CAPÍTULO
VI

Los primeros días de julio, Camila y Ladislao fueron embarcados en el bergantín Rosario, rumbo a Buenos Aires. Cruzaron miradas pero fueron separados de inmediato. Camila atinó a gritar su nombre pero se atajó a tiempo y él, al ver los grillos en las piernas de su amada, tuvo ganas de morir.

El viaje fue interminable. El Paraná parecía furioso contra aquellos hombres que intentaban doblegar a unos pobres miserables que se habían atrevido a quebrantar la ley por amor. El clima no ayudaba y Camila lo pasó mal durante la peripecia. Las náuseas por su estado se sumaron a las causadas por el vaivén constante del Rosario en el oleaje del río. Rogó que la dejaran respirar el aire fresco, que le permitieran salir a cubierta, pero le fue negado. Ladislao estaba encerrado en otro camarote bajo llave, imaginando una y mil catástrofes.

El río revuelto averió el bergantín y hubo que atracar en Saladillo. Fuertemente custodiados, los jóvenes fueron obligados a descender. Allí, en la ribera, tuvieron que esperar que los movilizaran. No tenían idea de qué sucedería, nadie les informaba nada. Dos soldados partieron raudos en busca de las órdenes y Camila y Ladislao, y el resto de la comitiva, permanecieron allí. La joven imploró con la mirada al custodio que la había acompañado durante el viaje. Sin decir una palabra, el soldado la tomó del brazo y la llevó hasta donde estaba Gutiérrez. Dio vuelta la cara y les permitió unos minutos de cercanía.

—Camila, amor mío —dijo él como pudo.

—Ladislao… —y se arrojó a sus brazos, dominada por el llanto.

—No puedo verte llorar —imploró.

—Y yo no puedo soltarte. ¿Qué pasará con nosotros? —estaba aterrada.

El custodio la arrancó de los brazos de Gutiérrez. Se escuchaba el galope de unos caballos. Los amantes fueron separados de inmediato y a poco llegó una comisión al mando de Vicente González, el temible Carancho del Monte, experto en degüellos y coronel al frente del Tercer Regimiento. El Carancho había recibido instrucciones de Juan Manuel de Rosas: debía hacerse cargo de los reos y entregarlos al Juez de Paz de San Nicolás. Ya en el fortín, don Felipe Botet interrogó a Camila:

—Soy hija de Adolfo O’Gorman y Joaquina Ximénez, natural de Buenos Aires, sé leer y escribir y tengo veintiún años —Camila exageraba en la edad.

Botet agregó al documento que Gutiérrez la había llevado seducida hasta la provincia de Corrientes. Le preguntó por qué había sido apresada.

—Por haberme evadido de casa de mis padres en compañía de don Ladislao Gutiérrez, para contraer matrimonio con él.

Botet levantó la vista del papel.

—¿Con un hombre de Dios?

—Estaba en la presunción de que no era presbítero. Y como no pude dar esta satisfacción a la sociedad de Buenos Aires, lo induje a salir del país para que se efectuara lo más pronto posible, estando satisfechos a los ojos de la Providencia.

Botet tamborileó la mesa. La señorita estaba dispuesta a responderle todo.

—Si este suceso se considera un crimen, lo soy yo en mayor grado por haber hecho dobles exigencias para la fuga. Pero yo no lo considero delito, tengo mi conciencia tranquila —concluyó Camila, segura de sí, sin el menor atisbo de arrepentimiento.

Y le llegó el turno a Ladislao. Compareció frente al Juez con la mirada más triste que nunca.

—Soy hijo de don Gregorio Gutiérrez y doña Dolores Giménez, natural de Tucumán, veinticinco años y estado eclesiástico.

El Juez le preguntó la causa de la prisión.

—Me han notificado que ha sido orden del Excelentísimo Señor Gobernador y Capitán General de la Provincia de Buenos Aires, Brigadier don Juan Manuel de Rosas, mi prisión y remisión a Buenos Aires.

Con los interrogatorios concluidos, los presos subieron a dos coches —debían permanecer incomunicados— rumbo a la ciudad de Buenos Aires.

