HALEY regresó a la celda y se detuvo junto a la puerta para observar su nuevo «hogar». No conseguía hacerse a la idea de tener que dormir allí, pero apretó los dientes con determinación. No se derrumbaría. Haría lo que mejor se le daba: sacar el máximo partido a una mala situación.
Entró en la celda y abrió la maleta. Sacó su pijama y su bata y se marchó al cuarto de baño. Chester apenas apartó la mirada de la televisión cuando ella atravesó el despacho y Haley se dio cuenta de que no tenía el más mínimo interés en charlar con ella. Suspiró y entró en el cuarto de baño.
Cuando miró a su alrededor, tuvo que hacer un esfuerzo por no llorar; aquel cuarto de baño era peor que el que había en el primer apartamento que alquiló cuando se marchó de casa. Suspirando, tanteó la puerta en busca del pestillo, pero no había. Al menos el baño de su primer apartamento sí lo tenía. Haley contuvo las lágrimas. De ninguna manera iba a llorar. Un rato después salió del cuarto de baño. Se había lavado la cara y los dientes, y se había puesto el pijama y la bata. Por supuesto, la atención de Chester seguía fija en la televisión.
—Buenas noches —dijo ella desde el final del pasillo.
Una parte de ella esperaba que él la invitara a una taza de chocolate caliente y charlaran un rato, pero Chester ni siquiera levantó la vista; se limitó a levantar la mano.
Haley se encogió de hombros y volvió a la celda. Se sentó en la cama, con su bolso sobre el regazo y su mente retrocedió veinte minutos, hasta el momento del beso.
Se acarició el labio inferior con un dedo y se preguntó cómo era posible que un policía tan serio y correcto besara tan bien. Sonrió para sí misma y estrechó las piernas contra el pecho, pensando que había sido algo más que maravilloso, había sido apasionado. Aquello era demasiado bueno para guardárselo para sí misma. Tenía que contárselo a alguien.
Llamaría a Melanie.
Primero se aseguró de que Chester continuaba viendo la televisión; no quería que oyese algo que no debía. Después, hurgó en su bolso en busca del teléfono móvil y marcó el número de teléfono de su amiga. Solo había sonado una vez, cuando alguien descolgó el auricular.
—Dígame.
—Mel, soy yo… Haley.
—¡Haley! —gritó Melanie—. ¿Dónde estás? Me has tenido muy preocupada. He oído que han asesinado al doctor Rocca y que a ti te mantienen custodiada —añadió, bajando la voz.
—Eso es exactamente lo que ha pasado —dijo Haley.
—¡Cielos! —exclamó Melanie después de un instante de silencio—. Se supone que era yo la que tenía que haber acompañado al doctor Rocca. ¡Me podría haber pasado a mí!
—¿Y qué te crees que pensé yo cuando me metieron en la cárcel?
—¿De verdad te han encerrado? ¿No creerán que fuiste tú la que asesinó al doctor Rocca, verdad? —preguntó Melanie, bajando la voz aún más.
—No. Al menos eso dicen. Por lo visto, es por mi propia seguridad. Creen que el asesino quizá quisiera matarme a mí también.
Melanie no contestó y Haley supo que estaba asimilando lo que acababa de decirle.
—¿Sigues ahí, Mel?
—Sí. Pero espera un momento.
Haley escuchó cómo Melanie colgaba el auricular y unos segundos más tarde descolgaba otro.
—Ya está —dijo Melanie—. Estoy con el inalámbrico y voy a salir al balcón. Cy está en casa y ya sabes cómo se pone cuando hablo por teléfono.
Desde luego que lo sabía, aunque no lo conocía personalmente. A Cy no le importaba ponerse a gritar cada vez que Melanie intentaba hablar por teléfono. Además, el muy desgraciado no quería tener nada que ver con las «cabezas huecas» de las amigas de Melanie.
—Ya estoy fuera —dijo Melanie—. Ahora dime, ¿tengo que ir a sacarte de allí?
—No. El sheriff dice que es por mi propia seguridad.
—Iré de todos modos.
—Claro. Melanie, sabes de sobra que Cy no te dejará venir. Pero no te preocupes, te llamaré todos los días hasta que esto se solucione…
—¡Maldita sea! Cy me está llamando. Si me encuentra aquí afuera, hablando por teléfono se pondrá hecho una furia. ¡Llámame mañana!
—No le digas… —dijo Haley, pero Melanie había colgado— a nadie dónde estoy —terminó. Haley guardó el teléfono de nuevo en el bolso. Se sentía decepcionada.
¡Eso en cuanto a una reconfortante conversación con su mejor amiga!
Apartó la manta a un lado y se metió en la cama. Las sábanas estaban tan tiesas que parecían hechas de cartón, y Haley no pudo evitar preguntarse si el sheriff las almidonaba.
