El redoblante reapareció como un espectro del pasado. Estalló frente al salón de billar, a las diez de la mañana, y sostuvo al pueblo en equilibrio en su puro centro de gravedad, hasta cuando se batieron las tres advertencias enérgicas del final y se restableció la zozobra.

—¡La muerte! —exclamó la viuda de Montiel, viendo abrirse puertas y ventanas y surgir la gente de todas partes hacia la plaza—. ¡Ha llegado la muerte!

Repuesta de la impresión inicial, abrió las cortinas del balcón y observó el tumulto en torno al agente de policía que se disponía a leer el bando. Había en la plaza un silencio demasiado grande para la voz del pregonero. A pesar de la atención con que trató de escuchar, poniéndose la mano en pantalla detrás de la oreja, la viuda de Montiel sólo logró entender dos palabras.

Nadie pudo darle la razón en la casa. El bando había sido leído con el mismo ritual autoritario de siempre, un nuevo orden reinaba en el mundo y ella no encontraba nadie que lo hubiera entendido. La cocinera se alarmó de su palidez.

—¿Qué era el bando?

—Eso es lo que estoy tratando de averiguar, pero nadie sabe nada. Por supuesto —añadió la viuda—, desde que el mundo es mundo el bando no ha traído nunca nada bueno.

Entonces la cocinera salió a la calle y regresó con los pormenores. A partir de esa noche, y hasta cuando cesaran las causas que lo motivaron, se restablecía el toque de queda. Nadie podría salir a la calle después de las ocho, y hasta las cinco de la mañana, sin un salvoconducto firmado y sellado por el alcalde. La policía tenía orden de dar tres veces la voz de alto a toda persona que encontrara en la calle y si no era obedecida tenía orden de disparar. El alcalde organizaría rondas de civiles, designados por él mismo para colaborar con la policía en la vigilancia nocturna.

Mordisqueándose las uñas, la viuda de Montiel preguntó cuáles eran las causas de la medida.

—No lo escribieron en el bando —contestó la cocinera—, pero todo el mundo lo dice: los pasquines.

—El corazón me lo había dicho —exclamó la viuda aterrorizada—. La muerte está cebada en este pueblo.

Hizo llamar al señor Carmichael. Obedeciendo a una fuerza más antigua y madura que un impulso, ordenó sacar del depósito y llevar al dormitorio el baúl de cuero con clavos de cobre que compró José Montiel para su único viaje, un año antes de morir. Sacó del armario unos pocos trajes, ropa interior y zapatos, y ordenó todo en el fondo. Al hacerlo, empezaba a experimentar la sensación de absoluto reposo con que tantas veces había soñado, imaginándose lejos de ese pueblo y esa casa, en un cuarto con un fogón y una terracita con cajones para cultivar orégano, donde sólo ella tuviera derecho a acordarse de José Montiel, y fuera su única preocupación esperar la tarde de los lunes para leer las cartas de sus hijas.

Había guardado apenas la ropa indispensable; el estuche de cuero con las tijeras, el esparadrapo y el frasquito de yodo y las cosas de coser y luego la caja de zapatos con el rosario y los libros de oraciones, y ya la atormentaba la idea de que llevaba más cosas de las que Dios le podía perdonar. Entonces metió el san Rafael de yeso en una media, lo ajustó cuidadosamente entre sus trapos y echó llave al baúl.

Cuando llegó el señor Carmichael la encontró con sus ropas más modestas. Aquel día, como un signo promisorio, el señor Carmichael no llevaba el paraguas. Pero la viuda no lo advirtió. Sacó del bolsillo todas las llaves de la casa, cada una con el indicativo escrito a máquina en un cartoncito, y se las entregó diciendo:

—Pongo en sus manos el pecaminoso mundo de José Montiel. Haga con él lo que le dé la gana.

El señor Carmichael había temido ese instante desde hacía mucho tiempo.

—Quiere decir —tanteó— que usted desea irse para alguna parte mientras pasan estas cosas.

La viuda replicó con una voz reposada, pero de un modo rotundo:

—Me voy para siempre.