***

A las tres de la tarde del 14 de agosto de 1848, los infelices amantes llegaron en sendas carretas a Santos Lugares. Durante el trayecto llegó la orden de cambio de planes. O’Gorman y Gutiérrez no descenderían en Buenos Aires, Juan Manuel de Rosas había percibido que no era buena idea que los condenados llegaran a la ciudad. Los humores estaban demasiado caldeados. Había dejado de lado la iniciativa original, de encarcelar al hombre en el Cabildo y a ella en la Casa de Ejercicios. Manuelita en persona había comprado un juego de dormitorio, un colchón de lana fina, un sillón de Viena y dos sillas para que la estadía de su amiga allí fuera confortable. Pero Rosas consideró que sería mejor llevarlos directo al campamento y que allí les tomasen declaración y remitiesen sus clasificaciones.

Detrás de las carretas iba una multitud, también algunas familias de los oficiales, de los escribientes y de otros empleados que estaban allí para ver a la pareja. Pero los carros eran toldados y traían la puerta de atrás cubierta por mantas. No podían ver nada. No hubo repudio pero sí un murmullo inquietante a su pasar, como la chicharra de los grillos anunciando la llegada de la noche.

Ya adentro y sin el ojo hiriente de la chusma, Camila y Ladislao descendieron de sus carretas. Allí los esperaba Antonino Reyes, edecán de Rosas y quien estaba a cargo del campamento de Santos Lugares. Las malas lenguas cuchicheaban que él era el ejecutor de las órdenes de sangre del Restaurador, pero Reyes había entrado a servir a las órdenes de don Juan Manuel de Rosas a principios de 1832, y había servido en una oficina a sus inmediatas órdenes. Había recibido los trabajos de manos de Rosas, debía poner en limpio las notas que en borrador le entregaba, y las repartía entre otros empleados. Después había quedado en Santos Lugares, a cargo de la oficina, ordenando los trabajos con arreglo a sus instrucciones, cuando le hacían el encargo.

Reyes ordenó que llevaran a Gutiérrez a un calabozo y preservó a la señorita de una humillación semejante. La ubicó en el cuarto destinado a dar misa a los presos, donde había un catre, una mesa y dos sillas.

Camila se acomodó como pudo en una de las sillas. Apoyó una mano sobre su vientre y buscó algún rastro de su futuro hijo.

—Buenas tardes, señorita O’Gorman —dijo Reyes al entrar.

—Buenas tardes, ¿es usted el señor que manda aquí?

El edecán corrió la otra silla y se sentó enfrente. La vio desmejorada, con el cutis empañado de sudor y el semblante demacrado. El peinado de Camila estaba descuidado y toda su persona exhibía un abandono evidente.

—¿Cómo se encuentra?

—Si me trae algo de comer le estaré muy agradecida —estaba muerta de hambre, se sentía débil.

Reyes reclamó que le trajeran comida y volvió a mirar a la presa.

—Estoy enferma, señor. Necesito un médico, estoy embarazada —sonrió apenas y se abrió el pañuelo cruzado por delante.

Antonino no sabía qué hacer, intuía lo peor pero guardaba una pizca de fe. Y sin saber por qué, recordó aquellas palabras de Rosas que lo dejaron pensando: «Observa que ni los tigres matan sino cuando tienen hambre. Esto te dirá que, si se derrama sangre, es por necesidad, no por el gusto de derramarla».

—Señorita, tengo una esquela para usted de doña Manuela Rosas y Ezcurra, hija del Gobernador —le dijo.

—Soy amiga de Manuelita, la quiero mucho —el corazón de Camila se aceleró.

Antonino le extendió la nota y ella la leyó. Estaba fechada el 9 de agosto y le decía que había suplicado en su favor a su señor padre, que se sentía lacerada por la doliente situación que le había hecho saber y le pedía que tuviera la entereza suficiente para poder salvar la distancia que aún les restaba a fin de que, con sus esfuerzos, pudiera darle la última esperanza. En el ínterin le enviaba uno y mil besos. Se la quiso devolver, pero Reyes le pidió que se la quedara. Y al verla tan agobiada y en estado de preñez, ordenó que le quitaran los grillos. Camila agradeció en silencio.

—Preciso hacerle unas preguntas, señorita O’Gorman, y dejar registro —le anunció Reyes. —Téngame confianza y hábleme con franqueza.

—Diga nomás.

—Debe confirmarme si el vínculo se inicia el 12 de diciembre último.

