El juez Arcadio consultó el diccionario de la telegrafía, pues al suyo le faltaban algunas letras. No sacó nada en claro: Nombre de un zapatero de Roma famoso por las sátiras que hacía contra todo el mundo, y otras precisiones sin importancia. Con la misma justicia histórica, pensó, una injuria anónima puesta en la puerta de una casa podría llamarse marforio. No estaba decepcionado. Durante los dos minutos que empleó en la consulta experimentó por primera vez en mucho tiempo el sosiego del deber cumplido.

El telegrafista lo vio poner el diccionario en el estante, entre las olvidadas compilaciones de ordenanzas y disposiciones sobre correos y telégrafos, y cortó la transmisión de un mensaje con una advertencia enérgica. Luego se acercó barajando los naipes, dispuesto a repetir el truco de moda: la adivinación de las tres cartas. Pero el juez Arcadio no le prestó atención. «Ahora estoy muy ocupado», se excusó, y salió a la calle abrasante perseguido por la confusa certidumbre de que apenas eran las once y aún le reservaba ese martes muchas horas que emplear.

En su oficina lo esperaba el alcalde con un problema moral. A raíz de las últimas elecciones la policía decomisó y destruyó las cédulas electorales del partido de oposición. La mayoría de los habitantes del pueblo carecía ahora de instrumentos de identificación.

—Esa gente que está transportando sus casas —concluyó el alcalde con los brazos abiertos— ni siquiera sabe cómo se llama.

El juez Arcadio comprendió que detrás de esos brazos abiertos había una sincera aflicción. Pero el problema del alcalde era sencillo: bastaba solicitar el nombramiento de un registrador del estado civil. El secretario acabó de simplificar la solución:

—No tiene sino que mandarlo a llamar —dijo—. Está nombrado desde hace como un año.

El alcalde lo recordó. Meses antes, cuando se le comunicó el nombramiento de registrador del estado civil, había hecho una llamada a larga distancia para preguntar cómo debía recibirlo, y le habían contestado: «A tiros». Ahora llegaban órdenes distintas. Se volvió hacia el secretario con las manos en los bolsillos, y le dijo:

—Escriba la carta.

El tableteo de la máquina produjo en la oficina un ambiente de dinamismo que repercutió en la conciencia del juez Arcadio. Se encontró vacío. Sacó del bolsillo de la camisa un cigarrillo recortado, y lo frotó entre la palma de las manos antes de encenderlo. Después echó el asiento hacia atrás, hasta el límite de los muelles, y en aquella postura lo sorprendió la definitiva certidumbre de que estaba viviendo un minuto de su vida.

Armó la frase antes de pronunciarla:

—Yo en su lugar nombraría también un agente del ministerio público.

Al contrario de lo que esperaba, el alcalde no respondió en seguida. Miró el reloj, pero no vio la hora. Se conformó con la comprobación de que aún faltaba mucho tiempo para almorzar. Cuando habló lo hizo sin entusiasmo: no conocía el procedimiento para nombrar al agente del ministerio público.

—El personero era nombrado por el concejo municipal —explicó el juez Arcadio—. Como ahora no hay concejo, el régimen del estado de sitio lo autoriza a usted para nombrarlo.

El alcalde escuchó mientras firmaba la carta sin leerla. Luego hizo un comentario entusiasta, pero el secretario tuvo una observación de carácter ético al procedimiento recomendado por su superior. El juez Arcadio insistió: era un procedimiento de emergencia bajo un régimen de emergencia.

—Me suena —dijo el alcalde.

Se quitó la gorra para abanicarse y el juez Arcadio observó la huella del cerco impresa en la frente. Por la manera de abanicarse supo que el alcalde no había acabado de pensar. Desprendió la ceniza del cigarrillo con la larga y curvada uña del meñique y esperó.

—¿Se le ocurre un candidato? —preguntó el alcalde.

Era evidente que se dirigía al secretario.

—Un candidato —repitió el juez cerrando los ojos.

—Yo en su lugar nombraría un hombre honesto —dijo el secretario.

El juez reparó la impertinencia. «Eso cae de su peso», dijo, y miró alternativamente a los dos hombres.