El señor Carmichael, sin demostrar su alarma, le hizo una síntesis de la situación. La herencia de José Montiel no había sido liquidada. Muchos de los bienes adquiridos de cualquier manera y sin tiempo para cumplir formalidades se encontraban en una situación legal indefinida. Mientras no se pusiera orden en aquella fortuna caótica de la cual el propio José Montiel no tuvo en sus últimos años una noción aproximada era imposible liquidar la sucesión. El hijo mayor, en su puesto consular de Alemania, y sus dos hijas, fascinadas por los delirantes mercados de carne de París, tenían que regresar o nombrar apoderados para hacer valer sus derechos. Antes, nada podía venderse.

La momentánea iluminación de aquel laberinto, donde estaba perdida desde hacía dos años, no consiguió esta vez conmover a la viuda de Montiel.

—No importa —insistió—. Mis hijos son felices en Europa y no tienen nada que hacer en este país de salvajes, como ellos dicen. Si usted quiere, señor Carmichael, haga un solo rollo con todo lo que encuentre en esta casa y écheselo a los puercos.

El señor Carmichael no la contrarió. Con el pretexto de que, de todos modos, había que preparar algunas cosas para el viaje, salió en busca del médico.

—Ahora vamos a ver, Guardiola, en qué consiste tu patriotismo.

El peluquero y el grupo de hombres que conversaba en la peluquería reconocieron al alcalde antes de verlo en la puerta. «Y también el de ustedes —prosiguió señalando a los dos más jóvenes—. Esta noche tendrán el fusil que tanto han deseado, a ver si son tan desgraciados que lo voltean contra nosotros.» Era imposible confundir el tono cordial de sus palabras.

—Más bien una escoba —replicó el peluquero—. Para cazar brujas, no hay mejor fusil que una escoba.

Ni siquiera lo miró. Estaba afeitando la nuca del primer cliente de la mañana, y no tomaba en serio al alcalde. Sólo cuando lo vio averiguando quiénes del grupo eran reservistas y estaban por tanto en capacidad de operar un fusil, comprendió el peluquero que en efecto era uno de los escogidos.

—¿Es cierto, teniente, que nos va a poner en esa vaina? —preguntó.

—Ah, carajo —contestó el alcalde—. Se pasan la vida cuchicheando por un fusil y ahora que lo tienen no pueden creerlo.

Se paró detrás del peluquero, desde donde podía dominar en el espejo a todo el grupo. «En serio —dijo, cambiando a un tono autoritario—. Esta tarde, a las seis, los reservistas de primera clase se presentan en el cuartel.» El peluquero lo enfrentó desde el espejo.

—¿Y si me da una pulmonía? —preguntó.

—Te la curamos en la cárcel —respondió el alcalde.

El tocadiscos del salón de billar destorcía un bolero sentimental. El salón estaba vacío, pero en algunas mesas había botellas y vasos a medio consumir.

—Ahora sí —dijo don Roque, viendo entrar al alcalde— se acabó de componer esta vaina. Hay que cerrar a las siete.

El alcalde siguió directamente hasta el fondo del salón, donde también las mesitas de jugar a las cartas estaban desocupadas. Abrió la puerta del orinal, echó una mirada en el depósito, y luego regresó al mostrador. Pasando junto a la mesa de billar, levantó inesperadamente el paño que la cubría, diciendo:

—Bueno, dejen de ser pendejos.

Dos muchachos salieron de debajo de la mesa, sacudiéndose el polvo de los pantalones. Uno de ellos estaba pálido. El otro, más joven, tenía las orejas encendidas. El alcalde los empujó suavemente hacia las mesitas de la entrada.

—Entonces ya saben —les dijo—: a las seis de la tarde en el cuartel.

Don Roque seguía detrás del mostrador.

—Con esta vaina —dijo— habrá que dedicarse al contrabando.

—Es por dos o tres días —dijo el alcalde.

El propietario del salón de cine lo alcanzó en la esquina. «Esto era lo último que me faltaba —gritó—. Después de los doce toques de campanas, un toque de corneta.» El alcalde le dio una palmadita en el hombro y trató de pasar de largo.

—Voy a expropiarlo —dijo.

—No puede —replicó el propietario—. El cine no es un servicio público.

—En estado de sitio —dijo el alcalde— hasta el cine se puede declarar servicio público.

Sólo entonces dejó de sonreír. Saltó de dos en dos los escalones del cuartel y al llegar al primer piso se abrió de brazos y volvió a reír.

