Capítulo 1

 

 

 

 

 

HALEY Jo Simpson echó un vistazo a su jefe, el doctor Benjamín Rocca, un hombre de más de cincuenta años, con sobrepeso, que estaba echado encima de su cama, boca arriba y con los brazos extendidos. Y llevaba un tanga con estampado de leopardo.

No le parecía nada apropiado. Y no era que Haley fuese una mojigata, nada más lejos de la realidad. Ella no era diferente de cualquier otra chica de veinticuatro años y con sangre corriéndole por las venas; tenía necesidades, y una de aquellas necesidades era el sexo. Pero no era una necesidad que quisiera suplir con su jefe, un hombre mucho mayor que ella, de calvicie incipiente y casado.

Desgraciadamente, el doctor Rocca no parecía pensar lo mismo que ella, y durante los últimos tres meses, había convertido la vida de Haley en una pesadilla: aquel hombre no aceptaba un «no» por respuesta.

Haley suspiró, se colgó el sujetador del hombro y se abrochó el cinturón del albornoz.

Pensó que tenía dos opciones. Podía gritar indignada, razón por la cual el doctor Rocca probablemente la despediría en aquel mismo instante; o podía hacerse la ingenua, adoptar un aire inocente y considerar la intrusión de su jefe en su habitación del hotel como una tonta confusión.

De cualquier manera, era una tarea delicada.

Tenía que conseguir que se marchara, pero no podía permitirse perder aquel empleo como recepcionista del doctor. Sobre todo cuando faltaban solo tres días para pagar el alquiler y la señora Preston, su casera, parecía dispuesta a echarla.

Sin duda alguna, la invitación que el doctor Rocca le había hecho para que lo acompañara al Decimosexto Congreso Anual de Higienistas Dentales, en el Estado de Nueva York, llevaba muchas más cosas implícitas que las que él inicialmente le había dicho. Y ella debería habérselo imaginado.

Haley se quitó el gorro de ducha y lo tiró por encima de su hombro al cuarto de baño.

Aun así, Melanie, la mejor amiga de Haley, tendría que darle unas cuantas explicaciones. El novio de Melanie se había negado a que esta acudiese a la conferencia, y Haley había acordado ir en su lugar. Desgraciadamente, Melanie no le había explicado qué clase de agradecimiento esperaría el doctor Rocca.

Haley puso los brazos en jarras e hizo una mueca de desaprobación. Lo mejor sería adoptar una actitud seria y directa.

—Doctor Rocca, estoy intentando instalarme. Será mejor que continúe con su desfile de moda en la piscina.

El hombre no se movió, al menos voluntariamente.

Haley se acercó un poco más a la cama.

Debido al vaho que llegaba del cuarto de baño, no veía muy bien, pero le pareció que el pecho del doctor estaba cubierto de pequeños envoltorios marrones.

Haley frunció el ceño y echó un vistazo a la mesilla de noche; efectivamente, el buen doctor se había comido toda la caja de bombones que la dirección del hotel había dejado en la habitación de Haley.

Enfadada, Haley le dio golpecitos con el dedo en un fláccido brazo.

—¡Vamos, levántese! Ya está bien de juegos —dijo Haley, pero el doctor no se movió, así que le dio un poco más fuerte—. ¡Doctor Rocca! Vamos, tiene que levantarse.

El doctor Rocca no se inmutó y Haley se rio nerviosa. Quizá el hombre hubiera sufrido un coma diabético.

—Doctor Rocca, esto no tiene ninguna gracia.

Pero el doctor no reaccionó. Haley lo agarró de un hombro y lo sacudió, pero su cuerpo simplemente se movió de un lado a otro de la cama. Entonces, el color azul captó la atención de Haley.

Sorprendida, se acercó un poco más y vio que uno de sus pañuelos, el de seda de color azul, estaba enrollado alrededor del cuello del hombre. Y estaba tan apretado que la piel del cuello sobresalía por encima.

Haley sintió que el pánico se apoderaba de ella y con los dedos, tanteó el cuello del doctor en busca del pulso, pero aunque su piel estaba caliente, no pudo encontrarlo. Retiró la mano bruscamente y se irguió.

Quizá no tuviera una licenciatura en Medicina como su hermano mayor, Trevor, pero Haley era lo suficientemente lista para saber que el doctor no volvería a pasearse por ahí con aquella ropa interior de leopardo.

Dio media vuelta y se apresuró hacia la puerta. Cuando la abrió, el aire fresco procedente del exterior le puso la piel de las piernas de gallina.

Al otro extremo del pasillo, la puerta del ascensor se abrió y salió un botones empujando un carrito cargado de equipaje. Miró en dirección a Haley y sonrió.

—¿Necesita algo, señorita?

—¿Podría llamar a la policía? —tartamudeó ella.

El botones dejó de sonreír.

—¿Está usted bien? ¿Ha ocurrido algo?

Haley jugueteó nerviosa con los dedos, y de repente se dio cuenta de que su piel húmeda había hecho que se le pegara la bata de seda al cuerpo.

