Obedeciendo las órdenes rítmicas del empresario, las cuadrillas desenterraron los puntales y la carpa se desinfló en una catástrofe solemne, con un silbido quejumbroso como el del viento entre los árboles. Al amanecer estaba plegada, y las mujeres y los niños desayunaban sobre los baúles, mientras los hombres embarcaban las fieras. Cuando las lanchas pitaron por primera vez, las huellas de los fogones en el solar pelado era el único indicio de que un animal prehistórico había pasado por el pueblo.

El alcalde no había dormido. Después de observar desde el balcón el embarque del circo, se mezcló al bullicio del puerto todavía con el uniforme de campaña, los ojos irritados por la falta de sueño y la cara endurecida por la barba de dos días. El empresario lo descubrió desde el techo de la lancha.

—Salud, teniente —le gritó—. Ahí le dejo su reino.

Estaba embutido en un overol amplio y luido que imprimía a su cara rotunda un aire sacerdotal. Llevaba la fusta enrollada en el puño.

El alcalde se acercó a la ribera. «Lo siento, general —gritó a su vez de buen humor, con los brazos abiertos—. Espero que tenga la honradez de decir por qué se va.» Se volvió hacia la multitud, y explicó en voz alta:

—Le suspendí el permiso porque no quiso dar una función gratis para los niños.

La sirena final de las lanchas, y en seguida el ruido de los motores ahogaron la respuesta del empresario. El agua exhaló un aliento de fango removido. El empresario esperó a que las lanchas dieran la vuelta en el centro del río. Entonces se apoyó contra la borda, y utilizando las manos como altavoz, gritó con todo el poder de sus pulmones.

—Adiós, policía-hijo-de-puta.

El alcalde no se inmutó. Esperó, con las manos en los bolsillos, hasta cuando se desvaneció el ruido de los motores. Luego se abrió paso a través de la multitud, sonriente, y entró al almacén del sirio Moisés.

Eran casi las ocho. El sirio había empezado a guardar la mercancía exhibida en la puerta.

—De manera que también usted se va —le dijo el alcalde.

—Por poco tiempo —dijo el sirio, mirando el cielo—. Va a llover.

—Los miércoles no llueve —afirmó el alcalde.

Estuvo de codos en el mostrador observando los nubarrones densos que flotaban sobre el puerto, hasta cuando el sirio acabó de guardar la mercancía y ordenó a su mujer que les llevara café.

—A este paso —suspiró como para sí mismo—tendremos que pedir gente prestada a los otros pueblos.

El alcalde tomaba el café a sorbos espaciados. Tres familias más habían abandonado el pueblo. Con ellas, según las cuentas del sirio Moisés, eran cinco las que se habían marchado en el curso de una semana.

—Tarde o temprano volverán —dijo el alcalde. Escrutó las manchas enigmáticas dejadas por el café en el fondo de la taza, y comentó con un aire ausente—: Dondequiera que vayan, recordarán que tienen el ombligo enterrado en este pueblo.

A pesar de sus pronósticos, tuvo que esperar en el almacén a que pasara un violento chaparrón que por breves minutos hundió el pueblo en el diluvio. Luego fue al cuartel de la policía y encontró al señor Carmichael, todavía sentado en un banquillo en el centro del patio, ensopado por el chaparrón.

No se ocupó de él. Después de recibir el parte del agente de guardia, se hizo abrir la celda donde Pepe Amador parecía dormir profundamente tirado bocabajo en el piso de ladrillos. Lo volteó con el pie, y por un momento observó con una secreta conmiseración el rostro desfigurado por los golpes.

—¿Desde cuándo no come? —preguntó.

—Desde anteanoche.

Ordenó levantarlo. Agarrándolo por las axilas, tres agentes arrastraron el cuerpo a través de la celda y lo sentaron en la plataforma de concreto incrustada a medio metro de altura en la pared. En el lugar donde estuvo el cuerpo quedó una sombra húmeda.

Mientras dos agentes lo mantenían sentado, otro le tuvo la cabeza en alto, agarrándolo por el cabello. Habría podido pensarse que estaba muerto, salvo por la respiración irregular y la expresión de infinito agotamiento de los labios.