—¡Mierda! —exclamó—. ¿Usted también?

Derrumbado en una silla plegadiza, con la negligencia de un monarca oriental, estaba el empresario del circo. Fumaba extasiado en una pipa de lobo de mar. Como si fuera él quien se encontrara en casa propia, hizo al alcalde una seña para que se sentara:

—Vamos a hablar de negocios, teniente.

El alcalde rodó un asiento y se sentó frente a él. Sosteniendo la pipa con la mano empedrada de colores, el empresario hizo un signo enigmático.

—¿Se puede hablar con absoluta franqueza?

El alcalde le hizo una seña de que podía.

—Lo supe desde cuando le vi afeitándose —dijo el empresario—. Pues bien: yo que estoy acostumbrado a conocer a la gente, sé que ese toque de queda, para usted…

El alcalde lo examinaba con un definido propósito de entretenimiento.

—… en cambio para mí, que ya tengo hechos los gastos de instalación y debo alimentar a diecisiete personas y nueve fieras, es simplemente el desastre.

—¿Y entonces?

—Propongo —respondió el empresario— que ponga el toque de queda a las once y repartamos entre los dos las ganancias de la función nocturna.

El alcalde siguió sonriendo sin cambiar de posición en la silla.

—Supongo —dijo— que no le costó mucho trabajo encontrar en el pueblo quien le dijera que soy un ladrón.

—Es un negocio legítimo —protestó el empresario.

No se dio cuenta en qué momento asumió el alcalde una expresión grave.

—Hablamos el lunes —dijo el teniente de un modo impreciso.

—El lunes tendré empeñado el pellejo —replicó el empresario—. Somos muy pobres.

El alcalde lo llevó hacia la escalera con palmaditas suaves en la espalda. «No me lo cuente a mí —dijo—. Conozco el negocio.» Ya junto a la escalera, dijo en un tono consolador:

—Mándeme a Casandra esta noche.

El empresario trató de volverse, pero la mano en su espalda ejercía una presión decidida.

—Por supuesto —dijo—. Eso se da por descontado.

—Mándemela —insistió el alcalde—, y hablaremos mañana.

El señor Benjamín empujó con la punta de los dos dedos la puerta alambrada, pero no entró en la casa. Exclamó con una secreta exasperación:

—Las ventanas, Nora.

Nora de Jacob —madura y grande— con el cabello cortado como el de un hombre, yacía frente al ventilador eléctrico en la sala en penumbra. Esperaba al señor Benjamín para almorzar. Al oír la llamada, se incorporó trabajosamente y abrió las cuatro ventanas sobre la calle. Un chorro de calor entró en la sala de baldosas con un mismo pavo real anguloso, indefinidamente repetido, y muebles forrados con telas de flores. En cada detalle se observaba un lujo pobre.

—¿Qué hay de cierto —preguntó— en lo que dice la gente?

—Se dicen tantas cosas.

—Sobre la viuda de Montiel —precisó Nora de Jacob—. Andan diciendo que se volvió loca.

—Para mí que está loca desde hace mucho tiempo —dijo el señor Benjamín. Y agregó con un cierto desencanto—: Así es: esta mañana trató de tirarse por el balcón.

La mesa, enteramente visible desde la calle, estaba preparada con un servicio en cada extremo. «Castigo de Dios», dijo Nora de Jacob batiendo palmas para que sirvieran el almuerzo. Llevó el ventilador eléctrico al comedor.

—La casa está llena de gente desde esta mañana —dijo el señor Benjamín.

—Es una buena oportunidad de verla por dentro —replicó Nora de Jacob.

Una niña negra, con la cabeza llena de nudos colorados, llevó a la mesa la sopa hirviendo. El olor del pollo invadió el comedor y la temperatura se hizo intolerable. El señor Benjamín se ajustó la servilleta al cuello, diciendo: «Salud». Trató de tomar con la cuchara ardiente.

—Sóplala y no seas necio —dijo ella impaciente—. Además tienes que quitarte el saco. Tus escrúpulos de no entrar a la casa con las ventanas cerradas nos van a matar de calor.

—Ahora es más indispensable que nunca —dijo él—. Nadie podrá decir que no ha visto desde la calle todos mis movimientos cuando estoy en tu casa.