—Mis amores con Gutiérrez datan de fecha muy anterior a la fuga. Estoy segura de que no ha hecho sus votos de corazón, son falsos y mi matrimonio es ante Dios —afirmó resuelta.

Siguieron con la conversación, Camila se sintió tranquila junto a Reyes y con las ideas claras. Si en algún momento había dudado, ya no. La confianza la llevó a contarle que habían planeado irse a Río de Janeiro. El edecán se inquietó, quiso cuidar a la joven.

—Permítame aconsejarle que no ponga esto en su declaración, más bien pida disculpas por la falta que ha cometido y que se acoge a la clemencia de Su Excelencia, quien habrá de tener en cuenta la debilidad de su sexo. Todo lo demás déjelo a la declaración de Gutiérrez.

—Pero yo no me arrepiento de nada, señor.

Se hizo de noche y Antonino Reyes se marchó. Camila escuchó las vueltas de la llave que confirmaban su encierro. Quiso tenderse en el catre y el cerrojo volvió a tronar. Entró el mayor Vicente Torcida, seguido de otro hombre que traía la barra de grillos. El mayor la miró fijo, ella supo a qué iban.

—Vengo a pedirle que se preste a que le pongamos los grillos, así lo ha ordenado el Gobernador. Gutiérrez los lleva también —bramó Vicente Torcida.

Camila se levantó la falda y le entregó los pies.

—Sufriré con gusto el castigo, mucho más cuando los lleva Ladislao.

Eran los grillos más livianos que habían encontrado. Reyes los había hecho forrar con orillo.

***

El doctor Mariano Beascochea interrogó a Gutiérrez y adjuntó la clasificación a la carpeta. El campamento estaba revolucionado, andaban todos con una ansiedad galopante. Debían cumplir las órdenes, Rosas esperaba la confesión, el país tenía los ojos y las garras listas para regodearse en el final de los desgraciados.

Reyes adjuntó el papelerío, emponchó al chasque, y este rumbeó como saeta al despacho del Gobernador. Rosas apoyó la carpeta en su mesa y le entregó nuevos documentos para que cabalgaran a Santos Lugares. El hombre gritó un Sí, Su Excelencia y partió.

El edecán abrió la carpeta con terror y leyó:

Que inmediatamente de recibirla haga suministrar los auxilios espirituales a la rea Camila O’Gorman y al reo Gutiérrez, y que luego los haga fusilar, poniendo antes en incomunicación completa todo el Cuartel General, de suerte que nadie entre ni salga hasta después de la ejecución, y que hecho esto me dé igualmente cuenta del cumplimiento.

Reyes se quedó sin aire. Solo atinó a escribirle unas líneas a Manuelita, su amiga de años, para que intercediera frente a su padre y reafirmara el estado de la condenada. El chasque iba con órdenes precisas: unos papeles eran para el Gobernador, el otro para la hija. Pero quiso el hado fatídico, el mar negro de Homero, que la encomienda no fuera separada y cayera en manos de Rosas. Manuelita nunca recibió el ruego y Juan Manuel ardió de furia. «¡Repito mi orden, a pesar del embarazo que me notifica mi edecán y Jefe de las Crujías de Santos Lugares, certificado por el médico de la prisión, vuelvo a decir por segunda vez: fusílesela inmediatamente!», bramó y añadió una amonestación a Reyes por haber demorado el cumplimiento de la sentencia.

Y llegó la orden indiscutible desde Palermo. Se hizo un silencio de tumba en el campamento. Debían preparar todo para la ceremonia. Reyes se encerró en su despacho, el mayor Torcida se encargó de todo. Convocó al presbítero Castellanos para los auxilios espirituales y juntos se acercaron al cuarto de Camila. El mayor le anunció la condena sin mirarla y la dejó con el sacerdote.

—Hija, vengo a asistir a tu confesión última para que te vayas con la gracia de Dios —le dijo con severidad.

—No tengo nada que confesar, padre —respondió con un brillo diferente en el mirar, una extraña paz, sintiendo que la gracia estaba dentro suyo.

—Tengo que bautizar a la criatura porque así me lo impone el ministerio —agregó el capellán y llamó al gaucho que esperaba afuera con una botella de agua bendita.