Al ser abandonado por los agentes, Pepe Amador abrió los ojos, y se agarró a tientas del borde de concreto. Luego se tendió bocabajo en la plataforma con un quejido ronco.

El alcalde abandonó la celda y ordenó que le dieran de comer y lo dejaran dormir un rato. «Después —dijo— sigan trabajándolo hasta que escupa todo lo que sabe. No creo que pueda resistir mucho tiempo.» Desde el balcón, vio otra vez al señor Carmichael en el patio, con la cara entre las manos, encogido en el banquillo.

—Rovira —llamó—. Vaya a la casa de Carmichael y dígale a su esposa que le mande ropa. Después —agregó de un modo perentorio— hágalo venir a la oficina.

Había empezado a dormirse, apoyado en el escritorio, cuando llamaron a la puerta. Era el señor Carmichael, vestido de blanco y completamente seco, con excepción de los zapatos que estaban hinchados y blandos como los de un ahogado. Antes de ocuparse de él, el alcalde ordenó al agente que volviera por un par de zapatos.

El señor Carmichael levantó un brazo hacia el agente. «Déjeme así», dijo. Y luego, dirigiéndose al alcalde con una mirada de severa dignidad, explicó:

—Son los únicos que tengo.

El alcalde lo hizo sentar. Veinticuatro horas antes el señor Carmichael había sido conducido a la oficina blindada y sometido a un intenso interrogatorio sobre la situación de los bienes de Montiel. Había hecho una exposición detallada. Al final, cuando el alcalde reveló su propósito de comprar la herencia al precio que establecieran los peritos del municipio, había anunciado su inflexible determinación de no permitirlo mientras no estuviera liquidada la sucesión.

Aquella tarde, después de dos días de hambre y de intemperie, su respuesta reveló la misma inflexibilidad.

—Eres una mula, Carmichael —le dijo el alcalde—. Si esperas a que esté liquidada la sucesión, ese bandido de don Sabas acabará de contramarcar con su hierro todo el ganado de Montiel.

El señor Carmichael se encogió de hombros.

—Está bien —dijo el alcalde después de una larga pausa—. Ya se sabe que eres un hombre honrado. Pero recuerda una cosa: hace cinco años, don Sabas le dio a José Montiel la lista completa de la gente que estaba en contacto con las guerrillas, y por eso fue el único jefe de la oposición que pudo quedarse en el pueblo.

—Se quedó otro —dijo el señor Carmichael con una punta de sarcasmo—: el dentista.

El alcalde pasó por alto la interrupción.

—¿Tú crees que por un hombre así, capaz de vender por nada a su propia gente, vale la pena de que te estés sentado veinticuatro horas a sol y sereno?

El señor Carmichael bajó la cabeza y se puso a mirarse las uñas. El alcalde se sentó sobre el escritorio.

—Además —dijo finalmente en tono blando—, piensa en tus hijos.

El señor Carmichael ignoraba que su esposa y sus dos hijos mayores habían visitado al alcalde la noche anterior, y éste les había prometido que antes de veinticuatro horas estaría en libertad.

—No se preocupe —dijo el señor Carmichael—. Ellos saben cómo defenderse.

No levantó la cabeza mientras no sintió al alcalde pasearse de un extremo al otro de la oficina. Entonces lanzó un suspiro y dijo: «Todavía le queda otro recurso, teniente». Antes de seguir adelante, lo miró con una tierna mansedumbre.

—Pégueme un tiro.

No recibió ninguna respuesta. Un momento después el alcalde estaba profundamente dormido en su cuarto, y el señor Carmichael había vuelto al banquillo.

A sólo dos cuadras del cuartel el secretario del juzgado era feliz. Había pasado la mañana dormitando en el fondo de la oficina, y sin que hubiera podido evitarlo vio los senos espléndidos de Rebeca de Asís. Fue como un relámpago al mediodía: de pronto se había abierto la puerta del baño, y la fascinante mujer, sin nada más que una toalla enrollada en la cabeza, lanzó un grito silencioso y se apresuró a cerrar la ventana.

Durante media hora, el secretario siguió soportando en la penumbra de la oficina la amargura de aquella alucinación. Hacia las doce puso el candado en la puerta y se fue a darle algo de comer a su recuerdo.