—Por ejemplo —dijo el alcalde.

—No se me ocurre ahora —dijo el juez, pensativo.

El alcalde se dirigió a la puerta. «Piénselo —dijo—. Cuando salgamos de la vaina de las inundaciones resolvemos la vaina del personero.» El secretario permaneció echado sobre la máquina hasta cuando acabó de oír el taconeo del alcalde.

—Está loco —dijo entonces—. Hace año y medio le desbarataron la cabeza a culatazos al personero, y ahora anda buscando un candidato para regalarle el puesto.

El juez Arcadio se incorporó de un salto.

—Me voy —dijo—. No quiero que me dañes el almuerzo con tus narraciones terroríficas.

Abandonó la oficina. Había un elemento aciago en la composición del mediodía. El secretario lo registró con su sensibilidad para la superstición. Cuando puso el candado le pareció estar ejecutando un acto prohibido. Huyó. En la puerta de la telegrafía alcanzó al juez Arcadio, que se interesaba en averiguar si el truco de los naipes era de algún modo aplicable al juego del póquer. El telegrafista se negó a revelar el secreto. Llegaba hasta el límite de repetir el truco indefinidamente para ofrecer al juez Arcadio la oportunidad de descubrir la clave. También el secretario observó la maniobra. Al final había llegado a una conclusión. El juez Arcadio, en cambio, ni siquiera miró las tres cartas. Sabía que eran las mismas que había elegido al azar, y que el telegrafista le devolvía sin haberlas visto.

—Es cuestión de magia —dijo el telegrafista.

El juez Arcadio sólo pensaba entonces en la empresa de atravesar la calle. Cuando se resignó a caminar, agarró al secretario por el brazo y le obligó a zambullirse con él en la atmósfera de vidrio fundido. Emergieron en la acera sombreada. Entonces el secretario le explicó la clave del truco. Era tan sencilla que el juez Arcadio se sintió ofendido.

Caminaron un trayecto en silencio.

—Naturalmente —dijo de pronto el juez con un rencor gratuito— usted no averiguó los datos.

El secretario se demoró un instante buscando el sentido de la frase.

—Es muy difícil —dijo finalmente—. La mayoría de los pasquines los arrancan antes del amanecer.

—Ése es otro truco que no entiendo —dijo el juez Arcadio—. A mí no me quitaría el sueño un pasquín que nadie lee.

—Ésa es la cosa —dijo el secretario, deteniéndose, pues había llegado a su casa—. Lo que quita el sueño no son los pasquines, sino el miedo a los pasquines.

A pesar de estar incompletos, el juez Arcadio quiso conocer los datos recogidos por el secretario. Anotó los casos, con nombres y fechas: once en siete días. No había ninguna relación entre los once hombres. Quienes habían visto los pasquines coincidían en que estaban escritos a brocha, en tinta azul y con letras de imprenta, revueltas mayúsculas y minúsculas, como redactados por un niño. La ortografía era tan absurda que parecían errores deliberados. No revelaban ningún secreto: nada se decía en ellos que no fuera desde hacía tiempo del dominio público. Había hecho todas las conjeturas posibles cuando el sirio Moisés lo llamó desde la tienda.

—¿Tiene un peso?

El juez Arcadio no comprendió. Pero se volteó al revés los bolsillos: veinticinco centavos y una moneda norteamericana que usaba como amuleto desde la Universidad. El sirio Moisés cogió los veinticinco centavos.

—Llévese lo que quiera y me lo paga cuando quiera —dijo. Hizo cantar las monedas en la gaveta vacía—. No quiero que me den las doce sin hacer el nombre de Dios.

De manera que al golpe de las doce el juez Arcadio entró a casa cargado de regalos para su mujer. Se sentó en la cama a cambiarse los zapatos mientras ella se envolvía el cuerpo en un corte de seda estampada. Imaginó su apariencia, después del parto, con el vestido nuevo. Le dio un beso a su marido en la nariz. Él trató de esquivarla, pero ella se fue de bruces sobre él, de través en la cama. Permanecieron inmóviles. El juez Arcadio le pasó la mano por la espalda, sintiendo el calor del vientre voluminoso, hasta cuando percibió la palpitación de sus riñones.

