Vuelve a ponerse la chaqueta y la bufanda con gestos bruscos y baja a la calle a pasear a Rufus. Camina muy deprisa, preocupada y enredada en la especie de rabia que se siente cuando uno cree que podría haber evitado un desastre. Automáticamente aparece algo similar a la culpa. No es alguien a quien la vida acostumbra ponérsele superlativa. Le gusta dar la importancia justa a las cosas, pero a medida que pasan las horas va descubriendo que el hecho de llevar una vida dentro sin haberlo previsto ni deseado es lo bastante significativo para perder los nervios.
Las calles están vacías y solo se oye el ruido de sus pasos contra el asfalto, pero cuando llega a la plaza de las Navas, a pesar del frío y de la hora que es, encuentra a un grupo de gente alrededor de un banco. No se atreve a mirarlos con detenimiento, y tampoco tiene ningún interés en hacerlo. Diría que hacen correr alcohol y drogas, pero solo se guía por los sonidos y las apariencias; forman un círculo cerrado, tosen; ve la llama de un mechero, capuchas y litronas que tintinean. El perro hace que se sienta segura. Cree que todo irá bien. «Todo irá bien, Marta. Pasa cada día miles de veces. Tiene que ir bien.» Podría referirse a todo. Al miércoles, o quizá a la vida después del miércoles. A hablar con Dani. Podría referirse a cruzar aquella plaza de cemento inhóspita. Se enciende un cigarrillo con las manos heladas. Se topa con una escultura de bronce de Joan Rebull. Sabe que siempre ha estado ahí, es observadora y se fija en el paisaje urbano, pero aun así no acaba de creérselo. Quizá ya lo había leído alguna vez, pero en ese momento le parece que no. Ha pasado cientos de veces por la plaza, el veterinario de Rufus está justo en la esquina, pero nunca se había fijado en que en el mármol que sostiene la figura de la madre sentada con su hijo de pie al lado pusiera «Maternitat». El niño ya es mayor, seis o siete años, está desnudo, y la madre le posa una mano en mitad de la espalda. Entrelazan el otro brazo, como si la madre lo acogiera. Las dos figuras la azotan, y la contundencia de los volúmenes de la escultura y su ausencia de emoción hacen que la perciba sin un ápice de ternura. Se niega a mirar al niño, se niega a pensar en nada que implique a alguien que no sea ella. Se queda observando la madre de bronce unos instantes, fijamente, con mucha fuerza, como si estuviera dotada de algún poder para hacer desaparecer la figura del niño de al lado. Echa el humo a la cara de la madre, que es toda serenidad e impunidad. El humo adquiere formas fantasmagóricas, pasa por encima de los volúmenes de la escultura. Oye el sonido que produce el viento en las palmeras. Da una última calada entrecerrando los ojos, profunda, hiriente, dispuesta a romper cualquier inicio de relación mística con el feto. No sabe si lo consigue. Ni siquiera sabe cómo ha podido colarse dentro de ella la sombra incómoda de una criatura. Está convencida de que, de no haber sido por Dani, por cómo inesperadamente le ha puesto una mano cupular sobre su vientre esta mañana, con la desaceleración y el cuidado propios del aterrizaje de un paracaídas, habría conseguido creerse que la decisión tomada era para librarse de un embarazo, no de un hijo.
Enfila la calle y deja atrás los sonidos sórdidos y la desolación de la plaza. Un gato se acurruca debajo de un coche aparcado. Presenciar la fauna nocturna siempre es un aviso de la frágil frontera que separa lo que uno es del potencial peligro de lo que podría llegar a ser, y sin embargo siente que, ahora mismo, ella es un estado transitorio con todas las fronteras aniquiladas.
