Un burro sin dueño se protegió de la lluvia bajo el alero de la casa rural, y estuvo toda la noche dando coces contra la pared del dormitorio. Fue una noche sin sosiego. Después de haber logrado un sueño abrupto al amanecer, el padre Ángel despertó con la impresión de estar cubierto de polvo. Los nardos dormidos bajo la llovizna, el olor del excusado y luego el interior lúgubre de la iglesia después que se desvanecieron las campanadas de las cinco, todo parecía confabulado para hacer de aquélla una madrugada difícil.
Desde la sacristía, donde se vistió para decir la misa, sintió a Trinidad haciendo su cosecha de ratones muertos, mientras entraban en la iglesia las mujeres sigilosas de los días ordinarios. Durante la misa advirtió con una progresiva exasperación las equivocaciones del acólito, su latín montaraz, y llegó al último instante con el sentimiento de frustración que lo atormentaba en las malas horas de su vida.
Se dirigía a desayunar cuando Trinidad le salió al paso con una expresión radiante. «Hoy cayeron seis más», dijo, haciendo sonar los ratones muertos dentro de la caja. El padre Ángel trató de sobreponerse a la zozobra.
—Magnífico —dijo—. A este paso, sería cuestión de encontrar los nidos, para acabar de exterminarlos por completo.
Trinidad había encontrado los nidos. Explicó cómo había localizado los agujeros en distintos lugares del templo, especialmente en la torre y en el baptisterio, y cómo los había tapado con asfalto. Aquella mañana había encontrado un ratón enloquecido golpeándose contra las paredes después de haber buscado toda la noche la puerta de su casa.
Salieron al patiecito empedrado donde las primeras varas de nardo empezaban a enderezarse. Trinidad se demoró echando los ratones muertos en el excusado. Cuando entró al despacho, el padre Ángel se disponía a desayunar, después de haber apartado el mantelillo bajo el cual aparecía todas las mañanas, como en una suerte de prestidigitación, el desayuno que le mandaba la viuda de Asís.
—Se me había olvidado que no he podido comprar el arsénico —dijo Trinidad al entrar—. Don Lalo Moscote dice que no puede venderse sin orden del médico.
—No será necesario —dijo el padre Ángel—. Se morirán todos asfixiados en la cueva.
Acercó la silla a la mesa y empezó a disponer la taza, el plato con rebanadas de bollo limpio y la cafetera con un dragón japonés grabado, mientras Trinidad abría la ventana. «Siempre es mejor estar preparados por si vuelven», dijo ella. El padre Ángel se sirvió el café y de pronto se detuvo y miró a Trinidad con su bata sin forma y sus botines de inválida, acercándose a la mesa.
—Te preocupas demasiado por eso —dijo.
El padre Ángel no descubrió, ni entonces ni antes, ningún indicio de inquietud en la apretada maraña de las cejas de Trinidad. Sin poder reprimir un ligero temblor de los dedos, acabó de servirse el café, le echó dos cucharaditas de azúcar, y empezó a revolver la taza con la mirada fija en el crucifijo colgado en la pared.
—¿Desde cuándo no te confiesas?
—Desde el viernes —contestó Trinidad.
—Dime una cosa —dijo el padre Ángel—. ¿Me has ocultado alguna vez algún pecado?
Trinidad negó con la cabeza.
El padre Ángel cerró los ojos. De pronto dejó de revolver el café, puso la cucharita en el plato, y agarró a Trinidad por el brazo.
—Arrodíllate —dijo.
Desconcertada, Trinidad puso la caja de cartón en el suelo y se arrodilló frente a él. «Reza el Yo Pecador», dijo el padre Ángel, habiendo conseguido para su voz el tono paternal del confesonario. Trinidad cerró los puños contra el pecho, rezando en un murmullo indescifrable, hasta cuando el padre le puso la mano en el hombro y dijo:
—Bueno.
—He dicho mentiras —dijo Trinidad.
—Qué más.
—He tenido malos pensamientos.