Ella levantó la cabeza. Murmuró, con los dientes apretados:

—Espérate y cierro la puerta.

El alcalde esperó hasta cuando acabaron de instalar la última casa. En veinte horas habían construido una calle nueva, ancha y pelada, que terminaba de golpe en la pared del cementerio. Después de ayudar a colocar los muebles, trabajando hombro a hombro con los propietarios, el alcalde entró asfixiándose a la cocina más próxima. La sopa hervía en un fogón de piedras improvisado en el suelo. Destapó la olla de barro y aspiró por un instante la humareda. Del otro lado del fogón una mujer enjuta de ojos grandes y apacibles lo observó en silencio.

—Se almuerza —dijo el alcalde.

La mujer no respondió. Sin ser invitado, el alcalde se sirvió un plato de sopa. Entonces la mujer fue al cuarto a buscar un asiento y lo puso frente a la mesa para que el alcalde se sentara. Mientras tomaba la sopa, examinó el patio con una especie de terror reverencial. Ayer, aquél era un solar pelado. Ahora había ropa puesta a secar y dos cerdos revolcándose en el fango.

—Pueden hasta sembrar —dijo.

La mujer respondió sin levantar la cabeza: «Se lo comen los puercos.» Después sirvió en un mismo plato un pedazo de carne sancochada, dos trozos de yuca y medio plátano verde, y lo llevó a la mesa. De un modo ostensible, puso en aquel acto de generosidad toda la indiferencia de que era capaz. El alcalde, sonriendo, buscó con los suyos los ojos de la mujer.

—Hay para todos —dijo.

—Quiera Dios que se le indigeste —dijo la mujer, sin mirarlo.

Él pasó por alto el mal deseo. Se dedicó por entero al almuerzo, sin ocuparse de los chorros de sudor que descendían por su cuello. Cuando terminó, la mujer recogió el plato vacío, todavía sin mirarlo.

—¿Hasta cuándo van a seguir así? —preguntó el alcalde.

La mujer habló sin que se alterara su expresión apacible.

—Hasta que nos resuciten los muertos que nos mataron.

—Ahora es distinto —explicó el alcalde—. El nuevo Gobierno se preocupa por el bienestar de los ciudadanos. Ustedes, en cambio…

La mujer le interrumpió.

—Son los mismo con las mismas…

—Un barrio como éste, construido en veinticuatro horas, era una cosa que no se veía antes —insistió el alcalde—. Estamos tratando de hacer un pueblo decente.

La mujer recogió la ropa limpia en el alambre y la llevó al cuarto. El alcalde la siguió con la mirada hasta escuchar la respuesta:

—Éste era un pueblo decente antes que vinieran ustedes.

No esperó el café. «Desagradecidos —dijo—. Les estamos regalando tierra y todavía se quejan.» La mujer no replicó. Pero cuando el alcalde atravesó la cocina en dirección a la calle, murmuró inclinada sobre el fogón:

—Aquí será peor. Más nos acordaremos de ustedes con los muertos en el traspatio.

El alcalde trató de hacer una siesta mientras llegaban las lanchas. Pero no resistió el calor. La hinchazón de la mejilla había empezado a ceder. Sin embargo, no se sentía bien. Siguió el curso imperceptible del río durante dos horas, oyendo el pito de una chicharra dentro del cuarto. No pensaba en nada.

Cuando oyó el motor de las lanchas, se desnudó, se secó el sudor con una toalla y se cambió de uniforme. Luego buscó la chicharra, la agarró con el pulgar y el índice y salió a la calle. De la multitud que esperaba las lanchas surgió un niño limpio, bien vestido, que le cerró el paso con una ametralladora de material plástico. El alcalde le dio la chicharra.

Un momento después, sentado en el almacén del sirio Moisés, observó la maniobra de las lanchas. El puerto hirvió durante diez minutos. El alcalde sintió pesadez de estómago y una punta de dolor de cabeza, y recordó el mal deseo de la mujer. Luego se tranquilizó, observando a los viajeros que atravesaban la plataforma de madera, y estiraban los músculos después de ocho horas de inmovilidad.