Ella descubrió su espléndida sonrisa ortopédica, con una encía de lacre para sellar documentos. «No seas ridículo —exclamó—. Por mí pueden decir lo que quieran.» Cuando pudo tomar la sopa, siguió hablando en las pausas:

—Podría preocuparme, eso sí, lo que dijeran de Mónica —concluyó, refiriéndose a su hija de 15 años que no había venido de vacaciones desde cuando se fue por primera vez al colegio—. Pero de mí no pueden decir más de lo que ya sabe todo el mundo.

El señor Benjamín no le dirigió esta vez su habitual mirada de desaprobación. Tomaban la sopa en silencio, separados por los dos metros de la mesa, la distancia más corta que él hubiera querido permitirse jamás, sobre todo en público. Cuando ella estaba en el colegio, veinte años antes, él le escribía unas cartas largas y convencionales que ella contestaba con papelitos apasionados. En unas vacaciones, durante un paseo campestre, Néstor Jacob, completamente borracho, la arrastró por el cabello a un extremo del corral y se le declaró sin alternativas: «Si no te casas conmigo te pego un tiro». Se casaron al fin de las vacaciones. Diez años después se habían separado.

—De todos modos —dijo el señor Benjamín—no hay que estimular con puertas cerradas la imaginación de la gente.

Se puso en pie al terminar el café. «Me voy —dijo—. Mina debe estar desesperada.» Desde la puerta, poniéndose el sombrero, exclamó:

—Esta casa está ardiendo.

—Te lo estoy diciendo —dijo ella.

Esperó hasta cuando lo vio despedirse, con una especie de bendición, desde la última ventana. Luego llevó el ventilador al dormitorio, cerró la puerta y se desvistió por completo. Por último, como todos los días después del almuerzo, fue al baño contiguo y se sentó en el inodoro, sola con su secreto.

Cuatro veces por día veía pasar a Néstor Jacob frente a la casa. Todo el mundo sabía que estaba instalado con otra mujer, que tenía cuatro hijos con ella y que se le consideraba como un padre ejemplar. Varias veces, en los últimos años, había pasado con los niños frente a la casa, pero nunca con la mujer. Ella lo había visto enflaquecer, hacerse viejo y pálido, y convertirse en un extraño cuya intimidad de otro tiempo le resultaba inconcebible. A veces, durante las siestas solitarias, había vuelto a desearlo de un modo apremiante: no como lo veía pasar frente a la casa, sino como era en la época que precedió al nacimiento de Mónica, cuando todavía su amor breve y convencional no se le había hecho intolerable.

El juez Arcadio durmió hasta el mediodía. Así que no tuvo noticia del bando sino al llegar a la oficina. Su secretario, en cambio, estaba alarmado desde las ocho, cuando el alcalde le pidió que redactara el decreto.

—De todos modos —reflexionó el juez Arcadio después de enterarse de los pormenores— está concebido en términos drásticos. No era necesario.

—Es el mismo decreto de siempre.

—Así es —admitió el juez—. Pero las cosas han cambiado, y es preciso que cambien también los términos. La gente debe estar asustada.

Sin embargo, según lo comprobó más tarde jugando a las cartas en el salón de billar, el temor no era el sentimiento predominante. Había más bien una sensación de victoria colectiva por la confirmación de lo que estaba en la conciencia de todos: las cosas no habían cambiado. El juez Arcadio no pudo eludir al alcalde cuando abandonaba el salón de billar.

—Así que los pasquines no valían la pena —le dijo—. La gente está feliz.

El alcalde lo tomó del brazo. «No se está haciendo nada contra la gente —dijo—. Es una cuestión de rutina.» El juez Arcadio se desesperaba con aquellas conversaciones ambulantes. El alcalde marchaba con paso resuelto, como si anduviera en diligencias urgentes, y después de mucho andar se daba cuenta de que no iba para ninguna parte.

—Esto no va a durar toda la vida —prosiguió—. De aquí al domingo tendremos en la jaula al gracioso de los papelitos. No sé por qué se me pone que es una mujer.

El juez Arcadio no lo creía. A pesar de la negligencia con que asimilaba las informaciones de su secretario, había llegado a una conclusión general: los pasquines no eran obra de una sola persona. No parecían obedecer a un plan concertado. Algunos, en los últimos días, presentaban una nueva modalidad: eran dibujos.

