17

El techo de su dormitorio tiene un artesonado, un rosetón de yeso blanco que adquiere la forma de lo que parece un motivo vegetal. Desde el primer día, y con el idioma críptico que solo cobra sentido en el relato conjunto de los inicios de cualquier pareja, lo llaman «la Lechuga». No es bonito y les parece pretencioso, pero es el punto hacia el que miran los dos cuando charlan en la cama. Por eso le tienen simpatía. Se han pasado muchas noches planeando vacaciones, haciendo cuentas o resolviendo problemas mientras miraban la Lechuga. Es un buen lugar para declarar la paz o un enclave estratégico desde donde hacer estallar una guerra. Son las tres de la madrugada y están en la cama, respetándose el espacio más que nunca. Mirando al techo. Se sienten cansados, y aunque de vez en cuando se recuerdan que deberían intentar dormir, saben que no pueden postergar demasiado la conversación que tienen pendiente. La familiaridad del techo ayuda a intentarlo.

—A ver si mañana nos acordamos de apretar un poco más el tornillo de este lado del cabezal, porque mira —dice Marta moviendo el cabezal de abedul de la cama—, está muy suelto.

Dani estira el brazo y lo mueve enérgicamente mientras chasquea la lengua.

—¡Dani, tío, no seas tan bestia!

Él refunfuña algo sobre la calidad de los muebles.

—Suerte que tienes la delicadeza de no echarme en cara que ya me lo advertiste —añade Marta con ironía.

Les gustaría reírse, o al menos sonreír, pero el cuerpo no les responde. En realidad, están procurando que todo lo ordinario sobreviva para evitar que los engulla lo extraordinario. Además, se estrenan en este estado, y solo se les ocurre seguir haciendo lo que ya sabían hacer juntos antes del caos: una serie de cosas cotidianas. Poco a poco, la conversación se va elevando con timidez, y cuando llega al rosetón, es un huracán que toca tierra firme. Un huracán formado por intentos de frases y también de silencios. No se gritan, no se interrumpen. Saben que el significado de los sentimientos que quieren expresar solo adquiere sentido si se dicen con la forma que exigen, y tanto él como ella necesitan recibir comprensión, por eso intentan ser empáticos, aunque a veces se sabotean. Es un sabotaje improvisado, de principiantes, ya que hasta ahora no han tenido la necesidad de perjudicar los intereses del otro, y mucho menos los sentimientos.

—Es que, joder, Dani, ¿en qué estabas pensando? ¿Por qué has tenido que acariciarme la barriga? ¿Te das cuenta de cómo me has hecho sentir?

—Ya te he pedido perdón, Marta. Tengo dudas y supongo que he dudado en voz alta. Nada más. Olvídalo, por favor.

Él la mira, pero Marta mantiene la vista clavada en el techo. Está de mal humor. Cuando verbaliza lo que piensa, no consigue librarse de la sensación de ser una niña pequeña atrapada en su propia pataleta.

—Es que, no te enfades, ¿eh?, pero quería hacerlo sola, y además no quería darle tanta importancia.

—Importancia tiene, Marta.

—Ya lo sé. No me trates de imbécil, si puede ser. Pero con tu maldita caricia lo has hecho crecer y le has dado un… un… una entidad, coño, o yo qué sé; no sé qué has hecho, pero me has hecho sentir muy mal, Dani. Fatal. No te imaginas, ni siquiera puedes imaginar lo que has hecho —le recrimina.

Ahora sí que lo mira. Fijamente. Necesita que Dani entienda que ella sabe perfectamente que está dejándolo en un segundo plano, pero a la vez quiere que se dé cuenta de cuán inevitable es que adopte esa postura. No le pide que no esté ahí, no es eso. Lo quiere ahí, claro que sí; lo necesita en ese podio como necesita tener un paquete de tabaco intacto en el cajón cada vez que intenta dejar de fumar, pero todos esos tejidos adquiriendo forma dentro de ella, tapizando todas las cavidades de su organismo, por fuerza deben concederle el poder de decidir la distancia desde donde quiere que él lo mire. Porque, aparte de mirarlo, ¿qué puede hacer? Solo quiere sentir que Dani comprende que ella sea tan posesiva con lo que está pasando.