—La misma vaina —dijo.

El sirio Moisés le hizo caer en la cuenta de una novedad: llegaba un circo. El alcalde advirtió que era cierto, aunque no habría podido decir por qué. Tal vez por un montón de palos y trapos de colores amontonados en el techo de la lancha, y por dos mujeres exactamente iguales embutidas en idénticos trajes de flores, como una misma persona repetida.

—Al menos viene un circo —murmuró.

El sirio Moisés habló de fieras y malabaristas. Pero el alcalde tenía otra manera de pensar en el circo. Con las piernas estiradas miró la punta de sus botas.

—El pueblo progresa —dijo.

El sirio Moisés dejó de abanicarse. «¿Sabes cuánto he vendido hoy?», preguntó. El alcalde no arriesgó ningún cálculo, pero esperó la respuesta.

—Veinticinco centavos —dijo el sirio.

En ese instante, el alcalde vio al telegrafista abriendo el saco del correo para entregar la correspondencia al doctor Giraldo. Lo llamó. El correo oficial venía en un sobre distinto. Rompió los sellos y se dio cuenta de que eran comunicaciones rutinarias y hojas impresas de propaganda del régimen. Cuando acabó de leer, el muelle estaba transformado: bultos de mercancía, huacales de gallinas y los enigmáticos artefactos del circo. Empezaba a atardecer. Se incorporó suspirando:

—Veinticinco centavos.

—Veinticinco centavos —repitió el sirio con su voz sólida, casi sin aliento.

El doctor Giraldo observó hasta el final el descargue de las lanchas. Fue él quien dirigió la atención del alcalde hacia una mujer vigorosa, de apariencia hierática, con varios juegos de pulseras en ambos brazos. Parecía esperar al Mesías bajo una sombrilla de colores. El alcalde no se detuvo a pensar en la recién llegada.

—Debe ser la domadora —dijo.

—En cierto modo tiene razón —dijo el doctor Giraldo, mordiendo las palabras con su doble hilera de piedras afiladas—. Es la suegra de César Montero.

El alcalde siguió de largo. Miró el reloj: las cuatro menos veinticinco. En la puerta del cuartel el guardia le informó que el padre Ángel lo había esperado media hora y que volvería a las cuatro.

De nuevo en la calle, sin saber qué hacer, vio al dentista en la ventana del gabinete y se acercó a pedirle fuego. El dentista se lo dio, observando la mejilla todavía hinchada.

—Ya estoy bien —dijo el alcalde.

Abrió la boca. El dentista observó:

—Hay varias piezas por calzar.

El alcalde se ajustó el revólver al cinto. «Por aquí vendré», decidió. El dentista no cambió de expresión.

—Venga cuando quiera, a ver si se cumplen mis deseos de que se muera en mi casa.

El alcalde le dio una palmada en el hombro. «No se cumplirán», comentó de buen humor. Y concluyó con los brazos abiertos:

—Mis muelas están por encima de los partidos.

—¿Entonces no te casas?

La mujer del juez Arcadio abrió las piernas. «Ni esperanzas, padre —respondió—. Y menos ahora que voy a parirle un muchacho.» El padre Ángel desvió la mirada hacia el río. Una vaca ahogada, enorme, descendía por el hilo de la corriente, con varios gallinazos encima.

—Pero será un hijo ilegítimo —dijo.

—No le hace —dijo ella—. Ahora Arcadio me trata bien. Si le obligo a que se case, después se siente amarrado y la paga conmigo.

Se había quitado los zuecos, y hablaba con las rodillas separadas, los dedos de los pies acaballados en el travesaño del taburete. Tenía el abanico en el regazo y los brazos cruzados sobre el vientre voluminoso. «Ni esperanzas, padre», repitió, pues el padre Ángel permaneció silencioso. «Don Sabas me compró por doscientos pesos, me sacó el jugo tres meses y después me echó a la calle sin un alfiler. Si Arcadio no me recoge, me hubiera muerto de hambre.» Miró al padre por primera vez:

—O hubiera tenido que meterme a puta.