Era el orden de su confesión. Enumeraba siempre los mismos pecados de un modo general, y siempre en el mismo orden. Aquella vez, sin embargo, el padre Ángel no pudo resistir a la urgencia de profundizar.
—Por ejemplo —dijo.
—No sé —vaciló Trinidad—. A veces se tienen malos pensamientos.
—¿No se te ha pasado nunca por la cabeza la idea de quitarte la vida?
—Ave María Purísima —exclamó Trinidad sin levantar la cabeza, golpeando al mismo tiempo con los nudillos la pata de la mesa. Luego respondió—: No, padre.
El padre Ángel la obligó a levantar la cabeza, y advirtió, con un sentimiento de desolación, que los ojos de la muchacha empezaban a llenarse de lágrimas.
—Quiere decir que el arsénico es en verdad para los ratones.
—Sí, padre.
—Entonces, ¿por qué lloras?
Trinidad trató de bajar la cabeza, pero él le sostuvo el mentón con energía. Se soltó en lágrimas. El padre Ángel las sintió correr como un vinagre tibio por entre sus dedos.
—Trata de serenarte —le dijo—. Todavía no has terminado tu confesión.
La dejó desahogarse en un llanto silencioso. Cuando sintió que había terminado de llorar, le dijo suavemente:
—Bueno, ahora cuéntame.
Trinidad se sopló la nariz con la falda, y tragó una saliva gruesa y salada de lágrimas. Al hablar de nuevo, había recobrado su rara voz baritonal.
—Mi tío Ambrosio me persigue —dijo.
—Cómo así.
—Quiere que lo deje pasar una noche en mi cama —dijo Trinidad.
—Sigue.
—No es nada más —dijo Trinidad—. Por Dios Santo que no es nada más.
—No jures —la amonestó el padre. Luego preguntó con su tranquila voz de confesor—: Dime una cosa: ¿con quién duermes?
—Con mi mamá y las otras —dijo Trinidad—. Siete en el mismo cuarto.
—¿Y él?
—En el otro cuarto, con los hombres —dijo Trinidad.
—¿Nunca ha pasado a tu cuarto?
Trinidad negó con la cabeza.
—Dime la verdad —insistió el padre Ángel—. Anda, sin ningún temor: ¿nunca ha tratado de pasar a tu cuarto?
—Una vez.
—¿Cómo fue?
—No sé —dijo Trinidad—. Cuando desperté lo sentí metido dentro del toldo, quietecito, diciéndome que no quería hacerme nada, sino que quería dormir conmigo porque le tenía miedo a los gallos.
—¿A cuáles gallos?
—No sé —dijo Trinidad—. Eso fue lo que me dijo.
—¿Y tú qué le dijiste?
—Que si no se iba me ponía a gritar para que se despertara todo el mundo.
—¿Y qué hizo?
—Cástula despertó y me preguntó qué pasaba, y yo le dije que nada, que debía ser que estaba soñando, y entonces él se quedó quietecito, como un muerto, y casi no me di cuenta cuando salió del toldo.
—Estaba vestido —dijo el padre de un modo afirmativo.
—Estaba como duerme —dijo Trinidad—; nada más que con los pantalones.
—No, padre.
—Dime la verdad.
—Es cierto, padre —insistió Trinidad—. Por Dios Santo.
El padre Ángel volvió a levantarle la cabeza, y se enfrentó a sus ojos humedecidos por un brillo triste.
—¿Por qué me lo habías ocultado?
—Me daba miedo.
—¿Miedo de qué?
—No sé, padre.
Le puso la mano en el hombro y la aconsejó largamente. Trinidad aprobaba con la cabeza. Cuando llegaron al final, empezó a rezar con ella, en voz muy baja: «Señor mío Jesucristo, Dios y Hombre verdadero…». Rezaba profundamente, con un cierto terror, haciendo en el curso de la oración un recuento mental de su vida, hasta donde se lo permitía la memoria. En el momento de dar la absolución había empezado a apoderarse de su espíritu un humor de desastre.
El alcalde empujó la puerta, gritando: «Juez». La mujer del juez Arcadio apareció en el dormitorio secándose las manos en la falda.
—Tiene dos noches de no venir —dijo.
