Capítulo 3

 

 

 

 

 

AQUELLA noche, cuando terminó de fregar los platos, Sam miró cansinamente a su alrededor y se sintió satisfecho de haber recogido todo en poco tiempo. No había nada peor que levantarse por las mañanas y tener la pila llena de platos sucios.

Aquel pensamiento lo hizo sonreír. ¿Quién habría pensado que llegaría un día en el que se enorgullecería de tener aquella inmensa cocina recogida? Si su madre aún viviera, se sentiría gratamente sorprendida por aquel toque doméstico en su alocado hijo.

Cuando Prudie y él se mudaron allí, se sintió un poco intimidado por el tamaño de la casa: cinco habitaciones, una enorme cocina y tres chimeneas. Y él con una hija pequeña y sin esposa.

Pero la casa venía con el puesto de trabajo, y era uno de los pocos extras de los que podía disfrutar el sheriff de la pequeña ciudad de Reflection Lake. Así que con el paso de los años, Prudie y Sam se habían asentado en aquella vieja casona llena de recovecos, de estilo victoriano, en la calle Main, convirtiéndola en un hogar.

Sam sabía que Prudie adoraba cada rincón de aquella casa y que, si alguna vez dejaba el puesto de sheriff, se sentiría muy triste por tener que dejarla.

Pero Sam no tenía intención de dejar el puesto; le gustaba su trabajo y le gustaba el hecho de que el despacho estuviera pegado a la casa. Solo tenía que bajar unos escalones y estaba en el trabajo.

Mientras Prudie era bebé, aquello significó poder estar cerca de ella, y en aquel momento en que ya era más mayor, significaba que siempre sabía dónde estaba. Y teniendo en cuenta el carácter de su hija, aquello era importante. Sam sonrió.

Colocó los trapos de la cocina, con cuidado de que ambos colgaran a la misma altura, y salió de la cocina, llevándose una bolsa de patatas fritas.

Se acercó al pie de las escaleras y escuchó; afortunadamente todo estaba en silencio. Por lo visto, Prudie había decidido no seguir poniéndolo a prueba aquel día. Ya le había hecho subir las escaleras cinco veces para asegurase de que estaba metida en la cama y con la televisión apagada. Aunque no dudaba de que probablemente, en aquel momento, la niña estuviera bajo las sábanas, leyendo a la luz de una linterna. Pero Sam se conformaba con que estuviera tranquila y con la televisión apagada.

En el cuarto de estar, se dejó caer sobre el sofá, se quitó los zapatos, buscó el mando de la televisión y pasó de un canal a otro mientras se comía las patatas.

Consultó el reloj que había en la mesa y vio que eran las diez menos cuarto. Probablemente aguantaría una hora antes de quedarse dormido.

En aquel momento alguien llamó a la puerta, y su perro, un gran danés llamado Razor, bajó corriendo las escaleras al tiempo que emitía un profundo gruñido. Sam sabía que el perro estaba durmiendo en la cama de Prudie. Aquel enorme animal consideraba que era su deber dormir junto a la niña, aunque si alguien se acercaba a la casa, Razor bajaba corriendo las escaleras dispuesto a proteger la casa.

Sam también gruñó y se levantó del sofá. La única desventaja de ser el sheriff de una pequeña ciudad era ser el punto de referencia para todos los habitantes a la hora de solucionar un problema. Y en muchas ocasiones, aquellos problemas surgían a mitad de la noche.

Sam abrió la puerta y se encontró con la señorita Simpson, flanqueada por los dos agentes. Haley lo miró y sonrió a modo de saludo, pero en cuanto Razor asomó la cabeza por la puerta, gruñendo, aquella sonrisa desapareció inmediatamente. Haley intentó dar un paso hacia atrás, pero los dos hombres que tenía a los lados se lo impidieron, así que alargó una mano vacilante y acarició la cabeza del perro.

Sam se fijó en el color verde de sus uñas y se preguntó cuándo habría tenido tiempo para pintárselas.

—Buen perrito —dijo ella—. No me muerdas, por favor.

Razor pareció considerarla inofensiva y la acarició en el estómago con el morro, empujándola hacia atrás al hacerlo. Los dos agentes la sujetaron para que no se cayera.

Sam se agachó y le dio un empujón al perro para que saliera al jardín.