El padre Ángel llevaba seis meses insistiendo.

—Debes obligarlo a casarse y a formar un hogar —dijo—. Así, como viven ahora, no sólo estás en una situación insegura, sino que constituyen un mal ejemplo para el pueblo.

—Es mejor hacer las cosas francamente —dijo ella—. Otros hacen lo mismo, pero con las luces apagadas. ¿Usted no ha leído los pasquines?

—Son calumnias —dijo el padre—. Tienes que regularizar tu situación y ponerte a salvo de la maledicencia.

—¿Yo? —dijo—. No tengo que ponerme a salvo de nada porque hago todas mis cosas a la luz del día. La prueba es que nadie se gasta su tiempo poniéndome un pasquín, y en cambio a todos los decentes de la plaza los tienen empapelados.

—Eres torpe —dijo el padre—, pero Dios te ha deparado la suerte de conseguir un hombre que te estima. Por lo mismo debes casarte y formalizar tu hogar.

—Yo no entiendo de esas cosas —dijo ella—, pero de todos modos, así como estoy tengo donde dormir y no me falta para comer.

—¿Y si te abandona?

Ella se mordió los labios. Sonrió enigmáticamente al responder:

—No me abandona, padre. Yo sé por qué se lo digo.

Tampoco esta vez el padre Ángel se dio por vencido. Le recomendó que al menos asistiera a misa. Ella respondió que lo haría «un día de éstos», y el padre continuó su paseo en espera de que llegara la hora de encontrarse con el alcalde. Uno de los sirios le hizo observar el buen tiempo, pero él no le puso atención. Se interesó en los pormenores del circo que descargaba sus fieras ansiosas en la tarde brillante. Allí estuvo hasta las cuatro.

El alcalde se despedía del dentista cuando vio acercarse al padre Ángel. «Puntuales —dijo y le estrechó la mano—. Puntuales, aunque no esté lloviendo.» Resuelto a subir la empinada escalera del cuartel, el padre Ángel replicó:

—Ni se está acabando el mundo.

Dos minutos después fue introducido a la pieza de César Montero.

Mientras duró la confesión, el alcalde estuvo sentado en el corredor. Se acordó del circo, de una mujer agarrada a una lengüeta con los dientes, a cinco metros de altura, y de un hombre con un uniforme azul, bordado en oro, repicando en un redoblante. Media hora más tarde, el padre Ángel abandonó la pieza de César Montero.

—¿Listo? —preguntó el alcalde.

El padre Ángel lo examinó con rencor.

—Están cometiendo un crimen —dijo—. Ese hombre tiene más de cinco días sin comer. Sólo su constitución física le ha permitido sobrevivir.

—Es su gusto —dijo el alcalde, tranquilamente.

—No es cierto —dijo el padre, imprimiendo a su voz una serena energía—. Usted dio orden de que no le dieran de comer.

El alcalde le apuntó con el índice.

—Cuidado, padre. Está violando el secreto de la confesión.

—Esto no hace parte de la confesión —dijo el padre.

El alcalde se incorporó de un salto. «No lo tome a la brava —dijo, riendo de pronto—. Si tanto le preocupa, ahora mismo le ponemos remedio.» Hizo venir a un agente y dio orden de que le llevaran comida del hotel a César Montero. «Que manden un pollo entero, bien gordo, con un plato de papas y una palangana de ensalada», dijo, y agregó, dirigiéndose al padre:

—Todo por cuenta del municipio, padre. Para que vea cómo han cambiado las cosas.

El padre Ángel bajó la cabeza.

—¿Cuándo lo despacha?

—Las lanchas salen mañana —dijo el alcalde—. Si entra en razón esta noche se va mañana mismo.

Sólo tiene que darse cuenta de que estoy tratando de hacerle un favor.

—Un favor un poco caro —dijo el padre.

—No hay favor que no le cueste plata a quien la tiene —dijo el alcalde. Fijó sus ojos en los diáfanos ojos azules del padre Ángel, y agregó—: Espero que usted le haya hecho comprender todas esas cosas.