—Maldita sea —dijo el alcalde—. Ayer no apareció por la oficina. Lo estuve buscando por todos lados para una cuestión urgente y nadie me da razón de él. ¿No tienen idea de dónde puede estar?
—Debe estar donde las putas.
El alcalde salió sin cerrar la puerta. Entró al salón de billar, donde el tocadiscos automático molía una canción sentimental a todo volumen, y fue directamente al compartimiento del fondo, gritando: «Juez». Don Roque, el propietario, interrumpió la operación de envasar botellas de ron en una damajuana. «No está, teniente», gritó. El alcalde pasó al otro lado del cancel. Grupos de hombres jugaban a las cartas. Nadie había visto al juez Arcadio.
—Carajo —dijo el alcalde—. En este pueblo se sabe todo lo que hace todo el mundo, y ahora que necesito al juez nadie sabe dónde se mete.
—Pregúnteselo al que pone los pasquines —dijo don Roque.
—No me jodan con los papelitos —dijo el alcalde.
Tampoco en su oficina estaba el juez Arcadio. Eran las nueve, pero ya el secretario del juzgado descabezaba un sueño en el corredor del patio. El alcalde fue al cuartel de la policía, hizo vestir a tres agentes y los mandó a buscar al juez Arcadio en el salón de baile y en los cuartos de tres mujeres clandestinas conocidas de todo el mundo. Luego salió a la calle sin seguir una dirección determinada. En la peluquería, despatarrado en la silla y con la cara envuelta en una toalla caliente, encontró al juez Arcadio.
—Maldita sea, juez —gritó—, tengo dos días de estar buscándolo.
El peluquero retiró la toalla, y el alcalde vio unos ojos abotagados y el mentón en sombra por la barba de tres días.
—Usted perdido mientras su mujer está pariendo —dijo.
El juez Arcadio saltó de la silla.
—Mierda.
El alcalde rió ruidosamente, empujándolo hacia el espaldar. «No sea pendejo —dijo—. Lo estoy buscando para otra cosa.» El juez Arcadio volvió a estirarse con los ojos cerrados.
—Termine con eso y venga a la oficina —dijo el alcalde—. Lo espero.
Se sentó en el escaño.
—¿Dónde carajo estaba?
—Por ahí —dijo el juez.
El alcalde no frecuentaba la peluquería. Alguna vez había visto el letrero clavado en la pared: Prohibido hablar de política, pero le había parecido natural. Aquella vez, sin embargo, le llamó la atención.
—Guardiola —llamó.
El peluquero limpió la navaja en el pantalón y permaneció en suspenso.
—¿Qué pasa, teniente?
—¿Quién te autorizó a poner eso? —preguntó el alcalde, señalando el aviso.
—La experiencia —dijo el peluquero.
El alcalde rodó un taburete hasta el fondo del salón y se subió en él para desclavar el aviso.
—Aquí el único que tiene derecho a prohibir algo es el Gobierno —dijo—. Estamos en una democracia.
El peluquero volvió al trabajo. «Nadie puede impedir que la gente exprese sus ideas», prosiguió el alcalde, rompiendo el cartón. Echó los pedazos en el canasto de la basura y fue al tocador a lavarse las manos.
—Ya ves, Guardiola —sentenció el juez Arcadio—, lo que te pasa por sapo.
El alcalde buscó al peluquero en el espejo y lo encontró absorto en su trabajo. No lo perdió de vista mientras se secaba las manos.
—La diferencia entre antes y ahora —dijo— es que antes mandaban los políticos y ahora manda el Gobierno.
—Ya lo oíste, Guardiola —dijo el juez Arcadio con la cara embadurnada de espuma.
—Cómo no —dijo el peluquero.
Al salir, empujó al juez Arcadio hacia la oficina. Bajo la llovizna persistente las calles parecían pavimentadas en jabón fresco.
—Siempre he creído que ése es un nido de conspiradores —dijo el alcalde.
—Hablan —dijo el juez Arcadio—; pero de ahí no pasan.
—Lo que me da mala espina es precisamente eso —repuso el alcalde—; que aparecen demasiado mansos.