Camila escrutó a Castellanos, se sintió más elevada que nunca y entendió que no se dejaría mancillar por tan profana mirada. Experimentó, por primera vez, un hondo anhelo que ya nada ansiaba. Era libre, su amor por Ladislao era eterno, se consideraba digna de aquella entrega. Y supo que nadie en esta Tierra los comprendería.

El gaucho se persignó y le entregó la botella al capellán. Este masculló unas plegarias y se la extendió a Camila, quien bebió el agua bendita de un trago. Acarició su vientre y, entre risas y lágrimas, consagró a su niño a la eternidad. La joven O’Gorman danzaba en el laberinto de su mente.

El mayor también fue a la celda de Gutiérrez y le hizo el anuncio. Al enterarse de la sentencia, Ladislao mandó a llamar a Reyes. El edecán no quería salir de su despacho ni ser testigo del desenlace, pero accedió al pedido.

—Le he llamado para pedirle a usted el servicio de que me diga si Camila va a tener igual suerte que yo —le dijo con una animación extraordinaria en la mirada.

Reyes no respondió. Ladislao le tomó la mano y le rogó que le contestara.

—¿Para qué quiere usted saber de mis labios la suerte de esa desgraciada? —le dijo. —Olvídese de todo y piense en usted, que los momentos que pasan no debe perderlos.

—Es un servicio el que pido, para morir tranquilo. Pues que soy hombre y tengo sobrado valor para afrontar la muerte.

Ladislao estaba entero y sereno. Lo miraba con ojos que veían más allá.

—Prepárese a oír lo más terrible. Camila va a morir también —le respondió con la voz apagada.

Gutiérrez mostró cierta satisfacción al oír esas palabras.

—Gracias —pronunció en voz fuerte.

Y le suplicó que pusiera en manos de Camila un papelito. Se quitó la gorra de pieles que llevaba, tomó un lápiz y apuntó:

Camila mía,

Acabo de saber que mueres conmigo. Ya que no hemos podido vivir en la tierra unidos, nos uniremos en el cielo ante Dios.

Te abraza —tu— Gutiérrez.

***

Joaquina deambulaba como alma en pena por su recámara. Tomasa le había traído la noticia del destino de su hija. Se había enterado por ahí y había corrido horrorizada a contarle a su patrona. El Gobernador había sentenciado a muerte a los sediciosos. Camila, su niña, sería fusilada. Su hija querida moriría con el estigma criminal.

Un llanto ronco perforaba el silencio de tumba de la casa de los O’Gorman. De pronto, interrumpiendo el ritual desesperado de la madre, Adolfo abrió la puerta y entró al dormitorio. Joaquina levantó la vista como si regresara de un estado de sonambulismo enloquecido y escrutó a su marido.

—¡Mataste a mi hija, asesino ruin! —Con la cara deformada por las lágrimas, pero con una serenidad pavorosa, Joaquina le asestó uno a uno los puñales que salían de sus entrañas. —¡Todo esto es por tu culpa, tu enorme culpa, mal hombre y peor padre, que no has sabido cuidar de tu ángel!

Adolfo, impertérrito, no encontró fuerzas para responder. Estatua de sal, cuerpo de piedra, se quedó quieto y mudo ante la embestida.

—Entregaste a mi hija a las fauces del infierno. ¿Cómo no has estado allí para protegerla? Cómplice de todo, asco me das —susurró la madre con ojos desorbitados y expresión feroz. —Yo te maldigo, Adolfo O’Gorman. Estás muerto, muerto y sin entierro porque ni siquiera eso mereces. El sacrificio de mi santa hija te perseguirá como espada de Damocles por toda tu muerte. Porque lo que te queda ya no será vida, solo oscuridad eterna.

El hombre, aquel O’Gorman de furia constante, de grito autoritario y porte orgulloso, se desintegró como una montaña de arena. Adolfo cayó y sus rodillas golpearon contra el piso, envuelto en un quejido gutural dirigido a la nada.

—Camila, mi Camila… —sonaba el balbuceo apenas comprensible, mojado de baba, sudor y lágrimas. —¿Qué he hecho, pero qué hemos hecho con nuestra niña…? ¡Tanto amor por esa hija, pero tanto miedo! Miedo de la sangre espesa, de la herencia negra, del caudal infinito… Mala hija, mal padre, mala madre mía…

Joaquina se acercó al despojo de hombre que era su marido y giró a su alrededor una y otra vez como quien observa un toro caído en plena lidia. Cuanta más ira sentía, más tranquila se adivinaba.