Cuando toma la calle Blai, Hasad, el propietario del kebab al que suele ir con Dani, está fregando la parcela de acera que corresponde al restaurante. Dentro hay otro trabajador, barriendo. Marta tiene que hacer un esfuerzo titánico para mirarlo a los ojos y saludarlo como suele hacer. Los conoce de vista y sería raro no decir nada dadas las circunstancias: se los encuentra de frente mientras camina sola a las dos de la madrugada, y ellos apuran las últimas fuerzas para dejar el local a punto para mañana. El propietario, que es turco, lanza besos al aire muy rápido para llamar la atención del perro, que se acerca a él jadeando y moviendo la cola.
—¿Es niño o niña? Nunca recuerdo.
Ella tarda un momento en relacionar la pregunta con Rufus, y entretanto la memoria la retiene en otro lugar durante unos segundos que no forman parte del tiempo relativo y aparente, sino de un tiempo absoluto y verdadero, un lugar en el que tiene cabida el recuerdo del universo femenino de su casa. Cuatro mujeres: el tendedero lleno de bragas y sujetadores, y solo de vez en cuando unos calzoncillos del padre, los intercambios de ropa, las horas colgadas al teléfono, las broncas por la consiguiente factura, la plancha del pelo, los cantantes del momento forrando las carpetas, la cera de depilar, las conspiraciones antes de ir a dormir, los tampones, las compresas, las dietas pegadas en la nevera con un imán, las muestras de perfume, los apuntes limpios y las caligrafías claras, amigas a todas horas, la inseguridad con el propio cuerpo, pasos de baile, rímel en las pestañas, y su padre esperándolas despierto cuando volvían de la discoteca. Podía ser que fuera una niña, aún no se le había ocurrido pensar en el género.
El día en que nació su primer sobrino, que acaba de cumplir cinco meses, Marta se emocionó cuando vio a su hermana con un rostro renovado, como si la bondad y toda la paz del mundo se le hubieran instalado bajo la piel y ya no fuera la adolescente remilgada con la que tanto se había peleado cuando compartían habitación. Solo después de haberle dado muchos besos a su hermana se fijó en el niño que dormía en la cuna del hospital. Su primer impulso no fue correr a tocarlo o a admirarlo, sino observar el pequeño bulto desde cierta distancia, de puntillas y sin soltar en ningún momento ni el bolso ni la cámara. Le sorprendía tanto el velo de candidez de su hermana que no pudo evitar hacerle muchas más fotos a ella que al bebé. De repente se vio atrapada en ese mito capaz de nutrir la maternidad. Se da cuenta de que algo de verdad escondía. Toda aquella bondad, aunque solo fuera transitoria, como una versión más tierna y amable de sí misma, de sus hermanas y de su madre. Había que cambiar el pañal al pequeño, y su hermana le preguntó si quería encargarse ella. Se apresuró a decir que no y luego se escondió detrás de la cámara, su zona de confort, el mundo acotado, la realidad limitada a la búsqueda de lo especial, bello y digno de ser congelado en una imagen; pensaba que no era necesario dejar testimonio de los sentimientos encontrados que despiertan en ella los niños, y temía que de un momento a otro empezaran a soltar todas sus flechas envenenadas sobre el tiempo de cocción del arroz y los relojes biológicos. Detrás de la carcasa de la cámara, encuadrando las situaciones por el visor, podría calibrar mejor la tensión que sentía cuando estaba en familia y salía el tema de la edad. Por suerte, con el nacimiento de su sobrino, la atención no parecía recaer en ella. Colocaron al bebé en medio de la cama para cambiarlo. Las mujeres de su vida, de las que creía que conocía todos los detalles, habían mutado con aquel nacimiento. Se habían convertido en unas desconocidas que parecían danzar entre suaves onomatopeyas propias de un claustro o de una biblioteca. La delicadeza se había apropiado de los movimientos, de las palabras y del aire de la habitación del hospital. Cuando Marta vio los testículos del bebé, no pudo evitar soltar: «¡Uau, nena, qué semental!». Su madre le dijo: «Marta, por favor» alargando mucho la o, y todas se rieron. Su hermana, convaleciente, les pedía que pararan, que se le saltarían los puntos si la hacían reír tanto, y al verlas a todas radiantes, formando un corro alrededor de aquel ser tan pequeño que agitaba las manos con espasmos, pensó en La danza de Matisse, en el sentido tribal de las mujeres de su familia celebrando la liberación emocional ante la llegada del nuevo miembro, aquel sentido de pertenencia que a ella se le rasgaba un poco por la presencia de los tres kilos de existencia que atraían tantas miradas enamoradas.
