—Kaffee?
Marta levanta un poco la cafetera cuando lo ve entrar en la cocina, adormilado. Él se queja de que tiene frío. Se sienta y procura no fijar la mirada en la barriga de la mujer a la que ama. Desde hace unas cincuenta horas solo la mira de cintura para arriba. Descalza, como siempre, se mueve ligera por los escasos metros cuadrados de la cocina. Por la ventana entra una luz mortecina y el rumor de los vecinos, que van levantándose. La monotonía sonora de todos los días, hecha de cafeteras, cisternas de váter, aspiradoras y el agua corriente de una ducha. El edificio es un mosaico de nacionalidades extranjeras; principalmente, paquistaníes, filipinos y marroquíes; también italianos, como los tres que comparten piso en su rellano. A la inmigración exterior del barrio se suma una interior, de jóvenes que, como ellos, han empezado a trasladarse allí desde otras zonas más céntricas. «Finca regia», decía el anuncio. No tiene detalles pomposos, ni alfombra roja en la entrada, pero el edificio es de 1910, y el techo de la portería es de artesonado; la guinda del pastel es el ascensor original, una hermosa caja de madera noble protegida por una malla romboidal de hierro decorada con detalles forjados, y dentro, la placa de bronce que indica cada piso. Por lo demás, «regio» es solo una manera de enmascarar un edificio más viejo que la tiña. Pero hace ahora casi un año todavía compartían la emoción de haberse encontrado, y probablemente el delirio amoroso de todos los comienzos, sumado a la belleza encubridora de una portería, los empujó a pronunciar un sí categórico ante el agente inmobiliario.
Son los inquilinos del tercero tercera. Una historia más en la ciudad.
Ella le da un beso en la mejilla y le acaricia el pelo. Dani no contesta. Desliza el dedo por la pantalla del móvil sin fijarse en nada en concreto. Tiene la boca pastosa y el sopor de una mañana de domingo de enero sin planes a la vista.
—¿Quieres café o no?
Marta se esfuerza por sonar natural, contenta, incluso, pero cuesta, ahora que los dos saben que no están solos.
Que ha bajado a la panadería y le ha traído una ensaimada de cabello de ángel, le dice con un registro de voz que no forma parte del repertorio de su vida en común, y que cuando ha vuelto, la vecina del cuarto le ha confirmado que en la reunión de propietarios de la semana pasada aprobaron los presupuestos para renovar las cañerías de los patios interiores. Él coge con dos dedos un pellizco de los filamentos dulces que rellenan la ensaimada y los mordisquea totalmente abstraído. Nota el dulzor en la punta de la lengua, una sensación placentera que poco a poco va despertándolo, y oye a Marta, que sigue hablando con la voz aún ronca tras el concierto de anoche. Que «Suerte que no somos propietarios», añade ella con una sonrisa, que «Sería un palo tener que preocuparnos de las obras y todo eso».
—Sí, bastantes problemas tenemos nosotros ya.
Las palabras se le escapan como un pez escurridizo, sin tener tiempo de frenarlas ni entenderlas. Los dos bajan la mirada. Se siente mal por Marta. Lamenta lo que acaba de decir. Hasta este momento no lo había clasificado de ninguna manera. «Problema» es la denominación que le ha salido de dentro, y le parece que el hecho de ponerle un nombre le ayuda a perfilar tímidamente el pensamiento caótico que lo ha acompañado los dos últimos días. Pero el nombre aún no llega al fondo del asunto, solo lo bordea, como un incipiente dolor de cabeza.
—Tengo hora la semana que viene. El miércoles.