—¿Por qué tengo la impresión de que esto no es una visita de cortesía antes de meter a la señorita Simpson en la cárcel? —preguntó Sam, apoyándose contra el marco de la puerta. Ambos agentes se rieron, y el más alto se quitó el sombrero.

—Lo siento, sheriff. Pensábamos que el teniente Grant ya te habría llamado por teléfono. Él es quien nos manda. Él… —comenzó a decir y se detuvo. Movió los pies nerviosamente, miró a su compañero y se encogió de hombros—. El teniente Grant quería pedirte un favor.

Sam dio un paso hacia atrás, invitándolos a entrar.

—Sé que me voy a arrepentir. ¿Qué favor?

Cuando Haley pasó a su lado, sus brazos se tocaron, y Sam sintió cómo un escalofrío le recorría todo el cuerpo.

¡Maldita fuera! ¿Cómo conseguía provocarle aquella sensación cada vez que lo tocaba? Sam no quería sentir nada, sobre todo atracción, cuando estaba cerca de aquella mujer. Era embarazoso. Aunque a juzgar por el color que le subía por el cuello, hasta las mejillas, ella probablemente también había sentido algo.

Parecía cansada. Incluso sus rizos parecían alicaídos, y tenía los párpados ligeramente hinchados. Sam se fijó en que se había cambiado de ropa. Por lo visto, los agentes le habían permitido ponerse la suya, aunque no estaba más tapada que con el uniforme. El único adjetivo que se le ocurría para calificar su gusto a la hora de vestir era «llamativo».

Llevaba un diminuto y estrecho vestido con estampado de serpiente, y con unos tirantes tan finos que parecían hebras de hilo. Como única prenda de abrigo, se había puesto un chal de gasa y se lo había anudado por debajo de los pechos.

Haley se sentó sobre el brazo del sofá y los miró de manera expectante.

—El teniente Grant quiere que sepas que ha desechado la posibilidad de que la señorita Simpson esté directamente involucrada con el asesinato del doctor Rocca —lo informó uno de los agentes—. Pero lo preocupa la posibilidad de que la señorita sea otro objetivo del asesino. Parece que el caso es más complicado de lo que creíamos inicialmente.

—No me sorprende demasiado —dijo Sam y asintió al mirar a Haley, aunque no estaba muy seguro de adónde iba todo aquello—. Pero no hacía falta que vinierais a decírmelo en persona. Una llamada habría bastado.

Los agentes se miraron y uno de ellos se encogió de hombros.

—Verás, el teniente Grant pensó que quizá no te importaría ayudarlo con la investigación.

—Andy sabe que siempre estoy dispuesto a echar una mano.

Los dos hombres sonrieron al oír aquello y Sam sintió que la duda lo asaltaba. Quizá no debería haber hablado tan deprisa.

—¿Alguien quiere una taza de café? Creo que yo la voy a necesitar —dijo Sam.

—Gracias, sheriff —contestó uno de ellos—, pero debemos marcharnos ya. Tenemos un montón de informes que redactar.

Los dos agentes salieron por la puerta, pero Haley se quedó sentada donde estaba.

Su vestido se había deslizado hacia arriba por sus esbeltos muslos, y sus sandalias de tacón se columpiaban sobre los dedos de sus pies. Sam se fijó en que sus bronceadas piernas estaban desnudas y rápidamente se obligó a apartar la mirada. Tenía que retomar el control de sí mismo.

—No tengo ningún problema en que os marchéis, pero os dejáis a alguien.

Uno de los agentes ya se había encaminado hacia el coche patrulla, pero el otro se apresuró en contestar.

—Lo siento, sheriff. Ese es el favor que el teniente Grant quiere pedirte. Quiere que mantengas a la señorita Simpson custodiada —explicó el agente mientras se colocaba el sombrero—. Estoy seguro de que telefoneará en cualquier momento. Buenas noches, señorita Simpson.

Y antes de que Sam pudiera replicar, se alejó de la casa hacia el coche patrulla.

Cuando Razor volvió del jardín, Sam cerró la puerta y después se volvió para mirar a su huésped no invitada.

—Parece que se han marchado sin ti —dijo él y Haley se rio.

—Lo que en realidad quieres decir es que te han hecho cargar conmigo.

Sam movió despreocupadamente la cabeza, pero sabía que no parecía demasiado convincente. En cualquier caso, Andy Grant tendría que darle unas cuantas explicaciones acerca de por qué Haley Jo Simpson estaba en aquel momento en su cuarto de estar.