Al pasar frente a la telegrafía, el administrador de correos le hizo una seña. «Tendremos cura nuevo —le dijo—: la viuda de Asís le escribió una carta al Prefecto Apostólico.» El secretario lo rechazó.

—La mejor virtud de un hombre —dijo— es saber guardar un secreto.

En la esquina de la plaza se encontró con el señor Benjamín, que lo pensaba dos veces antes de saltar los charcos frente a su tienda. «Si usted supiera, señor Benjamín», inició el secretario.

—¿Qué es? —preguntó el señor Benjamín.

—Nada —dijo el secretario—. Me llevaré este secreto a la tumba.

El señor Benjamín se encogió de hombros. Vio al secretario saltar por encima de los charcos con una agilidad tan juvenil, que se lanzó también él a la aventura.

En su ausencia alguien había puesto en la trastienda un portacomidas de tres secciones, platos y cubiertos, y un mantel doblado. El señor Benjamín extendió el mantel de la mesa, y puso las cosas en orden para almorzar. Hizo todo con extremada pulcritud. Primero tomó la sopa, amarilla, con grandes círculos de grasa flotante, y un hueso pelado. En otro plato comió arroz blanco, carne guisada y un pedazo de yuca frita. Empezaba el calor, pero el señor Benjamín no le prestaba atención. Cuando acabó con el almuerzo, habiendo apilado los platos y puesto otra vez las secciones de portacomidas en su puesto, tomó un vaso de agua.

Se disponía a colgar la hamaca cuando sintió que alguien entraba en la tienda.

Una voz soñolienta preguntó:

—¿Está el señor Benjamín?

Estiró la cabeza y vio a una mujer vestida de negro con el cabello cubierto con una toalla, y de piel de color de ceniza. Era la madre de Pepe Amador.

—No estoy —dijo el señor Benjamín.

—Es usted —dijo la mujer.

—Ya lo sé —dijo él—, pero es como si no lo fuera, porque sé para qué me busca.

La mujer vaciló frente a la puertecita de la trastienda, mientras el señor Benjamín acababa de colgar la hamaca. A cada inspiración escapaba de sus pulmones un silbido tenue.

—No se quede ahí —dijo el señor Benjamín con dureza—. Váyase o pase adelante.

La mujer ocupó el asiento frente a la mesa y empezó a sollozar en silencio.

—Perdone —dijo él—. Tiene que darse cuenta de que me compromete quedándose ahí, a la vista de todo el mundo.

La madre de Pepe Amador se descubrió la cabeza y se secó los ojos con la toalla. Por puro hábito, el señor Benjamín probó la resistencia de las cuerdas cuando acabó de colgar la hamaca. Luego se ocupó de la mujer.

—De manera —dijo— que usted quiere que le escriba un memorial.

La mujer afirmó con la cabeza.

—Esto es —prosiguió el señor Benjamín—. Usted sigue creyendo en memoriales. En estos tiempos —explicó bajando la voz— la justicia no se hace con papeles: se hace a tiros.

—Lo mismo dice todo el mundo —replicó ella—, pero da la casualidad de que yo soy la única que tengo a mi muchacho en la cárcel.

Mientras hablaba, deshizo los nudos del pañuelo que hasta entonces había tenido apretado en el puño, y sacó varios billetes sudados: ocho pesos. Los ofreció al señor Benjamín.

—Es todo lo que tengo —dijo.

El señor Benjamín observó el dinero. Se alzó de hombros, tomó los billetes y los puso sobre la mesa. «Sé que es inútil —dijo—. Pero lo voy hacer sólo para probarle a Dios que soy un hombre terco.» La mujer se lo agradeció en silencio y otra vez volvió a sollozar.

—De todos modos —la aconsejó el señor Benjamín— trate de que el alcalde le deje ver al muchacho, y convénzalo de que diga lo que sabe. Fuera de eso, es como echarle memoriales a los puercos.

Ella se limpió la nariz con la toalla, se cubrió de nuevo la cabeza y salió de la tienda sin volver la cara.