El padre Ángel no respondió. Bajó la escalera y se despidió desde el descanso con un bramido sordo. Entonces el alcalde atravesó el corredor y entró sin tocar a la pieza de César Montero.

Era una habitación simple: un aguamanil y una cama de hierro. César Montero, sin afeitarse, vestido con la misma ropa con que salió de su casa el martes de la semana anterior, estaba tumbado en la cama. No movió ni siquiera los ojos cuando oyó al alcalde: «Ya que arreglaste las cuentas con Dios —dijo éste—, nada más justo que las arregles conmigo.» Rodando una silla hacia la cama se sentó acaballado, con el pecho contra el espaldar de mimbre. César Montero concentró la atención en las vigas del techo. No parecía preocupado a pesar de que en la comisura de los labios se advertían los estragos de una larga conversación consigo mismo. «Tú y yo no tenemos que andar con rodeos —le oyó decir al alcalde—. Mañana te vas. Si tienes suerte, dentro de dos o tres meses vendrá un investigador especial. A nosotros nos corresponde informarlo. En la lancha de la semana siguiente, regresarás convencido de que hiciste una estupidez.»

Hizo una pausa, pero César Montero siguió imperturbable.

—Después, entre los tribunales y los abogados te arrancarán por lo menos veinte mil pesos. O más, si el investigador especial se encarga de decirles que eres millonario.

César Montero volteó la cabeza hacia él. Fue un movimiento casi imperceptible que, sin embargo, hizo crujir los resortes de la cama.

—Con todo —el alcalde continuó con una voz de asistente espiritual—, en vueltas y papeleos te clavarán dos años, si te va bien.

Se sintió examinado desde la punta de las botas. Cuando la mirada de César Montero llegó hasta sus ojos, todavía no había terminado de hablar. Pero había cambiado de tono.

—Todo lo que tienes me lo debes a mí —decía—. Había orden de acabar contigo. Había orden de asesinarte en una emboscada y de confiscar tus reses para que el Gobierno tuviera cómo atender a los enormes gastos de las elecciones en todo el Departamento. Tú sabes que otros alcaldes lo hicieron en otros municipios. Aquí, en cambio, desobedecimos la orden.

En ese momento percibió la primera señal de que César Montero pensaba. Abrió las piernas. Con los brazos apoyados en el espaldar de la silla respondió a un cargo no formulado en voz alta por su interlocutor:

—Ni un centavo de lo que pagaste por tu vida fue para mí —dijo—. Todo se gastó en la organización de las elecciones. Ahora el nuevo Gobierno ha decidido que haya paz y garantías para todos y yo sigo reventando con mi sueldo mientras tú te pudres en plata. Hiciste un buen negocio.

César Montero inició el laborioso proceso de incorporarse. Cuando estuvo en pie, el alcalde se vio a sí mismo: minúsculo y triste frente a una bestia monumental. Hubo una especie de fervor en la mirada con que lo siguió hasta la ventana.

—El mejor negocio de tu vida —murmuró.

La ventana daba sobre el río. César Montero no lo reconoció. Se vio en un pueblo distinto, frente a un río momentáneo. «Estoy tratando de ayudarte —oyó decir a sus espaldas—. Todos sabemos que fue una cuestión de honor, pero te costará trabajo probarlo. Cometiste la estupidez de romper el pasquín.» En ese instante, una tufarada nauseabunda invadió la habitación.

—La vaca —dijo el alcalde— debió vararse en alguna parte.

César Montero permaneció en la ventana, indiferente a la vaharada de putrefacción. No había nadie en la calle. En el muelle, tres lanchas fondeadas, cuya tripulación colgaba las hamacas para dormir. Al día siguiente, a las siete de la mañana, la visión sería distinta: durante media hora el puerto estaría en ebullición, esperando que embarcaran al preso. César Montero suspiró. Se metió las manos en los bolsillos y con ánimo resuelto, pero sin apresurarse, resumió en dos palabras su pensamiento:

—¿Cuánto es?

La respuesta fue inmediata:

—Cinco mil pesos en terneros de un año.

—Y cinco terneros más —dijo César Montero—, para que me mande esta misma noche, después del cine, en una lancha expresa.