—Marta, joder, que no te trato de imbécil. —Intenta cogerle la mano, pero ella la aparta, enfadada—. ¿De qué vas? ¿Se puede saber qué te pasa conmigo? ¿Qué te he hecho, hostia? Solo intentaba decirte que para mí también es importante. Lo último que quiero es que sufras o que lo pases mal. Pero me parecería muy hipócrita no decirte que sí, que es verdad, que hace un par de días que doy vueltas al tema de ser padre.

Marta se levanta de la cama, irritada. Se echa el pelo hacia atrás, se lo recoge, nerviosa, con una goma y se lleva las manos a la cintura, con los codos apuntando hacia los lados. Dani recibe el gesto como una invitación a la lucha libre.

—¡Es una fantasía infantil y ridícula, Dani! Me paso veinticuatro horas al día pegada al teléfono para ir aceptando trabajos, para saber dónde está la noticia, la foto. Más la exposición, que a este paso no haré nunca, y las mierdas de bodas para tener pasta y disfrutar un poco después de pagar el alquiler. Lo que más me gusta del mundo es ir de un lado para otro con los reportajes de las revistas, ¿no te das cuenta? ¿«Doy vueltas a la idea de ser padre»? ¿Es todo lo que se te ocurre para justificar que hay algo tan importante dentro de mí que merece una caricia tuya?

—No, en realidad se me ocurren muchas otras cosas, pero así es imposible hablar. ¿Puedes calmarte un poco? Si no te apetece, no hace falta que discutamos nada. De verdad. ¿Qué te he hecho, joder? Ni que lo que ha pasado fuera culpa mía. Solo me parecía que te iría bien hablarlo. Pero da igual, Marta, dejémoslo.

Dani sabe que en el fondo eso no es del todo cierto, que él querría intentar decirle que no sabe qué le pasa, pero que todo esto le ha hecho reflexionar mucho, que ya tiene treinta y tres años, que la quiere mucho y que algo nuevo que no sabe lo que es, pero que lo reconforta, le da suficiente confianza para creer que sería un buen momento para ser padre. No sabe cómo explicarle que, con la noticia del embarazo, la cicatriz de la ausencia de su padre ha empezado a desvelarse como una luz agradable que titila en la distancia y lo ayuda a encontrar el camino entre la densa niebla. Quizá, y solo quizá, con un hijo, el fantasma que siempre lo ha acompañado tomaría forma, y él podría terminar de situarse en este mundo.

—¿Dónde guardaste la caja de herramientas? —le pregunta Marta con expresión ofendida.

—¿La caja de herramientas? ¿Para qué quieres la caja de herramientas?

Marta no le contesta. Se agacha y mete medio cuerpo debajo de la cama. Dani le ve el culo en pompa y las piernas moviéndose, y por un momento sufre por si esa postura pudiera ser perjudicial para el feto. Está a punto de decírselo, pero sabe que no debe hacerlo. Si al final ella decidiera seguir adelante con el embarazo, él le censuraría cada movimiento brusco, cada cigarrillo, la cuidaría como nunca hasta ahora ha cuidado nada. Se siente del todo impotente. Es como luchar contra una leona. Ella sale con la cara roja, el pelo revuelto y la caja de herramientas en las manos, triunfante.

—¿Vas a arreglar ahora el cabezal?

—Total, no puedo dormir. No sufras, será un momento. Enseguida apago la luz y te dejo seguir soñando con tu fantasía de familia feliz, tranquilo —le contesta con rabia.

Dani se levanta de la cama y se acerca a ella. Le apoya las manos en los hombros y le pide que lo mire.

—¿Puedes parar un momento, Marta? —Le coge la caja de herramientas de las manos y la deja en el suelo—. ¿Podemos volver a empezar?

