PRESENTACIÓN

La difamación y el insulto son artes mayores de la literatura y la oratoria, que nuestros políticos en ningún caso dominan, apelando entonces a su vulgaridad natural. Les vemos ahora como son, y no sólo por la cazadora. Informar no quieren, porque eso sería mostrar el viejo naipe con muescas, e insultar no saben.

FRANCISCO UMBRAL, El Mundo, 4-4-95.

La lengua española es tan abundante en insultos e improperios que las más de 5.000 entradas de este diccionario sólo recogen una parte de los muchos que circulan, tanto en los monumentos sagrados de nuestras letras, como en la excelente y desenfadada literatura de algunos autores contemporáneos (novelistas y periodistas), como en la calle, que es la que los vio nacer. Desde los clásicos a los modernos, siempre que un escritor supo reflejar el lenguaje vivo de su tiempo y retratar fielmente la realidad social, el insulto ocupó un lugar destacado en este logro. Por citar sólo los nombres más conocidos, desde el Lazarillo, La Celestina, Berceo, Cervantes, Quevedo, Tirso de Molina y Lope de Vega, pasando por Larra, Torres Villarroel, Galdós, Clarín, Arniches, Unamuno, Baroja, Valle-Inclán, Cela, Delibes o Vargas Llosa, hasta los escritores que mantienen vivo el noble arte del periodismo combativo y creativo, como Arturo Pérez-Reverte, Antonio Gala, Jaime Campmany, Javier Marías, Alfonso Ussía, Antonio Muñoz Molina, Fernando Savater, Guillermo Cabrera Infante, Raúl del Pozo o el propio Francisco Umbral, la literatura recoge un testimonio de inmenso valor sobre esta faceta mal conocida y algo clandestina del tesoro de nuestra lengua, pero al mismo tiempo tan rica como indispensable para el ejercicio de la comunicación y de la convivencia. Como botón de muestra, valga esta retahíla del propio maestro Umbral que predica realmente con el ejemplo: Conde y González son dos aventureros de la vida, dos achangueros, bailones, birlos, buscas, choris, choricenates, choros, gerifaltes, guindas, guindaleros, merchantes, pispos, quitones, quinadores, sopistas, volatas, quitameriendas, dedos, en manos de qué gente estamos, oyes (El Mundo, 25-9-95).


Durante el examen al que sometimos al insulto en diversas lenguas para redactar nuestro anterior ensayo El arte del insulto (1997), habíamos recogido un inventario que nos había parecido tan voluminoso sobre el español, pese a no tener la menor pretensión de exhaustividad, que fuimos los primeros en asombrarnos ante la agudeza creativa (en cantidad y calidad) de este retrato de la humanidad que—en última instancia—constituye el paradigma de insultos de un pueblo. Esto nos llevó a pensar en la necesidad de convertir aquel primer inventario, que servía de corpus a nuestro ensayo onomasiológico, en una colección semasiológica, es decir un diccionario alfabético con un tratamiento individualizado de cada unidad léxica. La labor de definición se vio muy dificultada por la abundante sinonimia parcial y por los matices con que el uso altera sensiblemente el significado básico de cada vocablo, lo que nos llevó a introducir ejemplos reales, que permiten evaluar este uso contextualizado de los insultos, para reflejar el equilibrio entre estabilidad y moldeabilidad que caracteriza al signo lingüístico en general, y al insulto en particular. La búsqueda de ejemplos en un gran corpus literario y periodístico nos llevó naturalmente a descubrir nuevos insultos, y el inventario no paraba de crecer hasta que quedamos plenamente convencidos de la imposibilidad absoluta de pretender que sea completo alguna vez, pues la obra corría el riesgo de no terminar nunca, pues los españoles tardan menos en inventar nuevos insultos que nosotros en recogerlos.1 Adoptamos por tanto un esquema esencialmente práctico, con definiciones escuetas, especialmente en los casos en que la sinonimia permite remitir a un prototipo ya definido, información etimológica más centrada en la evolución semántica que en la evolución fonético-formal, y, siempre que nos ha sido posible dentro de los límites de tiempo y espacio que nos hemos fijado, algunos ejemplos procedentes tanto de la literatura como de la prensa, la televisión o la calle, que reflejan la realidad del uso.

Debemos agradecer a todos los hablantes anónimos que han sabido crear y conservar esta joya, así como a los autores que, con nombres y apellidos, manejan y perfeccionan hoy con gran talento esa joya de nuestro acervo cultural, desafiando la censura que quiere imponerle el «pensamiento único» (ambiguo beaterío neoestalinista en versión americana), practicando la verdadera libertad de expresión, defendiendo con su palabra punzante ese derecho y ese deber que Platón ya definía como educación: «enseñar a amar lo que merece ser amado y enseñar a odiar lo que merece ser odiado». ¿Acaso ambas cosas no coexisten en cada uno de nosotros? El insulto tiene por tanto un valor catártico y una función social muy saludables, y el uso lamentable del mismo que en ocasiones pueda resultarnos indignante no debe hacernos perder de vista que el insulto es ante todo un antídoto contra el engaño, y la totalidad de los ejemplos citados en este diccionario no son sino un retrato de nuestra forma de ser y de nuestra historia. También debemos agradecer la ayuda de un grupo de estudiantes del área de Lingüística General de la Universidad de Granada: José Manuel Pazos, Isabel Alijo, Mª Cruz Amorós, Martina Bálmacz, Mª Carmen Cara y María Luengo, que colaboraron con entusiasmo y eficacia en la tarea de recogida y compilación de datos, y la de todos los amigos, conocidos y parientes que—a menudo sin saberlo—han actuado como informantes.

BIBLIOGRAFÍA

ABREVIATURAS EMPLEADAS EN ESTE DICCIONARIO