Ella se puso de pie y caminó por la habitación, rozando todos los muebles con los dedos como si quisiera memorizarlos a través del tacto.

—Te tienen miedo, ¿lo sabías? Durante todo el camino hacia aquí, no han parado de discutir sobre quién iba a decirte que yo tenía que quedarme aquí —dijo ella, deteniéndose. Se dio la vuelta y ladeó la cabeza—. ¿Es que tienes mal genio?

Sam resopló y se agachó para recoger una pelota de goma que Razor había dejado en medio del cuarto de estar y la arrojó dentro de una caja que había junto a la chimenea. Llevando aquellos tacones, a Sam no le extrañaría que Haley se tropezara y se dislocara una cadera. Su casa no era apropiada para aquel tipo de zapato; Prudie y él solían calzar botas o zapatillas.

—Nunca les he hecho nada y no tengo mal genio.

Haley lo miró fijamente y enarcó incrédula una ceja. Sam se encogió de hombros.

—Bueno, en ocasiones me dejo llevar un poco; no soporto la incompetencia y no tengo ningún problema en hacérselo saber a quien sea.

Haley frunció la boca y asintió de manera cómplice. Aquello irritó a Sam.

¿Cómo había llegado a la situación en que una pelirroja chiflada, que no sabía cuándo debía cerrar la boca, lo juzgara en su propio cuarto de estar?

Por otra parte, su boca tenía un aspecto delicioso con aquel pequeño hoyuelo en el centro del labio inferior… y Sam se preguntó cómo sería acariciar aquel hoyuelo con la lengua.

Pero apretó los dientes. Necesitaba una taza de café urgentemente.

Ella lo observó con aquellos maravillosos ojos verdes y sonrió.

—Tengo la sensación de que haces que la gente se sienta incómoda.

Él frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir? Se me da muy bien el trato con las personas.

Haley comenzó a dar vueltas por la habitación de nuevo.

—Pareces la clase de persona que se irrita con facilidad. Los dos agentes tenían los nervios de punta pensando que tenían que venir aquí a hablar contigo.

—Probablemente porque se sentían culpables por dejarte aquí y sentían lástima de mí.

—No hay por qué insultar.

Sam la miró y vio que estaba de espaldas a él, asomada a la cocina. Se fijó en sus bonitas nalgas y sintió el mismo escalofrío que cuando ella lo rozó accidentalmente en el hotel.

Haley se dio la vuelta y se sonrojó.

—Lo siento. A veces soy un poco cotilla.

Sam apartó inmediatamente la mirada. No quería que ella lo sorprendiera mirándole el trasero. Haley volvió al cuarto de estar y se sentó sobre su maleta.

—Siento haber venido tan tarde —dijo ella, mirando hacia la escalera—. Supongo que tu esposa y Prudie están arriba durmiendo.

—Prudie está durmiendo. No tengo esposa.

Haley abrió los ojos sorprendida.

—¿Estás divorciado o eres viudo?

—Estoy divorciado —contestó él con sequedad. No quería que ella entrara en aquel tema—. Prudie y yo vivimos solos.

—Lo siento. No pretendía sacar un tema doloroso.

—No lo es. Nos divorciamos hace mucho tiempo y el dolor que pudiera haber sentido ya desapareció.

—Quieres decir que está enterrado.

—¿Qué?

—El dolor no desaparece, simplemente lo enterramos —dijo ella con total naturalidad—. Nunca nos libramos del dolor emocional; lo enterramos, y cuando menos te lo esperas, aparece de nuevo.

Sam abrió la boca para decir algo pero enseguida la cerró. ¿Cuándo había dado la conversación aquel giro? ¿Y cómo habían acabado hablando sobre su divorcio? Si sabía lo que era bueno para él, la sacaría cuanto antes de su casa y la llevaría a su despacho.

La única manera de que ambos mantuvieran la cordura era manteniendo las distancias. Y si tenía un poco de suerte, podría asignar el grueso de la custodia a Chester Smart, su ayudante.

—Ya veo que no me crees. Probablemente seas una de esas personas que no aceptan sus sentimientos negativos, limitándose a acumularlos —explicó ella—, hasta que un buen día explotan —añadió, agitando las manos.

—No te preocupes, no estoy a punto de explotar.

Haley sonrió.

—Claro. Eso es lo que dicen todos hasta que se convierten en una temblorosa masa de dolor emocional.