Marta posa la cabeza en el torso de Dani. Cada vez que lo hace recuerda cuando, al poco de conocerse, ella le preguntó sobre la protuberancia de la parte izquierda del tórax, como si tuviera un costado más salido que el otro. Eso convertía el pequeño desnivel anatómico de Dani en un rincón muy agradable en el que acomodar la cara cuando se abrazaban. Él le explicó que de adolescente había hecho atletismo y lanzamiento de disco, y que el entrenamiento para maximizar tanto el radio como la velocidad de giro le había provocado esa insignificante deformación en el tórax. Marta dudó unos segundos, pero enseguida detectó que estaba tomándole el pelo, y los dos se echaron a reír. Bromearon un rato más. Era justo al principio, cuando si conseguían quedar, muy de vez en cuando, pasaban mucho tiempo en la cama. Desnudos, envueltos en la intimidad, bajo el calor del edredón, en el centro del colchón, en casa de él o de ella. Aún no sabían que la cosa iba para largo y, por lo tanto, hacían que cada encuentro fuera único. Irremediablemente, uno se convertía en la pequeña obsesión del otro; entre ellos se establecía una dependencia que por fuerza se parecía a la que la droga genera en el cerebro. Consumirse pasó a ser prioritario, y poco a poco fue una nueva pauta incorporada al estilo de lo que habían sido sus vidas hasta entonces. Aquel día de hace dos años, cuando ella dejó de reírse, empezó a acariciarlo y frotó sus piernas, tan suaves, contra las de él, Dani sintió la necesidad de abandonarse por primera vez a una dulzura indisciplinada pero que se veía capaz de controlar, y le dijo que le regalaba aquel rincón del pecho. «Es todo tuyo, ven aquí cuando quieras.»

—¿Cómo ha podido pasar, Dani? Qué mierda… —gime en su madriguera.

—Ha pasado y ya está. No hace falta darle más vueltas. ¿Puedo preguntarte una cosa?

Marta, aún pegada a su pecho, emite un sonido.

—Dejando aparte el trabajo, ¿estás completamente segura de que no quieres ni planteártelo?

—¿Cómo quieres que deje aparte el trabajo, Dani? ¡Por Dios, no seas iluso!

—No lo soy. Pero creo que si la única razón es el trabajo, no sé, el trabajo es pura logística. Podríamos organizarnos. Podrías dejar las bodas. Te autoexplotas y te exiges a más no poder, Marta.

—Mira quién habla…

—No es lo mismo. Yo tengo que ir actualizándome, si no, me quedo fuera del circuito, y además tengo que hacer extras porque del guion tampoco vivo.

—Es exactamente lo mismo. Los niños son caros y consumen tiempo. Estarás de acuerdo conmigo, supongo…

Él está de acuerdo y se calla. Marta rebusca en la caja de herramientas y coge un destornillador. Dani vuelve a acostarse. La observa apretar el tornillo con determinación. Persiguen los dos una idea opaca de éxito social, pero entender los hijos como un bien de lujo y descartarlos por lo mismo les parece una solución barata. En el fondo, donde caben dos caben tres, piensan sin decírselo. Y aunque provienen de familias con economías diferentes, ese sería el espíritu subyacente a ambas. Por lo tanto, concluyen que, en todo caso, lo que les pesa es el síntoma de su época, el trastorno que obliga a planificar solo mínimamente, a la inexistencia de unos horarios regulares, a unos ingresos no garantizados, a un hogar inalcanzable. La tasa de natalidad es un barómetro de desánimo. ¿Quién es el valiente que planifica más allá del verano si el otoño se presenta tan poco optimista?

—Además, me da pánico meterme en un berenjenal del que no sé nada, Dani. —Se sopla un mechón de pelo que le cae en la cara—. Pásame el otro destornillador. Este es demasiado grande. Quiero decir de ser madre, ¿sabes? No sé nada.

Él vuelve a levantarse. Piensa que, en realidad, tal como está el mundo, seguramente se precisa la ignorancia que ella se atribuye para que la especie siga evolucionando. De hecho, Dani tampoco considera que sepa nada de la paternidad, y es precisamente esa ingenuidad lo que le ha sorprendido de forma inesperada. Le pasa el destornillador, y cuando ella lo coge por la punta metálica, él no lo suelta.

—¿Qué haces? Va, Dani, que no estoy de humor.

—Es solo que me lo imagino. Podría ser divertido.

La retiene con expresión de súplica en la mirada, pero nota la inaccesibilidad de Marta, una fuerza que lo escupe, como dos imanes que se acercasen entre sí por el mismo polo.

—Para, por favor.

A Marta se le humedecen los ojos. «¡No me hagas esto! —grita por dentro—. ¡Ni se te ocurra mencionar un solo momento de posible felicidad con lo que estoy dispuesta a perder!» En lugar de intentar explicarle este bucle de confusión, lo corta en seco con una verdad que al menos sí siente absoluta.

—Además, Dani… —se enjuga los ojos con la manga del pijama y hace girar el destornillador tres vueltas más, definitivas—, una es madre cuando está preparada para serlo. —Lanza el destornillador a la cama, vuelve a llevarse las manos a la cintura y lo mira—. Y yo no lo estoy.