La mira, ahora ya completamente despierto y dedicándole toda su atención. Dice que sí con la cabeza como podría decir que no. Se siente totalmente fuera de lugar, alejado de toda lógica, no tiene la menor capacidad de respuesta, como si lo hubieran vaciado de opinión y de emoción. Sin analizarlo, piensa que esta distancia ya le va bien. Que precisamente de esta distancia depende cada día hasta llegar al próximo miércoles. Que se aferrará a esta distancia para andar sobre las brasas sin quemarse, que podrá escudarse en esta misma distancia hasta que la noticia de la noche del jueves forme parte del pasado. Aún no sabe que cuando insinúa que puede organizarse para el miércoles y que si quiere la acompaña, no está dando el mismo tratamiento a la propuesta que daría si planificara acompañarla al dentista o a hacer una antipática gestión al banco. No sabe que cuando el terreno es rugoso, no se puede andar de puntillas y sencillamente esperar a que los males sean agua pasada. Solo siente ese punto de intuición corrosivo, poco definido, cuando ella le dice que no es necesario, gracias, que no será mucho rato y que prefiere hacerlo sola. «Hacerlo sola», ha dicho. «Hacerlo.» Y él piensa que, en todo caso, lo que hará el miércoles será deshacerlo. Es obvio que no le dirá nada de esta obscenidad léxica. Le asusta la imagen que crea. Cada nuevo apunte sobre lo que ha pasado y lo que tiene que pasar aumenta su angustia. Quiere que las horas y los días pasen deprisa, que todo se coloque en su sitio. Es entonces cuando, sin querer, da un codazo al azucarero de vidrio, que cae al suelo y se rompe en mil pedazos. El instinto protector le hace alargar un brazo para frenar a Rufus, que se acerca, curioso. El blanco cristalizado esparcido por las baldosas. Habrá partículas de azúcar y de vidrio en los ángulos más recónditos de todas las juntas por siempre jamás. La dulzura que cae y el vidrio que corta; si quisiera hacer una analogía, tendría la imagen perfecta.
Tampoco hace tantas horas que bailaban en Razzmatazz. Las luces azuladas y malvas bañaban al público entregado. Se había pasado el concierto mirando a Marta de reojo, como si fuera una mujer nueva, otra persona a la que tendría que prestar más atención a partir de entonces. No le pasaba nada, parecía la misma de siempre, pero a la vez le pasaba todo: levantaba las manos, movía la cabeza al ritmo del bajo y se sabía todas las letras. Hacía fotos con el móvil, abrazaba a sus amigas, se reía, se recogía el pelo, se lo soltaba y aclamaba a los componentes del grupo al principio de cada canción, los vitoreaba. Sonreía y se apartaba el flequillo de la cara. Movía los brazos emulando al batería, movía las manos, le cogía una, la soltaba, saltaba, se pasaba una mano por la nuca, silbaba con los dedos, cerraba los ojos, los abría, le brillaban, daba tragos de cerveza y le susurraba cosas al oído, cosas que él no entendía. «¿Qué? ¿Qué dices?» Le parecía que a partir de entonces Marta solo podría decirle cosas importantes, y con el ruido no la entendía. Cada vez se indignaba más con el grupo porque no le dejaba oír la voz de Marta, de Marta con un problema latiendo en su interior. «¿Qué dices? ¿Qué?» La música le borraba todas las pistas. Y ella se reía, bailaba y cantaba. La dulce introducción al caos.
—Mierda, Dani. Me encantaba ese azucarero.
La cocina se revoluciona unos minutos: perro, hombre, mujer, escoba, cristales, azúcar, órdenes, cuidado con los cristales, ponte las zapatillas, que te cortarás, confusión. Después, todo queda en su sitio. Algún vecino escucha reguetón, y los versos rapeados con alta carga sexual contrastan con el silencio en el que ha quedado sumida la cocina, a la espera de la conversación que estaban iniciando justo antes del estropicio.
—Pongo otra cafetera. Ya no valdrá nada, tan frío.