—Puede que no sea un hombre ni una mujer —concluyó el juez Arcadio—. Puede que sean distintos hombres y distintas mujeres, actuando cada uno por su cuenta.

—No me complique las cosas, juez —dijo el alcalde—. Usted debía saber que en toda vaina, aunque intervengan muchas personas, hay siempre un culpable.

—Eso lo dijo Aristóteles, teniente —replicó el juez Arcadio. Y agregó convencido—: De todos modos, la medida me parece disparatada. Simplemente, quienes los ponen esperarán hasta que pase el toque de queda.

—No importa —dijo el alcalde—; al fin y al cabo hay que preservar el principio de autoridad.

Los reclutas habían empezado a concentrarse en el cuartel. El pequeño patio de altos muros de concreto, jaspeados de sangre seca y con impactos de proyectiles, recordaba los tiempos en que no era suficiente la capacidad de las celdas y se ponían los presos a la intemperie. Aquella tarde, los agentes desarmados vagaban en calzoncillos por los corredores.

—Rovira —gritó el alcalde desde la puerta—. Tráigales algo de beber a estos muchachos.

El agente empezó a vestirse.

—¿Ron? —preguntó.

—No seas bruto —gritó el alcalde, de paso hacia la oficina blindada—. Algo helado.

Los reclutas fumaban sentados en torno al patio. El juez Arcadio los observó desde la baranda del segundo piso.

—¿Son voluntarios?

—Imagínese —dijo el alcalde—. Tuve que sacarlos de debajo de las camas, como si fueran para el cuartel.

El juez no encontró una sola cara desconocida.

—Pues parecen reclutados por la oposición —dijo.

Las pesadas puertas de acero de la oficina exhalaron al abrirse un aliento helado. «Quiere decir que son buenos para la pelea», sonrió el alcalde, después de encender las luces de la fortaleza privada. En un extremo había un catre de campaña, una jarra de cristal con un vaso sobre un asiento, y una bacinilla debajo del catre. Recostados contra las desnudas paredes de concreto había fusiles y ametralladoras de mano. La pieza no tenía más ventilación que las estrechas y altas claraboyas desde donde se dominaba el puerto y las dos calles principales. En el otro extremo estaba el escritorio junto a la caja fuerte.

El alcalde operó la combinación.

—Y eso no es nada —dijo—; a todos les voy a dar fusiles.

Detrás de ellos entró el agente. El alcalde le dio varios billetes, diciendo: «Traiga también dos paquetes de cigarrillos para cada uno». Cuando volvieron a estar solos, se dirigió de nuevo al juez Arcadio.

—¿Cómo le parece la vaina?

El juez respondió pensativo:

—Un riesgo inútil.

—La gente se quedará con la boca abierta —dijo el alcalde—. Me parece, además, que estos pobres muchachos no sabrán qué hacer con los fusiles.

—Tal vez estén desconcertados —admitió el juez—, pero eso dura poco.

Hizo un esfuerzo para reprimir la sensación de vacío en el estómago. «Tenga cuidado, teniente —reflexionó—. No sea que lo eche todo a perder.» El alcalde lo sacó de la oficina con un gesto enigmático.

—No sea pendejo, juez —le sopló al oído—. Sólo tendrán cartuchos de fogueo.

Cuando bajaron al patio las luces estaban encendidas. Los reclutas tomaban gaseosas bajo las sucias bombillas eléctricas contra las cuales se estrellaban los moscardones. Paseándose de un extremo al otro del patio, donde permanecían algunos pozos de lluvia estancada, el alcalde les explicó con un tono paternal en qué consistía su misión de esa noche: serían apostados en parejas en las principales esquinas con orden de disparar contra cualquier persona, hombre o mujer, que desobedeciera las tres voces de alto. Les recomendó valor y prudencia. Después de la medianoche se les llevaría de comer. El alcalde esperaba, con el favor de Dios, que todo transcurriera sin contratiempos, y que el pueblo supiera apreciar aquel esfuerzo de las autoridades en favor de la paz social.