—En la historia de la humanidad —sentenció el juez— no ha habido un solo peluquero conspirador. En cambio, no ha habido un solo sastre que no lo haya sido.
No soltó el brazo del juez Arcadio mientras no lo instaló en la silla giratoria. El secretario entró bostezando en la oficina, con una hoja de papel escrita a máquina. «Eso es —le dijo al alcalde—; vamos a trabajar.» Se echó la gorra hacia atrás y tomó la hoja.
—¿Qué es esto?
—Es para el juez —dijo el secretario—. Es la lista de las personas a quienes no les han puesto pasquines.
El alcalde buscó al juez Arcadio con una expresión de perplejidad.
—¡Ah, carajo! —exclamó—. De manera que también usted está pendiente de esta vaina.
—Es como leer novelas policíacas —se excusó el juez.
—Es un buen dato —explicó el secretario—: el autor tiene que ser alguno de ésos. ¿No es lógico?
El juez Arcadio le quitó la hoja al alcalde. «Éste es tonto del culo —dijo, dirigiéndose al alcalde. Luego habló al secretario—: Si yo pongo los pasquines, lo primero que hago es poner uno en mi propia casa para quitarme de encima cualquier sospecha.» Y preguntó al alcalde:
—¿No cree usted, teniente?
—Son vainas de la gente —dijo el alcalde— y ellos sabrán cómo se las componen. Nosotros no tenemos por qué sudar esa camisa.
El juez Arcadio rompió la hoja, hizo una bola y la arrojó al patio:
—Por supuesto.
Antes de la respuesta, ya el alcalde había olvidado el incidente. Apoyó la palma de las manos en el escritorio y dijo:
—Bueno, la vaina que quiero que consulte en sus libros es ésta: debido a las inundaciones, la gente del barrio bajo transportó sus casas a los terrenos situados detrás del cementerio, que son de mi propiedad. ¿Qué tengo que hacer en este caso?
El juez Arcadio sonrió.
—Para eso no teníamos necesidad de venir a la oficina —dijo—. Es la cosa más sencilla del mundo: el municipio adjudica los terrenos a los colonos y paga la correspondiente indemnización a quien demuestre poseerlos a justo título.
—Tengo las escrituras —dijo el alcalde.
—Entonces no hay sino que nombrar peritos para que hagan el avalúo —dijo el juez—. El municipio paga.
—Puede nombrarlos usted mismo.
El alcalde caminó hacia la puerta ajustándose la funda del revólver. Viéndolo alejarse, el juez Arcadio pensó que la vida no es más que una continua sucesión de oportunidades para sobrevivir.
—No hay que ponerse nervioso por una cuestión tan simple —sonrió.
—No estoy nervioso —dijo el alcalde seriamente—; pero no deja de ser una vaina.
—Desde luego, tiene que nombrar antes al personero —intervino el secretario.
El alcalde se dirigió al juez.
—¿Es cierto?
—En estado de sitio no es absolutamente indispensable —dijo el juez—; pero, desde luego, la posición suya sería más limpia si interviniera un personero en el negocio, dada la casualidad de que usted es el dueño de los terrenos en litigio.
—Entonces hay que nombrarlo —dijo el alcalde.
El señor Benjamín cambió el pie en la plataforma sin retirar la vista de los gallinazos que se disputaban una tripa en la mitad de la calle. Observó los movimientos difíciles de los animales, engolados y ceremoniosos como bailando una danza antigua, y admiró la fidelidad representativa de los hombres que se disfrazan de gallinazos el domingo de quincuagésima. El muchacho sentado a sus pies untó óxido de zinc en el otro zapato y golpeó de nuevo en la caja para ordenar un cambio de pie en la plataforma.
El señor Benjamín, que en otra época vivió de escribir memoriales, no se daba prisa para nada. El tiempo tenía una velocidad imperceptible dentro de esa tienda que él se había ido comiendo centavo a centavo, hasta reducirla a un galón de petróleo y un mazo de velas de sebo.
—Aunque llueva sigue haciendo calor —dijo el muchacho.