El señor Benjamín hizo la siesta hasta las cuatro. Cuando fue al patio a lavarse, el tiempo estaba despejado y el aire lleno de hormigas voladoras. Después de cambiarse de ropa y de peinarse las pocas hebras que le quedaban, fue a la telegrafía a comprar una hoja de papel sellado.

Volvía a la tienda a escribir el memorial cuando comprendió que algo ocurría en el pueblo. Percibió gritos distantes. A un grupo de muchachos que pasó corriendo junto a él les preguntó qué sucedía, y ellos le respondieron sin detenerse. Entonces regresó a la telegrafía y devolvió la hoja de papel sellado.

—Ya no hace falta —dijo—. Acaban de matar a Pepe Amador.

Todavía medio dormido, llevando el cinturón en una mano y con la otra abotonándose la guerrera, el alcalde bajó en dos saltos la escalera del dormitorio. El color de la luz le trastornó el sentido del tiempo. Comprendió, antes de saber qué pasaba, que debía dirigirse al cuartel.

Las ventanas se cerraban a su paso. Una mujer se acercaba corriendo con los brazos abiertos, por la mitad de la calle, en sentido contrario. Había hormigas voladoras en el aire limpio. Todavía sin saber qué ocurría, el alcalde desenfundó el revólver y echó a correr.

Un grupo de mujeres trataba de forzar la puerta del cuartel. Varios hombres forcejeaban con ellas para impedirlo. El alcalde los apartó a golpes, se puso de espaldas contra la puerta, y encañonó a todos.

—Al que dé un paso lo quemo.

Un agente que la había estado reforzando por dentro abrió entonces la puerta, con el fusil montado, e hizo sonar el pito. Otros dos agentes acudieron al balcón, hicieron varias descargas al aire, y el grupo se dispersó hacia los extremos de la calle. En ese momento, aullando como un perro, la mujer apareció en la esquina. El alcalde reconoció a la madre de Pepe Amador. Dio un salto hacia el interior del cuartel y ordenó al agente desde la escalera:

—Encárguese de esa mujer.

Dentro había un silencio total. En realidad, el alcalde no supo lo que había pasado mientras no apartó a los agentes que obstruían la entrada de la celda, y vio a Pepe Amador. Tirado en el suelo, encogido sobre sí mismo, tenía las manos entre los muslos. Estaba pálido pero no había rastros de sangre.

Después de convencerse de que no tenía ninguna herida, el alcalde extendió el cuerpo bocarriba, le metió los faldones de la camisa entre los pantalones y le abotonó la bragueta. Por último le abrochó el cinturón.

Cuando se incorporó, había recobrado el aplomo, pero la expresión con que se enfrentó a los agentes revelaba un principio de cansancio.

—¿Quién fue?

—Todos —dijo el gigante rubio—. Trató de fugarse.

El alcalde lo miró pensativo, y por breves segundos pareció que no tuviera nada más que decir. «Ese cuento ya no se lo traga nadie», dijo. Avanzó hacia el gigante rubio con la mano extendida.

—Dame el revólver.

El agente se quitó el cinturón y se lo entregó. Habiendo cambiado por proyectiles nuevos las dos cápsulas disparadas, el alcalde se las guardó en el bolsillo y le dio el revólver a otro agente. El gigante rubio, que visto de cerca parecía iluminado por un aura de puerilidad, se dejó conducir a la celda vecina. Allí se desvistió por completo y le dio la ropa al alcalde. Todo fue hecho sin prisa, sabiendo cada cual la acción que le correspondía, como en una ceremonia. Finalmente, el propio alcalde cerró la celda del muerto y salió al balcón del patio. El señor Carmichael permanecía en el banquillo.

Conducido a la oficina, no respondió a la invitación de sentarse. Se quedó de pie frente al escritorio, otra vez con la ropa mojada, y apenas movió la cabeza cuando el alcalde le preguntó si se había dado cuenta de todo.

—Pues bien —dijo el alcalde—. Todavía no he tenido tiempo de pensar qué voy hacer, y ni siquiera sé si voy a hacer algo. Pero cualquier cosa que haga —añadió— acuérdate de esto: quieras o no, tú estás en el pastel.

El señor Carmichael siguió absorto frente al escritorio, la ropa pegada al cuerpo y un principio de tumefacción en la piel, como si aún no hubiera salido a flote en su tercera noche de ahogado. El alcalde esperó inútilmente una señal de vida.