—Creo que mi jefe, el doctor Rocca, está muerto.

El botones abrió los ojos de par en par y bajó la mirada hacia el escote de Haley.

—¿El doctor Rocca está muerto? ¿Como si hubiera sufrido un ataque al corazón?

Haley se encogió interiormente. Era fácil adivinar qué pensaba el botones sobre el posible ataque al corazón. ¿Qué iba a estar haciendo su jefe, un conocido doctor, en la habitación de su empleada, a media mañana?

Haley movió los pies nerviosa. Quizá sí hubiera sido un ataque al corazón; después de todo, el doctor Rocca se había comido una caja entera de bombones.

Pero Haley se agitó mentalmente; nadie se creería aquella explicación, aunque tuviese un pañuelo atado alrededor del cuello. Y algo le dijo a Haley que el doctor no había estado jugando a los disfraces con sus complementos.

—Creo que lo han asesinado.

Aquello hizo que la atención del botones se apartara de su pecho. La miró de hito en hito, boquiabierto, pero enseguida retomó el control de sí mismo y se metió de nuevo en el ascensor.

—He visto al sheriff en el recibidor, hablando con el gerente —dijo el muchacho mientras apretaba uno de los botones—. No toque nada. Voy a buscarlo.

Cuando las puertas se cerraron, la atención del chico había vuelto al escote de Haley. Ella se miró la bata, que estaba apretada sobre sus pechos; sus pezones sobresalían como dos misiles. Intentó cerrarse la bata un poco más.

Miró a su alrededor, pensando en qué hacer. No quería volver a la habitación, ni siquiera por algo de ropa para ponerse, pero quedarse de pie en el pasillo acabaría resultando embarazoso. «¿Vas a gritar?», preguntó una vocecilla.

Sorprendida, Haley se giró y al no ver a nadie, bajó la vista.

Una delgada niña de unos ocho o nueve años, con coletas, de cara pálida y con un chicle en la boca, la miraba de arriba abajo.

—¿Y de dónde has salido tú? —preguntó Haley.

—¿Quieres saber de qué parte del cuerpo de mi mamá vengo o estás hablando de otra cosa?

Haley frunció el ceño.

—Eres bastante listilla para lo pequeña que eres.

—Mi padre también lo dice —contestó la niña.

Haley miró hacia la puerta abierta de su habitación y pensó que la visión de un hombre muerto no era lo más apropiado para una niña pequeña.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Haley mientras apartaba a la niña de la puerta. Tenía que mantenerla entretenida hasta que llegara el sheriff.

Aquella pregunta dejó pensativa a la niña por un momento y entrecerró los ojos como si pensara en algo importante.

—Me llamo Tiffany —dijo la niña finalmente.

—Encantada de conocerte, Tiffany. Yo soy Haley.

—¿De verdad está muerto el hombre que hay en tu habitación?

—¿Cómo sabes que hay un hombre muerto en mi habitación? —preguntó Haley.

—Porque se lo has dicho a Tommy. Me estaba dando paseos en el ascensor con él —contestó la niña y sonrió.

Le sonrió con tal dulzura e inocencia, que le tocó una fibra tan profunda que ni siquiera sabía que existía dentro de ella.

Al ver que Haley no decía nada, la niña continuó hablando.

—Nunca he visto a un muerto. ¿Puedo ver el de tu habitación? No tocaré nada. Ya sé que no hay que tocar nada en el escenario de un crimen.

—Eres toda una detective, ¿verdad?

Tiffany se irguió completamente.

—Mi padre es el sheriff, así que sé todas esas cosas.

Haley sintió que el estómago le daba un vuelco; su suerte no podía empeorar más. Un momento estaba felizmente duchándose y al siguiente estaba hablando de asesinatos con una espabilada niña de ocho años que resultaba ser la hija del sheriff.

Solo faltaba que la encarcelaran, y se preguntó si los detenidos aún tenían derecho a la llamada gratuita de rigor.

Podía llamar a su hermano mayor, Nate, que era policía de ciudad; aunque pensándolo bien, no lo haría. La última vez que Haley lo llamó para que la sacara de un apuro, él le había dejado bien claro que no quería recibir más llamadas de aquel tipo. Y su otro hermano, Trevor, que acababa de empezar a trabajar como médico residente en un hospital en Los Ángeles, no tenía ni tiempo ni dinero para tomar un avión e ir a sacar a su hermana pequeña de uno de sus tontos apuros.

Abstraída, Haley se mordió un dedo. Tampoco iba a llamar a su ex novio, David, después de que él la hubiera dejado por otra mujer con la excusa de que tenía unos gustos muy caros.

Haley pensó que su vida se dirigía vertiginosamente hacia el desastre.

 

 

El sheriff Sam Matthews no solía tolerar tonterías de nadie, pero estaba seguro de que el pedante encargado del complejo turístico Climbing Bear se las estaba soltando.