El señor Benjamín no estuvo de acuerdo. Vestía de lino intachable. El muchacho, en cambio, tenía la espalda empapada.
—El calor es una cuestión mental —dijo el señor Benjamín—. Todo consiste en no ponerle atención.
El muchacho no hizo comentarios. Dio otro golpe en la caja y un momento después el trabajo estaba concluido. En el interior de su lúgubre tienda de armarios desocupados, el señor Benjamín se puso el saco. Luego se puso un sombrero de paja tejida, atravesó la calle protegiéndose de la llovizna con el paraguas, llamó a la ventana de la casa de enfrente. Por la portezuela entreabierta asomó una muchacha de cabellos de un negro intenso y la piel muy pálida.
—Buenos días, Mina —dijo el señor Benjamín—. ¿Todavía no vas a almorzar?
Ella dijo que no y acabó de abrir la ventana. Estaba sentada frente a un cesto grande lleno de alambres cortados y papeles de colores. Tenía en el regazo un ovillo de hilo, unas tijeras y un ramo de flores artificiales sin terminar. Un disco cantaba en la ortofónica.
—Me haces el favor de echarle un ojo a la tienda mientras vuelvo —dijo el señor Benjamín.
—¿Se demora?
El señor Benjamín estaba pendiente del disco.
—Voy hasta la dentistería —dijo—. Antes de media hora estoy aquí.
—Ah, bueno —dijo Mina—; la ciega no quiere que me dilate en la ventana.
El señor Benjamín dejó de escuchar el disco. «Todas las canciones de ahora son la misma cosa», comentó. Mina levantó una flor terminada al extremo de un largo tallo de alambre forrado en papel verde. La hizo girar con los dedos, fascinada por la perfecta correspondencia entre el disco y la flor.
—Usted es enemigo de la música —dijo.
Pero el señor Benjamín se había ido, caminando en puntillas para no espantar a los gallinazos. Mina no reanudó el trabajo mientras no lo vio llamar en la dentistería.
—A mi modo de ver —dijo el dentista, abriendo la puerta— el camaleón tiene la sensibilidad en los ojos.
—Es posible —admitió el señor Benjamín—. ¿Pero esto a qué viene?
—Acabo de oír en el radio que los camaleones ciegos no cambian de color —dijo el dentista.
Después de colocar el paraguas abierto en el rincón, el señor Benjamín colgó de un mismo clavo el saco y el sombrero y ocupó la silla. El dentista batía en el mortero una pasta rosada.
—Se cuentan muchas cosas —dijo el señor Benjamín.
No sólo en ese instante, sino en cualquier circunstancia, hablaba con una inflexión misteriosa.
—¿Sobre los camaleones?
—Sobre todo el mundo.
El dentista se acercó a la silla con la pasta terminada para tomar la impresión. El señor Benjamín se quitó la desportillada dentadura postiza, la envolvió en un pañuelo y la puso en la repisa de vidrio junto a la silla. Sin dientes, con sus hombros estrechos y sus miembros escuálidos, tenía algo de santo. Después de ajustarle la pasta al paladar, el dentista le hizo cerrar la boca.
—Así es —dijo, mirándole a los ojos—. Soy un cobarde.
El señor Benjamín trató de alcanzar una inspiración profunda, pero el dentista le mantuvo la boca cerrada. «No —replicó interiormente—. No es eso.» Sabía, como todo el mundo, que el dentista había sido el único sentenciado a muerte que no abandonó su casa. Le habían perforado las paredes a tiros, le habían puesto un plazo de 24 horas para salir del pueblo, pero no consiguieron quebrantarlo. Había trasladado el gabinete a una habitación interior, y trabajó con el revólver al alcance de la mano, sin perder los estribos, hasta cuando pasaron los largos meses de terror.
Mientras duró la operación, el dentista vio asomar varias veces a los ojos del señor Benjamín una misma respuesta expresada en diferentes grados de angustia. Pero le mantuvo la boca cerrada, en espera de que secara la pasta. Luego desprendió la impresión.