—Señorita Simpson…

—Llámame Haley. Todo el mundo lo hace.

Haley bostezó y se estiró. Al hacerlo, el chal de gasa que llevaba puesto se estrechó sobre sus pechos y Sam tuvo que tragar saliva para aliviar la repentina sequedad de su garganta; se dijo a sí mismo que tenía que salir a relacionarse con otras mujeres más a menudo.

—¿Te importa si acepto la invitación a café? Llevo levantada desde primera hora de la mañana, y como no me lo tome, me voy a quedar dormida en medio de tu cuarto de estar.

Sam asintió aliviado. Si se quedaba allí con ella, quizá pensara que quería que continuara con su análisis de él. Sería mejor ocuparse con algo.

—En absoluto —dijo Sam y se dirigió hacia la cocina.

—¿Puedo sentarme en el sofá? —preguntó ella, levantándose de la maleta.

—Ponte cómoda —contestó Sam e inmediatamente se arrepintió.

No quería que se pusiera cómoda. Quería sacarla de su casa y de su vida, pero antes de que pudiera aclarar cualquier posible malentendido, sonó el teléfono.

—Será mejor que tengas una buena explicación, Andy —gruñó Sam cuando descolgó el auricular y al otro lado de la línea sonó la cálida risa de su buen amigo.

—Supongo que ya está allí.

—Efectivamente. Tus dos agentes la trajeron hace unos diez minutos. Antes de escabullirse como dos ladrones, dijeron que me telefonearías para darme una explicación, así que ya puedes empezar.

—Hice algunas comprobaciones acerca de su jefe, el doctor Rocca.

—¿Y…?

—Por lo visto el hombre no era capaz de mantenerse apartado de las mujeres, eso lo dedujimos nosotros, y tampoco de su corredor de apuestas. Tenía tantas deudas que estaba a punto de perder su consulta.

Sam miró a Haley, que se había acomodado en un rincón del sofá, con las piernas debajo del cuerpo, dejando las sandalias tiradas en medio de la alfombra. Razor se había sentado delante de ella y tenía la cabeza apoyada sobre su regazo; ella le acariciaba las orejas suavemente con una mano y con la otra manejaba el mando a distancia de la televisión.

—¿Así que la guapa señorita Simpson era una de tantas?

—Por lo visto, ella ha dicho la verdad. Según algunas de las empleadas del doctor Rocca, él había estado coqueteando con la señorita Simpson durante los últimos tres meses, y ella, de manera educada pero con firmeza, le decía que no estaba interesada.

—Entonces, ¿por qué vino aquí con él?

—Al parecer, era otra empleada la que inicialmente iba a venir, pero se echó para atrás en el último momento.

—¿Y por qué le tocó a ella? —preguntó Sam y Grant suspiró.

—La amenazó con despedirla si no aceptaba.

—¡Menudo caballero estaba hecho el doctor!

—Y que lo digas —dijo Grant.

—Pero sigo sin entender por qué está ella en mi cuarto de estar.

—Quiero que la mantengas custodiada durante unos días.

—¿Y la razón por la que tengo que hacerlo es…?

Andy se rio.

—Porque me debes un favor. Y porque no sabemos si el doctor le contó algo durante el viaje —continuó Andy con seriedad—. Los bombones que había en su habitación contenían un fuerte sedante. Se los entregaron a ella, así que quiero asegurarme de que no era otro objetivo del asesino.

—No parece probable —dijo Sam—. Sobre todo si estás tan seguro de que realmente no tenía una aventura con el doctor.

—Lo sé. Pero no quiero correr ningún riesgo. ¿Y tú?

Sam observó a Haley, que estaba murmurándole algo al perro mientras le acariciaba el hocico con su mejilla. Razor era un perro afortunado.

—No. No quisiera correr ningún riesgo.

—¡Bien! Sabía que podía contar contigo. Asegúrate de que no llama la atención. Te mantendré informado —dijo Andy y colgó.

En una bandeja, Sam colocó las tazas con café, dos cucharas, leche y azúcar e inspiró profundamente.

Lo habían cargado con el mochuelo, pero haría su trabajo lo mejor posible. Por encima de todo, Sam se consideraba a sí mismo un profesional y era capaz de mantener su vida personal apartada de su trabajo. Con un poco de suerte, Haley se marcharía en unos pocos días y su vida volvería a la normalidad.

Hasta entonces, Sam la acomodaría en la celda de su despacho, no en su casa.