A la memoria de mi querido Diego Arguindeguy. Por el aliento y el entendimiento perpetuo. Mi abrazo infinito.
A mi editora Mercedes Güiraldes, por su contención y vínculo eterno.
A Nacho Iraola, por todo; él sabe.
A Fernanda Meritello y Gustavo Béliz, por su ayuda silenciosa, por su inspiración.
A Malele Penchansky, por nuestros diálogos, por lo aprendido, por santa Teresa y san Agustín, y por Lou Andreas Salomé; y por instigarme al abismo sin miedo.
A Stella Onetto, por velar por mí.