El padre Ángel se levantaba de la mesa cuando empezaron a sonar las ocho en la torre. Apagó la luz del patio, pasó el cerrojo, e hizo la señal de la cruz sobre el breviario: «En el nombre de Dios». En un patio remoto cantó un alcaraván. Dormitando al fresco del corredor junto a las jaulas tapadas con trapos oscuros, la viuda de Asís oyó la segunda campanada, y sin abrir los ojos preguntó: «¿Ya entró Roberto?». Una sirvienta acurrucada contra el quicio contestó que estaba acostado desde las siete. Un poco antes, Nora de Jacob había bajado el volumen del radio y se extasiaba en una música tenue que parecía venir de un lugar confortable y limpio. Una voz demasiado distante para parecer real gritó un nombre en el horizonte, y empezaron a ladrar los perros.

El dentista no había acabado de escuchar las noticias. Recordando que Ángela descifraba un crucigrama bajo el bombillo del patio, le ordenó sin mirarla: «Cierra el portón y vete a terminar eso en el cuarto». Su mujer despertó sobresaltada.

Roberto Asís, que en efecto se había acostado a las siete, se levantó para mirar la plaza por la ventana entreabierta, y sólo vio los almendros oscuros y la última luz que se apagaba en el balcón de la viuda de Montiel. Su esposa encendió el velador y con un susurro ahogado lo obligó a acostarse. Un perro solitario siguió ladrando hasta después de la quinta campanada.

En la calurosa recámara atiborrada de latas vacías y frascos polvorientos, don Lalo Moscote roncaba con el periódico extendido sobre el abdomen y los anteojos en la frente. Su esposa paralítica, estremecida por el recuerdo de otras noches como aquélla, espantaba mosquitos con un trapo mientras contaba la hora mentalmente. Después de los gritos distantes, del ladrido de los perros y las carreras sigilosas, empezaba el silencio.

—Fíjate que haya coramina —recomendaba el doctor Giraldo a su esposa que metía drogas de urgencia en el maletín antes de acostarse. Ambos pensaban en la viuda de Montiel, rígida como un muerto bajo la última carga del luminal. Sólo don Sabas, después de una larga conversación con el señor Carmichael, había perdido el sentido del tiempo. Estaba aún en la oficina pesando en la balanza el desayuno del día siguiente, cuando sonó la séptima campanada y su mujer salió del dormitorio con el cabello alborotado. El río se detuvo. «En una noche como ésta», murmuró alguien en la oscuridad, en el instante en que sonó la octava campanada, profunda, irrevocable, y algo que había empezado a chisporrotear quince segundos antes se extinguió por completo.

El doctor Giraldo cerró el libro hasta que acabó de vibrar el clarín del toque de queda. Su esposa puso el maletín en la mesa de noche, se acostó con la cara hacia la pared y apagó su lámpara. El médico abrió el libro pero no leyó. Ambos respiraban pausadamente, solos en un pueblo que el silencio desmesurado había reducido a las dimensiones de la alcoba.

—¿En qué piensas?

—En nada —contestó el médico.

No se concentró más hasta las once, cuando volvió a la misma página en que se encontraba cuando empezaron a dar las ocho. Dobló la esquina de la hoja y puso el libro en la mesita. Su esposa dormía. En otro tiempo, ambos velaban hasta el amanecer, tratando de precisar el lugar y las circunstancias de los disparos. Varias veces el ruido de las botas y las armas llegó hasta la puerta de su casa y ambos esperaron sentados en la cama la granizada de plomo que había de desbaratar la puerta. Muchas noches, cuando ya habían aprendido a distinguir los infinitos matices del terror, velaron con la cabeza apoyada en una almohada rellena con hojas clandestinas para repartir. Una madrugada oyeron frente a la puerta del consultorio los mismos preparativos sigilosos que preceden a una serenata, y luego la voz fatigada del alcalde: «Ahí no. Ése no se mete en nada». El doctor Giraldo apagó la lámpara y trató de dormir.

La llovizna empezó después de la media noche. El peluquero y otro recluta, apostados en la esquina del puerto, abandonaron su sitio y se protegieron bajo el alar de la tienda del señor Benjamín. El peluquero encendió un cigarrillo y examinó el fusil a la luz del fósforo. Era un arma nueva.

—Es made in USA —dijo.

