ¡ay de mí!, seis horas más tarde, mientras estaba sentado contemplando con tristeza el fuego, volvieron las angustias y tuve que administrarme de nuevo la droga. En pocas palabras, a partir de aquel día pareció que solo mediante un gran esfuerzo, como en la gimnasia, y solo bajo el inmediato estímulo de la droga, era yo capaz de conservar el aspecto de Jekyll. A cualquier hora del día y de la noche me asaltaban aquellos estremecimientos premonitorios; sobre todo, si me dormía, o incluso si dormitaba un momento en el sillón, me despertaba siempre como Hyde.

Bajo la tensión de aquel funesto destino que continuamente se cernía sobre mí, y a causa del insomnio al que me había condenado yo mismo, sí, incluso más allá de lo que había creído humanamente posible, me convertí, sin perder mi propia personalidad, en un ser devorado y consumido por la fiebre, débil y enfermizo de cuerpo y de mente, y únicamente dominado por una sola idea: el horror a mi otro yo. Pero cuando me dormía, o cuando desaparecía el efecto del medicamento, sin apenas transición (pues los dolores de la transformación cada día eran menos acusados), se apoderaba de mí una fantasía plagada de imágenes aterradoras, mi alma bullía de odios sin motivo, y mi cuerpo no parecía lo bastante fuerte para contener las irrefrenables energías de la vida.

Los poderes de Hyde parecían haber aumentado con la mala salud de Jekyll. Y sin duda, el odio que ahora los dividía era igual por ambas partes. Para Jekyll era una cuestión de instinto vital. Había conocido ya toda la deformidad de aquel ser que compartía con él algunos de los fenómenos de conciencia, y era su coheredero hasta de la muerte: más allá de aquellos lazos comunes, que en sí mismos constituían la parte más intensa de su sufrimiento, pensaba que Hyde era, pese a toda su energía vital, algo no solo infernal sino inorgánico. Eso era lo más espantoso: que el limo del abismo parecía proferir gritos y voces; que el polvo amorfo gesticulaba y pecaba; que lo que estaba muerto y carecía de forma usurpaba las funciones de la vida. Y también esto: que aquel horror insurgente estaba unido a él más estrechamente que una esposa, o que un ojo; estaba enjaulado en su cuerpo, donde le oía murmurar y sentía cómo se esforzaba por renacer; y que en cualquier momento de debilidad, y durante la relajación del sueño, se impondría sobre él y lo desposeería de la vida.

El odio de Hyde por Jekyll era de otro orden. Su terror al patíbulo lo empujaba continuamente a cometer un suicidio temporal, y a volver a su condición de parte subordinada y no de persona; pero aborrecía la necesidad, aborrecía el desaliento en que Jekyll había caído ahora, y le ofendía la aversión que su presencia provocaba. De ahí las simiescas jugarretas que le gastaba, garabateando blasfemias en las páginas de los libros con mi propia letra, quemando las cartas y destruyendo el retrato de mi padre; y en efecto, de no haber sido por su miedo a morir, hace tiempo que se habría destruido a sí mismo con tal de arrastrarme a mí a la destrucción. Pero su amor a la vida es asombroso; y aún diría más: yo, que me pongo enfermo y siento escalofríos solo de pensar en él, cuando recuerdo lo abyecto y apasionado que es ese apego suyo a la vida, y me doy cuenta de hasta qué punto le aterra el poder que tengo sobre él de eliminarlo mediante el suicidio, compruebo que en el fondo lo compadezco.

Es inútil prolongar esta descripción, y de veras me falta tiempo para ello; baste con decir que nadie ha sufrido nunca semejantes tormentos; y sin embargo la costumbre de sobrellevarlos me ha proporcionado… no alivio, desde luego… sino una cierta insensibilidad en el alma, una cierta conformidad con la desesperación; y mi castigo podría haberse prolongado durante años, de no ser por la última calamidad que acaba de acontecer, y que finalmente me ha despojado de mi propio rostro y naturaleza. Mi provisión de aquella sal, que no había sido renovada desde mi primer experimento, empezó a escasear. Envié a por un nuevo suministro, y mezclé la poción; se produjo la consiguiente ebullición y el primer cambio de color, aunque no el segundo; me la bebí, pero no surtió efecto. Sabrás por Poole cómo he registrado todo Londres; fue en vano; y ahora estoy persuadido de que mi primer suministro era impuro, y que fue esa impureza desconocida la que prestó eficacia a la pócima.

Ha pasado alrededor de una semana, y ahora estoy terminando esta declaración bajo la influencia del último resto de los viejos polvos. Esta es, pues, la última vez, a menos que ocurra un milagro, que Henry Jekyll puede pensar por sí mismo o contemplar su propio rostro (¡ahora tan lamentablemente alterado!) en el espejo. Y no debo demorar demasiado la terminación de mi escrito; pues si mi relato se ha librado hasta ahora de la destrucción, ha sido gracias a la combinación de una gran prudencia y de abundante buena suerte. Si mientras escribo me vinieran los dolores del cambio, Hyde haría pedazos esta declaración; pero si transcurre algún tiempo después de que la guarde, su sorprendente egoísmo y su circunscripción al momento probablemente la librarán una vez más de su rencor simiesco. Y la verdad es que el funesto destino que se cierne sobre nosotros dos ha contribuido también a cambiarlo y a abrumarlo. Dentro de media hora, cuando una vez más, y para siempre, vuelva a adoptar esa odiosa personalidad, sé que permaneceré sentado en mi sillón, temblando y llorando, o continuaré yendo y viniendo por esta habitación (mi último refugio en este mundo), en un tenso arrebato de pánico, prestando oídos a cualquier ruido que pueda suponer una amenaza.

¿Morirá Hyde en el cadalso? ¿O encontrará el valor suficiente para liberarse por sí mismo en el último momento? Solo Dios lo sabe; me trae sin cuidado; yo muero en este preciso instante, y lo que venga después concierne a otro, no a mí. Aquí, pues, mientras dejo a un lado la pluma y me dispongo a lacrar mi confesión, pongo fin a la vida del desdichado Henry Jekyll.

11 Según la Biblia [Hechos de los Apóstoles, 16: 26], un terremoto sacudió los cimientos de la cárcel de Filipos, ciudad al oeste de Macedonia en la que san Pablo fundó la primera iglesia cristiana, y al instante se abrieron todas las puertas y a todos los presos (entre ellos, el propio apóstol) se les soltaron las cadenas. (N. del T.)

12 Nueva referencia bíblica, esta vez al libro de Daniel (5): durante el festín sacrílego de Baltasar, último rey de Babilonia, aparecieron los dedos de una mano de hombre y escribieron sobre la pared un misterioso texto que solo pudo interpretar Daniel, vaticinando la muerte del monarca. Aquella misma noche falleció Baltasar y su reino pasó a manos de Darío el medo. (N. del T.)