—No te quiero ni cerca, O’Gorman, criminal de tu descendencia. Mi hija no te merecía, y es por eso que la abandonaste en manos de esa gente. Por saberte poca cosa, por no estar a la altura.

Adolfo hubiera querido responderle, rogarle misericordia, implorarle cuidado, pero le fue imposible. Su garganta estaba seca de palabras, no tenía aire, ni respirar podía.

—Te castigo por el crimen cometido, artífice del filicidio más inmundo y cobarde de la existencia. ¿Creías que no tengo sangre? ¿Suponías que tengo agua en las venas? Pues no, O’Gorman. Con tu poca hombría y tu falta de protección hacia mi angelito, para mí te has sepultado en el infierno. Alma en pena, muerto en vida, te aborrezco —Joaquina miró con desprecio a su marido, rozó el cuerpo abollado con su botineta y salió del cuarto.

Allí quedó Adolfo, tirado sobre el piso en posición fetal, puro lamento doliente, animal herido de muerte.

***

Los sentenciados fueron sacados de sus celdas, al alba del 18 de agosto de 1848, con los ojos cubiertos por un pañuelo grueso. Fueron conducidos al patio, donde sonaba el redoble de tambores. Ni los perros se atrevieron a interrumpir el canto de la muerte. Los soldados tomaron a Camila de los brazos y ella, enceguecida, ahogó un jadeo. La colocaron en un sillón, que luego fue elevado por cuatro presos con el torso desnudo, quienes la llevarían del hombro hacia el cadalso. Camila vestía un vestido blanco, ajado y sucio por el polvo del viaje, y su larga cabellera desparramada por su espalda. A poca distancia la seguía su amado, también sentado en un sillón conducido por otros cuatro presos.

Iba erguida en su trono, como reina, a la noche oscura, desafiando las leyes de la vida, orgullosa ante lo insondable de la muerte. Y sintió la devoción más absoluta, la mente quieta, el latido de su corazón acompasado.

La procesión continuó la marcha hacia el patíbulo al ritmo siniestro del tambor. Llegaron adonde aguardaban los ejecutores, y de fondo, el paredón. Las sillas fueron descendidas lentamente y colocadas sobre la tierra. Rugía el viento, volaba el polvo. Camila y Ladislao estaban de pie, con los ojos vendados, uno al lado del otro. Los soldados retiraron las mortajas que cubrían los banquillos, sentaron a los condenados y los ataron con las manos a la espalda contra los respaldos, que hacían de poste.

El mayor Torcida pegó el grito y los soldados formaron en dos filas. Los tambores se ubicaron al costado, en ángulo recto con el pelotón. Algunos presos, desde las ventanas, espiaban en silencio.

Los soldados apretaron los dientes, firmes ante las víctimas. El mayor levantó el sable y cortó el aire.

—Gutiérrez, ¿estás ahí? —susurró Camila, mirando hacia adelante sin ver.

—A tu lado, Camila, y mi último pensamiento será para ti —sonrió Ladislao.

—Dios bondadoso, muero con él —murmuró la joven.

Tronó la orden y los hombres de la primera fila apuntaron sus armas. Sonó la avalancha de tiros contra los cuerpos quietos. Ladislao Gutiérrez fue alcanzado en la cabeza y en el corazón y murió en el acto. Camila recibió una bala en el vientre y otra le quebró un brazo. Aulló de dolor y pavura, sin perder el conocimiento. Miraba el negro del pañuelo, veía oscuro. Sus ropas, por los impactos, empezaron a arder. Una llama incipiente terminó por comer su falda, mientras su voz inundaba el patio. El fuego ardía en su cuerpo, flama viviente. Los presos gritaban desde las ventanas, un soldado corrió hacia ella y le arrojó un balde de agua. Torcida volvió a gritar y la segunda fila apuntó sus fusiles. Esta vez, la descarga destrozó la frente y el pecho de Camila. Uno de los soldados largó el fusil y huyó a los gritos, aterrado ante esa Juana de Arco criolla. Luego se dijo que había enloquecido.

Dos oficiales se acercaron hasta los cuerpos calientes de sangre. Estaban muertos. Camila y Ladislao habían redimido sus culpas. Habían muerto por amor. Los habían odiado por eso.