El encargado lo había telefoneado para pedirle que pasara por el hotel para que lo informara del progreso en los casos de una serie de robos a algunos de los clientes más distinguidos del hotel.

Sam se consideraba un hombre apacible, y no le importaba dar información acerca del progreso de un caso a cualquier ciudadano que lo solicitara. Sobre todo de aquellos casos concretos, ya que los robos a turistas repercutían de manera negativa en la economía de una pequeña ciudad como Reflection Lake, cuyos mayores ingresos provenían del turismo.

Pero en vez de estar agradecido, el encargado parecía empeñado en iniciar una discusión, y por la apurada expresión de su cara, Sam pensó que aquel hombre se estaba arrepintiendo de haberlo telefoneado.

Probablemente pensaba que la presencia policial en la recepción del hotel atraía demasiada atención y que probablemente, algunos clientes se marcharían antes de lo previsto.

En efecto, el encargado intentó guiar a Sam hacia el despacho situado detrás de la mesa de recepción.

—¿Quiere que continuemos esta conversación en mi despacho? —sugirió el encargado.

—Realmente no tengo tiempo —contestó Sam y miró hacia las puertas de entrada—. Mi hija está esperándome en la furgoneta —añadió.

Aunque no estaba del todo seguro de que Prudence estuviera en la furgoneta como él le había ordenado.

El encargado forzó una sonrisa.

—Quizá puedas traer a tu encanto de hija aquí dentro. Le diré a uno de mis ayudantes que le traiga un helado.

Sam agitó la cabeza con impaciencia. Obviamente el encargado no era de por allí, al referirse a Prudie como «encanto».

Las personas de la zona conocían la tendencia que tenía Prudie a cambiarse el nombre con la misma frecuencia que se cambiaba de ropa, y lo mucho que le gustaba ir libremente de un lado a otro de la ciudad.

—Prudie está bien donde está —dijo Sam—. Acabemos esta conversación. Cuanto antes vuelva a mi despacho, antes podré darte más información acerca de los robos.

El encargado se encogió visiblemente ante la mención de los robos y miró nervioso a su alrededor.

—Sería conveniente bajar la voz. No hay necesidad de alarmar a los clientes.

Apenas había dicho aquello cuando Sam miró hacia los ascensores y vio a un joven, con uniforme de color morado, salir de uno de ellos. Era Tommy O’Reilly, un chico de la zona que trabajaba en el hotel durante los meses de verano.

Sam frunció el ceño. La atónita expresión de la cara de Tommy le dijo que algo andaba mal, así que se dirigió hacia él.

Al verlo, el chico pareció aliviado.

—¡Sheriff! Cómo me alegro de que aún esté aquí. Tiene que subir a la quinta planta. La mujer de la quinientos veintidós dice que hay un hombre muerto en su habitación.

La recepción del hotel, que en aquel momento estaba repleta de gente, se quedó en silencio, y varios clientes se giraron para mirarlos.

¡Eso en cuanto a no alarmar a los clientes!

Sam se volvió hacia el al encargado.

—Pide una ambulancia y después telefonea a mi despacho para que envíen un coche patrulla. El encargado le dio una serie de instrucciones a su ayudante y después se volvió hacia Sam.

—Subiré contigo. Quizá necesites utilizar mi llave maestra.

Sam asintió y gesticuló para que entraran en el ascensor.

Tommy entró el primero pero se detuvo repentinamente, y una expresión de pánico se dibujó en su cara. Miró a su alrededor como si buscara algo.

—¡Maldita sea!

—¿Qué ocurre? —preguntó Sam, sobresaltándolo.

—Pues… verá, Prudie estaba subiendo y bajando conmigo en el ascensor y… bueno, debe de haberse bajado cuando me detuve en la quinta planta —admitió Tommy y se metió las manos en los bolsillos—. Lo siento, sheriff.

Sam golpeó el botón de la quinta planta.

—¿Quieres decir que has dejado a mi hija, de diez años, sola con una mujer que está histérica porque hay un hombre muerto en su habitación? —preguntó Sam incrédulo y apretó las mandíbulas—. ¿Y cómo ha llegado de la furgoneta al ascensor? Le dije claramente que no se moviera.

Tommy se encogió de hombros con un gesto de impotencia. Parecía estar a punto de llorar.

—Ya conoce a Prudie, sheriff. No hace caso a nadie. Ni siquiera a usted.

Sam se resistió a la tentación de decirle un par de cosas a Tommy, principalmente porque lo que el chico decía era cierto: Prudence Patricia Barnard Matthews no solía hacer caso a nadie, ni siquiera a su padre.

Sam se cruzó de brazos y fijó la vista en el panel indicador del ascensor, haciendo un esfuerzo por conservar la calma. Todo el mundo sabía que Prudie ponía continuamente su paciencia a prueba.

Pero Sam la quería más que a nada en el mundo, y lo único que deseaba en aquel momento era que no la hubiese ocurrido nada. Aunque conociéndola, probablemente estaría buscando huellas en la escena del crimen e interrogando a los posibles sospechosos.