PRÓLOGO

Camila miraba embelesada a su abuela. Grandmaman y la fiel Marcelina llevaban adelante una de las prácticas que las unía durante el día, desde hacía años. Una algo ajada Madame Périchon yacía sentada frente al espejo de su tocador de roble de Eslovenia mientras la criada le cepillaba la interminable melena gris.

—Qué linda, grandmaman. ¿Qué peinado le toca hoy? —preguntó la nieta de doce años, siempre atenta a los afeites de su abuela.

Anita Périchon de Vandeuil y O’Gorman extendió su mano para que Camila se le acercara. El vínculo entre nieta y abuela era muy estrecho, a pesar de la infinidad de contrariedades que pesaban sobre la familia. Años atrás, Madame Périchon había sido confinada a la quinta de La Matanza apenas había puesto pie en el puerto de Buenos Aires, tras ser echada del Janeiro por una furibunda Infanta Carlota Joaquina. Habían sido tiempos intempestivos de guerra sorda, negociaciones viles y libertinaje. Demasiado. La señora francesa a la que sus detractores llamaban «la Perichona» había ofrecido su cuerpo, aunque nunca su honra, a los caballeros más influyentes del momento: generales, virreyes, cancilleres, espías, españoles, franceses, ingleses. Lo que fuera, siempre que abonaran a la causa, a la suya y la de nadie más. Así había sobrevivido a aquellos años de invasiones, conspiraciones varias y ansias de libertad. Madame había sido la doble agente más inquietante del Río de la Plata. Sin marido —el inefable Thomas O’Gorman había metido pies en polvorosa con rumbo desconocido al primer acecho— pero con hijos a quienes asistir, Anita había dominado la escena de Buenos Aires y el Janeiro hasta que la conminaron a un exilio forzoso en las afueras de la ciudad. Allí se instaló, con sus criados y poco más. Los hijos y los nietos la visitaban de tanto en tanto. Pero la visita favorita para ella era la de Camila.

—Deja a la niña, Marcelina, esta tarde ella será la encargada de peinarme. Tiene una mano perfecta. Ven, ma petite.

Camila sonrió de oreja a oreja. Madame metió los dedos temblorosos entre los pelos grises y bamboleó la cabellera envejecida por la espalda, una y otra vez. Le dejó el terreno preparado a la nietita. Camila tomó el cepillo de nácar que le entregó Marcelina y se lo aplicó a la cabeza de su abuela con entusiasmo.

—Ah, pero qué bien lo haces, con mano firme. Aprende, Marcelina, tú, que dudas de todo y me dejas hecha un estropajo. Debo estar a la altura de mi estirpe, Jacques me espera en el Fuerte… —dijo Anita.

—Permítame, niña Camila, seguiré yo con la faena —se interpuso Marcelina. —Señora, aquí traje las flores para el peinado y le separé los aretes y algunas diademas para que elija.

La criada miró a Camila con complicidad y le guiñó un ojo: los desvaríos de su abuela eran moneda corriente. Por momentos perdía la noción del tiempo, aunque no le costaba tanto regresar a la realidad.

—¿Quién es Jacques, grandmaman?

Marcelina incendió a la niña con la mirada, rogando en silencio que no la llevara a esos mundos, que no insistiera con aquello. Pero Camila pestañeó, hizo caso omiso al reto mudo de la criada y continuó.

—¿Es aquel Virrey de antes, de cuando yo no había nacido, grandmaman?

—Por supuesto, ma belle. Monsieur Liniers y Bremond, caballero de Malta, marino francés al servicio del Rey de España, y yo, su virreina. Toda Buenos Aires nos rinde pleitesía —respondió la señora y se colocó una flor silvestre sobre la oreja. Estaba confundida, hablaba en presente de Santiago de Liniers, que había sido ajusticiado varios años atrás.

—Papá odia a ese señor, no quiere ni que lo nombren —respondió Camila, sentada muy derechita sobre la silla, con las manos sobre su regazo.

—Ay, pero Adolfo no quiere a nadie. Ese hijo mío me ha salido torcido, es una desgracia. Igualito al padre, no parece sangre de mi sangre —Anita le hablaba al espejo, como perdida.

—¿Pero acaso no soy yo de tu sangre? —preguntó la niña.