—Entonces, date cuenta de la situación, Carmichael: ahora somos socios.

Lo dijo gravemente, y hasta con un poco de dramatismo. Pero el cerebro del señor Carmichael no pareció registrarlo. Permaneció inmóvil frente al escritorio, hinchado y triste, aun después de que se cerró la puerta blindada.

Frente al cuartel, dos agentes tenían por las muñecas a la madre de Pepe Amador. Los tres parecían reposar. La mujer respiraba con un ritmo apacible y sus ojos estaban secos. Pero cuando el alcalde apareció en la puerta lanzó un aullido ronco y se sacudió con tal violencia, que uno de los agentes tuvo que soltarla y el otro la inmovilizó en el suelo con una llave.

El alcalde no la miró. Haciéndose acompañar por otro agente, se enfrentó al grupo que presenciaba la lucha desde la esquina. No se dirigió a nadie en particular.

—Cualquiera de ustedes —dijo—: si quieren evitar algo peor, llévense a esa mujer para su casa.

Siempre acompañado por el agente, se abrió paso a través del grupo y llegó hasta el juzgado. No encontró a nadie. Entonces fue a casa del juez Arcadio, y empujando la puerta sin tocar gritó:

—Juez.

La mujer del juez Arcadio, agobiada por el humor denso del embarazo, respondió en la penumbra.

—Se fue.

El alcalde no se movió del umbral.

—¿Para dónde?

—Para dónde iba a ser —dijo la mujer—: para la puta mierda.

El alcalde hizo al agente una seña de seguir adelante. Pasaron de largo, sin mirarla, junto a la mujer. Después de revolver el dormitorio y darse cuenta de que no había cosas de hombre por ningún lado, regresaron a la sala.

—¿Cuándo se fue? —preguntó el alcalde.

—Hace dos noches —dijo la mujer.

El alcalde necesitó una larga pausa para pensar.

—Hijo de puta —gritó de pronto—. Podrá esconderse a cincuenta metros bajo tierra; podrá meterse otra vez en la barriga de su puta madre, que de allí lo sacaremos vivo o muerto. El Gobierno tiene el brazo muy largo.

La mujer suspiró.

—Dios lo oiga, teniente.

Empezaba a oscurecer. Todavía quedaban grupos mantenidos a raya por los agentes en las esquinas del cuartel, pero se habían llevado a la madre de Pepe Amador y el pueblo parecía tranquilo.

El alcalde fue directamente a la celda del muerto. Hizo traer una lona, y ayudado por el agente le puso la gorra y los lentes al cadáver y lo envolvió en ella. Después buscó en distintos sitios del cuartel pedazos de cabuyas y alambres, y amarró el cuerpo en espiral desde el cuello hasta los tobillos. Cuando terminó estaba sudando, pero tenía un aire restablecido. Era como si físicamente se hubiera quitado de encima el peso del cadáver.

Sólo entonces encendió la luz de la celda. «Búscate la pala, el cavador y una lámpara —ordenó al agente—. Después llamas a González, se van al traspatio y cavan un hoyo bien hondo, en la parte de atrás, que es más seco.» Lo dijo como si hubiera ido concibiendo cada palabra a medida que hablaba.

—Y acuérdense de una vaina para toda la vida —concluyó—: este muchacho no ha muerto.

Dos horas más tarde aún no habían terminado de cavar la sepultura. Desde el balcón, el alcalde se dio cuenta de que no había nadie en la calle, salvo uno de sus agentes que montaba la guardia de esquina a esquina. Encendió la luz de la escalera, y se echó a reposar en el rincón más oscuro de la sala, oyendo apenas los chillidos espaciados de un alcaraván distante.

La voz del padre Ángel lo arrancó de su meditación. La oyó primero dirigiéndose al agente de guardia, luego a alguien que le acompañaba y por último reconoció la otra voz. Permaneció inclinado en la silla plegadiza, hasta oír de nuevo las voces, ya dentro del cuartel, y las primeras pisadas en la escalera. Entonces extendió el brazo izquierdo en la oscuridad y agarró la carabina.