—No me refería a eso —se desahogó el señor Benjamín—. Me refería a los pasquines.
—Ah —dijo el dentista—. De manera que tú también estás pendiente de eso.
—Es un síntoma de descomposición social —dijo el señor Benjamín.
Se había vuelto a poner la dentadura postiza, e iniciaba el meticuloso proceso de ponerse el saco.
—Es un síntoma de que todo se sabe, tarde o temprano —dijo el dentista con indiferencia. Miró el cielo turbio a través de la ventana, y propuso—: Si quieres, espérate a que escampe.
El señor Benjamín se colgó el paraguas en el brazo. «La tienda está sola», dijo, observando a su vez el nubarrón cargado de lloviznas. Se despidió con el sombrero.
—Y quítate esa idea de la cabeza, Aurelio —dijo desde la puerta—. Nadie tiene derecho a pensar que eres un cobarde porque le hayas sacado una muela al alcalde.
—En ese caso —dijo el dentista—, espérate un segundo.
Avanzó hasta la puerta y le dio al señor Benjamín una hoja doblada.
—Léela, y hazla circular.
El señor Benjamín no tuvo necesidad de desdoblar la hoja para saber de qué se trataba. Lo miró con la boca abierta.
—¿Otra vez?
El dentista afirmó con la cabeza, y permaneció en la puerta, hasta cuando el señor Benjamín salió.
A las doce su mujer lo llamó a almorzar. Ángela, su hija de 20 años, zurcía medias en el comedor amueblado de un modo simple y pobre, con cosas que parecían haber sido viejas desde su origen. Sobre el pasamanos de madera que daba hacia el patio, había una hilera de potes pintados de rojo con plantas medicinales.
—El pobre Benjamincito —dijo el dentista en el momento de ocupar su puesto en la mesa circular—está pendiente de los pasquines.
—Todo el mundo está pendiente —dijo su mujer.
—Las Tovar se van del pueblo —intervino Ángela.
La madre recibió los platos para servir la sopa. «Están vendiendo todo a la carrera», dijo. Al aspirar el cálido aroma de la sopa, el dentista se sintió ajeno a las preocupaciones de su mujer.
—Volverán —dijo—. La vergüenza tiene mala memoria.
Soplando en la cuchara antes de tomar la sopa, esperó el comentario de su hija, una muchacha de aspecto un poco árido, como él, cuya mirada exhalaba sin embargo una rara vivacidad. Pero ella no respondió a su espera. Habló del circo. Dijo que había un hombre que cortaba a su mujer por la mitad con un serrucho, un enano que cantaba con la cabeza metida en la boca de un león y un trapecista que hacía el triple salto mortal sobre una plataforma de cuchillos. El dentista la escuchó, comiendo en silencio. Al final prometió que esa noche, si no llovía, irían todos al circo.
En el dormitorio, mientras colgaba la hamaca para la siesta, comprendió que la promesa no había cambiado el humor de su mujer. También ella estaba dispuesta a abandonar el pueblo si les ponían un pasquín.
El dentista la escuchó sin sorpresa. «Sería gracioso —dijo— que no hubieran podido sacarnos a bala y nos sacaran con un papel pegado en la puerta.» Se quitó los zapatos y se metió en la hamaca con las medias puestas, tranquilizándola:
—Pero no te preocupes, que no hay el menor peligro de que lo pongan.
—No respetan a nadie —dijo la mujer.
—Depende —dijo el dentista—; conmigo saben que la cosa es a otro precio.
La mujer se extendió en la cama con un aire de infinito cansancio.
—Si por lo menos supieras quién los pone.
—El que los pone lo sabe —dijo el dentista.
El alcalde solía pasar días enteros sin comer. Simplemente lo olvidaba. Su actividad, febril en ocasiones, era tan irregular como las prolongadas épocas de ocio y aburrimiento en que vagaba por el pueblo sin propósito alguno, o se encerraba en la oficina blindada, inconsciente del transcurso del tiempo. Siempre solo, siempre un poco al garete, no tenía una afición especial, ni recordaba una época pautada por costumbres regulares. Sólo impulsado por un apremio irresistible aparecía en el hotel a cualquier hora y comía lo que le sirvieran.