Acomodó la cabeza sobre la almohada e intentó ignorar el sonido que le llegaba de la televisión.
Después, cerró los ojos y mientras se quedaba dormida, se preguntó si el sheriff Matthews dormiría desnudo.
Sam abrió la nevera y alargó la mano hacia la tónica, pero en el último momento cambió de opinión y tomó una lata de cerveza. Aquella noche necesitaba beber algo un poco más fuerte para calmar la inusitada sensación de nerviosismo.
Se apoyó contra la encimera y rodó la lata por su acalorada frente, pero fue un alivio escaso. Lo que realmente debería hacer era meter la lata dentro de sus pantalones para aliviar aquella parte de su anatomía que parecía sentir tanta atracción por aquella mujer. Gruñó al recordar a Haley apoyada contra la pared del pasillo, con su cobriza melena de rizos levemente iluminada .
¡Maldita fuera! Lo que le hacía falta era una ducha fría.
Sam abrió la lata y dio un largo trago de cerveza. El frío y la acidez bañaron su lengua, aún acalorada por el contacto con los dulces labios de Haley.
Después, se dirigió al cuarto de estar. Razor levantó la cabeza, gruñó a modo de saludo y se puso a cuatro patas. Sin mirar hacia atrás, subió por las escaleras hacia la habitación de Prudie. Como Sam había vuelto, no hacía falta que siguiera vigilando el piso de abajo y podía volver a la habitación de la niña.
Sam echó el cerrojo de la puerta, apagó las luces y subió al piso de arriba. Se detuvo junto a la puerta de la habitación de su hija y se apoyó contra el marco mientras se bebía la cerveza. Cuando Prudie era bebé, aquel había sido su pasatiempo favorito; se quedaba junto a su cama durante horas, maravillado por su diminuta perfección. Cuando fue un poco más mayor, Sam se echaba en la cama con ella para leerle sus cuentos preferidos. Durante años, le leyó el mismo cuento una y otra vez, y la niña nunca se cansaba de él. Sam sabía que era porque aquel libro era el único lazo que unía a Prudie con su madre.
Peggy se lo regaló en la primera visita que les hizo, cuatro años después de marcharse y abandonarlos. Prudie tenía cinco años y se había sentido fascinada por la increíble belleza de su madre y su despreocupada risa. No quería que Peggy se volviera a marchar y lloró y se agarró a la pierna de su madre, prometiéndole que sería buena.
Pero Peggy se marchó, confusa y agradada por la muestra de cariño de su hija, pero como siempre, con prisa por llegar a alguna parte.
Desde aquella visita, las cartas y las llamadas telefónicas de Peggy habían ido disminuyendo con el paso de los años. Prudie se negó a hablar de aquel día, y después de unos años, tampoco quiso que Sam le volviera a leer aquel libro. Pero él sabía que Prudie siempre lo guardaba muy cerca de ella.
Se inclinó sobre la niña y le acarició el pelo. Nada mejor que los recuerdos de su ex esposa para no perder la perspectiva y para recordarle que su comportamiento con Haley había sido completamente inapropiado. Era padre y tenía que centrarse en su hija, no en su libido.
Por muy guapa y seductora que fuera, Sam sabía que Haley no encajaba en su vida.
Estaba a punto de salir por la puerta cuando la voz de su hija lo detuvo.
—Papá.
Él se dio la vuelta para mirarla.
—Duérmete, cielo. Es muy tarde.
Prudie se incorporó y parpadeó soñolienta.
—Escuché voces. ¿Tuviste que salir?
—Fui al despacho para hablar un momento con Chester.
—Me pareció haber oído la voz de Haley, la mujer a la que conocimos en el hotel.
—Duérmete, Prudie. Mañana será otro día.
La niña se echó de nuevo en la cama.
—Estoy segura de que era la voz de Haley. Me gusta mucho. Es buena y guapa —dijo la niña y miró a Sam fijamente—. ¿Crees que es guapa?
Sam la arropó y le dio un beso en la frente.
—Sí, cielo. Es una buena persona.
—No te he preguntado eso. Te he preguntado si crees que es guapa.
Sam suspiró. Obviamente Prudie no lo dejaría marchar hasta que contestara su pregunta.
—Sí. Es muy guapa.
Prudie se rio y se dio la vuelta.
—Buenas noches, cariño.
—Buenas noches —dijo Prudie.
Sam caminó hacia su solitaria habitación. Se sorprendió al pensar aquello ya que, hasta aquella noche, nunca había pensado que su acogedora habitación fuera solitaria. Pero en aquel momento, la idea de desnudarse y echarse sobre aquella enorme cama con dosel, no le agradaba tanto como siempre.
Sam se agitó interiormente para deshacerse de aquella sensación, apagó la luz y se metió en la cama.
Mientras se dormía, se preguntó si la señorita Simpson se sentiría tan sola como él en aquel momento, y si dormiría desnuda.