Al verlo aparecer en el tope de la escalera, el padre Ángel se detuvo. Dos escalones más abajo estaba el doctor Giraldo, con una bata corta, blanca y almidonada, y un maletín en la mano. Descubrió sus dientes afilados.

—Estoy desilusionado, teniente —dijo de buen humor—. Me he pasado toda la tarde esperando a que me llamara para hacer la autopsia.

El padre Ángel fijó en él sus ojos transparentes y mansos, y después los volvió hacia el alcalde. También el alcalde sonrió.

—No hay autopsia —dijo—, puesto que no hay muerto.

—Queremos ver a Pepe Amador —dijo el párroco.

Teniendo la carabina con el cañón hacia abajo, el alcalde siguió dirigiéndose al médico. «Yo también lo quisiera —dijo—. Pero no hay nada que hacer.» Y dejó de sonreír al decirlo:

—Se fugó.

El padre Ángel avanzó un peldaño. El alcalde levantó la carabina hacia él. «Quédese quietecito, padre», advirtió. A su vez, el médico avanzó un peldaño.

—Oiga una cosa, teniente —dijo, todavía sonriendo—: en este pueblo no se pueden guardar secretos. Desde las cuatro de la tarde, todo el mundo sabe que a ese muchacho le hicieron lo mismo que hacía don Sabas con los burros que vendía.

—Se fugó —repitió el alcalde.

Vigilando al médico, apenas tuvo tiempo de ponerse en guardia cuando el padre Ángel subió de una vez dos peldaños con los brazos en alto.

El alcalde quitó el seguro del arma con un golpe seco del canto de la mano, y quedó plantado con las piernas abiertas.

—Alto —gritó.

El médico agarró al párroco por la manga de la sotana. El padre Ángel empezó a toser.

—Juguemos limpio, teniente —dijo el médico. Su voz se endureció por primera vez en mucho tiempo—. Hay que hacer esa autopsia. Ahora vamos a esclarecer el misterio de los síncopes que sufren los presos en esta cárcel.

—Doctor —dijo el alcalde—: si se mueve de donde está lo quemo —desvió apenas la mirada hacia el párroco—. Y a usted también, padre.

Los tres permanecieron inmóviles.

—Además —prosiguió el alcalde dirigiéndose al sacerdote— usted debe estar complacido, padre: ese muchacho era el que ponía los pasquines.

—Por el amor de Dios —inició el padre Ángel.

La tos convulsiva le impidió continuar. El alcalde esperó a que pasara la crisis.

—Oigan una vaina —dijo entonces—: voy a empezar a contar. Cuando cuente tres, me pongo a disparar con los ojos cerrados contra esa puerta. Sépalo desde ahora y para siempre —advirtió explícitamente al médico—: se acabaron los chistecitos. Estamos en guerra, doctor.

El médico arrastró al padre Ángel por la manga. Inició el descenso sin volver la espalda al alcalde, y de pronto se echó a reír abiertamente.

—Así me gusta, general —dijo—. Ahora sí empezamos a entendernos.

—Uno —contó el alcalde.

No oyeron el número siguiente. Cuando se separaron en la esquina del cuartel, el padre Ángel estaba demolido, y tuvo que apartar la cara porque tenía los ojos húmedos. El doctor Giraldo le dio una palmadita en el hombro sin haber dejado de sonreír. «No se sorprenda, padre —le dijo—. Todo esto es la vida.» Al doblar la esquina de su casa vio el reloj a la luz del poste: eran las ocho menos cuarto.

El padre Ángel no pudo comer. Después de que dieron el toque de queda se sentó a escribir una carta, y estuvo inclinado sobre el escritorio hasta pasada la medianoche, mientras la llovizna menuda iba borrando el mundo a su alrededor. Escribió de un modo implacable, dibujando letras parejas, con tendencias al preciosismo, y lo hacía con tanta pasión que no mojaba la pluma sino después de haber trazado hasta dos palabras invisibles, rayando el papel con la pluma seca.

Al día siguiente, después de la misa, puso la carta al correo a pesar de que no sería expedida hasta el viernes. Durante la mañana, el aire fue húmedo y nublado, pero hacia el mediodía se volvió diáfano. Un pájaro extraviado apareció en el patio y estuvo como media hora dando saltitos de inválido por entre los nardos. Cantó una nota progresiva, subiendo cada vez una octava, hasta cuando se hizo tan aguda que fue necesario imaginarla.