—Claro que sí, Camila. Ven, acércate —la volvió a llamar y la ubicó a su lado. —Mírate, eres igualita a mí.

Abuela y nieta rieron frente al espejo. Mientras tanto, la criada aguzaba el oído. Temía que el patrón descubriera a la niña en la alcoba de su señora. Se lo tenía terminantemente prohibido. No quería que su madre se entrometiera en la crianza de su hija. Ya había sido un infierno crecer bajo el ala —bastante ausente, por cierto— de maman; ahora la quería lejos de Camila.

—Pero yo creo que Tatita sí quiere a mamá. Están casados, grandmaman —dijo la niña con el ceño fruncido; le preocupaba eso de que su padre no quisiera a nadie.

—Bueno, petite, hay mujeres queridas y respetadas por maridos a los que quieren y respetan —sonrió Anita. —No ha sido mi caso. Pero existen placeres más intensos, los he deseado, los he conocido.

Marcelina carraspeó, incómoda.

—Señora, Camila es una niña. No debería estar presente cuando usted habla de esas cosas —la interrumpió.

Madame Périchon suspiró y continuó con el discurso como si estuviera frente al público.

—La felicidad es un tumulto de sentidos, cuyo espectáculo es digno de ser experimentado. ¿Cómo afrontar esas tempestades? —giró la cabeza y le habló a su nieta. —Pues serás mi discípula, ma petite.

Desde lejos tronó una voz. Era Adolfo O’Gorman que llamaba a su hija.

—Camila, ¿pero dónde está esa niña? —El vozarrón quebraba la quietud del campo. Marcelina se refregó las manos con nerviosismo. La nieta pasó su bracito en torno del cuello de su abuela.

—Jamás te resistas al torbellino al que seas lanzada. —Madame Périchon le acarició la cabeza y dejó correr la mano por una de las trenzas sedosas de su nieta.

—Niña Camila, venga, vamos, su padre la reclama. No es bueno contrariarlo —Marcelina transpiraba del susto.

La pequeña se abrazó con fuerza a la abuela, como si temiera perderla para siempre. Sus hermanos miraban a esa anciana con desconfianza, incluso la evitaban. Camila, en cambio, la adoraba. Le gustaba escuchar sus historias, perderse en la infinidad de anécdotas. Su abuela había experimentado una vida de aventuras y Camila la admiraba.

—Atiéndeme, Camila, que esto es fundamental. Es bien sabido que, para un varón, acostarse con una mujer es llevarla a hacer lo que a ella le gusta. —Madame Périchon se irguió para continuar, rejuvenecida como por arte de magia por la atención de su nieta. —Sin embargo, quienes les hacemos creer que nos obligan a cumplir sus deseos más recónditos nos llevamos el cetro, ma belle.

Marcelina gimió con desesperación. Quiso cubrir las orejas de la niña con sus manos, pero no hizo a tiempo. La puerta se abrió de par en par. Allí, como llevado por mil demonios, estaba don Adolfo O’Gorman.

—¿Qué haces aquí, Camila? ¿Cuántas veces te he dicho que no quiero? —dijo desde el umbral en tono severo. —Y usted, maman, largue a la pequeña, que también se lo he advertido. Le llena la cabeza con pajaritos y esta no precisa demasiado para pensar sandeces. Tiene que ocuparse de sus cosas de niña.

Con dos zancadas, el líder del clan se acercó a Camila, la tomó del brazo y la arrancó del seno de su madre. La niña no hizo a tiempo de nada, ahogó un grito e intentó atajar las lágrimas, pero no pudo.

—Me duele, Tatita —se quejó en un hilo de voz.

—Debiera dolerte el alma por contradecir a tu padre, mala hija —dijo Adolfo. De inmediato se arrepintió de su dureza, pero ya era tarde.

—No seas tan severo con Camilita, hijo querido. Es tan bonita, tan buena. No tienes nada de qué preocuparte con ella. Será la mejor de tus hijas, ya verás —imploró Madame Périchon.

Don Adolfo estaba ofuscado y se salía de las casillas demasiado pronto. Pero lo hecho, hecho estaba. Chistó con disgusto, miró hacia otro lado y arrastró a la niña fuera de los aposentos de su madre.