No saben cómo arrancar. Hay situaciones en la vida que no se ensayan: se alza el telón y se improvisa una jam session sin patrón, ritmo ni melodía concreta. Todo empieza con un tartamudeo de Dani sobre la logística del miércoles. Información sobre cuánto durará, dónde será y qué pasará. A continuación hay tres o cuatro indicaciones breves de Marta que a él lo incomodan mucho, hasta que lo invade un sentimiento de vergüenza pueril. Es el vocabulario que ella utiliza. El tiempo retrocede hasta que Dani tiene once años, y un póster con los aparatos genitales femenino y masculino cubre la pizarra de la clase. La profesora pasa el apuro de todos los años para transmitir unos conocimientos que todos fingen conocer pero de los que en realidad aquel grupo de preadolescentes revoltosos no sabe nada de nada. La ginecología forma parte del lenguaje de las mujeres, de cierta clandestinidad y misterio alrededor de dolores y sangrados que los hombres siempre han mirado desde lejos. Un mundo por el cual él no ha mostrado ningún interés más allá de lo que el sexo expone exteriormente: los órganos de los que presumimos, los que ofrecemos, los que deseamos, los que tocamos y lamemos. Y de repente Marta lo empuja hacia el interior de la anatomía de todos esos órganos. Todas las partes físicas que le han proporcionado tanto placer, las suyas, las de ella, se vacían de su capacidad para satisfacer los sentidos y lo llenan de una turbación humillante. Encontrarse cara a cara con la ciencia de las mujeres lo incomoda, y aparte de actuar bajo la apariencia de hombre de hierro para disimularlo, no sabe cómo encarar la situación. Así pues, compungido, finge normalidad mientras se impone una férrea disciplina castrense. Se coloca bien las gafas, siente en las axilas un sudor frío que empapa el algodón del pijama, y acto seguido se dispone a hablar.
—Ostras, Marta. No sé ni qué decir. Es que nunca hemos hablado de esto. De tener hijos, quiero decir. Al menos en serio.
—No. Tienes razón. —Parpadea un poco y se muerde un padrastro del dedo. Después lo mira como si de repente hubiera entendido su propia confusión—. ¡No, por descontado que no lo hemos hablado nunca! Es muy pronto para nosotros. Tampoco nos conocemos tanto, o sí; no lo sé, Dani, pero no es el momento. Siento que me queda muy grande, y que ahora mismo no es una prioridad para mí, y además me apetece hacer otras cosas, ya lo sabes. Conseguir un poco de estabilidad de una vez. Mi vida laboral es como un deporte de riesgo.
Se chupa el índice, y con pequeños toques va adhiriendo a él el azúcar de la ensaimada que ha quedado en los platos. Después se mete el dedo en la boca. Está nerviosa, y sus pupilas son dos puntos negros que no saben por dónde huir.
En realidad, querría hablarle de su independencia, de su autonomía, de su libertad y de las ideas que percibe como proyectos de vida. Proyectos en los que ha pensado, que ha comentado a todo el mundo, también a Dani. Se refiere a la certeza que tiene de que hay otras maneras de dejar un legado valioso al margen de los hijos. Intenta explicarle su impulso de crear, que ella cree similar al impulso de ser madre. Que quizá con eso a ella le basta. Intenta expresarlo con el entusiasmo de las intenciones que hay detrás de cada pensamiento, las ganas de ser ella misma, pero nota que las palabras tropiezan bajo el paladar y se reducen a una concatenación de frases que no saben contener en sí la trascendencia. El lenguaje debilita las creencias y limita los sentimientos. Aun así, intenta rematarlo.
—Dar clases, inspirar a los demás, si lo prefieres. No creo que sea bueno o malo tenerlos o no tenerlos. Simplemente, que por ahora no creo que sea para mí. ¿Tú te lo habías planteado alguna vez?
—No, qué va, qué va. Si lo había pensado, había sido de pasada, como quien piensa, yo qué sé, si algún día se comprará una BMW, pero no, no me lo había planteado en serio. Supongo que los hijos te los planteas como la jubilación, quiero decir que solo lo piensas en serio cuando llega el momento.
Pero en algún lugar recóndito de su cerebro se ha puesto a funcionar el engranaje de la memoria, y por eso lo que Dani está diciendo no es del todo cierto. Su promesa adolescente de nunca abandonar a su hijo empieza a emerger. Él aún no lo sabe.
—Sí, supongo. Es una putada que pase ahora. Qué mierda, Dani.