En el paseo vespertino el padre Ángel tuvo la certidumbre de que toda la tarde lo había perseguido una fragancia otoñal. En casa de Trinidad, mientras sostenía con la convaleciente una conversación triste sobre las enfermedades de octubre, creyó identificar el olor que una noche exhaló en su despacho Rebeca de Asís.

Al regreso había visitado a la familia del señor Carmichael. La esposa y la hija mayor estaban desconsoladas, y siempre que mencionaban al preso emitían una nota falsa. Pero los niños estaban felices sin la severidad del papá, tratando de hacer beber agua en un vaso al matrimonio de conejos que les había mandado la viuda de Montiel. De pronto el padre Ángel había interrumpido la conversación, y trazando con la mano un signo, había dicho:

—Ya sé: es acónito.

Pero no era acónito.

Nadie hablaba de los pasquines. En el fragor de los últimos acontecimientos eran apenas una pintoresca anécdota del pasado. El padre Ángel lo comprobó durante el paseo vespertino, y después de la oración, conversando en el despacho con un grupo de damas católicas.

Al quedar solo sintió hambre. Se preparó tajadas fritas de plátano verde y café con leche y las acompañó con un pedazo de queso. La satisfacción del estómago le hizo olvidar el olor. Mientras se desvestía para acostarse, y luego dentro del toldo, cazando los mosquitos que habían sobrevivido al insecticida, eructó varias veces. Tenía acidez, pero su espíritu estaba en paz.

Durmió como un santo. Oyó, en el silencio de la queda, los susurros emocionados, las tentativas preliminares de las cuerdas templadas por el hielo de la madrugada, y por último una canción de otro tiempo. A las cinco menos diez se dio cuenta de que estaba vivo. Se incorporó en un esfuerzo solemne, frotándose los párpados con los dedos, y pensó: «Viernes, 21 de octubre.» Después recordó en voz alta: «San Hilarión».

Se vistió sin lavarse y sin rezar. Habiendo rectificado la larga abotonadura de la sotana, se puso las agrietadas botas de uso diario cuyas suelas empezaban a desclavarse. Al abrir la puerta sobre los nardos recordó las palabras de una canción.

—Me quedaré en tu sueño hasta la muerte —suspiró.

Mina empujó la puerta de la iglesia mientras él daba el primer toque. Se dirigió al baptisterio, y encontró el queso intacto y las trampas montadas. El padre Ángel acabó de abrir la puerta sobre la plaza.

—Mala suerte —dijo Mina, sacudiendo la caja de cartón vacía—. Hoy no cayó ni uno.

Pero el padre Ángel no le puso atención. Despuntaba un día brillante, con un aire nítido, como un anuncio de que también ese año, a pesar de todo, diciembre sería puntual. Nunca le pareció más definido el silencio de Pastor.

—Anoche hubo serenata —dijo.

—De plomo —confirmó Mina—. Sonaron disparos hasta hace poco.

El padre la miró por primera vez. También ella, extremadamente pálida, como la abuela ciega, usaba la faja azul de una congregación laica. Pero a diferencia de Trinidad, que tenía un humor masculino, en ella empezaba a madurar una mujer.

—¿Dónde?

—Por todos lados —dijo Mina—. Parece que se volvieron locos buscando hojas clandestinas. Dicen que levantaron el entablado de la peluquería, por casualidad, y encontraron armas. La cárcel está llena, pero dicen que los hombres se están echando al monte para meterse en las guerrillas.

El padre Ángel suspiró.

—No me di cuenta de nada —dijo.

Caminó hacia el fondo de la iglesia. Ella lo siguió en silencio hasta el altar mayor.

—Y eso no es nada —dijo Mina—. Anoche, a pesar del toque de queda y a pesar del plomo…

El padre Ángel se detuvo. Volvió hacia ella sus ojos parsimoniosos, de un azul inocente. Mina también se detuvo, con la caja vacía bajo el brazo, e inició una sonrisa nerviosa antes de terminar la frase.