Su compañero encendió varios fósforos en busca de la marca de su carabina, pero no pudo encontrarla. Una gotera del alar reventó en la culata del arma y produjo un impacto hueco. «Qué vaina tan rara —murmuró, secándola con la manga—. Nosotros aquí, cada uno con un fusil, mojándonos.» En el pueblo apagado no se percibían más ruidos que el del agua en el alar.

—Somos nueve —dijo el peluquero—. Ellos son siete, contando al alcalde, pero tres están encerrados en el cuartel.

—Hace un rato estaba pensando lo mismo —dijo el otro.

La linterna de pilas del alcalde los hizo brutalmente visibles, acurrucados contra la pared, tratando de proteger las armas de las gotas que estallaban como perdigones en sus zapatos. Lo reconocieron cuando apagó la linterna y entró bajo el alar. Llevaba un impermeable de campaña y una ametralladora de mano en bandolera. Un agente lo acompañaba. Después de mirar el reloj, que usaba en el brazo derecho, ordenó al agente:

—Vaya al cuartel y vea qué pasa con las provisiones.

Con la misma energía habría impartido una orden de guerra. El agente desapareció bajo la lluvia. Entonces el alcalde se sentó en el suelo junto a los reclutas.

—¿Qué hay de vainas? —preguntó.

—Nada —respondió el peluquero.

El otro ofreció un cigarrillo al alcalde antes de encender el suyo. El alcalde rehusó.

—¿Hasta cuándo nos va a tener en esto, teniente?

—No sé —dijo el alcalde—. Por ahora, hasta que termine el toque de queda. Ya veremos qué se hace mañana.

—¡Hasta las cinco! —exclamó el peluquero.

—Imagínate —dijo el otro—. Yo que estoy parado desde las cuatro de la mañana.

Un tropel de perros les llegó a través del murmullo de la llovizna. El alcalde esperó hasta que terminó el alboroto y sólo quedó un ladrido solitario. Se volvió hacia el recluta con un aire deprimido.

—Dígamelo a mí, que llevo media vida en esta vaina —dijo—. Estoy cayéndome de sueño.

—Para nada —dijo el peluquero—. Esto no tiene ni pies ni cabeza. Parece cosa de mujeres.

—Yo empiezo a creer lo mismo —suspiró el alcalde.

El agente regresó a informar que estaban esperando a que escampara para repartir la comida. Luego rindió otro parte: una mujer, sorprendida sin salvoconducto, esperaba al alcalde en el cuartel.

Era Casandra. Dormía en la silla plegadiza, arropada con una capa de hule, en la salita iluminada por la bombilla lúgubre del balcón. El alcalde le apretó la nariz con el índice y el pulgar. Ella emitió un quejido, se sacudió en un principio de desesperación y abrió los ojos.

—Estaba soñando —dijo.

El alcalde encendió la luz de la sala. Protegiéndose los ojos con las manos, la mujer se retorció quejumbrosamente, y él sufrió un instante con sus uñas color de plata y su axila afeitada.

—Eres un fresco —dijo—. Estoy aquí desde las once.

—Esperaba encontrarte en el cuarto —se excusó el alcalde.

—No tenía salvoconducto.

Su cabello, de un color cobrizo dos noches antes, era ahora gris plateado. «Se me pasó por alto —sonrió el alcalde, y después de colgar el impermeable ocupó una silla junto a ella—. Espero que no hayan creído que eres la que pone los papelitos.» La mujer había recobrado sus maneras fáciles.

—Ojalá —replicó—. Adoro las emociones fuertes.

De pronto, el alcalde pareció extraviado en la sala. Con un aire indefenso, haciendo crujir las coyunturas de los dedos, murmuró: «Necesito que me hagas un favor». Ella lo escrutó.

—Entre nosotros dos —prosiguió el alcalde—, quiero que pongas el naipe a ver si puede saberse quién es el de estas vainas.

Ella volvió la cara hacia el otro lado. «Entiendo», dijo después de un breve silencio. El alcalde la impulsó:

—Más que todo, lo hago por ustedes.

Ella afirmó con la cabeza.

—Ya lo hice —dijo.

El alcalde no habría podido disimular su ansiedad. «Es algo muy raro —continuó Casandra con un melodramatismo calculado—. Los signos eran tan evidentes que me dio miedo después de tenerlos sobre la mesa.» Hasta su respiración se había vuelto efectista.

—¿Quién es?

—Es todo el pueblo y no es nadie.