—¡No hables así, Marta! Que no estamos hablando de una caldera que se estropea, joder. A los treinta o treinta y cinco años no se es ni demasiado joven ni demasiado viejo, ¿no? Dices que no es el momento de planteárselo, pero supongo que si hay un buen momento para hablar del tema, es precisamente este. Quiero decir que estamos en el momento en el que las cosas deberían ir en serio. Al menos así lo siento yo.
—Pues yo aún tengo que asimilar que tengo treinta, Dani. Y tampoco tú me hables así.
Se arremanga y se coloca el pelo detrás de las orejas.
—Perdona, pero con treinta ya no eres una niña, ¿eh? No querer hijos, y no hablo de este en concreto, sino de tener hijos, en general, a nuestra edad y en nuestra situación, es una decisión que tiene un punto innegable de egoísmo por nuestra parte.
—¡Egoísmo! Pero ¿qué dices? —se escandaliza Marta. Borboteo de la cafetera, ruido de las patas de la silla, que retira para apagar el fuego, alterada—. Egoísmo sería tenerlos para no sentirte egoísta.
—Marta, por Dios, no lo lleves todo al extremo. Me refiero a…
—Supongo que te refieres a sentirte completo —lo interrumpe.
Vierte café humeante en su taza. Se sirven el azúcar directamente del paquete. Él niega la suposición de Marta. Se refiere a algo parecido a la valentía de aferrarse a proyectos de por vida y a dejar atrás el simulacro de vida feliz en la que nunca pasa nada definitivo ni comprometedor. Que quizá «egoísta» no es la palabra, añade, y sería más adecuado decir que casi nadie se atreve a plantearse tener hijos si el futuro no es optimista, que no son una prioridad.
—Somos cobardes, Marta. Y no digo que yo quiera tener hijos, pero deberíamos poder hablar con propiedad. Mira a mis padres, por ejemplo. Seguro que tener, tenían mucho menos que nosotros. Tú y yo salimos, viajamos, de vez en cuando compramos cosas que no necesitamos, con el agua al cuello y currando como animales, pero más o menos hacemos lo que nos da la gana. A ellos no les faltaba valentía para tirar adelante, y sí, claro, me dirás que es un tema generacional, pero tener hijos es más viejo que el mundo, lo que pasa es que ahora lo colocamos a otro nivel, al nivel de una experiencia más.
Marta niega con la cabeza tomando pequeños sorbos de café.
—El error, Dani, es querer tenerlo todo. Tener un hijo para sentirte completo. Para mí, eso es egoísmo.
Él no se lo dice, pero piensa que es imposible conciliar el egoísmo con el afecto de una familia, y que no cuesta tanto reconocer que lo que de verdad da miedo es dejar de ser quienes son para volcarse en otra persona, llenar la vida de miedos que ahora no tienen, iniciar algo en común y para siempre.
—Pues a mí me ha parecido entender que no quieres seguir adelante para potenciar tu carrera como fotógrafa, ¿no?
Ella se ofende. Le pregunta, indignada, cómo se atreve a juzgarla en unas circunstancias que son solo de su incumbencia, de ella y de nadie más. Que si se cree que todo esto es fácil, que ojalá todo se redujera a una cuestión profesional. Y que no vuelva a poner en duda lo que ella piensa sobre este tema.
—Me gustaría verte en mi lugar. No es tu futuro lo que está en juego.
Él afloja, y aunque le parece importante comprender lo que ella quiere decir con esto, entiende que hay una barrera que no puede traspasar. Conoce la furia de Marta, las jerarquías que se establecen entre ellos cuando ha habido discusiones mínimas. En pocos minutos, la tierra ha temblado bajo sus pies. Considera que discutir sobre esto es de otra magnitud, que no se trata de un simple cálculo de pérdidas y beneficios. Ella sale al balcón a fumar, y la conversación queda distorsionada e incompleta. Se han limitado a cubrir ligeramente la brecha, a hablar de la cubierta de un libro que de momento va de una ucronía de su propia vida, no de una decisión que será para siempre y que ya no podrán revertir. Todavía no son conscientes de que se verán obligados a pasar cada una de las páginas de este libro, a leer todos los anexos, las anotaciones y las notas a pie de página. No sospechan que acabarán siendo dos expertos en anatomía forense.