Se acercó con el objetivo de ochenta y cinco milímetros para poder hacer fotos de muy cerca. Le fascinaron los labios del niño con las almohadillas de succión para hacer el vacío alrededor de la aureola de los pechos maternos, los relieves rosados preparados para la anatomía de la madre como dos piezas de puzle que encajan a la perfección. ¿Era eso?, se preguntaba. ¿Eran la anatomía y la biología de su género lo que reverberaba siempre en el alma de las mujeres, a la espera de una decisión tan crucial como tener o no tener descendencia? ¿Hacerse responsable de otra persona de por vida, más allá de sí misma? Entonces la flamante abuela le arrancó la cámara de las manos, le puso al animalito en los brazos y, sin que nadie le hubiera dado instrucciones de cómo funcionaba la maquinaria, Marta se encontró haciendo la cazuelita con una mano para sujetar la cabeza de su sobrino, mientras con el otro brazo se ayudaba para custodiar el cuerpo ligero. Parecía un muñeco relleno de plumas, no pesaba nada. Fue la fragilidad y el olor a madriguera caliente lo que le hizo cerrar los ojos un momento para ordenar el caos que aquella ola había dejado a su paso. Algo primitivo que hizo brotar su voz, siempre medio rota, para entonar en un murmullo «Der Mond ist aufgegangen», la canción de cuna que forma parte de la arqueología de las voces familiares que más aprecia. «Die goldnen Sternlein prangen am Himmel hell und klar.» Su voz se arremolinaba por la habitación mientras las demás mujeres hablaban distraídamente de algo relacionado con el mundo exterior. Habría querido gritar que la abrazaran, implorar que la fotografiaran, que captaran aquel instante para que ella pudiera estudiar después la imagen de sí misma desde una distancia prudencial; ella, que siempre había intuido que no quería o no sabría ser madre; pero solo pidió con urgencia que alguien le cogiera a la criatura, que le parecía que con la tensión se había contracturado el cuello. Todas volvieron a reírse. Hay cosas que en las fotos son invisibles, sensaciones pasajeras que los demás nunca podrán captar.
No conecta con la realidad hasta que el turco con la piel de color oliva alarga el cuello para mirar los bajos de Rufus, y entonces ella le contesta:
—Macho, es un macho, pero está capado.
Hasad, con una mirada paternalista, le dice que si está capado no es un macho macho, y que, por lo tanto, no debería ir sola por el barrio a estas horas, que justo antes de cerrar ha habido una pelea allí mismo entre dos chicos que intentaban vender hachís y cocaína. Que está harto de los norteafricanos, que a veces entran e intentan vender la droga en el local, pero que él tiene a sus amigos. Que si alguien lo tocara, todos los propietarios de los comercios se reunirían y lo ayudarían. Que los turcos son así, le dice, «Nos mantenemos unidos». Ella se siente demasiado cansada para contestarle que sabe defenderse sola y que ahora mismo le gustaría ser turca para sentir que se mantiene unida a algo, a la vida de antes de la prueba de embarazo, pero solo hace un gesto condescendiente con los labios. Se da tres golpes en los muslos, y Rufus se acerca, obediente, fiel, protector, y sin saber que han puesto en duda su virilidad, acompaña a aquella hembra a casa andando muy cerca de ella. Ya hace tiempo que sus receptores olfativos le hacen estar más alerta con la mujer que lleva días sin reírse. Y echa mucho de menos la energía que desprendía antes, los juegos y su optimismo.