Aquel día almorzó con el juez Arcadio. Siguieron juntos toda la tarde, hasta cuando estuvo legalizada la venta de los terrenos. Los peritos cumplieron con su deber. El personero, nombrado con carácter de interinidad, desempeñó su cargo durante dos horas. Poco después de las cuatro, al entrar al salón de billar, ambos parecían venir de regreso de una penosa incursión por el porvenir.
—Así que hemos terminado —dijo el alcalde, sacudiéndose la palma de las manos.
El juez Arcadio no le puso atención. El alcalde lo vio buscando a ciegas un banquillo en el mostrador, y le dio un analgésico.
—Un vaso de agua —ordenó a don Roque.
—Una cerveza helada —corrigió el juez Arcadio, con la frente apoyada en el mostrador.
—O una cerveza helada —rectificó el alcalde, poniendo el dinero sobre el mostrador—. Se la ganó trabajando como un hombre.
Después de tomar la cerveza, el juez Arcadio se frotó el cuero cabelludo con los dedos. El establecimiento se agitaba en un aire de fiesta, esperando el desfile del circo.
El alcalde lo vio desde el salón de billar. Sacudida por los cobres y latas de la banda, pasó primero una muchacha con un traje plateado, sobre un elefante enano de orejas como hojas de malanga. Detrás pasaron los payasos y los trapecistas. Había escampado por completo y los últimos soles empezaban a calentar la tarde lavada. Cuando cesó la música para que el hombre de los zancos leyera el anuncio, el pueblo entero pareció elevarse de la tierra en un silencio de milagro.
El padre Ángel, que vio el desfile desde su despacho, llevó el ritmo de la música con la cabeza. Aquel bienestar rescatado de la infancia lo acompañó durante la comida y luego en la primera noche, hasta cuando terminó de controlar el ingreso al cine y se encontró de nuevo consigo mismo en el dormitorio. Después de rezar, permaneció en un éxtasis quejumbroso en la mecedora de mimbre, sin darse cuenta de cuándo dieron las nueve ni de cuándo se apagó el parlante del cine y quedó en su lugar la nota de un sapo. De allí fue a la mesa de trabajo a escribir un llamado al alcalde.
En uno de los puestos de honor del circo, que había ocupado a instancias del empresario, el alcalde presenció el número inicial de los trapecios y una salida de los payasos. Luego apareció Casandra, vestida de terciopelo negro y con los ojos vendados, ofreciéndose para adivinar el pensamiento a los asistentes. El alcalde huyó. Hizo una ronda de rutina por el pueblo y a las diez fue al cuartel de la policía.
Allí lo esperaba, en papel de esquela y con la letra muy compuesta, el llamado del padre Ángel. Le alarmó el formalismo de la solicitud.
El padre Ángel empezaba a desvestirse cuando el alcalde llamó a la puerta. «Caramba —dijo el párroco—. No lo esperaba tan pronto.» El alcalde se descubrió antes de entrar.
—Me gusta contestar las cartas —sonrió.
Lanzó la gorra, haciéndola girar como un disco, en la mecedora de mimbre. Bajo el tinajero había varias botellas de gaseosa puestas a refrescar en el agua del lebrillo. El padre Ángel retiró una.
—¿Se toma una limonada?
El alcalde aceptó.
—Lo he molestado —dijo el párroco, yendo directamente a sus propósitos— para manifestarle mi preocupación por su indiferencia ante los pasquines.
Lo dijo de un modo que habría podido interpretarse como una broma, pero el alcalde lo entendió al pie de la letra. Se preguntó, perplejo, cómo la preocupación por los pasquines había podido arrastrar al padre Ángel hasta ese punto.
—Es extraño, padre, que también usted esté pendiente de eso.
El padre Ángel registraba las gavetas de la mesa en busca del destapador.
—No son los pasquines en sí mismos lo que me preocupa —dijo un poco ofuscado, sin saber qué hacer con la botella—. Lo que me preocupa es, digámoslo así, un cierto estado de injusticia que hay en todo esto.
El alcalde le quitó la botella y la destapó en la herradura de su bota, con una habilidad de la mano izquierda que llamó la atención del padre Ángel. Lamió en el cuello de la botella la espuma desbordada.
—Hay una vida privada —inició, sin conseguir una conclusión—. En serio, padre, no veo qué podría hacerse.
El padre se instaló en la mesa de trabajo. «Debía saberlo —dijo—. Al fin y al cabo no es nada nuevo para usted.» Recorrió la habitación con una mirada imprecisa y dijo en otro tono:
—Sería cuestión de hacer algo antes del domingo.
—Hoy es jueves —precisó el alcalde.
—Me doy cuenta del tiempo —replicó el padre. Y agregó, con un recóndito impulso—: Pero tal vez no sea demasiado tarde para que usted cumpla con su deber.
El alcalde trató de torcerle el cuello a la botella. El padre Ángel lo vio pasearse de un extremo a otro del cuarto, aplomado y esbelto, sin ningún signo de madurez física, y experimentó un definido sentimiento de inferioridad.
—Como usted ve —reafirmó— no se trata de nada excepcional.
Dieron las once en la torre. El alcalde esperó hasta cuando se disolvió la última resonancia y entonces se inclinó frente al padre, con las manos apoyadas en la mesa. Su rostro tenía la misma ansiedad reprimida que había de revelar la voz.
—Mire una cosa, padre —comenzó—: el pueblo está tranquilo, la gente empieza a tener confianza en la autoridad. Cualquier manifestación de fuerza en estos momentos sería un riesgo demasiado grande para una cosa sin mayor importancia.
El padre Ángel aprobó con la cabeza. Trató de explicarse:
—Me refiero, de un modo general, a ciertas medidas de autoridad.
—En todo caso —prosiguió el alcalde sin cambiar de actitud—, yo tomo en cuenta las circunstancias. Usted lo sabe: ahí tengo seis agentes encerrados en el cuartel, ganando sueldo sin hacer nada. No he conseguido que los cambien.
—Ya lo sé —dijo el padre Ángel—. No lo culpo de nada.
—En la actualidad —el alcalde proseguía con vehemencia sin ocuparse de las interrupciones— para nadie es un secreto que tres de ellos son criminales comunes, sacados de las cárceles y disfrazados de policías. Como están las cosas, no voy a correr el riesgo de echarlos a la calle a cazar un fantasma.
El padre Ángel se abrió de brazos.
—Claro, claro —reconoció con decisión—. Eso, desde luego, está fuera de todo cálculo. ¿Pero por qué no recurre, por ejemplo, a los buenos ciudadanos?
El alcalde se estiró, bebiendo de la botella a sorbos desganados. Tenía el pecho y la espalda empapados de sudor. Dijo:
—Los buenos ciudadanos, como usted dice, están muertos de risa de los pasquines.
—No todos.
—Además, no es justo alarmar a la gente por una cosa que al fin y al cabo no vale la pena. Francamente, padre —concluyó de buen humor—, hasta esta noche no se me había ocurrido pensar que usted y yo tuviéramos algo que ver con esa vaina.
El padre Ángel asumió una actitud maternal. «Hasta cierto punto, sí», replicó iniciando una laboriosa justificación, en la que ya se encontraban párrafos maduros del sermón que había empezado a ordenar mentalmente desde el día anterior en el almuerzo de la viuda de Asís.
—Se trata, si así puede decirse —culminó—, de un caso de terrorismo en el orden moral.
El alcalde sonrió con franqueza. «Bueno, bueno —casi lo interrumpió—. Tampoco es para meterle filosofía a los papelitos, padre.» Abandonando en la mesa la botella sin terminar, transigió de su mejor talante:
—Si usted me pone las cosas de ese tamaño, habrá que ver qué se hace.
El padre Ángel se lo agradeció. No era nada grato, según reveló, subir al púlpito el domingo con una preocupación como aquélla. El alcalde había tratado de comprenderlo. Pero se daba cuenta de que era demasiado tarde y estaba haciendo trasnochar al párroco.